A la mañana siguiente lanzamos la noticia del encuentro Stein-Molina. Resultó algo sensacional. Nick no había exagerado al estimar el valor de la tragedia de Lennert. Cada encuentro entre los pesos pesados resulta un simulacro de lucha a muerte. Aquellos epítetos que brotan espontáneamente de las multitudes, aconsejando al favorito: «¡Túmbalo! ¡Sacúdelo! ¡Mátalo!», suelen ser más verdaderos de lo que se pretende. La muerte en el cuadrilátero no es una cosa de todos los días, ni de todos los meses, ni de todos los años. Pero siempre añade un ambiente dramático a todos los encuentros que siguen a una de esas tragedias. El sadismo y crueldad de los circos romanos y de su auditorio aparece todavía en los ojos de los modernos espectadores del boxeo. No es solamente el deseo consciente de ver a un hombre pulverizar a otro hundiéndolo en la insensibilidad, lo que más atrae a la afición, sino también el subconsciente y retrospectivo deseo de presenciar una violenta tragedia, aun cuando el raciocinio mental de cada espectador lo considere excesivamente brutal.
Estos factores psicológicos, combinados con la depravación auténtica de Stein y el falso salvajismo de Toro, contribuyeron a que aquel episodio fuera considerado como una nueva Batalla de nuestra Época. Incluso los reporteros que apodaban a Toro el Hombre Monstruo y El Poderoso, tenían que admitir que la pelea con Stein podía considerarse la piedra de toque de Toro.
Cuando sonó el teléfono, yo estaba tumbado en la cama, pensando en Kewpie Harris y en Stein. Era Fernando. Me pedía que fuera a verle sin pérdida de tiempo. Toro acababa de leer la prensa y estaba furioso. Decía que no quería pelear con Stein. Que no quería enfrentarse con nadie más. Que se iba a casa.
Me vestí rápidamente, pedí un taxi y corrí a ver a Toro. No me sentía tan convincente como debiera de haberme sentido en aquellas circunstancias, porque en el fondo no me parecían del todo reprobables sus intenciones. Pero traté de hacerle comprender por todos los medios, que no había modo de escabullirse de la pelea con Stein. Que Nick y el Garden tenían constancia de su nombre en el cartel. Que la cláusula sobre Stein estaba incluida en el contrato de Lennert. Le dije que si desperdiciaba aquel momento de auge, acabaría mal. Tenía que sobreponerse y seguir adelante.
Pero todo lo que Toro dijo, cuando yo le hube lanzado aquel discurso, fue:
—No. Yo regreso a casa.
Pepe y Fernando trataban también de hacerle entrar en razón, pero todo lo que lograban era que continuara sentado allí, sacudiendo su enorme y casi solemne cabezota, diciendo y repitiendo una y otra vez con obstinada monotonía infantil:
—No. Yo me voy a casa.
Le dije a Pepe que lo sacara de allí y lo llevara a algún espectáculo que le hiciera salir de su marasmo sacudiéndole aquella idea fija; que hiciera con él lo que se le ocurriera para disipar su melancolía. Pero lo único que deseaba Toro era estar lejos de nosotros y recobrar su paz. Si de mí hubiera dependido, le hubiese dejado partir. Pero por su propio bien —me decía a mí mismo— debía seguir en la brecha. Él no sabía lo que eran capaces Nick y sus muchachos, como yo lo sabía; amigos, mientras no se les contrariara.
Toro se acostó por fin sin gran convencimiento, y yo regresé al hotel. Eran un poco menos de las tres de la madrugada cuando Fernando me llamó de nuevo. Toro había desaparecido. Debía de haberse escapado por el corredor mientras los demás creían que estaba durmiendo. Se había ido con una maleta y su radio portátil, lo que parecía dar a entender que su escapada había sido preparada con buena intención.
Seguí la pista de Nick hasta dar con él en «Bolero», un club nocturno que el sindicato poseía en el distrito del Este. Al saber la noticia se quedó sorprendentemente tranquilo. Se manifestó en el sentido de que «no había que llamar a la policía».
—Resultaría grotesco. Podría perjudicar la venta de localidades. Lo encontraremos por nuestra cuenta. Daremos con él. Dedicaré a unos cuantos muchachos a buscarlo. Es demasiado conocido para que pueda ir muy lejos.
Los muchachos de Nick vigilaron todas las salidas de la ciudad, las estaciones, aeropuertos, autobuses de término, e hicieron indagaciones para saber si Toro había adquirido algún pasaje. Fernando se acordó de que Toro había lanzado alguna bravata amenazando con irse solo a la Argentina, si tenía que regresar algún día. Por lo tanto, Benny, Jock Mahoney, Vince, Killer y yo nos dirigimos a los muelles en el «Lincoln» blanco. Nos detuvimos en todas las consignas en que figuraban líneas con buques que se dirigieran o pasaran por Sudamérica. Preguntamos a los vigilantes si le habían visto. Uno de ellos nos dijo que unos transportistas de frutas habían fletado un buque aquella mañana que salía para Buenos Aires del muelle número seis. Corrimos hacia allí, y nos dispersamos para explorar el terreno. La luna estaba en cuarto menguante, y la visibilidad obstaculizada por una oscura neblina. Las luces del cargador tenían reflejos macilentos, amarillos, opacos.
De pronto Benny gritó:
—¡Eh! ¡Creo que estoy viendo a nuestro hombre!
Y corrió presuroso hacia la gran puerta que cerraba el paso de aquel tinglado. Todos le seguimos. Era Toro, sí; sin duda había estado esperando a que abrieran de madrugada. Empezó a correr en cuanto nos vio. Me uní a los que le perseguían, recorriendo un laberinto de fardos y cajas. Los movimientos de Toro eran tan lentos fuera como dentro del ring. Pronto pudieron atraparlo Jock y Killer. Le cortaron la retirada, mientras Benny, Vince y yo, que corríamos hacia ellos, rodeábamos a Toro. Intentó romper nuestro cerco, pero Benny lo sujetó por la espalda, mientras Jock y Vince evitaban que se escabullera. Toro les dio sendos empellones y consiguió liberarse, pero apenas había dado unos pasos, cuando de nuevo nos lanzamos todos sobre él. Nos increpó en castellano, gritando: «Me voy. Me voy». Killer, impulsivo, le dio un golpe en plena cara con su pequeño puño. Toro protestaba y se encogía de hombros, forcejeando para soltarse; pero pudimos más que él, y lo arrastramos hacia el coche. Se debatía y luchaba contra todos, mientras sudábamos para introducirlo en el vehículo. En la oscuridad, nuestras figuras, por encima de las cuales él sobresalía, debían de semejar antiguos cazadores apresando un animal prehistórico. De pronto aquel mastodonte aflojó, y levantándolo a medias y empujándole como pudimos lo metimos en el «Lincoln». Benny se metió su cachiporra en el bolsillo.
—Este hijo de perra no nos dará más guerra esta noche —dijo.
A la mañana siguiente le expliqué a Nick lo sucedido con todo lujo de detalles. Aquella tarde salía para Florida.
—Voy a decirte lo que tenéis que hacer —decidió—. Toma la «pasta» necesaria y haced por divertiros. Killer colaborará contigo en la empresa. Haz todo lo necesario para que ese cabezota tenga cuanto pida para distraerse. Cuando se haya divertido en gran escala te lo llevas al campo, y empiezas a entrenarlo de nuevo. Tal vez sea eso lo que necesite para olvidar ese asunto de Lennert que le tiene tan preocupado —me dio un gran rollo de billetes de Banco—. Creo que bastará. Gastos generales. Así se lo diré a Leo para que lo aplique al capítulo a deducir de los ingresos, por impuestos.
A Pepe le gustó el plan; y no había nada que Fernando no estuviera conforme en hacer por su patria. Por consiguiente, iniciamos nuestra campaña aquella misma tarde. Pepe descorchó media caja de botellas de champaña y Killer nos envió media docena de mujeres, más dos de reserva por si alguna «se rajaba», según nos dijo. En la forma en que iniciamos nuestro ataque aquella noche, aquello debió de durar una semana, o tal vez tres; nunca supe exactamente el tiempo que así invertimos. Lo que recuerdo es a Pepe desafiando a Toro a que no se bebería una botella de champaña sin parar, y apostándole cien dólares contra uno a que no lo hacía. Y luego recuerdo a Toro que cayó al suelo dormido, y a Pepe obligando a que una de las muchachas intentara levantarlo, lo que nos hizo reír a todos estrepitosamente.
Cierta vez descendí a la planta baja del hotel para desayunarme, y me di cuenta de que era de noche y más bien hora de combinados que de desayuno. Regresé a los dormitorios y encontré a Toro, desnudo, dormido en la cama. Fernando roncaba en una cama a su lado; tenía un aspecto desagradable y feo. Toro, incluso en su desaliñado dormitorio del hotel, entre vasos sucios y abundantes colillas, no encajaba ni pertenecía a aquella baraúnda de relajación. Resultaba demasiado grande para el cuarto, demasiado grande para la cama, postrado y tendido como una gran estatua viviente que hubiera sido separada de su pedestal y lanzada allí. Me pregunté si debía despertar a Toro para que comiera algo. En cambio, Fernando podía permanecer allí tendido hasta que se pudriera. Me pregunté dónde estaría Pepe. Me sentía extraordinariamente despabilado por ser tan de madrugada, según creía, ¿o era que tal vez estábamos en el anochecer del día siguiente? Desvelado. Desvelado o de vela por Gus Lennert. Lo que realmente tratábamos de hacer, era convertir un velorio por Gus en aquel desvelo. Gus. Yo estaba desvelado o en vela, en vela por Gus Lennert.
Toro permanecía tendido en la cama mostrando su inmensa desnudez. Resultaba ser la tarde, y no la mañana, como había creído, y me estaba preguntando si convendría que le despertase. Dormía con sueño profundo. Mientras le observaba cambió de posición y murmuró entre sueños, de forma casi ininteligible:
—Ya me voy, papá. Ya me voy.
Eso me hizo decidir que más le valía dormir y soñar que estaba de regreso en casa.
Cuando dejé la estancia, no supe dónde me encontraba. Mi gaznate sabía a algodón rancio, y en mi cabeza zumbaba un tam-tam enloquecedor. «Tómate esto —decía Doc—. Esto te pondrá el estómago a tono». No era mi estómago lo que estaba alterado; era mi conciencia, inquieta por el remordimiento. La interminable retahíla de mujeres desfilando, como si se esfumaran entre el humo de los incontables cigarrillos consumidos; Fernando con sus charreteras; la seducción física de Toro Molina; un conjunto vacuo. Y todo danzaba a mi alrededor de un modo frenético.
Una fotografía que estaba encima del escritorio me miraba con fijeza. Era una imagen agradable, optimista, refrescante, que se posaba obstinadamente en mí. Era una fotografía de Beth. Estaba en mi propio dormitorio.
—¿Dónde están los demás? —pregunté.
—Pepe saltó del bote la otra noche —dijo Doc—. Regresará con una multitud de admiradores para el encuentro con Stein. Fernando se ha llevado a Molina a Pompton Lakes. Y nosotros les endulzaremos las últimas dos semanas.
—¿Qué ha sido de Danny?
—Danny también está allí. Pero no creo que se pueda confiar demasiado en Danny. Danny ha estado bebiendo tanto, que creo que incluso lo que suda es alcohol.
Doc me puso la mano sobre la cabeza y luego me tomó el pulso. Sus manos eran asombrosamente vivaces, húmedas y nerviosas, al propio tiempo que extrañamente reconfortantes.
—Gracias, Doc.
Pero no debía darle las gracias. A Doc le gustaba demostrar que era un buen médico.
No tenía intención de llegarme al campo demasiado pronto. No era gran cosa lo que allí debía de estar sucediendo. Cuando usted visita un campo de entrenamiento, a la primera ojeada puede darse cuenta del estado de la moral de los que allí se acogen, y de si el ambiente es simplemente metódico y mercantilizado, o si, por el contrario, está bien orientado y rezumando optimismo. La atmósfera que rodeaba a Toro era de indiferencia. Corrientemente son los propósitos del entrenador y la energía del luchador los que dan la tónica del ánimo del campo. Pero en esta ocasión Danny malgastaba su tiempo y su dinero en las tabernas y garlitos de juego, y Toro practicaba sus ejercicios de entrenamiento como un sonámbulo.
Cuando se hablaba de Toro —George, por ejemplo—, sacudía la cabeza que parecía moldeada en bronce, para decirme: «Me preocupa ese hombre. Pega sin ton ni son. No está pendiente de lo que hace. No hay manera de que esté preparado para pelear con Stein. Por muy corpulento que sea, no está en forma para enfrentarse con Stein».
Fui al campo de nuevo para ver los últimos entrenamientos antes de que regresaran todos a la ciudad, y pude darme cuenta de lo fundadas que estaban las preocupaciones de George. Aquel cachorro de Gussman tendría que permanecer a distancia, si no queríamos que hiciera saltar a golpes la cabeza de Toro delante de los periodistas. Toro estaba débil de estómago, porque Fernando había tomado posesión de él en el campo y permitía que el gran hombre ingiriera variados y excesivos manjares.
El día anterior al encuentro no se encontraba una sola habitación libre en todo Nueva York. Hombres de todo el país habían acudido allí. Una delegación de la ciudad de Stein llegó en tren especial, y estaba constituida por una gran variedad de elementos, desde el alcalde hasta la dama favorita, y se instalaron en un hotel del centro de la villa. La concurrencia del Variety casi doblaba el número habitual de los miércoles. Pepe y su delegación, compuesta por varios millonarios, políticos y jugadores, se reunieron en un opíparo banquete en el «Hotel Ritz». El Consul General de la Argentina dio la bienvenida a sus paisanos, y Fernando habló en nombre de la Asociación Atlética de la Argentina. El Gigante de los Andes se elevaba en el firmamento pugilístico, dijo, como la Argentina misma. Aquellas frases fueron celebradas con unos aplausos que por lo menos duraron dos minutos y medio. En todos los discursos, el nombre de Toro se intercalaba ondeando como una bandera, la azul y blanca de nuestros vecinos del Sur. Luego Toro fue requerido para pronunciar algunas palabras. Su cara estaba impasible. No expresaba beligerancia alguna, ni nacionalista ni de ninguna otra clase. «Haré lo mejor que pueda —dijo—. Después me iré a casa, a mi patria».
Todos los restaurantes de Broadway estaban repletos de gentes que hablaban exclusivamente de boxeo, dejando o tomando nueve contra cinco a favor de Stein. No era exagerado vaticinar que sobre las seis de la tarde de aquel día, un millón, poco más o menos, cambiaría fácilmente de manos.
Cerca de las siete de la tarde todavía había una gran multitud agolpada alrededor del estadio. Eran los últimos minutos para la obtención de entradas, y eran muchos los que trataban de entrar agazapados al sector de localidades sin reserva, por la brecha del gongo. Paseándose arriba y abajo, frente a una de las entradas, había un hombre ciego con una copa de estaño en la mano y un letrero colgado de sus hombros: «Kid Fargo», decía. «Un peso pesado que luchó con Jack Dempsey».
El dinero se apostaba fácilmente por Stein, porque tenía que cargar con él hasta que fuera aporreado. No había aparecido ningún boxeador como él desde Dempsey. Pero también corría mucho dinero por Molina, de gente impresionada simplemente por su tamaño, su empuje y corpulencia, y por ser el asesino de Lennert.
El estadio fue vendido en su totalidad. Y había miles de curiosos que iban a la caza de lugares estratégicos en las casas de la vecindad, en los tejados, balcones y ventanas que daban al estadio y que pagaban a sus moradores un dólar para poder ver el espectáculo desde alguno de aquellos puntos accesibles. Y millones de radioescuchas, hundidos en los departamentos del metropolitano, en las casas de clase media, en callejuelas y casas de campo.
El círculo de ring —mejor dicho, lo que el Tío Mike llamaba astutamente «círculo de ring»—, formado por tres hileras de localidades, para un total de trescientos espectadores, constituía una especial sección para los más afortunados, incluyendo al gobernador, el alcalde, el jefe de policía, los jefes de las grandes compañías navieras, estrellas de Hollywood, además de los representantes de la mejor calaña, legal o ilegal, los muchachos de Wall Street, industriales de todas categorías, los socialistas más eminentes, personal de seguros, informadores ejecutivos, jueces, abogados célebres, jugadores, y la espuma de la plebe cuyos nombres nunca aparecen en los periódicos. Todo el que era «alguien» quería ser visto en el «círculo de ring».
El público se reía de las figuras grotescas de dos incompetentes «pechos de barril» que bailaban al pie del telón. «Apagad las luces, que van a quedar solos», gritó un vozarrón. Continuaba la risa. Alguien tendría que escribir nuevas ocurrencias para los «hinchas» del boxeo. Siempre se utilizan las mismas ocurrencias para expresar la vieja e irrisoria manifestación de disgusto que acompaña los encuentros desanimados, sin pena ni gloria, sin acción ni entusiasmo. «¿Me concede el siguiente baile?»… «¿Es que vamos a ver los “ballets rusos”?»… «¿Sois cuñados jorobados?»… «¡Cuidado, que podéis haceros daño!». Pero aquellas protestas eran más bien moderadas y de buena ley. El público se entusiasmaba, sí, pero con lentitud. Los silbidos no eran todavía enconados. La tensión de las multitudes del deporte americano, no se había manifestado todavía. Los epítetos que se lanzaban no tenían aún virulencia ni entusiasmo. Y el público, en general, se estaba portando aún con espíritu realmente deportivo.
Volví a los vestuarios. Fernando y George ayudaban a Toro a prepararse. Danny también estaba allí. No cesaba de murmurar por lo bajo. Trataba de decirle algo a Toro. Pero Fernando se lo llevó de allí. Toro se cambió de ropa lentamente, como si estuviera mal dispuesto a volver a luchar. No me dijo nada cuando entré. Ni decía nada a nadie.
—Me parece que está cansado esta noche —susurró Doc—. Ha trotado todo el día.
—Tal vez está asustado de que pueda repetirse lo de Lennert —dije yo.
Pepe entró con algunos de sus compinches argentinos. Todos estaban alborotados. Le dieron grandes abrazos a Toro, diciéndole cuánto dinero habían apostado por él y salieron para presenciar el encuentro semifinal. Estaban muy alegres y profundamente entusiasmados. Toro no les dijo nada. Le pasaba lo que George había dicho; estaba ausente.
Nick entró con Killer y Barney Winch. Los tres llevaban gabanes de pelo de camello hechos a medida. Toro estaba sentado sobre la mesa, en albornoz. Doc le frotaba la espalda.
Nick se puso delante de Toro.
—Óyeme, tú, gorrón —le dijo con voz tranquila y dura—. Precisamente deseaba hablarte. Mi mujer me ha contado algo sobre ti.
Toro le miró con calma, esperando el golpe como una bestia en el matadero espera la puntilla.
—Me ha dicho que fuiste un día a casa tratando de reanudar vuestra amistad. Tendría que romperte la cabeza, por traidor. Pero no me tomaré tal molestia. El combate de esta noche será el único serio que hayas sostenido. Por eso no es necesario que me estropee la manicura contigo. Me puedo sentar ahí fuera, en primera fila, para tener el placer de ver cómo Stein te rompe la cabeza y te aplasta los sesos. Espero que te mate.
Y le dio a Toro un terrible bofetón. Toro le estaba mirando fijamente en aquel momento. Durante varios minutos, después de que ellos se fueron, Toro continuó mirando al espacio con aire estúpido y ausente. Chick Gussman, que figuraba en el sexto combate, entró después de haber ganado por K. O. técnico en tres asaltos, contento como unas pascuas. Dio unas palmadas amistosas a Toro, a la vez que le decía:
—Parece una gran noche para el equipo de Latka, muchacho.
Pero Toro ni le veía. La semifinal se terminó rápidamente, y le tocó el turno a Toro. Por vez primera, desde que yo era capaz de recordarlo, Danny no estaba aquella noche en forma para ocupar su puesto en el ángulo, de modo que Vince se unió a Doc y a George, llevando las botellas.
—Buena suerte, Toro.
Traté de decir estas palabras en tono animado, pero sonaron abatidas y huecas. Tendí la mano a Toro, que la tomó dándome un suave apretón. Entonces fue cuando me di cuenta de que estaba temblando.
Buddy Stein fue el primero en subir al ring. El público voceaba, rugiendo, mientras le miraba moverse de un lado a otro con su albornoz de seda azul y la blanca toalla colgada alrededor del cuello. Se acercó a las cuerdas mientras alargaba sus manos, dando apretones en todas direcciones a los centenares de admiradores que querían estrechárselas; recuerdo haber visto entre los espectadores a Jack Dempsey, a Big Crosby, a Sherman Billingsley… Una hermosa rubia, de la tercera fila de ring, fruncía los labios en una mueca de mimo, como si estuviera besándolo a distancia; y él le correspondió guiñándole los ojos. Había más mujeres que de ordinario. Ambos contendientes tenían buena fama entre las mujeres, con las que tenían grandes éxitos. Stein era moreno; su pelo era rizado; y, cosa poco corriente, era más bien elegante, lo que resultaba extraño en un boxeador. Tenía el tipo de moda de los hombres de anchas espaldas y cintura reducida, caderas estrechas que terminaban en sorprendentes y ágiles piernas. Era un muchacho superficial, vano, pero magnífico físicamente, con una personalidad labrada a fuerza de darse importancia. Era como ídolo que tiene costumbre de ser ensalzado y adorado cuando aparece en las tablas. A menudo se le habían hecho cumplidos sobre su sonrisa —que fue calificada algunas veces como «la mueca de Stein»—, aun cuando ahora era la sórdida sonrisa de un hombre que había encontrado el modo de encauzar su natural crueldad hacia una carrera provechosa.
A pesar de bromear con los espectadores, Stein era un peleador bien entrenado para la lucha severa. Hacía cabriolas por el ring con siniestro vigor, animándose con mesurados puñetazos en arco que descargaba al aire con furia.
El recibimiento que se le hizo a Toro fue amistoso, pero algo reservado, y hubo algunos abucheos de los escépticos, y de los partidarios de Lennert, que aún suponían que la muerte del excampeón había sido debida, en gran parte, a la excesiva brutalidad de Toro al pegar. En aquellos momentos, mientras Doc y George le quitaban el flamante albornoz, recordé una vez más la enormidad de disparates jocosos que se habían lanzado como bromas sobre aquel gigante. Sus colosales espaldas, protuberante musculatura y singular expansión pectoral parecían una ventaja notable sobre cualquier adversario, por fuerte que fuera, y, sin embargo, su amenazador físico contenía una suave y plácida disposición, con menos instintos de lucha, en proporción, que un muchacho de diez años, y considerablemente menos aptitud.
La deslumbrante iluminación del estadio profusamente esparcida en todos los ámbitos del mismo, se extinguió casi, y el ring apareció como una mancha extraordinariamente blanca y visible, muy destacada en la oscuridad. El que se encargaba de las presentaciones suplicó unos minutos de silencio en memoria de «El viejo Guss, un campeón que cayó luchando mientras el Gran Arbitro contaba el diez fatal».
El estadio seguía en la penumbra, mientras los impacientes abucheadores permanecían de pie en una emotiva demostración de falso desamparo. Sonaron las diez campanadas que iniciaban el encuentro, en medio de un silencio impresionante que le dio mayor efecto.
Cuando se encendieron de nuevo los reflectores del ring y el anunciante hizo las presentaciones de aquellos luchadores famosos, identificando a cada uno de los que iban a contender, con superflua y excesiva formalidad, la masa se fue poniendo en tensión y un clamor sofocante y bárbaro brotó de las 80 000 gargantas allí congregadas. El árbitro dio las últimas instrucciones a los boxeadores mandándolos a sus respectivos rincones. Cuando los ayudantes les quitaron la ropa de las espaldas, el contraste de sus tamaños produjo impresión, levantando suspiros de excitación entre el público. Toro, que casi medía seis pies y ocho pulgadas, y pesaba doscientas ochenta libras, poco más o menos, era de tronco tal vez demasiado voluminoso. Se santiguó y esperó que sonase el gongo con una especie de dócil turbación. Stein, ocho pulgadas más bajo, era de cuerpo duro, musculatura flexible y saltarín. Agitaba los pies con gran impaciencia, moviendo las espaldas nerviosamente como si ya estuviera frente a su enorme adversario.
—¡Mátalo, Buddy! —gritó la rubia de la tercera fila, con voz chillona y desagradable.
El gongo llevó a Stein a través del ring a enfrentarse con Toro, que salía lentamente de su rincón. Toro mantuvo en alto su izquierda, adoptando la mecánica defensa que Danny le había enseñado. Stein se mantenía atento, manifestando en su actitud considerable respeto a las ventajas de peso y corpulencia de Toro. Le daba golpes certeros en la cara con su derecha y alzaba su famosa izquierda como si le fuese a disparar, pero aún no se arriesgaba. Toro boxeaba rígidamente, dirigiendo su largo brazo izquierdo a la cabeza de Stein y manteniéndolo a distancia. Por fin, Toro había aprendido los rudimentos del boxeo, pero su ejecución era torpe, y no tenía elegancia ninguna. Movía los pies con gran lentitud, aunque correctamente, y por un momento consiguió conectar un golpe de izquierda, alcanzando las costillas de Stein. Stein sonrió y golpeó a Toro en la cabeza. El puñetazo de Stein parecía más duro que los mejores de Toro. Buddy apretaba los labios y una mirada de desprecio se manifestó en su semblante cuando disparó otro puñetazo. El dolor hizo que Toro se animara ligeramente y trató, aunque de modo rudimentario, de conseguir un golpe de «uno-dos». Su izquierda alcanzó la cara de Stein, pero la derecha no hizo más que revolotear, mientras Stein acorralaba a Toro en un cuerpo a cuerpo. Nada importante pareció ocurrir, pero cuando el árbitro se colocó entre ambos, el ojo izquierdo de Toro estaba enrojecido y parpadeaba vivamente por efecto del dolor. Parecía un galápago herido. Stein estaba en todas partes; era muy listo. Cuando se separaron, Stein levantó los guantes en amplio gesto deportivo. Toro, momentáneamente cegado, no correspondió tocando los guantes. El público afeó su conducta tan poco caballeresca. En la contienda de aquella noche le había tocado a él el papel de villano.
Algunos de los «hinchas» empezaron a dar palmadas, rítmicamente, manifestando así su impaciencia. «¡Abandona!», gritaban. Stein, con la sensibilidad de un hombre trivial, se movía de aquí para allá tratando de complacerles. Lanzó un derechazo al cuerpo de Toro, y cuando vio que los enormes brazos colgaban, de pronto se plantó en su área y lanzó su izquierda por primera vez, cogiendo la mandíbula de Toro duramente, de lleno. Toro se doblegó. Yo estaba sentado lo bastante cerca para ver cómo sus ojos se ponían en blanco. Stein volvió a su rincón cuando sonó el gongo, como si forcejeara un poco con el pecho en alto. Toro alcanzó su taburete con lentitud, sentándose como si fuera un hombre hinchado de cerveza.
Stein le esperaba, tan pronto como volvió a levantarse. El tiempo empezaba a apremiar ya. Toro trataba de alcanzar a Stein, que con movimientos engañosos, como lo había hecho antes, sacaba a Toro de su posición y colocaba su izquierda en el ya enrojecido ojo de Toro. Una masa informe se iba formando sobre él con anormal rapidez. En aquel momento yo hubiera querido estar lejos de allí, lejos de donde sólo podía ser testigo del implacable tormento que ofrecía aquella visión de un ser desamparado, implacablemente castigado. Pero algo me retenía allí con terrible fascinación, igual que a los otros 80 000 espectadores que aguardábamos ansiosos lo que parecía inevitable.
Cesó de ser una contienda, para convertirse en una corrida de toros, en una brillante demostración de la superioridad del hombre sobre la bestia, sobre el gigante, sobre el desmedido recelo. Las voces de los espectadores iban excitándose y gritaban: «¡Actúa sobre ese ojo!». «¡Arráncaselo!». «¡Ciérrale el ojo derecho!».
Stein complacía tales demandas. Midiendo a Toro fríamente, le aplastó el ojo hinchado. Los gruesos labios de este se apartaron con inmenso dolor, dejando ver su fea boca como una naranja escarchada. Fijándose tristemente en su atacante con el ojo sano, de pronto se había transformado en un grotesco e increíble cíclope. Stein peleaba con él de una manera metódica, asombrosa. Sus puñetazos cortos y bárbaros, molían a Toro con monotonía. Cuando el gongo dio tregua al castigo durante sesenta segundos, Toro titubeó un momento, tratando de orientarse para ir a su rincón, ya que no sabía cuál era el suyo. El árbitro fue el que le condujo a su taburete.
Los dedos de Doc frotando el débil cuello de Toro, el agua que George le echaba a la cabeza, y las sales que Vince le hacía oler, dieron al gigante un aspecto de recuperación con que afrontar el siguiente asalto. Tenía los labios apretados y en los ojos una intensa expresión homicida. Se podía casi percibir la presión de acumulada crueldad de la multitud apretujada alrededor del cuadrilátero. «¡Cógelo! ¡Cógelo! ¡Derríbalo! ¡Mátalo!». Los gritos crecían de modo histérico. La hinchazón del ojo de Toro había ya alcanzado el tamaño de un huevo. Stein dirigió otro izquierdazo a la boca de Toro, que empezó a rajarse. Luego, con toda su fuerza, dio contra la masa informe del ojo, aplastándola como si realmente fuera un huevo. Y como el ojo estaba lleno de sangre coagulada, instantáneamente la mejilla izquierda de Toro quedó teñida de carmesí.
«¡Así se hace, Buddy! ¡Mátalo!», exclamaba la rubia de la tercera fila.
Yo observaba a Nick, que estaba sentado en la fila de enfrente, opuesta a la mía, al otro lado del cuadrilátero. Chupaba un largo puro y observaba el curso de la pelea con aquella expresión de indiferencia que yo le había visto centenares de veces en los campos de entrenamiento. Ruby llevaba un sombrero de fieltro negro, muy espectacular, con una cenefa de lentejuelas alrededor del casco, enmarcando su empolvada cara de fieros ojos negros y artificiales labios rojos. Desde donde yo estaba, parecía gozar del espectáculo. Otro grito salvaje salió de la garganta del público y todos los que estaban a mi alrededor se pusieron de pie para ver cómo Stein arrinconaba a Toro en un ángulo. Llovían derechazos y golpes de izquierda, a mansalva, sobre la cabeza de Toro, que empezó a deslizarse hasta la lona para acurrucarse ridículamente en el suelo. Algunos de los espectadores se reían. El árbitro le indicó a Stein un lugar neutral, donde empezó a dar saltitos esperando coger a Toro nuevamente.
—¡Quédate ahí, Toro, quédate ahí! —le grité.
Pero por alguna inexplicable reacción de aquel tenaz cerebro semiinconsciente, Toro se levantó yendo hacia Stein, vacilando. El gongo aplazó la pelea por otro minuto.
En su rincón estaba Toro, recostado contra las cuerdas, echando sangre por su desgarrada boca y abriéndola mucho para respirar, exhausto por el terrible castigo que estaba sufriendo. Su ojo sano se cerraba en una agonía de lasitud. Los dedos de Doc hacían cuanto podían. Con toda su fuerza juntaron los bordes del corte que se abría sobre el ojo izquierdo de Toro tratando de contener la hemorragia. Después, Doc puso colodión sobre la herida, que pareció momentáneamente restañada. Entretanto, George trataba de reanimar la enorme musculatura y las malparadas piernas, y Vince vertía inútiles instrucciones en sus hinchadas orejas.
Después de todos estos preparativos, Stein cruzó el ring al sonar el gongo, derribando a Toro otra vez al primer puñetazo. Todo el trabajo de Doc quedaba deshecho y el corte de encima del ojo manaba sangre que caía sobre la sucia lona. No había pundonor en continuar aquella demostración de la desesperada incapacidad de un hombre para competir con otro de probada superioridad. No creí que Toro se levantase nuevamente, ni que lo intentara siquiera. Su cara era un sangriento amasijo, pero tambaleándose se levantó para recibir más golpes. Era un hombre quebrantado, apaleado, despellejado, sumido en un mar de penalidades, implacablemente abofeteado por furiosas oleadas de puñetazos y sostenido solamente por un desconocido fondo de paciencia ilimitada.
Los espectadores pedían que se suspendiera el combate, ahora, abogando por él: un sector de apostantes que contaban con un K. O. de Stein y de hombres inspirados por un sentido de malintencionada justicia, que se vengaba de Toro por su fraude y confundía esta paliza con la venganza de la integridad; y finalmente la pandilla de los que veían sus ilusiones frustradas, que disfrutaban con morboso placer presenciando la transformación final de un gigante agobiado, en un lastimoso montón de carne humana.
De cualquier modo, Toro resistió aquel asalto arrastrándose hacia atrás para tomar empuje y salió con ojos vidriosos a ofrecerse a Stein una vez más. ¿Por qué no le pararon? ¿Por qué Doc no le detuvo? Doc debía haber recibido órdenes secretas de Nick para que la pelea siguiera. ¿Qué pasaba con el árbitro? A los árbitros no les gusta suspender una lucha de pesos pesados, porque se supone que los grandes corpachones son capaces de llevarla a cabo intensamente. Y luego recordé otra cosa. Vince había dicho algo sobre apostar ocho «grandes» contra cinco, a que Toro estaría todavía de pie en el octavo asalto. Vince y el árbitro, Marty Small, habían hecho algunos negocios anteriormente. Marty no tenía que hacer nada censurable, simplemente le bastaba dejar que Toro continuara tanto como pudiera. Vince se encargaría de lo demás.
Durante tres minutos más, en medio del rugir del público llevado a un grado de enloquecida furia, en su paroxismo, Stein derribó al malparado gigante. Toro se agitaba y doblegaba hasta quedar arrodillado, y cuando intentaba alzarse, las rodillas le fallaban. Stein lo derribó una y otra vez. De nuevo cayó arrodillado, dando con su malparada cabeza contra la lona. Con un intento tan inútil como difícil, luchó por levantarse. Con una mano asía las cuerdas para no caerse. La otra le pendía a lo largo del cuerpo. Sus dos ojos sangraban, y un nuevo borbotón de sangre le salía de la boca. Balanceándose hacia atrás y hacia delante con ciega e imposibilitada turbación esperaba a su contrincante para ser atacado de nuevo. Stein saltó hacia Toro, y de un formidable derechazo lo derribó. Luego le lanzó un revés a la mandíbula, que lo hizo caer de bruces. Cayó pesadamente, torciéndose el tobillo con su propio peso. Con horrible esfuerzo se incorporó y se arrastró hacia delante, resbalando en su propia sangre, como una bestia moribunda. Tenía la boca abierta y la parte de la mandíbula inferior le colgaba, espantosamente caída. Oí que alguien decía: «Le ha roto la mandíbula». El aparato protector de los dientes había ido a parar unos pasos más allá de él. Movido por un impulso que ni él mismo hubiera podido explicar, Toro se arrastró dolorosamente hacia aquel artefacto, y con gesto lento e impotente trató de llevárselo a la boca. Estaba todavía batallando por colocarse aquel aparato, cuando el árbitro terminó de contar y levantó la mano de Stein. Buddy saltaba de alegría agitando los guantes por encima de su cabeza para agradecer la ovación del público. Toro aún trataba de colocarse el aparato en la boca, cuando Vince, Doc y George le arrastraron a su rincón.