Me afeité, me duché, me tomé un par de buenos cafés y llamé al «Waldorf» para ver si la Delegación Argentina se acordaba de mí. Pepe acababa de acostarse. Me había dejado el recado de que nos veríamos aquella tarde a las cuatro. Pero Fernando quería ir conmigo. Pensaba que sería una excelente idea que Toro dijera algo de la creciente importancia del movimiento deportivo de la Argentina. Por lo tanto, durante una hora, tuve que escuchar largos parlamentos sobre el creciente entusiasmo de la Argentina. Nuestro Gigante de los Andes estaba considerado nada menos que como un héroe nacional. Pero el que se llamaba a sí mismo el Embajador del Sur del Amazonas, parecía determinado a hacerse considerar también un héroe del nacionalismo.
Toro estaba sentado en el porche escuchando su aparato de radio. Los entrenamientos habían concluido, excepto en lo que se refería a algunos ejercicios ligeros de la tarde. Por lo tanto, no tenía mucho que hacer.
—¿Por qué se fue anoche? —me dijo—. Vino mucha gente y me preguntaron muchas cosas. Yo no sabía qué tenía que contestar.
Nunca le había visto antes de aquel humor. El esfuerzo empezaba a manifestarse. Era el primer encuentro para el cual Danny y Doc le habían tomado la presión, y la molienda diaria contribuía a alterarle el sistema nervioso. Los formalismos a que debía sujetarse habían influido en el funcionamiento intestinal de Toro, como suele ocurrir a los que sufren en sus digestiones las consecuencias de una tensión excitada, peculiar de los preparativos del combate.
Incluso con los reporteros, a los cuales demostraba siempre una amabilidad rústica, se sentía irritable y poco comunicativo.
—Es un buen síntoma —observó Doc—. Está en forma como nunca lo había estado. Por debajo de las 268 libras. Es la primera vez que ha logrado llegar al límite. Danny le ha hecho trabajar endemoniadamente, entrenándolo como si deseara verlo luchar por mucho tiempo. Le ha hecho talar leña, subirse a los árboles y saltar vallas a la pata coja, además del trabajo corriente. Por lo menos, ha logrado que pegue algo más fuerte, y que se mueva sin apoyarse siempre sobre los talones.
Después del almuerzo se le dijo a Toro que le convenía echarse, pero contestó que le era imposible dormir. Se sentía muy nervioso pensando en el combate. Dijo que tenía ganas de tomar un chófer para su coche. Danny, agotado por el terrible esfuerzo y la sobriedad a que se sometía cuando tomaba en serio su trabajo, como en aquella ocasión, saltó irritado contra Toro.
—No trates de engañar a tu Tío Danny. No te he permitido escapar de mí durante tres semanas, y por eso deseas marcharte para que Ruby te cuide.
La cara de Toro se contrajo de ira.
—No diga eso. No lo aguanto…
—Tal vez —interrumpí— un paseo le siente bien a Toro. Yo iré con él. ¿De acuerdo?
Ambos asintieron. Fernando estaba preparado para irse, pero por alguna razón que sólo él conocía, a Toro no le gustaba su compañía. Incluso en español no le era posible a Toro encontrar las palabras adecuadas para expresar su suspicacia sobre aquel agresivamente patriótico paisano. Para Toro, las frases tales como «el poder y la gloria de la Argentina» no tenían ningún significado; no se trataba de adjetivos floridos que se emplearan para clasificarle como un símbolo de «Argentinidad». Para él, la Argentina era el poblado de Santa María.
—Por favor —dijo Toro, cuando nos hallamos en plena carretera—, déjeme ir a ver a la señora.
—Toro, yo soy tu amigo. ¿Qué hay entre tú y la señora?
—Deseo verla —dijo Toro, enfurruñado—. Quiero verla hoy.
—Tal vez pueda ayudarte, pero tienes que explicarme algo más. Guardaré tu secreto como una confesión. Te lo prometo.
—Ya me he confesado incluso del pecado de adulterio —dijo Toro—, pero no puedo refrenarme. Estoy enamorado de la señora. Deseo que sea mi esposa. Quiero llevármela a Santa María para que viva allí conmigo en la gran casa que construiré sobre la colina.
—Pero, Toro, ¡tú estás loco! —le dije—. Completamente loco. ¿No te das cuenta de que está ya casada? ¿Has olvidado a Nick?
—No está «realmente» casada —insistió Toro—. Ella me lo ha contado todo. No fue una boda por la Iglesia. El suyo es un matrimonio civil, solamente.
—Pero ¿qué te hace pensar que la señora quiere irse contigo? ¿Te lo ha dicho ella? ¿Te lo ha prometido?
—Me dijo solamente que tal vez sería posible —admitió Toro, dudando—. Pero dice que es a mí a quien quiere. Solamente me quiere a mí. Quiero llevármela a Santa María. Y mamá le enseñará a guisar las comidas que a mí me gustan. Y seremos muy ricos, con el dinero que ganaré en el ring.
—Este sería el final de una película. Pero olvidas un detalle muy importante: Nick. ¿Qué vas a hacer de Nick?
—La señora es muy inteligente. La señora encontrará la mejor forma de explicarle lo que ha sucedido.
¿Qué se podía hacer con un tipo como aquel, excepto disfrutar del paisaje?
Toro le dijo a Benny que condujera hacia «Green Acres».
—¿Te parece bien? —me preguntó Benny.
Tal vez no era más que curiosidad malsana de mi parte, disimulada con altos propósitos, pero es el caso que le dejé ir.
Como nadie contestó a la llamada de la puerta principal, dimos la vuelta y entramos por el porche trasero de la finca. No se veía a nadie por allí, por lo que fui detrás de Toro escaleras arriba. Parecía muy seguro de saber adónde se dirigía. Al final de la entrada del segundo piso estaba la habitación de Ruby. Ella y Nick ocupaban cuartos separados. En la parte opuesta de la entrada y en un ángulo de la estancia había un piano. Un hombre estaba sentado en el taburete del piano, aunque no pulsaba las teclas. Estaba vuelto de espaldas, y tenía la cabeza muy inclinada sobre el pecho, como si se hallara en un momento de mutis para saborear las emociones de un aria de ópera. No vimos a Ruby hasta que nos encontramos en el centro de la habitación. Desde donde nos hallábamos, su cabeza quedaba oculta por la parte alta del piano.
Cuando el hombre nos vio, dio un brinco. Reconocí entonces a Jackie Ryan, el sobrino de Jock Mahoney.
—¡Fuera de aquí! ¡Lárguense, demonios, fuera de aquí! —vociferó.
La voz de Ruby se hizo chillona como nunca la había oído. Incluso más rápidamente que yo, Toro se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—¡Eres una cualquiera! —dijo.
Hizo como si intentara arremeter con fiereza pero desmañadamente contra ella; pero Ryan, que apenas le llegaba al hombro, lanzó su puño contra el estómago de Toro. El puñetazo pilló a Toro de sorpresa y lo hizo retroceder. Pero levantó la cabeza pesadamente, como un toro de lidia, y empezó a atacar.
—¡Váyase! —le ordené a Ryan.
—Sí, por lo que más quieran, váyanse todos ustedes —dijo Ruby con estridencia—. Tú también, Jackie.
—Muy bien, muy bien, ya me voy —dijo Ryan, y salió con cara de circunstancias.
—Vámonos, Toro. Es mejor que nos marchemos —le dije.
Pero no me oía.
La primera oleada de furia de Toro había disminuido. Se volvió hacia Ruby con aire de incredulidad.
—¿Por qué haces eso? ¿Por qué haces esa mala cosa? Me dijiste que Toro era el único…
—¡Mastodonte! —gritó Ruby—. ¡Zarrapastroso, grandullón!
Sus labios resultaban sorprendentemente rojos en su pálida cara asustada. Pero mientras se levantaba envuelta en su provocativo pijama de seda, su soberbio y despampanante dominio de sí misma empezaba a invadirla de nuevo.
—¿Por qué le haces esta mala jugada a Toro? —insistía él—. ¿Por qué?
—No es asunto tuyo —dijo Ruby—. No te importa, ¡qué diablos! Sólo porque te he permitido venir aquí algunas veces, te figuras que te pertenezco. Todos vosotros, los hombres, os figuráis tener un derecho sobre mí.
—Pero hablábamos de Santa María… Y de que tal vez vendrías conmigo.
Ruby le miró sin la más mínima piedad.
—Tengo algo que decirte, baboso. ¿Te figuras que voy a dejar todo lo mío para meterme en cualquier mugriento agujero de la Argentina? ¡Malgastar mi vida con un grasiento y miserable púgil!
Toro la miró aturdido.
—Toro no es un simple púgil. Toro es un gran peleador. Siempre gana. El mejor luchador que Nick ha tenido en toda su carrera.
Ruby se echó a reír. Después de lo que había ocurrido, tenía que dejar las cosas en su sitio.
—Oye —dijo lentamente—. No podrías ni pegarle a Eddie, si no estuviera convenido de antemano. Todos los encuentros que has celebrado en este país han sido trucados. Todos esos muchachos a los cuales has vencido habían sido comprados para darse la «zambullida».
—¿Zambullida? —dijo Toro arrugando el entrecejo—. No entiendo. Explícame lo que quiere decir «zambullida».
—Pobre idiota —dijo Ruby—. Los chicos a quienes venciste cobraron por perder. ¿No lo sabías?
Los grandes ojos de Toro estaban abrumados por el dolor.
—¡No! —gritó—. ¡No! ¡No! No puedo creerlo. No lo creo.
—Pregúntaselo a Eddie —dijo Ruby—. Él debe de saberlo.
Toro se volvió hacia mí con desesperación.
—Dígame la verdad, Eddie —me dijo suplicante—. La verdad. Solamente la verdad.
Tener que lanzar tan tremendo golpe sobre la simplicidad de su orgullo, parecía el castigo de mi crimen. Pero no había modo de escabullirse.
—Es cierto —le dije—. Los encuentros estaban preparados. Todos estaban preparados de antemano, Toro.
Toro se pasó la mano por el rostro como si estuviera padeciendo un fuerte dolor. Tuve la sensación de que sus facciones habían disminuido de tamaño.
Se volvió y salió disparado. Bajó volando las escaleras, se llevó por delante la mampara de la puerta, corrió bordeando la casa y se lanzó calle abajo. Salté al coche y le dije a Benny que le siguiera. Nada le dijimos durante cuatro manzanas. Luego empezó a correr con menos gas. Le faltaba la coordinación de movimientos de los atletas para correr apoyándose en los dedos gordos de los pies. Gradualmente perdía velocidad y se movía torpemente como si trotara. Estacionamos el coche unas quince yardas delante de él, y cuando lo tuvimos de frente, cerca, tratamos de meterle como pudimos en la parte trasera del coche.
—¡Váyanse, váyanse! Me hacen volver loco —gritó.
—Vamos a meterlo dentro —dijo Benny. Y empujó a Toro hacia el coche. El cansancio le impedía a Toro resistirse. Agotado, se sometió y subió al asiento trasero del coche.
Durante todo el camino de regreso al campo, estuvo sentado en una esquina, mirando con fijeza sus enormes manos.
—Escucha, por Dios bendito; tienes que escuchar —le dije—. Todos nosotros estábamos tratando de ayudarte. Tratando de que consigas esa pasta que tanto anhelas.
Toro nada contestó ni dio señales de haberme oído.
Esto no estaba previsto en el contrato. Se suponía que Toro no tenía sensibilidad, ninguna capacidad para la humillación, para el orgullo o para la indignación. Era simplemente un producto: como el jabón, el café, los cigarrillos.
—Sinceramente, Toro; no queríamos perjudicarte. Sólo nos proponíamos que llegaras con paso seguro al estrellato. Siempre ocurre igual.
Pero Toro no me escuchaba. Continuaba abatido, avergonzado.
Cuando llegamos al campo, Danny y Doc estaban sentados en los escalones de entrada en compañía de George y de algunos muchachos.
—Hola, compañerote —dijo George—. ¿Ha ido bien el paseo?
Toro, de pie en el estribo, parecía achicamos a todos.
—¿Creen ustedes que van a divertirse a costa de Toro, eh? —dijo en tono acusador. Y se metió en la casa.
—¿Qué mosca le ha picado? —preguntó Danny.
—Ruby le ha dicho sin rodeos lo del «tongo».
—¡Buena le ha salido la Duquesa! —dijo Doc—. ¡Vaya sorpresa que le ha dado!
—Tal vez debimos decírselo antes nosotros —dijo Danny como si reflexionase.
—Muchachos, charláis como un puñado de mujeres —dijo Vince—. Todo irá bien. Subiré a verle y le deslizaré como si tal cosa otras cinco mil del ala. Es la mejor medicina.
Pero algunos minutos más tarde, cuando Vince regresó, su grueso cogote estaba enrojecido por el enojo.
—Dice que no le interesa la pasta. Sorprendente. Y seis meses atrás, ese pollino no tenía un cuarto. ¿Cómo vamos hacer una figura de semejante pazguato?
Cuando llegó la hora de cenar, Benny subió para llamar Toro, que se negó a bajar. George trató también de persuadirle, ya que Toro le tenía en mucha estima, pero también regresó solo. Entonces decidí subir yo, para ver lo que se podía hacer. Toro estaba de pie frente a la ventana, con la mirada fija en la oscuridad del exterior.
—Toro, sería mejor que comieras algo —le dije.
—No me moveré de aquí —dijo Toro.
—Vamos, olvida el pasado. Nos han servido un bisté estupendo mientras te esperábamos. Precisamente de los que a ti te gustan.
Toro sacudió la cabeza.
—No quiero comer con vosotros. Os habéis mofado de mí —dio unos cuantos pasos y se me puso de frente—. Esa pelea con Lennert, ¿también es cosa preparada?
—No —le mentí—. Está en regla. Si le vences, no tendrás nada de qué avergonzarte.
Me repugnaba continuar aquel juego sucio, pero habíamos llegado ya tan abajo, que no había medio de zafarse de aquella sarta de embustes. Estábamos atascados. En el estado de ánimo en que se encontraba Toro, era capaz de pelear en el encuentro con Lennert. De haber sabido que también este encuentro era cosa preparada, hubiera sido capaz de ir al Comité, y aquello hubiera sido el final de las componendas de Lennert y Stein. Hubiéramos tenido incluso que evaporamos de la ciudad. Hubiera deseado evitarlo, pero me veía obligado a continuar el juego: hacerle creer que aquel encuentro era cosa seria.
Toro dejó caer su enorme puño derecho dentro de la abierta palma de la otra mano.
—Ganaré el combate —dijo amenazador—. Les demostraré que nadie se ríe de Toro. Que no saben nada de mí. Que no hay que tratarme así. Esta vez no se reirán.
—Muy bien, muy bien —le dije—. Y ahora vente conmigo y cómete algunos bistés.