Aria
AL mundo que quedaba más allá de los muros de la Cápsula lo llamaban «la Tienda de la Muerte». Había mil maneras de morir ahí fuera. Aria jamás imaginó que llegaría a acercarse tanto.
Se mordía el labio mientras observaba la pesada puerta de acero que se alzaba frente a ella. En las letras rojas, parpadeantes, de una pantalla se leía: AGRICULTURA 6. PROHIBIDO EL PASO.
Ag 6 solo era una cúpula de servicio, pensó Aria. Había muchas que suministraban a Ensoñación alimentos, agua, oxígeno, todo lo que una ciudad encapsulada necesitaba. Ag 6 había resultado dañada durante una tormenta reciente, aunque al parecer los desperfectos eran menores. Supuestamente.
—Tal vez debiéramos volver —le dijo Cachemira. Se encontraba junto a Aria en la cámara estanca, y se retorcía, nerviosa, un mechón de pelo largo y pelirrojo.
Había tres chicos agachados alrededor del panel de control dispuesto junto a la puerta, manipulando la señal para poder salir sin que se disparara la alarma. Aria intentaba ignorar sus constantes discrepancias.
—Vamos, Cachemira. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir?
Aria lo dijo en broma, pero la voz le salió demasiado aguda, y para disimular añadió una risita que, de todos modos, también sonó algo histérica.
—¿Que qué podría ocurrir en una cúpula dañada? —Cachemira empezó a enumerar con sus dedos finos—. Podría pudrírsenos la piel. Podríamos quedar encerrados fuera. Una tormenta de éter podría convertirnos en carne chamuscada, y los caníbales se nos comerían para desayunar.
—Pero si esto también pertenece a Ensoñación.
—Sí, pero queda fuera de los límites.
—Cachemira, no tienes por qué venir, si no quieres.
—Tú tampoco —replicó ella.
Pero se equivocaba.
Desde hacía cinco días, Aria no había dejado de preocuparse por su madre. ¿Por qué no se había puesto en contacto con ella? Hasta entonces nunca se había saltado ni una sola de sus visitas diarias, por más ocupada que estuviera con sus investigaciones médicas. Y, si quería obtener alguna respuesta, Aria tenía que meterse en aquella cúpula.
—Ya os lo he dicho cien, no, mil veces. Ag 6 es un lugar seguro —intervino Soren sin apartar la mirada del panel de control—. ¿O es que creéis que tengo intención de morir esta noche?
En eso tenía razón. Soren se quería demasiado a sí mismo para poner en peligro su vida. Aria posó la mirada en su espalda musculosa. Soren era el hijo del Director de Seguridad de Ensoñación. Poseía uno de esos cuerpos que solo los privilegios proporcionan. Estaba incluso bronceado, lo que no dejaba de ser ridículo, teniendo en cuenta que ninguno de ellos había visto nunca el sol. Y además era un genio descifrando códigos.
A su lado seguían Ruina y Eco. Aquellos dos hermanos seguían a Soren a todas partes. Normalmente contaba con centenares de seguidores, pero eso era en los Reinos. Esa noche eran solo cuatro los que lo acompañaban en la atestada cámara estanca. Eran solo cinco los que se estaban saltando la ley.
Soren se incorporó y esbozó una sonrisa pícara.
—Voy a tener que hablar con mi padre sobre sus protocolos de seguridad.
—¿Lo has conseguido? —le preguntó Aria.
Soren se encogió de hombros.
—¿Acaso lo dudabas? Ahora empieza lo bueno. Ha llegado el momento de desconectarse.
—Espera —dijo Cachemira—. Creía que solo ibas a trucar nuestros Smarteyes.
—Ya lo he hecho, pero no tendremos tiempo suficiente. Debemos desconectarnos.
Aria pasó un dedo sobre su Smarteye. Ella llevaba siempre el dispositivo sobre el ojo izquierdo, conectado en todo momento. «El Ojo» los llevaba a los Reinos, los espacios virtuales en los que pasaban la mayor parte del tiempo.
—Caleb nos matará si no volvemos pronto —insistió Cachemira.
Aria puso los ojos en blanco.
—Tu hermano y sus noches temáticas. —Normalmente recorría los Reinos con Cachemira y su hermano mayor, Caleb, y lo hacían desde su lugar favorito del Lounge de Segunda Generación. Durante el último mes, Caleb había organizado sus noches alrededor de temas: el de esa noche era «Alimentar amigos y locuras», y había empezado en un Reino Romano en el que habían devorado jabalí asado y guiso de langosta. Después se habían trasladado hasta un programa de Minotauro en un Reino Mitológico—. Me alegro de haber salido de allí antes de que llegaran las pirañas.
Gracias a su Smarteye, Aria mantenía las visitas diarias a su madre, que había seguido con su investigación en Alegría, otra Cápsula situada a centenares de kilómetros de distancia, distancia que no le había preocupado hasta que, hacía cinco días, la comunicación con Alegría se había visto interrumpida.
—¿Cuánto tiempo se supone que vamos a pasar ahí fuera? —preguntó Aria. A ella le bastaban unos minutos a solas con Soren. Los suficientes para preguntarle por Alegría.
Ruina sonrió ampliamente.
—¡El tiempo que haga falta para montarnos un fiestón de verdad!
Eco se apartó el pelo de los ojos.
—El tiempo que haga falta para montarnos una fiesta en directo.
El verdadero nombre de Eco era Theo, pero pocos lo recordaban. Su apodo le venía como anillo al dedo.
—Podemos desconectarnos durante una hora. —Soren le guiñó un ojo—. Pero no te preocupes, que después te pondré en marcha.
Aria forzó una carcajada ronca y seductora.
—Más te vale.
Cachemira le dedicó una mirada desconfiada. Ella no sabía nada del plan de Aria. En Alegría había sucedido algo, y Aria sabía que Soren podía sacarle información a su padre.
Soren echó los hombros hacia delante y hacia atrás, como un boxeador a punto de saltar al ring.
—Ahí vamos, fallos del sistema. Agarraos bien los pantalones. Nos desconectamos en tres, dos…
A Aria le sorprendió un timbrazo agudo que procedía del interior de sus oídos. En su campo de visión apareció de pronto una pared roja. Aguijonazos dolorosos se clavaron en su ojo izquierdo, y se propagaron por el cuero cabelludo, concentrándose en la base del cráneo, antes de descender por la columna vertebral y de explotar en sus extremidades. Oyó que uno de los chicos, tenso, maldecía de alivio. La pared roja desapareció tan deprisa como había aparecido.
Parpadeó varias veces, desorientada. Los iconos de sus Reinos favoritos habían desaparecido. Los mensajes de la bandeja y la tira continua de noticias que aparecía en la parte inferior de su Smartscreen tampoco se encontraban en su sitio. Solo permanecía la puerta de la cámara estanca, que se veía poco definida, filtrada a través de una fina película. Bajó la vista y se miró las botas grises. De un gris intermedio. Ese era el tono que cubría prácticamente todas las superficies de Ensoñación. ¿Cómo era posible que el gris se viera incluso menos vivo de lo que ya era?
Una sensación de soledad se apoderó de ella, a pesar de que se encontraba en una cámara pequeña y atestada. No podía creer que en otro tiempo la gente viviera siempre así, sin acceso más que a lo real. Los Salvajes del exterior seguían viviendo así.
—Ha funcionado —declaró Soren—. ¡Estamos desconectados! ¡No somos más que carne!
Ruina empezó a dar saltos.
—¡Somos como los Salvajes!
—¡Somos Salvajes! —exclamó Eco—. ¡Somos forasteros!
Cachemira no dejaba de parpadear. Aria habría querido tranquilizarla, pero los gritos de Ruina y Eco en aquel espacio tan reducido le impedían concentrarse.
Soren movió hacia la derecha una barra de apertura manual instalada en la puerta. La cámara se despresurizó emitiendo un breve silbido, y se creó una corriente de aire fresco. Aria bajó la mirada y vio que la mano de Cachemira se aferraba a la suya. Durante apenas un segundo, hasta que Soren abrió la puerta, fue consciente de que llevaba meses sin tocar a nadie, desde la marcha de su madre. Entonces Soren completó la operación.
—La libertad al fin —dijo antes de adentrarse en la oscuridad.
Gracias al haz de luz que se derramaba desde la cámara estanca, Aria vio los mismos suelos lisos que lo cubrían todo en Ensoñación, aunque aquí cubiertos de polvo. Las huellas de Soren dibujaban un camino en la penumbra.
¿Y si la cúpula no fuera segura? ¿Y si Ag 6 estuviera llena de peligros externos? Un millón de muertes en la Tienda de la Muerte. Podía existir un millón de enfermedades flotando en el aire, rozando casi sus mejillas. Aspirar aquel aire le pareció algo así como suicidarse.
Aria oyó los pitidos del panel de control, que provenían del lugar en el que se encontraba Soren. Destellos de luz parpadeaban acompañados de potentes chasquidos. Apareció un espacio cavernoso. Cultivos alineados que se perdían en la distancia, rectos como franjas. Arriba, tuberías y vigas que se entrecruzaban en el techo. No vio ningún agujero, ni ningún otro desperfecto. Con sus suelos sucios y su silencio solemne, la cúpula se veía solo como un espacio descuidado.
Soren se plantó de un salto frente a la puerta de entrada, y se agarró al marco.
—Si esta noche acaba siendo la mejor de vuestra vida, podéis echarme la culpa a mí.
• • •
Los alimentos se cultivaban en unos montículos de plástico que le llegaban a la cintura. Hileras y más hileras de frutas y verduras putrefactas la rodeaban formando filas interminables. Como todo en la Cápsula, habían sido diseñadas genéticamente persiguiendo la eficacia. Carecían de hojas, no necesitaban tierra, y muy poca agua.
Aria arrancó un melocotón pasado, y torció el gesto al constatar qué poco había hecho falta para dañar su carne blanda. En los Reinos, la comida seguía cultivándose, o se fingía que se cultivaba virtualmente, en granjas de pajares rojos y campos cubiertos de cielos siempre azules. Le vino a la mente el último eslogan del Smarteye: «Mejor que real». Y en ese caso era cierto. Los alimentos reales de Ag 6 eran como los viejos antes de que empezaran a aplicarse los tratamientos anti-edad.
Los chicos pasaron los primeros diez minutos persiguiéndose unos a otros por los pasillos, y saltando sobre los cultivos alineados. Su actividad improvisada acabó convertida en un juego que Soren bautizó como «Pelota Podrida», y que consistía en lanzar frutas y verduras a los demás. Aria participó durante un rato, pero Soren se las tiraba siempre a ella, y lo hacía con demasiada fuerza.
Iba a refugiarse junto a Cachemira detrás de una hilera justo cuando Soren decidió cambiar de juego. Puso a Ruina y a Eco contra una pared, como si quisiera ejecutarlos, y empezó a disparar pomelos contra los dos hermanos, que permanecían inmóviles y se reían.
—¡Más cítricos no! ¡Negociemos!
Eco también levantó las manos, como Ruina.
—¡Nos rendimos, cosechador de fruta! ¡Negociemos!
La gente siempre hacía lo que quería Soren. Él tenía prioridad en los mejores Reinos. Había uno, incluso, que llevaba su nombre: SOREN 18. Su padre lo había creado hacía un mes, cuando cumplió dieciocho años. Los Tilted Green Bottles tocaron en un concierto especial. Durante la última canción, el estadio se inundó de agua de mar. Todos se transformaron en sirenas y sirenos. Incluso en los Reinos, donde todo era posible, aquella fiesta había sido espectacular. La locura se apoderó del concierto subacuático. Soren había conseguido que las aletas caudales resultaran sexis.
Aria casi no se relacionaba con él después de clase. Soren dominaba los Reinos de deportes y combates. Lugares en que la gente podía competir y someterse a clasificaciones. Ella se limitaba a los Reinos artísticos y musicales, acompañada de Cachemira y Caleb.
—Mira qué cosa tan fea —dijo Cachemira frotándose una marca de naranja que tenía en los pantalones—. Seguro que no se quita.
—Se llama mancha —le aclaró Aria.
—¿Para qué sirven las manchas?
—Para nada. Por eso en los Reinos no las tenemos. —Aria se fijó en su mejor amiga. Parecía agarrotada, y levantaba mucho la frente por encima del Smarteye—. ¿Estás bien?
Cachemira movió los dedos delante del Smarteye.
—Esto no me gusta nada. Todo ha desaparecido. ¿Dónde está la gente? ¿Y por qué sueno tan falsa?
—Todos sonamos falsos. Como si nos hubiéramos tragado unos megáfonos.
Cachemira arqueó una ceja.
—¿Unos qué?
—Unos conos que usaba la gente para amplificar la voz. Antes de que existieran los micrófonos.
—Suena superantiguo —dijo Cachemira. Miró a su alrededor, echó hacia atrás la espalda y se dirigió a Aria—. ¿Piensas decirme qué está pasando aquí? ¿Por qué estamos con Soren?
Ahora que estaban desconectados, Aria se dio cuenta de que podía contarle a su amiga por qué estaba ligando con él.
—Tengo que saber qué le ha pasado a Lumina. Sé que Soren puede sacarle información a su padre. Tal vez ya sepa algo.
La expresión de Cachemira se suavizó.
—Seguramente la conexión está dañada. Pronto tendrás noticias suyas.
—Hasta ahora las interrupciones habían durado solo unas pocas horas. Nunca tanto tiempo.
Cachemira suspiró y se apoyó en el montículo de plástico.
—Cuando la otra noche vi que le cantabas, no daba crédito. Y tendrías que haber visto a Caleb. Según él, te habías tomado las medicinas de tu madre.
Aria sonrió. Por lo general, mantenía su voz en privado, algo que quedaba entre su madre y ella. Pero hacía unas noches se había obligado a cantar una tórrida balada a Soren en un Reino de Cabaret. En cuestión de minutos, aquel Reino se había llenado, y había cientos de personas que esperaban para oírla cantar de nuevo. Aria se había largado de allí. Y, tal como esperaba, desde entonces Soren no había dejado de irle detrás. Y cuando le propuso lo de aquella noche, ella había aprovechado la oportunidad.
—Tenía que conseguir que se interesara por mí —dijo, quitándose una semilla que se le había quedado pegada a una rodilla—. Hablaré con él tan pronto como deje su guerra de frutas. Y entonces nos iremos de aquí.
—Pues pidámosle que pare ya. Le decimos que estamos aburridas… lo que es cierto.
—No, Cachemira —se negó Aria. A Soren no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer—. Ya me encargo yo.
Soren se plantó en lo alto de una hilera de cultivo, frente a ellos, y las dos retrocedieron de un salto. Sostenía un aguacate con una mano, y tenía el brazo echado hacia atrás. Sus pantalones grises estaban cubiertos de manchas de zumo y pulpa.
—¿Qué pasa? ¿Por qué estáis aquí sentadas sin hacer nada?
—La Pelota Podrida nos aburre —dijo Cachemira.
Aria torció el gesto, anticipándose a la reacción de Soren, que se cruzó de brazos y movió la boca a un lado y a otro mientras las miraba desde las alturas.
—En ese caso, tal vez tendríais que iros. Un momento. Casi me olvidaba. No podéis iros. Supongo que tendrás que seguir aburriéndote, Cachemira.
Aria miró en dirección a la puerta de la cámara estanca. ¿Cuándo la había cerrado? Cayó en la cuenta de que él era el único que disponía de todos los códigos de la puerta, y de los que permitían reiniciar sus Smarteyes.
—No puedes mantenernos atrapados aquí, Soren.
—Las acciones preceden a las reacciones.
—¿De qué está hablando? —preguntó Cachemira.
—¡Soren! ¡Ven aquí un momento! —lo llamó Ruina—. ¡Tienes que ver esto!
—Señoras… Me reclaman en otra parte.
Lanzó el aguacate al aire antes de salir corriendo.
Aria lo cazó al vuelo sin pensar. Aterrizó en su mano y se abrió, convertido en una masa verde y pegajosa.
—Está hablando de que ya es demasiado tarde, Cachemira. Ya nos ha dejado encerradas aquí fuera.
• • •
De todos modos, Aria se acercó a revisar la puerta de la cámara estanca. El panel no respondía. Miró el botón rojo de emergencia. Estaba conectado directamente al ordenador central. Si lo presionaba, los Guardianes de Ensoñación vendrían a ayudarlos. Pero en ese caso recibirían un castigo por haberse escapado, y tal vez perdieran sus privilegios en los Reinos. Además, ella perdería toda posibilidad de hablar con Soren sobre su madre.
—Nos quedaremos un poco más. Ellos tendrán que regresar pronto.
Cachemira se retiró el pelo por detrás de un hombro.
—Está bien, pero ¿puedo cogerme de tu mano otra vez? Así me siento más como cuando estoy en los Reinos.
Aria miró la mano extendida de su mejor amiga y vio que retorcía ligeramente los dedos. Se la cogió, pero tuvo que reprimir el impulso de retirarla mientras se acercaban, juntas, al extremo más alejado de la cúpula. Los tres chicos franquearon una puerta que Aria no había visto hasta ese momento. Se encendieron otras luces. Por un instante, se preguntó si su Smarteye se habría reactivado y si, en realidad, estaría contemplando un Reino. Un bosque se recortaba frente a ellos, hermoso y verde. Pero entonces alzó la vista y se encontró con el conocido techo blanco sobre las copas de los árboles, recorrido por una madeja de cables y tuberías. Y se dio cuenta de que se trataba de un inmenso terrario.
—Lo he encontrado yo —dijo Ruina—. ¿A que soy un genio?
Eco ladeó la cabeza, y el pelo enmarañado se le retiró de los ojos.
—Un genio, tío. Esto no es real. Bueno, sí, real sí es. Ya sabes lo que quiero decir.
Los dos miraron a Soren.
—Perfecto —dijo él, mirando fijamente. Se quitó la camisa, la tiró al suelo y corrió hacia el bosque. Un instante después, Ruina y Eco lo siguieron.
—Nosotras no vamos a entrar ahí, ¿verdad?
—Como ellos no.
—Aria, no bromees.
—Cachemira, mira bien este sitio. —Dio un paso al frente. La fruta podrida era una cosa. Pero el bosque era una verdadera tentación—. Tenemos que entrar a verlo.
Bajo los árboles reinaban la penumbra y el frescor. Aria pasaba la otra mano por los troncos, sentía su textura rugosa. La pseudocorteza no se le clavaba en la piel. Aplastó una hoja seca cerrando el puño, y creó con ella virutas afiladas. Se fijó en los dibujos que creaban las hojas y las ramas más arriba, e imaginó que, si los chicos se callaran, tal vez oyera respirar a los árboles.
No perdía de vista a Soren a medida que se adentraban en el bosque, en busca de la ocasión de hablar con él, y hacía lo posible por no pensar en la mano tibia y sudorosa de Cachemira. En los Reinos ya habían caminado cogidas de la mano, donde existía el tacto. Pero allí la mano no apretaba tanto, no tanto como aquí.
Los chicos jugaban a perseguirse entre los árboles. Habían encontrado palos, que sostenían como si fueran lanzas, y se habían manchado la cara y el pecho con tierra. Pretendían ser Salvajes, como los que vivían en el exterior.
—¡Soren! —gritó Aria al ver que pasaba disparado junto a ella.
Él se detuvo, lanza en mano, y le dedicó un bufido. Ella se echó hacia atrás. Soren soltó una carcajada y salió corriendo.
Cachemira se detuvo y tiró de ella.
—Me están asustando.
—Lo sé. Siempre se dedican a asustar a la gente.
—No digo ellos. Los árboles. Tengo la sensación de que van a caer sobre nosotras.
Aria miró hacia arriba. Por más distintos que resultaran esos bosques, esa posibilidad no se le había pasado por la cabeza.
—Está bien. Volveremos junto a la cámara estanca y esperaremos allí —dijo, y empezó a retroceder. Pero minutos después se dio cuenta de que habían llegado a un claro por el que ya habían pasado. Casi se rio por lo increíble de la situación. Estaban perdidas en el bosque. Soltó la mano de Cachemira y frotó la palma contra los pantalones.
—¡Estamos avanzando en círculos! Esperemos hasta que pasen los chicos. No te preocupes, Cachemira. Seguimos estando en Ensoñación. ¿Lo ves?
Señaló hacia arriba, al techo entre las hojas, pero al momento pensó que ojalá no lo hubiera hecho. Las luces que había sobre ellas perdieron intensidad, parpadearon un instante y después volvieron a iluminar como antes.
—Dime que esto no acaba de suceder —le dijo Cachemira.
—Nos vamos de aquí. Ha sido una mala idea.
¿Sería esa la parte de Ag 6 que había sufrido desperfectos?
—¡Ruina! ¡Ven aquí! —gritó Soren. Aria se volvió y creyó ver durante un instante su torso bronceado pasando entre los árboles. Se mordió el labio. Era su oportunidad. Si se daba prisa, podría hablar con él. Si dejaba a Cachemira ahí, sola.
Cachemira le dedicó una sonrisa temblorosa.
—Aria. Ve. Habla con él. Pero no tardes.
—Te lo prometo.
• • •
Soren sostenía un montón de ramas entre los brazos cuando ella fue a su encuentro.
—Vamos a encender un fuego.
Aria se quedó helada.
—No lo dices en serio. ¿No pensarás… verdad?
—Somos forasteros. Y los forasteros encienden fuegos.
—Pero seguimos estando dentro. No puedes hacerlo, Soren. Esto no es ningún Reino.
—Exacto. Esta es una buena oportunidad de ver cómo son las cosas de verdad.
—Soren, está prohibido. —En los Reinos, el fuego era una luz ondulante, anaranjada y amarilla, que desprendía un ligero calor. Pero ella sabía, gracias a los años de ejercicios de seguridad practicados en la Cápsula, que el fuego real era distinto—. Podrías contaminar nuestro aire. Podríamos incendiar Ensoñación.
Dejó de hablar al ver que Soren se le acercaba más. Tenía la frente cubierta de gotas de agua, que resbalaba y creaba surcos en el barro que le cubría la cara y el pecho. Estaba sudando. Era la primera vez que veía sudar a alguien.
Se inclinó sobre ella.
—Yo, aquí, puedo hacer lo que quiera. Lo que quiera.
—Eso ya lo sé. Todos podemos hacer lo que queramos, ¿no?
Soren hizo una pausa.
—Sí.
Ahí estaba la oportunidad que estaba esperando. Pensó bien en las palabras que iba a decir.
—Tú sabes cosas, ¿verdad? Por ejemplo los códigos que nos han traído hasta aquí… Cosas que en teoría no deberías saber.
—Sí, claro.
Aria sonrió y se abrió paso por entre las ramas que sostenía. Se puso de puntillas, invitándole a susurrarle confidencias.
—Cuéntame un secreto. Dime algo de eso que en teoría no sabes.
—¿Como qué, por ejemplo?
Las luces volvieron a parpadear. A Aria le dio un vuelco el corazón.
—Dime qué pasa en Alegría —dijo, haciendo esfuerzos por disimular la preocupación en la voz.
Soren dio un paso atrás, meneando la cabeza despacio y entrecerrando los ojos.
—Tú quieres saber algo de tu madre, ¿verdad? ¿Por eso has venido hasta aquí? ¿Me has estado utilizando?
Aria ya no podía seguir mintiendo.
—Dime por qué la comunicación sigue interrumpida. Tengo que saber si está bien.
Soren concentró la mirada en sus labios.
—Tal vez más tarde te deje que me convenzas para que te lo cuente —dijo. Y echando los hombros hacia atrás, levantó más las ramas—. En este momento no puedo, estoy descubriendo el fuego.
Aria regresó deprisa hasta el claro del bosque donde esperaba Cachemira. Y allí encontró también a Ruina y a Eco. Los dos hermanos estaban amontonando ramas y hojas en el centro. Cachemira se fue hacia ella apenas la vio aparecer.
—Llevan haciéndolo desde que te has ido. Intentan encender una hoguera.
—Ya lo sé. Vámonos. —En Ensoñación vivían seis mil personas. No podía permitir que Soren lo pusiera todo en peligro.
Aria oyó un chasquido de troncos cayendo e instantes después algo le golpeó un hombro. Soltó un grito al ver que Soren la rodeaba y se plantaba frente a ella.
—De aquí no se va nadie. Creía que ya lo había dejado claro.
Ella miró la mano que le agarraba el hombro, y notó que le temblaban las piernas.
—Suéltame, Soren. Nosotras no vamos a involucrarnos.
—Demasiado tarde. —Sus dedos se hundieron en ella con más fuerza. Ella ahogó un grito de dolor, un dolor que le recorría el brazo. Ruina soltó la rama larga que arrastraba y miró en su dirección. Eco se detuvo en seco, con los ojos muy abiertos. Las luces se reflejaban en su piel. Ellos también estaban sudando.
—Si te vas —dijo Soren—, le diré a mi padre que todo esto ha sido idea tuya. Tenemos los Smarteyes apagados, de modo que es tu palabra contra la mía. ¿Y a quién te parece que creerá?
—Estás loco.
Soren la soltó.
—Cállate y siéntate. —Sonrió de oreja a oreja—. Y disfruta del espectáculo.
Aria se sentó junto a Cachemira al borde de la línea de árboles, reprimiendo las ganas de llevarse la mano al hombro dolorido y frotárselo. En los Reinos, si te caías de un caballo te dolía. Si te torcías un tobillo, te dolía también. Pero el dolor era solo un efecto que se añadía para aportar algo más de emoción. En los Reinos no te lastimabas realmente. Pero esto era distinto. Como si no existiera límite al dolor. Como si el dolor fuera a durar siempre.
Ruina y Eco iban y venían del bosque y traían montañas de ramas y de hojas. Soren les indicaba dónde debían dejarlas, y el sudor le resbalaba por la nariz. De vez en cuando, Aria miraba de reojo las luces, que al menos habían dejado de parpadear.
No podía creer que se hubiera metido en aquella situación, y que hubiera arrastrado a Cachemira. Sabía que entrar en Ag 6 entrañaba riesgos, pero no esperaba que sucediera algo así. Nunca había sido su intención formar parte del círculo de Soren, aunque siempre había sentido interés por aquel chico. A Aria le gustaba encontrarle fisuras a su imagen. Su manera de observar a la gente cuando la gente se reía, como si no entendiera el significado de la risa. Su manera de levantar el labio superior cada vez que decía algo que a él le parecía especialmente inteligente. Su manera de mirarla de vez en cuando, como si supiera que ella no estaba convencida.
Ahora se daba cuenta de qué era lo que le intrigaba de él. A través de aquellas fisuras había creído ver atisbos de otra persona. Y ahora, sin la vigilancia de los Guardianes de Ensoñación, era libre para mostrarse tal como era.
—Voy a sacaros de aquí —susurró.
Los ojos de Cachemira, desprovistos del Smarteye, se inundaron de lágrimas.
—Cállate, que te va a oír.
Aria notó el crujir de las hojas secas bajo sus pies y se preguntó cuándo habrían regado aquellos árboles por última vez. Vio que la hoguera alcanzaba primero un palmo, después medio metro. Cuando llegó casi al metro, Soren declaró que ya estaba lista.
Se metió la mano en una bota y extrajo de ella una batería y un cable, que entregó a Ruina.
Aria no daba crédito a lo que veía.
—¿Lo tenías planeado? ¿Has venido hasta aquí para encender un fuego?
Soren le dedicó una sonrisa y retiró mucho los labios.
—Y también tengo otras cosas en mente.
Aria aspiró hondo. Tenía que estar de broma. Intentaba asustarla porque ella lo había engañado. Pero ella no podía hacer nada.
Los chicos formaron un círculo, y Soren susurró «inténtalo así», y «por el otro lado, tonto», y «déjame hacerlo a mí», hasta que los tres se retiraron de golpe, alejándose de la llama que ascendía desde las hojas.
—¡Uau! —exclamaron los tres al unísono—. ¡Fuego!