ESTA NOCHE, DOS RIVALES DE PESO FUERTE EN BATALLA CRUCIAL
HACED APUESTAS
«Toro recibirá una lección de boxeo y su primera paliza», dice el excampeón. Por Gus Lennert. Me siento confidencial. Esta noche voy a zurrar al Hombre Montaña. Aun cuando respeto mucho su fuerza y habilidad, espero dejarle fuera de combate al decimoquinto asalto, en el Garden. 75 libras de diferencia no me asustan. Puede ser un gigante, pero los gigantes han sido aporreados antes. No olvidéis a Goliat. Cuando más grandes son, más duro caen. Nunca he estado en mejor forma, y apuesto que voy a parar los pies de ese invasor argentino y seguir adelante hasta llegar a ser el primer excampeón que recupere su corona. |
«Quiero derribarle al primer asalto», dice el gigante argentino. Por Toro Molina. Cuando estaba en la Argentina ya había oído hablar de Gus Lennert. Entonces era el campeón del mundo. Aun cuando no conserva el título, creo que es todavía un gran luchador y el más peligroso adversario con quien me he enfrentado. Pero mi ventaja en peso, edad y fuerza, le derribará en los primeros asaltos. Además, yo cuento con «mazazo» para dejarle fuera de combate. Profetizo que este encuentro será un paso más hacia el alcance de mi meta, a la que mi ídolo, Luis Ángel Firpo, estuvo tan próximo: Llevar el título a la Argentina. |
Volví a leer estos brillantes fragmentos de literatura creadora que acaban de ocurrírseme. «No está mal —pensé—. Tan convincente como siempre». Las declaraciones de Toro eran las mismas que yo había escrito un año antes para un peso medio francés; pero ¿quién notaría el parecido? El otro párrafo sonaba más propio de Lennert, que Lennert mismo. La próxima vez empezaría a figurarse que él era Tunney, y querría que yo le escribiese sus discursos a lo Shakespeare, para recitárselos a los muchachos de Harvard.
Después planeé las declaraciones de Gus sobre el tema: «Cómo fui aporreado», para el día siguiente del combate. Preparé algo que empezaba así: «Después de trece años pasados en el ring, me he quedado con lo mejor de ellos. Así puedo decir con justicia que ese gigante argentino es el más poderoso púgil con que yo me he enfrentado. Espero que vencerá al poderoso Buddy-Stein y seguirá adelante hasta alcanzar el título».
Pero Gus era extraordinariamente puntilloso en el modo en que se empleaba su nombre. Prudente de pies a cabeza, quería revisar su parte en los comentarios que tenían lugar sobre los encuentros de trascendencia y categoría; incluso había sugerido que tal vez yo podría dedicarle una columna diaria sobre él. Le prometí llevarle las cuartillas para que las examinase antes que fuesen publicadas.
Gus vivía en una modesta casa de madera blanca, prefabricada, en un barrio de la clase media de West Trenton. Su esposa salió a abrir con un delantal puesto. Dijo que estaba preparando el almuerzo de los niños. Con la bolsa de las luchas de Stein y sus ahorros, Gus debía de tener por lo menos un centenar de billetes «grandes» en el Banco, pero nunca se había permitido el lujo de tomar una cocinera. Gus quería hacer creer que era porque le agradaba la cocina de su mujer. Pero lo que en realidad le gustaba era comer lechugas frías.
Gus estaba sentado en un rincón desayunando. Vestía un usado albornoz rojo, pantalones y zapatillas viejos, y tenía gran cantidad de papeles esparcidos frente a él. Su cabello, que clareaba en la frente y mostraba evidentes canas en las sienes, estaba despeinado, como si acabara de abandonar el lecho. No se había tomado la molestia de afeitarse, siguiendo la tradición de los púgiles que creen que el pelo de la barba constituye una protección contra los golpes. Parecía mucho más viejo que cuando le vi la vez anterior en «Green Acres». Hubiérase dicho que se aproximaba más a los cuarenta que a los treinta. La paliza de Stein parecía haber hecho mella en él. Pude contar los seis puntos de sutura que le dieron cuando Stein le partió la ceja derecha en el decimocuarto asalto.
Cuando entré, fruncía el ceño como si la cabeza le doliera bastante.
—Par diez, seguramente te cuesta mucho llegar hasta aquí —me dijo a modo de saludo.
—Lo siento, Gus. Perdí el tren de las diez. Espero no haberte fastidiado.
—Pero todavía tenemos servicio telefónico —me contestó—. Gracias a Dios, aún puedo seguir pagando los recibos. Hubieras podido llamar a Emily. Me levanté a las nueve y media especialmente por ti. ¿Qué pasó anoche, para celebrarlo tanto?
—Diantre, nada; estaba ya acostado antes de las doce. Necesitaba estar despejado para la lucha de mañana.
Pensé que mis bromas le animarían, pero ni siquiera sonrió.
—He pasado una noche pésima —me dijo—. Debían de ser las tres cuando concilié el sueño. Recé dos rosarios completos.
—Lo siento —dije disculpándome nuevamente—. Ya veo que debí haber llamado, Gus.
—Bien; así son las cosas —dijo Gus con voz compungida—. Cuando estás en la cumbre, el teléfono no cesa de llamar; pero cuando sigues el camino ordinario, nadie se acuerda de ti.
De la cocina llegó la algarabía de gritos de los chicos. Gus se levantó apresuradamente, abrió la puerta y gritó:
—Por el amor de Dios, Emily. ¿Cuántas veces te he de rogar que los tengas quietos? Sabía que tendría que irme a un hotel la última noche. ¿Quieres que les dé una paliza?
Volvió a la mesa y cerró los ojos, apretándose la sien derecha con los dedos.
—¿Te encuentras bien, Gus?
—Me duele mucho la cabeza —contestó—. Pero ¡qué demonios!, no es extraño, con el ruido que hacen esos rapaces.
Se frotó los ojos y luego se hizo masaje en el entrecejo.
—Jesús; parece que yo lo tenga que hacer todo —recogió algunas de las hojas de papel que tenía delante, en las que hubiera largas hileras de números—. Estoy pagándole a un agente de negocios doscientos patacones al mes para que coloque bien mi dinero, y ni siquiera sabe sumar correctamente —sacudió los papeles exasperado—. Ya he encontrado dos equivocaciones. Y ahora está tratando de hacerme ver que he ganado esta noche los cincuenta grandes que entran en la anualidad, para enredarme. Las anualidades suponen una buena cantidad de pasta. Figuro en ellas y así no pago. Llevo cien mil a seguros. Es la única forma de tener algo. Si logro otros cincuenta mil, será mejor que lo invierta en Títulos del Estado.
Estaba tratando de calcular cuánto eran el 29 por ciento de cincuenta mil dólares, comparándolo con el interés de un fondo similar asegurado. Se veía claramente que le gustaba manejar grandes cifras y hacer cálculos para multiplicarlas.
—Mira, Gus —dije yo—. Tengo todavía mucho que hacer hoy. ¿Es preciso que tome parte en este asunto?
Leyó todo el artículo de cabo a rabo, como si fuera el propio Hemingway tratando de conservar su reputación literaria. Señalaba con el lápiz cada palabra mientras la iba examinando cuidadosamente, y sacudía la cabeza de cuando en cuando, volviendo a leer alguna frase.
—Esta línea de aquí, que dice «no olvidéis a Goliat», creo que no suena bastante bien. Puede que haya gente que ni siquiera sepa quién era Goliat.
—Todo el que lea el Journal y no sepa quién era Goliat —dije—, merece leer el Journal.
—Si quieres tener éxito en asuntos literarios —me aconsejó Gus—, tienes que escribir de forma que todos puedan comprenderte.
—Pero, puesto que tú estás comparando a Goliat con Toro, esto les recordará de quién se trata.
—¡Condenación! ¿Por qué cada cual tiene que esgrimir su argumentación? —dijo Gus alzando la voz—. Mi nombre está en buen lugar; por consiguiente, creo que se ha de mantener en él.
Tomó la prueba manuscrita y empezó a corregirla borrando varias veces.
—Así; así tiene algo más de verismo.
Le miré sin decir nada… Lo que él había escrito era: «No olvidéis cómo David venció a Goliat». Siguió leyendo el resto, haciendo minuciosos cambios, y me lo devolvió sin mirarme.
—¡Toma! —dijo—. Todo lo tengo que hacer yo mismo.
No respondí. No comprendía por qué estaba tan nervioso por el combate que tendría lugar al día siguiente.
Se levantó, frotóse la frente nuevamente y me acompañó a la puerta.
—¿Qué tal marcha la venta de localidades?
—Ni el mismo Jacobs puede quejarse. Las pocas que quedan se despacharán poco antes del combate.
—Si no fuera por esos condenados impuestos, yo podría hacer algún dinerillo —dijo Gus.
—Yo quisiera tener que pagar impuestos —dije—. Bien, Gus; tómalo con calma.
—Espero que todo salga bien —dijo Gus—. Ese gran patán tiene que hacer un esfuerzo y luchar un poco para convencer. Lo que conviene ahora es que la Comisión sea compasiva y nos llene bien las carteras.
—Deja de atormentarte —le dije—. Todo irá bien. Es dinero en el Banco. No tienes por qué impacientarte.
Cuando el portal se cerró, oí que los chicos de Lennert alborotaban otra vez en la cocina.
—Por el amor de Dios, ¿quieres hacer callar a esos cachorros? —gritaba Gus—. ¿Cuántas veces tendré que decírtelo? ¡Me duele la cabeza!
Toro llegó a la ciudad en coche, con Pepe y Fernando. No quería ir con nosotros. Fernando se ocupó de llevárselo al departamento del «Waldorf». Nosotros no le vimos hasta el momento del pasaje, al mediodía.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.
Toro tenía la mirada como extraviada en la lejanía. No hablaba con nosotros.
—No lo olvide: una buena comida alrededor de las tres —dijo Doc—. Pero recuerde que ha de ser sin grasas ni salsas, y sin pastel de merengue con limón.
Pero Toro no quiso hacer caso a Doc. Fernando le frotó la espalda cuando salió de la báscula en calzones.
—Ya nos ocuparemos de él —nos aseguró Fernando.
Gus subió a la báscula cubierto con una toalla que tenía impresas y casi borradas las palabras «Hoter Manx».
—Gus; después de este combate deberías comprarte una toalla para ti en exclusiva propiedad —dijo Vince cuando Gus bajaba de la báscula.
La mayoría de los muchachos rio, pero Gus era un hombre sin sentido del humor, y aquella tarde no se sentía festivo.
—Por lo menos, no hago nada peor que quedarme con las toallas de los hoteles —contestó. Lo que dijo no era tanto como la forma irritable en que lo dijo, que infectó la atmósfera.
Toro estaba esperando para subir a la báscula cuando Gus bajó de ella. Era un momento de suma importancia en el drama que todo combate encierra. Los periodistas están acechando las caras de los contendientes para pescar algún rasgo o indicio que traicione un posible temor del favorito, o el despliegue de bravatas que pueda ser un plan de guerra psicológica, ya sea por alguna señal hostil, ya por un cambio de sonrisas y vaticinios que nunca faltan para deleite de los sentimentales.
Pero entre Toro y Gus no pasó nada. Gus entraba y salía con la indiferencia de un hombre que está ejercitándose para salir al día siguiente. Que Toro no le saludase, no le incomodaba. Pero cuando Gus salió, Toro le miraba desde la báscula. Los periodistas, que no sabían nada de lo que le había sucedido durante las últimas cuarenta y ocho horas, pudieron haber descrito el aspecto de sus ojos como «llenos de odio». Pero Gus no tenía ningún significado especial como individuo para Toro. Únicamente era para este el blanco inmediato en que hacer explotar su resentimiento contra un mundo que lo había humillado y empequeñecido.
Una hora antes del combate, se podía notar la tensión en el Garden: los últimos que acudían a sacar entrada, los revendedores perspicaces, los pequeños agentes ocupados en anotar las apuestas —ocho contra cinco a favor de Toro, cinco contra nueve a favor de Lennert—, haciendo juegos malabares con los porcentajes.
Toro abandonó el «Waldorf» alrededor de las nueve en compañía de Pepe y Fernando. Danny hubiera deseado echarlos. La presencia de desconocidos en el vestuario siempre le ponía nervioso. Pero Toro se obstinaba.
—Son mis amigos. Si ellos se van, yo también me voy.
Danny nunca había prestado mucha atención a lo que Toro decía, pero aquella noche notó algo en él que no admitía negativas, algo feroz en su interior que requería violencia.
Ordinariamente, Toro se dirigía hacia el ring con paciente afabilidad. Pero esta vez se preguntaba cuán largos iban a ser aquellos intervalos de espera, y lo inquiría cada pocos minutos. Finalmente, cuando Doc le dijo que empezara a moverse un poco para entrar en calor, «haciendo sombra», Toro se lanzó contra su imaginario contrincante con una furia que ninguno de nosotros había visto jamás en él.
Lennert fue el primero en subir al ring. Cuando sus pies pisaban la resinosa plataforma, correspondió a los vítores de sus partidarios con una hermética y desanimada sonrisa. Su cara estaba palidísima bajo las luces del cuadrilátero.
El blanco y satinado batín de Toro, ribeteado de azul, con los colores de la bandera argentina en el dorso, fue objeto de grandes aplausos cuando este trepó a las cuerdas y se deslizó por entre ellas. No golpeaba los peldaños como lo hacía en anteriores combates. Esta omisión me molestó. Era una trivial pero significativa protesta contra la especie de presentación circense que se le había preparado. No sabía lo que pasaría, pero tenía la misma aprensión que debe sentir un comediógrafo cuando uno de sus actores intercalara palabras que no figuraban en el libreto.
Yo tenía los ojos puestos en Toro mientras el anunciador hacía la usual presentación de las celebridades. «¡El reputado peso ligero de Greenwich Village, que salió victorioso en diecisiete pugnas consecutivas!». «¡El peso medio de Bronx que recientemente se ha convertido en una sensación pugilística y que nunca decepciona en sus espectaculares exhibiciones!», y muchos otros personajes, que Harry Balogh presentaba sin arte y pomposamente. Toro estaba sentado al borde de su taburete, ansiando pelear. Incluso cuando el público empezó a aplaudir, y Buddy Stein se balanceó en las cuerdas Toro ni se dio cuenta. Stein vestía un bien cortado traje de deporte que daba realce a sus anchas espaldas y a su ajustado talle. Su cuerpo, que los malos periodistas comparaban siempre con el de un Adonis, se movía con afectada arrogancia. Fue al rincón de Lennert y en vez del convencional y formulario apretón de manos, le besó en la frente. Los espectadores se reían y Stein también, al volver. Se tenían mutuo cariño. Luego atravesó el ring para dar un apretón de manos a Toro. Toro le dejó levantar su guante. Parecía que todavía no le veía. No veía a nadie más que a Lennert.
El ring quedó despejado en aquel momento. El árbitro reunió a los púgiles para darles las últimas instrucciones. Gus estaba quieto, con la cabeza envuelta en una toalla, fastidiado en apariencia por tener que escuchar las rutinarias advertencias sobre puñetazos antirreglamentarios y juego sucio, que ya había oído centenares de veces. Toro tenía los ojos fijos en los pies de su contrincante y movía la cabeza, ceñudo, mientras el árbitro lanzaba su discurso.
Después volvieron a sus respectivos rincones sin los albornoces, preparados para actuar. Toro hizo una genuflexión y se santiguó solemnemente. Lennert hizo un guiño a un amigo periodista. El público estaba silencioso y lleno de nerviosa expectación. Se apagaron las luces de la sala, y el blanco ring se destacó en la oscuridad.
Cuando sonó la campana, Gus se quitó los guantes para tocar las manos de Toro en un gesto exento de camaradería deportiva, pero Toro lo apartó empujándolo contra las cuerdas. El público vio en aquel gesto juego sucio, y empezó a protestar. Gus miraba sorprendido. Toro se apoyó sobre Gus y agitó sus brazos con furia ineficaz. Cuando el árbitro los separó, Gus se movía de un lado a otro agitando su puño izquierdo ante la cara de Toro y preparando el inteligente compás defensivo que todo el mundo esperaba de él. Pero Toro lo empujó otra vez hacia las cuerdas, no pegándole de un modo limpio, sino rudamente, castigándolo con su enorme peso, apresándolo con un brazo y dándole en la cabeza con el otro.
Esta fue la norma del primer asalto. Lennert no era capaz de hacer que Toro luchara a su manera. No podía llevarle a su modo de pelear. Se movía con indiferencia. Le faltaba fuerza para mantener a distancia las embestidas de Toro.
Toro pareció incluso más agresivo cuando salió para librar el segundo asalto. Procedente del suelo dio un rodeo para lanzar un uppercut de aquellos que Gus bloqueaba fácilmente miles de veces. Pero esta vez no hizo ningún esfuerzo para evitarlo, y fue alcanzado en un lado de la cabeza.
«No tenía necesidad de permitir que Toro lo alcanzara tan fácilmente», pensaba yo. Pero tuve que admitir que Gus hacía una buena exhibición. Realmente, parecía dolido por el golpe. Al fin cayó en un cuerpo a cuerpo, como para evitar nuevos castigos. Toro siguió intentando golpearlo, incluso durante el forcejeo. No era lo que podía llamarse un buen golpeador, pero tenía la fuerza suficiente para sacar uno de los dos brazos y golpear a Gus por la espalda y en los riñones. Gus le estaba diciendo algo al oído. Me pregunté qué era lo que podía estar diciéndole. Tal vez… «tómalo con calma, muchacho. ¿Qué te parece? Vas a ganar». Sea lo que fuere, Toro no escuchaba. Según nuestros planes, Gus derribaría a Toro en el segundo o tercer asalto, y luego, alrededor del sexto aprovecharía la primera ocasión que pareciera bastante buena para fingir el K. O.
Pero Toro no le daba ocasión de hacer demostración alguna. Estaba peleando con él como un poseso, como si tuviera la necesidad de destruir a Gus Lennert. Poco antes de terminar el asalto, Toro se abalanzó contra Gus, golpeándolo nuevamente con fuerza, y su enguantada mano cayó pesadamente sobre la cabeza del excampeón. No fue un puñetazo de los conocidos en la ciencia del boxeo, sino el golpe que suelen propinar los polizontes. Gus se doblegaba. Toro le golpeó otra vez con fiereza, y Gus cayó de rodillas. La campana sonó. Gus no parecía malherido, pero no se levantaba. Permanecía sobre una rodilla frunciendo el ceño y mirando fijamente a la lona, pensativo. Sus «segundos» tuvieron que llevarlo casi a rastras a su ángulo.
—¡Es un holgazán, quiere abandonar! —vociferaba alguien detrás de mí.
Sales aromáticas, masajes al cogote y una esponja humedecida con agua fría, volvieron a Gus en sí, cuando se oía el aviso para el tercer asalto. Abrió los ojos y los cerró nuevamente, al mismo tiempo que movía la cabeza como queriendo despejarse.
—Está fingiendo —decían algunos detrás de mí—. ¡Miserable! Quiere abandonar.
Varios escépticos repetían el clamor.
Cuando la campana sonó, Toro cruzó el ring. Gus trató de cogerle débilmente, pero Toro le tiró a un lado, dándole un puñetazo en la cabeza. Gus dejó caer las manos y se volvió al árbitro. Estaba diciendo algo. Sea lo que fuere, el árbitro no lo comprendió y le hizo un ademán para que continuara la lucha. Toro le golpeó otra vez. Gus tambaleándose fue a parar a las cuerdas, sentándose en medio, desamparado, con la cabeza hundida en los brazos. En aquel momento la mirada de Toro era una mirada salvaje. Iba a golpear a Gus nuevamente, pero el árbitro se interpuso. Gus continuaba sentado en las cuerdas protegiéndose detrás de sus guantes. En su forma de mirar a los que le daban aire con la toalla, se comprendía que el púgil no estaba muy tocado. Parecía como si el individuo que estaba detrás de mí tuviera razón, pues miraba como si en el fondo todo siguiera bien. No lo podía entender. Gus tenía demasiado sentido común para abandonar sin caer. Si quería abandonar la lucha por inferioridad y retirarse, podía hacerlo, ya que disponía de los recursos necesarios para satisfacer a los espectadores exigentes dándoles la clase de espectáculo que habían pagado por ver. Pero continuaba sentado en las cuerdas con la cabeza inclinada sobre los brazos, como si estuviera orando. El árbitro lo miraba intrigado. Luego alzó la mano de Toro y le hizo una seña para que volviera a su ángulo. Al público no le gustó aquello. El que estaba detrás de mí vociferaba: «¡Tongo!». El grito comenzó a extenderse. Aparentemente ya se había mermado el rendimiento de Toro, de modo que algunos de los asiduos concurrentes lo criticaban severamente. Los ayudantes de Lennert saltaron al cuadrilátero y condujeron a Gus a su rincón. Se hundió en su taburete, cayéndole pesadamente la cabeza sobre el pecho. Parte del público empezó a desfilar, manifestando su descontento. Pero centenares permanecían aún de pie, alborotando y gritando: «Engaño», «Trampa», «Combina».
—Este actor volverá a poner de moda el vaudeville —exclamaba el gracioso que estaba detrás de mí. El público que le rodeaba estaba todavía riéndose, cuando Gus, de pronto, dio una cabezada, deslizándose del taburete. Su cabeza dio contra la lona pesadamente, y quedó inmóvil.
Los potentes focos que iluminaban la cara de Gus, inerte y sin expresión, le daban un aspecto macabro. Una pareja de operadores enfocaron sus flamantes cámaras por entre las cuerdas. La gente ya no alborotaba. Los buscadores de emociones, curioseando, rodeaban el ring y se apretujaban para verle más de cerca.
El doctor Grandini, médico de la empresa, majestuoso, con aire competente, pero en aquel caso ineficaz, subió al ring. Los asistentes se agrupaban, ansiosos, alrededor del doctor. Estas cosas no suceden con frecuencia y estaban asustados.
Aquel individuo que había empezado a gritar: «Engaño» y «Trampa» empujaba para poder ver mejor a Gus.
—Está muy mal tocado —decía a su compañero—. Ya sabía yo que era algo chocante la forma de sentarse en las cuerdas.
—Ya no lo podrá repetir —declaró su compañero.
—Según parece, ha realizado grandes combates aquí en el Garden —decía alguien.
—Pues parece que los músculos se le han entumecido esta noche —dijo un espectador que había apostado por Lennert.
Pasaron Barney Winch y uno de sus lugartenientes, Frankie Fante.
—Hola, Eddie —me dijo Barney mordiendo su gran cigarro habano—. ¿Cómo está el chico?
—Según parece, Gus no está nada bien —le contesté.
—Entra, Barney —dijo Fante.
—¿Ha sido una noche provechosa? —le pregunté a Barney.
—No ha sido mala.
—Para Barney, «no ha sido mala» significa doce mil, quince mil o tal vez veinte mil dólares de ganancia.
En aquel momento se llevaban a Gus. Lo llevaron a lo largo del pasillo, hacia los vestuarios. Su blanca faz, estaba inmóvil, como la de un espectro. Ya habían cesado los improperios y silbidos que sonaron pocos momentos antes.
En nuestro vestuario, Pepe invitaba a todo el mundo a tomar unas copas en «El Morocco». Vince había hallado el medio de hacerle apostar quince grandes, y Pepe quería que todos le ayudásemos a gastarlos. Pero Toro era quien más excitado estaba. Me agarró cuando entraba y exclamó:
—Toro no bromea, Toro es un verdadero púgil. Ya lo ha visto esta noche.
—En la Argentina, todo el mundo estará hablando de ti esta noche —dijo Fernando, que apareció no sé de donde—. Esta es una gran victoria para la argentinidad, para el orgullo de la Argentina.
Entró Doc. Nadie le había echado de menos. Su joroba y su triste y pálida faz aparecieron en el umbral como un heraldo de justicia. Su voz nasal paralizó el alboroto.
—Gus está fuera. Lo llevan al hospital.