Capítulo veintidós

El público, satisfecho y tranquilo ya, fue filtrándose por las salidas poco a poco. Por allí andaba yo. Me encontré a Nick, a Ruby, a Killer con una de sus chicas, a los señores Quinn y a Barney Winch.

—¿Has visto alguna vez una paliza semejante? —dijo Nick.

—Habríamos podido mandarle a Harry Miniff, para que hiciera con él unos zorros —dijo Quinn sonriendo.

—Bonita conversación. ¿Olvidáis que aquí hay mujeres? —dijo Nick cogiendo a Ruby por el brazo.

—Ven a «Bolero», Eddie —dijo Quinn—. Vente a mi mesa.

—No tengo ganas esta noche —dije.

—Podrías ver algo muy sugestivo en el espectáculo —dijo Killer.

—No, esta noche no estoy de humor —repetí.

Me fui al vestuario. Toro estaba sentado en la mesa de masajes con una toalla ensangrentada alrededor de su cabeza. Doc estaba intentando aún detener la sangre que manaba de su nariz y de su boca. Su cara hinchada y desfigurada estaba inclinada sobre su pecho. Estaba temblando. Los periodistas rondaban a su alrededor, olvidándose de su estado en su vehemente deseo de tomar nota de sus declaraciones.

—¿Cuándo fue la primera vez que le lastimó, Toro?

—Dios mío… —murmuraba Toro por sus rasgados labios—. Dios mío…

—¿Qué golpe fue el que te perjudicó más?

—Dios mío —decía otra vez Toro.

—¿Querrás la revancha?

—Dios mío…

—¿Dónde demonios se ha metido Grandini? —preguntó Doc—. George, ve abajo y procura encontrar al doctor Grandini. Será mejor que dé un vistazo a esta mandíbula.

La cabeza de Toro se balanceaba débilmente de un lado a otro. Tenía los ojos abotagados y enrojecidos, y la desencajada mandíbula permanecía colgando.

—Échate —le dijo Doc—. Es mejor que te eches.

Toro continuaba sentado, desfallecido, y sólo repetía «Dios mío, Dios mío…».

Se lo llevaron al Hospital Roosevelt. Fui a verle a la mañana siguiente. Habían restañado sus heridas y juntado cuidadosamente sus mandíbulas. Estaba bebiendo con ayuda de una caña. Su magullada y pálida fisonomía tenía cierto parecido con la de una gárgola.

Sin duda quería decirme algo. Trató de musitar alguna palabra por entre sus lacerados labios, pero fue en vano; no podía emitir sonido alguno. Finalmente, después de un gran esfuerzo logró que alguna palabra saliese de su garganta.

—Me iré a casa. Mi dinero, mi dinero…

—Ya te lo traeré —le dije.

Me marché, y cuando cruzaba el vestíbulo encontré a Vince.

—Es el último lugar en donde se me ocurriría buscarte —le dije.

—¡Ah! ¿Qué tal estás? ¿Creías tú que eres el único hombre blanco del equipo? ¿Creías tener la exclusiva del muchacho, ser el único en visitarle?

—¿Dónde traes el anzuelo, Vince? Porque no me dirás que vienes a consolarle. No serías el Vince de siempre.

—Pues precisamente pensaba que tal vez podría ayudar al muchacho —dijo Vince.

—No creía que ni siquiera conocieras esta palabra —le dije.

—Hay muchas cosas que tú no sabes, camarada —dijo, marchándose.

Bueno, era un caso raro, pensé. He visto cómo muchachos que luchaban entre sí a brazo partido, luego se daban un abrazo con verdadera efusión. También he visto a un padre sentado en un rincón, sin abrir los labios, dejando a un hijo sangrar como un puerco durante los diez asaltos, y luego, cuando terminada la pelea se acercaba al hijo, coger la desfigurada cara entre sus manos y gritar desaforadamente angustiado. Había cosas inexplicables, y en su misma dureza inconsciente sensibilidad también. Tal vez aquello le ocurría a Vince. Podía ser que bajo aquellas rudas facciones, en aquel depravado cerebro estuviese escondido un corazón lleno de amor al prójimo, que yo por mi parte había perdido o que nunca había experimentado.

Fui a la oficina para ver lo que había referente al dinero de Toro. Nick todavía no había llegado, ya que se había acostado tarde la noche anterior.

Killer —dije—. ¿Cuándo puedo obtener la «pasta» para Toro?

Killer me miró decepcionado.

—Habla con Leo; está aquí esta mañana.

Bajé al vestuario para entrevistarme con el contable de Nick. Estaba escribiendo en el libro de cuentas. Era pequeño, pálido y de aspecto infeliz. Tal vez es el aspecto que tienen todos los contables.

—¿Atareado, Leo?

—Estoy dándole vueltas al resumen de la lucha —dijo—. ¿Cuánto importó el total?

—Un millón, trescientos cincuenta seis mil, ochocientos noventa y tres dólares, con cincuenta centavos.

—Prometí a Toro que le subiría el dinero que le corresponde —dije.

—Lo tendré que buscar en la lista —dijo Leo.

Ojeó su archivo de ficheros con aire profesional… Latka, Lewis, Mann, Molina… «Aquí está». Humedeció las puntas de sus dedos y separó algunas páginas de la lista. Las separó atentamente, estudiándolas.

—El balance es pequeño —dijo.

—¿Pequeño? ¿Está usted bromeando?

—Todo está especificado —dijo Leo.

Alcancé las listas y examiné la suma de gastos, todos cuidadosamente anotados. Mis ojos recorrieron una columna de cifras astronómicas. Así decía: «10 450 dólares por gastos de transporte»; «14 075 dólares por gastos de manutención»; «17 225 por publicidad y festejos». Habían varios asientos más por vestuario, llamadas telefónicas, telegramas y un montón de diversos gastos imaginarios. Había una bagatela de 63 500 dólares entregados en efectivo, que alegaban haber sido anticipados a Toro por Vince. Y finalmente constaba la comisión del manager, los impuestos del Estado y las recompensas para el personal, por los favores recibidos. Todo esto había sido restado (un total de casi un millón de dólares) de la parte que le correspondía; por lo que quedaba un pequeño remanente, como balance, de exactamente cuarenta y nueve dólares con setenta céntimos.

—Espere un minuto —dije—. No somos salteadores de caminos. Vince nunca adelantó a Toro 63 000 dólares, sino solamente seis mil. ¿Cómo podéis ser tan extraordinariamente generosos? ¿Cómo podéis darle estas migajas?

—Así me lo dejó anotado Vince —dijo Leo—. Él fue quien me dio estos datos.

—Así a Toro le liquidan con cuarenta y nueve dólares. ¿Por qué le dejan tan poco?

—Puede usted añadir algo, si quiere —dijo Leo.

—Ya sé que usted sabe sumar y puede aumentar. Yo se lo he visto hacer antes para Nick; también sé que es capaz de sustraer a la perfección…

—Todo está en orden —dijo Leo—. Puedo enseñar estos libros a cualquiera.

—Seguramente —dije—. Ha conseguido hacerlos saltar a su manera.

—Si tiene alguna duda, dígaselo al jefe —replicó—. Pero no encontrará chanchullos en mis libros. Siempre que me lo requieran puedo enseñárselos a todo el mundo y a quien lo desee.

Salí corriendo, tomé un coche y me dirigí al piso de Nick en la Calle Cincuenta y Tres del Este. Anochecía. Nick estaba comiéndose un bocadillo. Estaba solo; llevaba puesto un batín de seda de color azulado, con las iniciales N. L. enlazadas, bordadas sobre el bolsillo superior.

—Nick —exclamé—. He estado hablando con Leo.

—¿Ah, sí? —Estaba desmenuzando una tostada y mojándola en huevos pasados por agua—. ¿Estás conforme con lo tuyo? Deben de corresponderte unos mil setecientos de los «grandes».

—¡Pero, Nick! ¿Y a Toro, qué? Todo lo que le tocan son cuarenta y nueve chavos. ¡Una mandíbula partida por cuarenta y nueve chavos piojosos! No puedes hacerle eso, Nick; no puedes dejarle apaleado y luego abandonarle con un agujero en el bolsillo…

—Oye, Eddie; ese baboso ya se ha cobrado lo suyo, puedes verlo en los libros.

—Ya lo sé; he visto los libros, pero conozco a Leo y a sus libros, sabes…

—Esto es todo cuanto le corresponde, aunque le resulte duro —dijo Nick.

—Por favor, Nick; después de todo se trata de un ser humano…

—Esto es todo —repitió Nick.

—Pero, por favor, Nick. ¡Por los clavos de Cristo que no puedes tratarle tan duramente!

—Vete a dormir, Eddie —dijo Nick, cogiendo con calma su taza de café. Y lo más terrible era el tono con que lo decía. Yo sabía que todavía me apreciaba. Que Dios me perdone, él creía en mi categoría y que siempre contaría conmigo—. Vete a dormir. Estás echándome a perder el desayuno.

Me fui al hospital de nuevo a ver a Toro.

—No podrá usted permanecer con él mucho rato —me dijo la enfermera antes de entrar en la habitación.

—¿Cómo sigue?

—Está en estado comatoso. Aún persiste el shock. Su lado izquierdo está todavía parcialmente paralizado, pero el doctor dice que confía en que será cosa temporal.

Toro estaba descansando boca arriba. Era su cara una amalgama de puntadas y cardenales. Volvió lentamente la cabeza cuando me oyó entrar.

—¿Y mi dinero…? Mi dinero…

Yo bajé la cabeza, no sabía qué decirle. Sus ojos me miraban con ansiedad.

—¿Y mi dinero? —repetía.

No sé por qué tenía que ser yo precisamente el que se lo dijera.

Pero pensé que tal vez sería el más indicado para darle la noticia con suavidad.

Toro —dije—. No sé cómo explicártelo; pero no hay dinero. No hay, todo se ha perdido.

—Perdido —Toro murmuraba entre dientes—. No, no es posible.

—Lo siento, Toro, pero es así.

Un ahogado gemido salió de su garganta. Fijó su mirada en mí, creyendo imposible lo que había oído. Luego volvió pesadamente la cabeza hacia el otro lado. De pronto sacudió sus anchos hombros y prorrumpió en guturales sollozos. Resultaba terrible ver a un hombre de aquella talla y en tal forma, llorando desesperadamente.

Toro, lo siento muy de veras; quisiera poder hacer algo por ti. —Entonces me acordé de mis diecisiete mil dólares—. Oye, tengo una idea; puedo prestarte cinco mil dólares. —Iba a decir diez mil, pero algún diminuto contable de mi cerebro rebajó la cifra a la mitad—. Por lo menos, para que puedas volver a casa.

—Pero ¿y mi dinero? Yo lo hice todo… todo…

—Sí, hombre, sí —asentí—. Pero ¿qué quieres hacerle? Ellos te han hecho ir de aquí para allá. Sé listo y toma esos cinco mil.

Volvió a mirarme y murmuró con voz ronca:

—¡Váyase! ¡Váyanse todos, váyanse todos lejos de mí!

¿Qué quería dar a entender al decir «todos»? No podía mezclarme con los demás. Yo era su amigo, el único que le quería ayudar, que le tenía simpatía y ahora me igualaba a los demás. Y decía «todos», incluyéndome a mí.

—Pero, Toro, yo soy tu amigo; yo quiero ayudarte; yo…

—¡Váyase! —gritó—. ¡Váyase!

Me marché cabizbajo, y bajaba lentamente cuando por el pasillo encontré a Vince. Llevaba un grueso abrigo de piel de camello.

—Hola, querido —me dijo.

—Vince, no puedo creerlo; no me digas que vienes a ver a Toro otra vez.

—Pues, sí —dijo—. Es mi pupilo. Ya verás con qué rapidez le voy a reanimar. Haremos grandes cosas juntos.

—¿Qué quieres decir, Toro?

—Esto es. Esta mañana le he arrancado a Nick el contrato. Y no porque le haya pasado a Toro lo que le ha pasado, quiere decir que no pueden hacerse grandes cosas con él.

—¡Pero si está fuera de combate, Vince! ¡Está eliminado!

—Para el Garden, seguro, pero yo me figuro que podemos aún sacar partido de él actuando en el mismo territorio, pero a la inversa. Esta vez, los fanáticos de la localidad soltarán prenda y acudirán para ver al chico golpear al gigante. Hemos encontrado un nombre que todavía es una incógnita y no tendremos que molestarnos en falsear nada. Lo hallé inscrito como Dynamite Jones, de la plaza de toros de Tijuana. Dejemos que la gente suponga, quizás por última vez, que era un coloso, y esta vez Jones irá sin esposas. ¡Apuesto a que llegaremos a las veinte mil!

—¡Pero, Vince, tú estás loco! ¿Cómo puedes suponer que Toro piense aún en luchar después de lo de la noche pasada?

—No estás en tus cabales, querido; él luchará; está vencido —dijo Vince.

Me acordé de Speedy Sencio. Pensé que todos los luchadores vencidos eran siempre reanimados y mandados de nuevo al ring. Pero yo estaba demasiado preocupado para objetar nada.

—Tú sabes que no me gusta contradecirte —decía Vince—. Después de todo, tú y yo somos camaradas. Pero, bueno, para contar contigo, Eddie, creo que has revoloteado demasiado durante este último viaje. No he conseguido tener tanta pasta como Nick para repartirla, y no confío ya en tus méritos, pero si cambio de opinión ya te lo haré saber.

Al marcharse, me golpeó amigablemente la mejilla, añadiendo todavía:

—No tanto sentimentalismo, amigo.

Quedé descorazonado. Yo no valía lo bastante para Vince.

Sólo me quedaba una pequeña tentativa para hacer en favor de Toro. Pensé que Pepe y Fernando se lo podrían llevar con ellos. Llamé desde el hospital al «Waldorf Towers». El conserje del hotel me conectó con «información». Los de Santos y su grupo habían partido la noche anterior. Se me informó. Su dirección actual era «Hotel Nacional», La Habana.

Me fui a casa. Abrí mi baúl, el departamento inferior estaba lleno de ropa vieja, revistas, recortes de Prensa, cartas que no sé por qué guardaba; y en medio de aquel revoltijo estaba el comienzo de «Todavía Campeón», por Eddie Dexter Lewis, tres nombres de categoría. Las páginas manuscritas estaban amarillentas, pero no importaba, lo podía copiar.

Al mirar la cubierta tuve una evocadora visión del Teatro Guild. Empecé a leer el primer acto. Traté de ver algo bueno en él. El diálogo era forzado, los protagonistas quedaban desdibujados, la trama no tenía sentido, todo lo que había escrito era el primer acto de una obra insustancial. La intriga era descabellada. ¡Y este era el cheque en blanco de la fama, que pensaba alcanzar por mí mismo! ¡El premio Pulitzer! Nada menos que veintiséis páginas de una obra que había ido a parar al fondo del último departamento de un baúl, como le correspondía.

Volví a colocar el manuscrito en el baúl. Sin duda se hubiera añorado de no guardar en su interior mi obra. ¿Quién era yo ahora? Exactamente lo que había dicho Beth: un esbirro de Nick.

Era de madrugada, me encaminé a casa de Shirley. Lucille estaba limpiando el bar, y Shirley haciendo solitarios.

—Eddie —dijo—; traes mala cara. ¿Qué te pasa?

—Soy el peor de todos ellos —dije—. El único que sabía la verdad y la mentira, y cerré la boca; el único que sabía el motivo de lo que iba a suceder, y aún así, metí las manos en el bolsillo. El peor, el peor, Shirley, el peor de todos.

Shirley se acercó, y mirándome la cara dijo:

—Ven, olvídalo todo; es hora de ir a dormir.

Cuando me desperté, la habitación estaba a oscuras y los postigos cerrados. No podía saber si era de día o de noche. Me incorporé para encender un cigarrillo, y cuando encendí el fósforo comprobé con extrañeza que estaba en la habitación que Beaumont el Marino y otros boxeadores derrotados habían ocupado.

Pero esta vez me había correspondido a mí el turno. Suficiente juicio para verlo, y no la bastante valentía para evitarlo. Miles de nosotros, millares como yo, corrompidos y sin entrañas, vivíamos enriqueciéndonos con turbias e inconfesables actividades, y en nuestro afán de lucro consentíamos en comerciar suciamente, sin escrúpulos. No me extraña que Beth no quiera saber nada conmigo. Eres un pillo, me dice, un pillo, el más pillo de todos, un pillo redomado.

—Ya sé que la diosa está irritada conmigo —me decía yo por lo bajo.

—Eddie, ¿qué te pasa? No luches contigo mismo, sea lo que sea, no te preocupes —me dijo Shirley con dulzura—. Vuelve a dormir ahora; te sentirás mejor cuando te levantes.