Todos nosotros nos dirigimos al hospital de Santa Clara en el coche de Pepe. Me hubiera gustado que fuese un coche menos lujoso, ya que en cierto modo resultaba poco respetuoso emplear el elegante «Mercedes-Benz» para visitar a un camarada que se hallaba en situación crítica. Nadie decía una palabra. Incluso Pepe permanecía silencioso.
En la sala de espera el doctor habló con una de las enfermeras. El paciente seguía en estado de coma, según dijo ella. El doctor de Lennert había llamado a un especialista del cerebro. Se trataba de una hemorragia cerebral; era todo lo que podía decir de momento.
Doc regresó. Todo el mundo quería saber algo. Doc no sabía tampoco qué contestar.
—Sé de algunos casos que se han recuperado. Es como cuando se forman obstrucciones cerebrales. El paciente continúa con vida, sólo que queda paralítico.
Ciertas personas se encuentran mejor cuando hablan sin ton ni son, y Doc era una de ellas. Danny estaba sentado en un rincón pellizcándose los labios y manoseando el sombrero. Toro sostenía el crucifijo en las manos; mantenía entreabiertos los ojos, y su cara parecía una mascarilla. Movía los labios lentamente. Estaba rezando el rosario.
—No creí que Toro pudiera pegar tan fuerte —le dije a Doc.
—Es un accidente fortuito. Toro no tiene nada que ver con ello —contestó Doc—. Es probable que Gus terminara ya el combate con Stein con mínimas hemorragias. Pueden ser sumamente pequeñas, no mayores que la punta de un alfiler, pero el menor golpe las puede profundizar, aumentándolas. Cualquier excitación es suficiente para producirlas.
—Gus decía que le dolía la cabeza, cuando le vi —dije.
—Seguramente era un síntoma.
—¡Caramba! —exclamé.
—He oído decir que algunos se han repuesto —dijo Doc.
Poco después, la señora Lennert y sus dos hijos mayores salieron del ascensor. Pasaron junto a nosotros y avanzaron por el corredor hacia el cuarto de Lennert. Toro levantó la cabeza para mirar cuando ellos pasaban, y volvió a bajarla. Con la cabeza inclinada, serio, sus tristes ojos oscuros y cogiendo el rosario desesperadamente con sus enormes manos, parecía un monolito.
Cerca de las dos de la madrugada metieron a Gus en el ascensor. La señora Lennert lloraba. Doc se acercó a uno de los internos para preguntarle por qué lo trasladaban. Regresó impacientado.
—Van a intentar bajarle la presión —dijo.
—¿Qué quieres decir «intentar»? —pregunté.
—La presión cerebral es anormal, ahora —dijo—. Y quieren tratar de extraer el exceso de fluido cerebroespinal.
—¡Diantre!, deja de hacer gala de tus conocimientos de galeno, y háblame en forma que pueda comprenderte —dije.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Doc—. Creía que querías que te lo explicara.
Era muy meticuloso sobre este particular, pero yo no podía evitarlo.
—¿Qué pasa, Doc? —preguntó Danny.
—No quisiera hablar —contestó Doc.
Danny se volvió a su rincón, se sentó y empezó a hojear un número del «National Geographic», que parecía no mirar siquiera.
A las tres, Pepe y Fernando estaban ya cansados y decidieron volver al «Waldorf». Querían que Toro fuese con ellos, pero este hizo un movimiento negativo de cabeza y continuó su rosario. Algo más tarde llegaron Nick y Killer. Nick llevaba un reversible y una corbata oscura. Se había vestido así en honor a las circunstancias. Parecía muy serio, y sin embargo, yo tenía la impresión de que su actitud era tan estudiada como su ropa. La expresión de Killer era un calco de la de Nick, sólo que menos convincente. Nick se acercó a la ventana donde estaba yo, y miró también la monotonía de los tejados que desde allí se divisaban.
—Pórtate lo mejor que puedas en tu crónica matinal —me dijo.
—¡Hay que ver! —dije yo—. ¿Cómo puede usted pensar en eso, ahora, estando Gus ahí arriba con un tubo en la cabeza?
—Yo también lo siento —dijo Nick—. Pero alguien tiene que velar. Si a los periódicos les da por insinuar que Gus quedó malparado después del combate con Stein… Ya sabes lo que quiero decir.
—¡Claro que sé lo que quiere decir! Hay que hacer creer que Gus era un antagonista en forma, y no un anciano gastado que se batía con los sesos ensangrentados.
Nick dijo:
—Tómalo con calma.
Yo pude notar cómo me subía la presión cuando se alejó Nick. Yo era el muñeco de Nick. Pero todo lo que yo hice fue que el público comprara nuestra mercancía. Si no me hubiera tenido a mí, Nick hubiese comprado a otros diez como yo.
Las horas pasaban. Nick andaba lenta e intranquilamente. Killer le seguía con indiferencia, como un perro bien amaestrado. Un periodista del News subió. Nick le dio la información que deseaba: «Gus quiso retirarse muchas veces —le oí decir—. Pero se ha quedado en su rincón hasta el fin».
Yo estaba preparado para divulgar la noticia de que Nick había comprado el contrato de Toro, en cuanto Gus anunciase su retiro. Pero ahora sería mejor callarse lo del contrato hasta que el público se olvidara un poco de este asunto.
¡Jesús! Gus estaba todavía en la mesa de operaciones con los cirujanos probando de ponerle a tono los sesos, y allí estaba yo preparándole ya el entierro. No sólo preparando su entierro, sino también haciendo los posibles para cubrir a Nick. ¿Cómo habría que calificar mi actitud? ¿Como acción refleja, estado psicológico, o, simplemente, depravación? Estaba describiendo mentalmente la muerte de Gus y trataba de hacerlo de la mejor manera posible, para vender el acontecimiento al público.
Tuve como un shock cuando Doc entró y nos dio la noticia.
—He perdido no solamente a uno de los mejores púgiles que tuve jamás, sino también a uno de mis mejores amigos —estaba diciendo Nick a los periodistas—. Como apoderado de Lennert, deseo que conste que yo no culpo a Molina. Se batió limpiamente. Ha sido simplemente una cosa imprevisible.
«No lo lamenta en lo más mínimo. Se limita a realizar su trabajo —pensé yo—. No dice adiós a Gus. Está demasiado ocupado protegiéndose».
Pero ¿por qué no levantaba yo la voz para decirles que no se trataba de «una cosa imprevisible», sino de un asesinato; y que Gus Lennert había sido sacrificado a los intereses económicos, los propios inclusive? No; cerré la boca protegiéndome también a mí mismo. Un cómplice ante los hechos consumados. Cuando los periodistas le dejaron, Nick me miró y pareció hacerme un guiño solapado, como un signo de compenetración. Después de todo, ambos comíamos en el mismo establo.
Un fotógrafo del Mirror que deambulaba por allí sacó una fotografía de Toro. Aquello no nos perjudicaría; cogió a Toro en una «pose» de efectivo arrepentimiento, rezando el rosario.
Tuve que llevarme a Toro. Estaba en éxtasis. La muerte de Lennert no se filtraba en él, como en nosotros, a través de pantallas protectoras de sofisticación. Le atormentaba. Había dado muerte a un hombre. Caminaba como temeroso y conmovido, como la víctima de un encontronazo o de un accidente de coche, que escapa de un percance, pero queda atontada.
La señora Lennert salió cuando nosotros estábamos esperando un taxi en la acera. Nick la conducía a casa en su coche. Toro se acercó a ella y le dijo:
—Estoy triste. Toda mi vida estaré triste. Todo el dinero ganado esta noche se lo doy a usted. Hasta el último céntimo. No quiero ese dinero.
—Aléjese de mí, asesino —dijo la señora Lennert. No lloraba—. El combate era cosa convenida, pero usted tuvo que matarle. Tenía que demostrar a todo el mundo cuán duro es. La lucha había sido apañada, y el pobre Gus pudo haber regresado a casa pronto, porque se encontraba mal. Pero usted no pudo esperar. Usted, asqueroso, inmundo asesino.
Y empezó a llorar. Era un llanto desigual violento, de sollozos entrecortados por el furor. Sus hijos la ayudaron a subir al coche de Nick. Cuando se marcharon, Toro se quedó petrificado, mirándoles obstinadamente con la boca abierta. Agachando la cabeza, empezó a decir:
—Jesucristo… Jesucristo… Jesucristo…
Tuvimos que empujarle para subir al coche.
Nadie dijo nada hasta haber pasado varias manzanas. Finalmente, Danny rompió el silencio para decir algo inesperado:
—Cuando alguien se «va», uno siente como si tuviera que decir de él algo agradable. Pero Gus nunca fue un santo de mi devoción. Y en el fondo, uno no se siente tan afectado por la pérdida de un sujeto que nunca le había gustado, como por la de un compañero.
—A mí me gustaba Gus —dijo Doc—. El sólo pensaba en su esposa y en sus hijos.
—A ti y a tu corazón judío os gusta todo el mundo —dijo Danny.
Paramos frente a San Malaquías, la pequeña iglesia rodeada por bares y hoteles económicos, de la Calle Cuarenta y nueve. Hombres desgarbados arrastraban grandes depósitos por el pavimento, y los transportaban en carretones para hacer mantequilla. Un borracho se tambaleaba sin saber adónde se dirigía, ya que, según su actitud, parecía vivir aún en la noche. Un jorobado cuya pálida faz demostraba que nunca se dejaba ver a la luz del día, se cruzó lentamente con nosotros en dirección a su casa para esconderse en ella durante su sueño.
Nunca he sido muy aficionado a las iglesias, pero me sentí aliviado cuando el sacristán nos dejó entrar. La quietud reinante y la pálida luz de las velas iluminadas contribuían a crear una atmósfera propicia a la meditación sobre la muerte. Toro y Danny encendieron cirios a la Virgen. Luego, Toro entró en la sacristía para hablar con el sacerdote.
—También yo debería confesarme —me dijo Danny—. Si no hubiera sentido rencor contra nadie, no hubiese conducido a Toro a la situación en que se encuentra. Fui a la pelea con odio en mi corazón, muchacho. Tal vez ello contribuyó a lo ocurrido. ¡Dios me asista!
Pero Danny no se confesó, a menos que quieran ustedes considerarme a mí su confesor. Se fue a otro altar, sacó de su bolsillo un puñado de billetes y los metió en el cepillo, arrodillándose para orar.
Doc estaba sentado en uno de los últimos bancos, con la cabeza inclinada. Me acerqué a él y me senté a su lado mientras esperábamos que Toro terminase.
—Tengo la impresión de que Gus había bebido mucho, según Stein me contó —dijo Doc—. Yo sabía que había algo que no estaba conforme, pero no podía decirlo.
Doc no podía decirlo. Ni yo. ¡Pobre viejo Gus! Contando sus rentas, no podía hablar. Todos éramos tan culpables como Caín. Todos, menos Toro, que estaba en el confesionario, cargando con nuestras aflicciones. Toro no había sido más que un inocente espectador; el muchacho que por casualidad se encontró mezclado con la chusma cuando esta decidió convertir en dinero contante y sonante el agobio de un excampeón cuyo nombre todavía retenía algo de su antigua magia.
Toro regresó del confesionario, encendió otra vela a la Santísima Virgen y se arrodilló delante del altar. Así permaneció por espacio de algunos minutos. Cuando salimos de nuevo a la calle, una luz grisácea y fría se iba posando sobre la ciudad. Algunos madrugadores se dirigían a su trabajo con caras todavía soñolientas, si bien recién rasuradas.
—Me voy a casa, y descorcharé mi mejor botella de irlandés —dijo Danny.
Lo que él llamaba «casa» no era más que un cuarto con baño que tenía alquilado en un miserable hotel de las afueras de Broadway.
—Tal vez debería llamar a mi madre —dijo Doc—. Debe de estar intranquila por mí.
Cuando Danny se apeó, compramos los periódicos de la mañana. Los nombres de Gus y de Toro estaban en las primeras columnas, encabezándolas. Aparecían grandes fotografías. Una de Gus, echado sobre la lona; otra, también de Gus, mientras era llevado en una camilla a la ambulancia; y otra de Toro con la cabeza baja rezando el rosario. Seguía el relato en la tercera página. La Comisión de la Federación de Boxeo haría investigaciones, pero por lo que el propio presidente pudo apreciar, «parecía tratarse de un desgraciado y trágico accidente del que nadie era responsable».
Bien, tal vez fuese así. Y tal vez Jimmy Quinn ya hubiese hablado con el bueno del Comisario. ¡Quién sabe si el Comisario, en efecto, no tenía vara alta, y quién sabe si no era muy perspicaz!
El relato seguía diciendo que Toro sería acusado y juzgado por asesinato. Acompañé a Toro a la oficina general de multas y fianzas del distrito. Toro estaba asustado cuando le llevaron a presencia del juez del distrito y del jefe de policía. No me comprendió cuando le dije que todo era puro formulismo. La acusación era nominal, simplemente para salvar las apariencias del departamento ante aquellos contribuyentes que piensan que la lucha es mutilación organizada de ciertos intereses públicos. Pero Toro sentía el temor del aldeano por los funcionarios públicos. Si resultaba cierto que debía pagar todo aquel dinero, era porque sin duda el Gobierno le consideraba realmente un criminal.
Lo llevé a la habitación del «Waldorf Towers», pensando que Pepe y Fernando le animarían; pero quiso quedarse allí sentado, ofuscado. Pepe le hablaba sobre Santa María y del gran triduo que celebrarían cuando Toro hiciera su vuelta triunfal.
—Pero yo he matado a un hombre —decía Toro—. Lo he matado.
—Amigo mío —le dijo Fernando blandamente—, hay cosas peores que la muerte. Por ejemplo, la debilidad y la cobardía. Que este infeliz tuviera que morir, fue una gran desgracia, verdaderamente. Pero piensa en lo que estás haciendo por nuestra patria. La juventud de allá, desde Jujuy a Tierra del Fuego, querrá ser grande, fuerte y victoriosa como Toro Molina.
El enorme mentón de Toro se apoyaba en su pecho.
—Pero yo maté a ese hombre. Ni siquiera había hablado nunca con él. Pero yo lo maté.
—Tal vez tengas que volver a Santa María antes de volver a boxear —sugirió Pepe—. Y serás mi invitado.
—Pero yo maté a ese hombre —decía Toro—. Le maté sin motivo.
—Pepe tiene razón —dijo Fernando—. Después de unos meses de descanso podrás concertar alguna pelea que cause sensación en Buenos Aires. Tal vez podamos abatir a algún yanqui de segunda categoría…
Sonrió al pensar en aquella pública demostración de supremacía de la Argentina. Pero Toro no estaba con él. Toro, moviendo lentamente la cabeza, dijo:
—Me iré a casa. No quiero boxear más, no quiero perjudicar a nadie más.
Personalmente, me parecía lo más acertado. Pero Nick había anunciado ya el combate de Toro con Stein, y Nick era implacable con los contratos, cuando se trataba de luchas preparadas a su modo.
Al día siguiente asistimos al entierro en Trenton. Todos los gastos corrieron a cargo de Nick, y realmente lo hizo bien. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que incluso se había excedido. Nick fue uno de los que sostenían los cordones del paño que cubría el féretro, junto con cinco excampeones. El ramo de flores de Nick formaba un cuadrilátero de claveles blancos y rojos, con la dedicatoria: «Dios te bendiga, Gus». En el cementerio, delante de la sepultura, el sacerdote nos explicó todo lo bueno que había sido Gus: un hombre que nunca había abusado de su fuerza, un amante de la vida doméstica. Temeroso de Dios, campeón diestro, cuya vida sería un modelo para la joven América. Después de que Gus fue sepultado, todo el mundo permaneció por allí comentando lo buen hombre que Gus había sido. Incluso gentes que hacía años frecuentaban la playa de Jacobs echaban un puñado de tierra sobre el féretro y pronunciaban alabanzas del amigo que habían perdido.
Cuando salí del cementerio con Toro, vi a Nick que ayudaba a Ruby a subir a su coche. Llevaba un traje negro y parecía distinguida, vista a distancia. Resultaba atractiva, vestida con su manto. Si se había dado cuenta de que allí estaba Toro, lo disimuló. Killer colocó una manta de piel sobre sus rodillas. Miré insistentemente hacia ella cuando el coche se puso en marcha. Su cara tenía aspecto apenado, de acuerdo con las circunstancias.
Pepe y Fernando se llevaron a Toro al hotel. Parecía no volver en sí de su marasmo. Yo me dirigí a una cervecería cercana en la que me había fijado cuando nos acercábamos al cementerio. Algunos de los asistentes al entierro habían tenido la misma idea. Danny estaba en una esquina, con aire de reproche. No se había cambiado de ropas desde que le vimos salir del hotel la mañana anterior, y la parte delantera de su traje estaba sucia, porque sus manos no habían cesado de manosearlo. Su cara parecía sin sangre, lívida; el iris de sus ojos era tan claro, que casi parecía blanco. El don irlandés de hacer paralelos el deseo de evadirse de los remordimientos de culpabilidad, y de embriagarse, se hacía evidente en Danny.
—Nunca me gustaron los degenerados —decía a todo el que quería escucharle—. ¿Qué, qué? A beber se ha dicho; sea como sea; a beber. ¿Qué pasa? ¿Hay algún mal en ello? ¿Piensa usted tal vez que no debería beber por él, señor? Bien, pues bebo por él, aun cuando fuera un egoísta y un degenerado.
Cuando un irlandés no puede demostrar afecto por el individuo que están enterrando, está en mala situación. Especialmente cuando quiere acreditar con su asistencia que pone al difunto en el lugar que le corresponde.
No quería ir de bar en bar con Danny y correr el riesgo de pelearme con los periodistas que querrían inducirme a hablar del asunto Lennert. Por consiguiente, me fui a mi cuarto. Intenté leer «Guerra y Paz», pero me había olvidado de quién era Marya Dmitrevna, y no tuve bastante paciencia para retroceder y averiguarlo. Eché el libro a un lado, y la emprendí con «El muchacho rico», de Fitzgerald; pero lo encontré pesado para mi estado de ánimo. Me pregunté qué estaría haciendo Beth. Podía imaginar lo que pensaría de aquellos acontecimientos. Pero ¿es que la gente no se está matando constantemente?
¿Qué era lo que estaba yo pensando? Sin duda me agobiaba el cansancio por el esfuerzo de aquellos últimos días. Cerré la puerta del cuarto de baño. Levanté las persianas para que penetrara más luz en la habitación. Me hubiera gustado poder llamar a Beth. Ya no podía volver a llamarla. Hubiera podido casarme con ella. No me habría durado tanto aquella tarea. Ya debería haber escrito mi obra de teatro. De todos modos, quizás aún no fuera demasiado tarde.
No quise permanecer más rato solo, en mi dormitorio. Me fui a la Calle Cincuenta y Dos, donde sonaba una música movida, fuerte y sonora, que brotaba de cada ventana para borrar las dudas, las contrariedades y las villanías de Eddie Lewis.
Al día siguiente fui a recoger mi anticipo y a ver a mi ayudante. Nick estaba hablando con Kewpie Harris, el apoderado de Buddy Stein. Nick llevaba un traje de suave tejido inglés de brazal negro. Cuando Kewpie se fue, Nick se miró al espejo con el mayor detenimiento y luego se volvió a mí.
—¿Ves un puntito negro, aquí? —dijo señalando un lugar cerca de la boca.
Sí, allí estaba. Pero ¿qué pensaba él que yo debía hacer? ¿Apretar?
—No te apures por esto, Eddie. Oscar, el de la barbería, tiene un sistema de extraer espinillas sin dejar huella.
Volvió a su escritorio y hundió los pies detrás.
—Intentaba convencer a Kewpie para dejarlo en treinta y treinta cuando peleemos con Stein —dijo Nick—. Él quiere treinta y tres y medio contra veintiséis y medio. Dice que los golpes de Stein son mejores. Yo calculo que sea cualquiera el que venza, podríamos llegar al millón y cuatro; tal vez al millón y seis, si tenemos realmente suerte. Esto significa la friolera de medio millón para nosotros.
—En otras palabras; cerca de trescientos mil «pavos» para Toro —dije yo.
—O, dicho de otro modo, veinticinco mil para ti.
—Hay un ligero inconveniente —dije—. Y es que Toro quiere marcharse. Me ha dicho que no quiere luchar más. Quiere regresar a su país.
—¿Quién se preocupa por lo que quiere hacer Toro? Tiene un contrato conmigo, y yo tengo un contrato con Mike y Kewpie para celebrar el combate el día 19 de junio. Toro boxeará aunque tengamos que llevarle a rastras hasta el ring.
—Tal vez sería mejor que hablaras con él.
—Tengo cosas más importantes que hacer —dijo Nick—. Ruby y yo nos vamos a Palm Beach a pasar seis semanas. Últimamente la he abandonado un poco. A una esposa como la mía, no se la puede tratar como a una mujer poco interesante. Dice que tenemos que ser «camaradas» —miraba con orgullo la fotografía que tenía sobre la mesa escritorio; era una fotografía tomada bastantes años atrás—. Todo lo que acostumbraba desear una esposa para ser feliz, es un buen abrigo de pieles nuevo cada año, y una cepillada de cuando en cuando. Pero ella quiere que seamos «camaradas». —Trataba de explicar aquello como si fuera un juego divertido, pero su respeto por Ruby era algo más profundo y añadió—: Incluso desea que yo lea sus condenados libros.
Se encaminó hacia la puerta y llamó:
—¡Eh, Killer! Dile a Oscar que bajaré dentro de diez minutos.
Se acercó a la tabaquera y me dio un cigarro puro. Rasgué la faja, e iba a tirarla, cuando me dijo:
—Léela, léela, dice: «Fabricado exclusivamente para Nick Latka, por Rodríguez. La Habana».
Tomó de la percha su americana cruzada de tejido jaspeado, dándomela para que se la sostuviera.
—¡Ah!, de paso —dijo al tiempo que metía los brazos en las mangas—, lanza la noticia de que he comprado el contrato de Molina a Vanneman, un par de semanas después de que me haya ido. No hay necesidad de que te diga cómo has de mangonearlo… Ya sabes tú conducirte. Todo hecho con el mejor gusto. Categoría, Eddie.
Apoyó una mano en mi brazo con aire confidencial y añadió:
—Eddie, te diré algo que puede parecer exagerado, pero incluso podríamos llegar a los dos millones con este combate. Dios sabe que nunca le deseé a Gus mala suerte, pero… ¿Qué quieres? Tal vez lo sucedido no nos perjudique en nada. Ya sabes cómo es el público; todos volverán, para ver si es capaz de matar a otro.
—Sí —dije yo—. No cabe duda de que Lennert nos hizo un gran favor. Es una lástima que no podamos agradecérselo. Ya debe de estar haciendo malvas.
Pero Nick ni siquiera me consintió el lujo de encolerizarme.
—Ya sé lo que sientes, amigo —dijo—, y comprendo tus reacciones. Estás pensando que yo doy brincos de alegría porque Gus se fue cuando más podía beneficiamos. ¡Diablo! Siempre me ocupé de él, y le cuidé. Le di todo lo que me fue posible. Pero me figuro que cuando una cosa tiene que pasar, pasa. Nosotros tenemos que continuar viviendo. Esta es mi psicología.