Al día siguiente, cuando Toro se fue a entrenarse con George y Gussman, decidí ir a «Green Acres» para tener una entrevista con Ruby. Siguiendo el largo y serpenteante camino que debía llevarme a la casa, alcancé al chófer Stock Mahoney, que llevaba gorra y una vieja bufanda enrollada al cuello, por lo que parecía haber salido de una página de Federico Lewis Allen. Caminando a su lado iba un muchacho alto que vestía pantalones de deporte y camisa sucia y sudada.
—¿Qué haces, Jock? ¿Poniéndote en forma para pelear, con Delaney?
Mahoney musitó con naturalidad:
—Delaney no está muy fuerte ahora. Pero quince años atrás… —Movió la cabeza y sonrió al recordar unos malos treinta minutos—. Me pareció que estaba en mi pueblo luchando con tres o cuatro muchachos a la vez.
El joven seguía el camino junto a Jock. Era lo bastante bien parecido para actuar en Hollywood. Pero su perfección desmerecía por su expresión de desdeñosa confianza en sí mismo.
—Eddie Lewis, le presento a mi sobrino Jackie Ryan —dijo Jock.
—Entra, Jock, por el amor de Dios. ¿Quieres que coja frío? —exclamó Ryan.
Jock me miró con orgullo.
—Es el mejor luchador de la familia. ¡Si le hubiese visto vencer en el torneo del «Guante de Oro»! Nick lo encontró en el archivo. Sólo lo quiere para hincharse durante un año de exhibición. ¡Es un comerciante, Lewis, un vividor! Pero mi sobrino es una bala perdida. Cree que sabe contestar a todo. No es mal muchacho, cuando se le conoce bien; y probablemente llegue a ser un buen pugilista. Si puedo apartarlo del mal camino… Ya sabe cómo son esos muchachos a los diecisiete años. Todo les parece poco.
Puse en marcha mi coche.
—Bien; ten cuidado, Jock. ¿Y los pequeños? ¿Siguen bien?
—Cualquier día pegarán a su viejo —exclamó Jock, feliz, mientras yo me marchaba. Ryan no se dio cuenta de mi saludo, al pasar por su lado.
Encontré a Ruby echada en un diván, bajo el porche, leyendo un libro, y vestida con un llamativo pijama. Aunque no era día de fiesta, su lustroso y negro cabello estaba primorosamente peinado. Junto a ella había una mesita, con una caja de dátiles.
—Hola, Eddie —dijo—. ¡Cuánto tiempo sin verte! Quise acercar una silla, pero ella me hizo que me sentara a su lado.
—¿Qué lees, Ruby?
Me alargó el libro, cuyo título era: «Doncella en espera». En la portada había un gallardo joven tocado con un ancho sombrero de graciosas plumas, mirando pícaramente por encima de los hombros de una dama.
—El número del mes pasado me gustó más —dijo Ruby—. La acción transcurre en mi siglo favorito: me habría gustado vivir en el siglo XVII. ¡Aquellos vaporosos déshabillés! ¡Aquellos grandes escotes con los hombros desnudos! Las mujeres resultaban más distinguidas, y creo que también los hombres eran más atractivos.
Yo me pregunté qué habría hecho Ruby de haber vivido en el siglo XVII. Seguramente mucho más de lo que hacía ahora: se hubiese casado con el Rey de la Madera o con un coloso de las Especies de la India. Pero actualmente el matrimonio de Ruby era como del siglo diecisiete o quizá del catorce. Boccacio la habría perseguido en más de un boudoir.
—¿Vendrá hoy Nick a cenar?
—Ya le conoces. Generalmente me avisa media hora antes de llegar y espera que le tenga preparado un suculento roast beef.
—Yo creo que Nick no es muy exigente.
—¡Oh, Nick es estupendo! No tengo ninguna queja de él. Nunca le he tenido que pedir nada, como otras chicas que yo conozco hacen. Nick es excelente en muchos aspectos, pero…
—¿Pero?
—Pero ¿por qué te digo yo todo esto? Probablemente se lo contarás a Nick.
—Espera un minuto, Ruby; yo…
—No sé por qué tendrías tú que ser diferente. Todos sois iguales. Ese pequeño piojo de Killer. Tengo miedo de abrir la boca cuando él está cerca.
—¿Me vas a comparar con Killer?
—No; tú eres todo un caballero, Eddie. Al menos, si tienes algún asunto no lo vas contando por ahí, punto por punto. Esto es lo que me gusta del siglo XVII. Todos pasaban sus buenos ratos, pero con discreción.
Me miró con sus agradables pupilas, con una expresión lánguida o una especie de astigmatismo fácilmente confundible con la pasión. De nuevo tuve la sensación —una vibración como de telepatía— de que podía ser dominado, si yo quería.
—Tú sabes que me estimulas —dijo—. Nick no trae a casa más que hombres ignorantes. Yo soy diferente. A mí me gusta la gente de la cual pueda aprender algo.
—¿Y qué te figuras que puedes aprender de Toro, Ruby?
La mirada de Ruby se endureció.
—¿Qué quieres insinuar?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Si el zapato aprieta…
—¡Y yo que te consideraba todo un caballero! —dijo ella—. ¡Y yo que pensaba que eras diferente! Pero tú también sientes por él lo mismo que el resto de la pandilla.
—Escucha, Ruby; esto queda enteramente entre nosotros. Nick ni siquiera sabe que estoy aquí.
—¡Claro que no! Y yo creo que hemos estado sosteniendo una animada charla sobre libros y cosas triviales.
—Nick nunca sabrá que he estado aquí —insistí—. Solamente quiero recordarte, Ruby, que Toro es un grandísimo pillastre. Pero no quiero que se complique la vida.
—Puede ser que Nick no sepa que estás aquí —dijo Ruby—, pero estás haciendo lo mismo que haría Nick. Nada les ocurre a los bienes de Nick y de su pandilla. Bien, ¡pues al cuerno todos! Esto va también por Nick. Dejadme aquí toda la semana sin nadie para hablar, sólo con un chófer borrachín y un mayordomo brujo.
—Ruby, no me importa que ti hagas lo que te plazca. Sólo estoy tratando de vigilar a Toro.
—Ya puedes quedarte con Toro. A decir verdad, estoy harta de Toro. Admito que estuve un poco interesada por él, al principio, pero ya no tienes que temer nada. Si has venido aquí para decirme que no dejarás que tu pequeño se desvíe, puedes marcharte a tu oficina a masticar salchichas pensando que tu gran Hombre Montaña va a barrer el suelo con el pobre Gus Lennert.
—¿Cuándo vas a dejar en paz a nuestros boxeadores?
—¡Vete de esta casa! —dijo Ruby con altivez; y algo pasó por su mente, pues empezó a gritar—: ¡Vete de aquí, despreciable piojo! ¡Vete de aquí ahora mismo, bastardo!
La aguda voz de Ruby siguióme a través de la casa mientras yo cruzaba el vestíbulo de mármol. El mayordomo me abrió la puerta y me saludó con una sabia sonrisa.
Cuando un par de días después vi a Nick en Nueva York comiendo en el «Dinty Moore» con Jimmy Quinn y Killer, estaba optimista.
Parecía que íbamos a lograr nuestros 150 000 dólares, tal como nos habíamos figurado. Los fanáticos del Garden, que dudaban del historial de Toro y decían que estaba hinchado con «tongos», tenían curiosidad por ver cómo se las compondría contra un primera categoría como Lennert.
Como parte del plan llevé a un excampeón al campo de entrenamiento para ser fotografiado examinando a Toro. Después escribí un pequeño artículo diciendo que el campeón había visitado ambos campos de entrenamiento y apostaba que Toro ganaría por K. O. gracias a la superior potencia de sus ganchos y sus reveses.
El excampeón que utilicé se llamaba Kenny Waters, un boxeador de tercera categoría, un payaso que habría estado cavando fosos si no hubiera llegado precisamente en el momento en que el título de los pesos pesados estaba en blanco. El título le había sido adjudicado mientras yacía de espaldas en el suelo reclamando el «golpe bajo». Un año después había perdido su corona ante Lennert, una noche en que Gus todavía conservaba algo del vigor de su juventud. Esta ignominiosa derrota todavía le autorizaba a hablar con autoridad —no importaba cómo la falseaba— sobre cualquier contienda en la cual su vencedor interviniera. Para este excampeón era una oportunidad calentarse por un momento al calor del sol de la publicidad. Para ver de nuevo su nombre en letras de molde, estoy seguro de que nos hubiese pagado gustoso para poder actuar.
Yo estaba en mi habitación escribiendo, como testigo presencial, lo que Kenny Waters había dicho de Toro y de Lennert, cuando Benny entró para decirme que un joven llegado de la Argentina quería verme.
—¡Demontre! —dije—. Estoy ocupado. He prometido entregar este artículo al Journal a las cuatro.
—Pero ese sujeto es un gran aficionado —dijo Benny—. Ha venido en coche desde la Argentina, y parece como si hubiera puesto ruedas en una rápida embarcación.
—Dile que voy al momento; entretenlo mientras bajo.
Terminé a toda prisa mi trabajo. «Esto sí que es grande —pensaba—. Un escritor espectral para un espectro». Y me reía, pero la conciencia me aguijoneaba como si dentro de mi cabeza hubiese millares de mosquitos.
Sentado en la sala estaba un muchacho alto, de unos treinta años, bronceado, impecablemente vestido, con dos rabitos de rata por bigote y aspecto de gandul.
—Permítame que me presente. Soy Carlos de Santos —dijo, levantándose amablemente y hablando un inglés con marcado acento español—. Este es Fernando Jensen —dijo Santos—. Es el editor de nuestra revista deportiva «El Pantero». Hemos venido para asistir al combate de nuestro paisano. En nuestra tierra están muy interesados por él.
Jensen, con ponderación, sacó un pedazo de papel doblado de su bolsillo; era una hoja de su revista «El Pantero». Me enseñó su artículo sobre la carrera de Toro. «Toro Aporta Nuevas Glorias A La Argentina», se titulaba.
—Deseo mandar un artículo diario sobre las actividades de Toro. ¿Sabe usted?, nuestra región es muy orgullosa. Nosotros tenemos un programa denominado «Fuerza y Salud» para ayudar a la formación de nuestros jóvenes, hombres de mañana. Antes de marchar he dejado escrito un artículo en el cual considero a Toro como un símbolo de la juventud argentina.
—Fernando, aquí donde le ve, es un hombre importante —dijo Santos, bromeando—. No haga demasiado caso de lo que diga —sus ojos parecían estar riendo—. ¿Podemos verle ahora? Tengo un reloj de oro que deseo entregarle como recuerdo de sus compañeros de Santa María.
Toro estaba abrochándose sus pantalones de entrenamiento. Se sorprendió cuando Santos le abrazó calurosamente. Aunque el joven estanciero trataba a Toro como a un igual, Toro continuaba dirigiéndose a él con la humilde deferencia de un obediente siervo. Mientras Santos daba a Toro las últimas noticias de su país con una calma que no lograba vencer el recelo de Toro ante tan inesperada familiaridad, para la cual no estaba preparado, me fui en busca de reporteros y fotógrafos.
La fantástica fuerza de los barrileros Molina era legendaria en Santa María, decía Santos, y ahora la villa entera estaba haciendo votos y quemando velas para que Toro consiguiese el título mundial. Si Toro vencía a Lennert, los de Santos llenarían de vino las fuentes de la población y declararían festivos dos días seguidos. Yo no podía ni haber soñado algo mejor. Luego me enteré de que el joven Santos, en sus entrevistas deportivas, se las había arreglado para hacer propaganda de los vinos Santos que empezaban a conseguir figurar en el mercado de Norteamérica.
Mientras los del noticiario instalaban sus cámaras, Santos y Jensen estaban diciendo a los reporteros que habían traído cincuenta mil dólares de un grupo de opulentos amigos de Santos, para apostar por Toro. Toro estaba medio atontado.
—¡Bien! Una agradable sorpresa, ¿verdad? —le dije a Toro—. Ahora ya tendrás con quién hablar.
—¡Quiere que le llame familiarmente Pepe! —dijo Toro con incredulidad—. Imagínese usted a un aldeano dirigiéndose a un de Santos como a un simple Pepe.
Me enseñó el cinturón de oro que de Santos le había regalado y en el cual estaba grabada una sentimental dedicatoria: «A Toro, con orgullo y afecto, de la casa de Santos».
—¡Y me dice que le llame Pepe! —repetía Toro—. En toda su vida, mi padre ha hablado una sola vez con de Santos; pero, ya lo ha oído usted, me dice que le llame Pepe —aquello era superior a sus facultades de comprensión—. Tengo mucha suerte, Eddie. Tal como Luis me prometió, tengo todo lo que quiero, dinero, honores… ¡Y el joven de Santos que me dice que le llame Pepe! —apretó los labios en un gesto de determinación—. Tengo que vencer a ese Lennert. Tengo que demostrar a mis paisanos que no han venido por nada.
—Vencerás a Lennert —dije yo—. Le vencerás.
—Un puñetazo, y espero dominarle.
El campo estaba demasiado tranquilo aquella tarde, según Pepe, por lo que sugirió que les acompañase a él y a Fernando a la ciudad, para enseñarles lo más notable. Los tres nos metimos en el «Mercedes Benz» que habían traído de Buenos Aires.
Pepe era corredor automovilístico, jugador de polo y piloto aviador; y a juzgar por el modo que guiaba el «Mercedes Benz», parecía resumir en uno solo todos estos conocimientos. Confieso que sentía cierto temor al ponerme en manos de un jugador. Jugador, en mi diccionario, es alguien que trata de escapar del arañazo de la neurastenia que causa la superabundancia de dinero y la insuficiencia de responsabilidad.
Primeramente fuimos al departamento que habían alquilado en el «Waldorf Towers» para que Pepe pudiera cambiar su traje por otro más elegante. Señaló una impresionante cantidad de botellas sobre la mesa.
—Estaré de vuelta en un periquete, amigos, servíos vosotros mismos.
El whisky era «Cutty-Sark». Había también champán, coñac, ginebra holandesa, y un par de botellas de «Noilly-Prat».
Fernando estuvo listo en un par de minutos, pero Pepe tardó más de media hora. Cuando al fin reapareció parecía uno de esos figurines que el sastre nos muestra cuando escogemos un traje que nunca llega a quedar como el del propio figurín.
—Y ahora, muchachos, ¿adónde vamos? —dijo Pepe con una sonrisa festiva.
—Depende de lo que prefieran —dije—. ¿Música, celebridades, mujeres…?
—¿A quién le interesan la música y la celebridad? ¿Eh, Fernando?
Fernando sonrió. Pepe sacó una pitillera de oro repleta de cigarrillos «Players» y escogió uno.
—No te preocupes, amigo mío —le dijo Fernando, guiñándome un ojo alegremente—. Yo juraré a tu mujer que pasaste las noches en el campo de entrenamiento.
Pepe se dirigió a las mesas de pista y ordenó al camarero que el vino no cesara de manar. Se enamoró sucesivamente de cada una de las rubias que se acercaban cantando, bailando, o sonreían a través del humo del cigarrillo. Aparentemente, tenía un feliz «debut» en Broadway.
De madrugada, en el «Copa», dijo:
—La segunda de allá, la que parece un gatito dorado, ¿cree usted que le gustaría subir a la habitación para tomar la última copa?
—Mire, Pepe —le dije (me había ofrecido una gran casa para mí solo, para cuando fuera a Santa María)—. Como a una de esas se le meta en la habitación, ya se ha caído.
—Pero es tan bonita —dijo Pepe—, que por ella no me importaría meterme en algún lío.
Cuando la juerga acabó, los basureros, heraldos de la madrugada, estaban vaciando los cubos de las aceras como si protestasen contra los ciudadanos más afortunados, que disponían de empleos más limpios y en horas menos intempestivas. En la esquina de la Octava Avenida compré el periódico de la mañana a una mujer que cubría su cabeza con un chal. Automáticamente busqué la sección deportiva mientras iba hacia el hotel.
El News había reservado a las declaraciones de Santos un lugar preferente. «La Asociación Argentina llega para animar al antiguo empleado Toro Molina. Trae cincuenta mil dólares para apostar para el exbarrilero del famoso viñedo de Santos».
Más abajo leí: «Toro Molina afrontará la más difícil prueba de su espectacular carrera el viernes por la noche, cuando el invencible gigante tenga oportunidad de probar su célebre “mazazo” contra el formidable campeón Gus Lennert».
Reconocí mis propias palabras, palabras que había escrito tantas veces, que empezaban a sonarme como si fueran verdad. Al final de la página había un gran anuncio de cigarrillos, en el que el reciente campeón de los pesos medios aconsejaba a sus partidarios que fumasen una marca muy conocida, puesto que era el único cigarrillo que no afectaba su fortaleza.
Pensé en toda la gente que intervenía en aquella piadosa mentira: el boxeador, el linotipista, el agente de publicidad y los consejeros de la Compañía, los editores del periódico, y finalmente la gran masa de lectores que asienten y viven tan campantes con la mentira como con la verdad.
¿Qué podía reprochárseme a mí por ensalzar mi producto El Gigante de los Andes? ¿Quién era yo para hacer una cruzada por la integridad? Simplemente trataba de vivir con un mínimo de molestias. Si esta ciudad era tan estúpidamente crédula y llenaba el Garden para ver cómo un boxeador inofensivo derrotaba a un excampeón ya quemado, ¿quién era yo para darle con la puerta en las narices?
Pero ¿a quién intentaba convencer? Miré hacia el sexto piso del edificio en donde vivía Beth. Había luz en su ventana. Eran las cinco de la mañana, pero aún había luz en su habitación. Ahora comprendía por qué no podía descansar. Aquello no era el soliloquio de «Hamlet». Atravesé las puertas de cristales y entré en el vestíbulo. Vi la desagradable y deforme figura de la mujer de mediana edad que barría el suelo. La veía cada vez que entraba o salía del departamento de Beth.
Continué mirándola mientras trataba de decidirme. ¿Cómo me recibiría Beth? ¿Aceptaría mi presencia como un acto de determinación lo bastante atrevido como para borrar su resistencia? ¿O la tomaría como otro acto propio de un alcohólico, de un borracho incansable que vagabundeaba por los grises desfiladeros de la madrugada ciudadana, en persecución de algo que no alcanza… su decencia?
Su ventana era un pequeño rectángulo que se recortaba en la penumbra matutina.
Mientras la miraba con una especie de reverencia odiosa, desapareció repentinamente. Por la calle desierta se acercaba un huesudo caballo tirando del carro de la leche, haciendo resonar sus cascos sobre el pavimento. Su jornada había empezado de nuevo. Llevaba otra vez sus arneses. En aquel momento recordé que debía estar en el campo para encontrarme con algunos cronistas deportivos que irían a entrevistarse con Toro.