Capítulo dieciséis

Después de Dynamite Jones y de Jefe Tormentoso, pensamos que nos era necesario alguien que fuera fácil de vencer. Así, en Denver, el oponente de Toro fue un «Negro protegido de Sam Langford, que había logrado ser de los mejores de sus categoría». Naturalmente, resultó ser nuestro propio George Blount.

Cuando yo debía empezar a ganarme el jornal, un periodista de la localidad —otro Al Leavitt— se dio cuenta de la identidad de George, y la descubrió. Esto es lo que hace que la carrera periodística sea una tortura para los nervios. Precisamente cuando uno imagina que todo marcha sobre ruedas y que va a entrar en una encrucijada de carreteras reales, hay tipos que siembran agudas verdades en la senda de uno, como tachuelas que hicieran reventar los neumáticos.

Pero alguien que les aventaja en listeza les echa la zancadilla y los hace trabajar en beneficio propio. Y por lo tanto, yo escribí un artículo, en el que decía:

«Blount no es ningún sparring corriente. Se ha mantenido firme frente a los pesos pesados más prominentes del país, incluso desafía al Gigante de los Andes a meterse con él en un cuarto, encerrarse en él y sostener privadamente, a la antigua usanza, una lucha que ha de acabar con la victoria decisiva de uno de los dos».

En el momento del pesaje, el día del encuentro, George, tratando de desempeñar lo mejor posible el papel que le correspondía en la «Compañía de Teatro Latka», no quiso estrechar la mano de Toro.

Le habíamos ya advertido a Toro que George había renunciado a su empleo; pero, a pesar de todo, Toro no comprendió la descortesía de George. «¿Por qué no quiere darme la mano? —nos preguntó—. George es amigo mío, ¿no?».

Había que tener realmente talento para perder del modo convincente en que lo hizo George aquella noche. Durante la pelea, Toro accionaba con los hombros y asentaba los pies, y George hubiera podido decir cuándo el puño de Toro iba a lanzarse contra él. Todo lo que se veía obligado a hacer, era colocarse precisamente en la trayectoria de los puños de su adversario, en lugar de apartarse. La fuerza de su cuerpo, al aplastarse contra los puños de Toro, daba una resonancia a los golpes que podía oírse en todas las graderías del local. Nadie, al escuchar el ruido de aquellos impactos, podía dudar de la capacidad de Toro como pegador. Y cuando George se batía en retirada, tenía buen cuidado de no mirar la enorme mandíbula de Toro que resultaba un blanco tentador.

En el cuarto asalto, George ofreció su estómago a una particular y resonante tunda de Toro, lo que permitió contarle el tiempo reglamentario. Magnánimamente olvidadizo en la victoria, Toro insistió en ayudar a George cuando era llevado a su ángulo, y al tiempo que con una mano saludaba al público, en un ademán de abanico, ofrecía a George la otra. Era un truco viejo, pero los «hinchas» se lo tragaron con tanta facilidad como si fuese el final feliz de un programa doble de películas.

Tranquilizado al ver que George se recuperaba con rapidez, Toro saludó al entusiasmado público y saltó del ring. George bajó detrás de él con su calma habitual y con una sonrisa ambigua en su maciza cara.

Cuando salimos para Denver, abandonamos a George para que la comedia resultara más convincente. Un par de días más tarde se reunió con nosotros en Kansas, en donde nos preparábamos para «noquear» a otro peso pesado.

—George, ¿qué impresión te causó Toro en este último combate? —le pregunté.

George sonrió sin que sus ojos perdiesen la seriedad.

—No puede pegar —me dijo—. Y cuando a un peso pesado se le puede alcanzar de lleno y él no puede replicar… —movió la cabeza—. Es preciso que vigile a ese muchacho. Vigílelo para que no le pase algo grave.

Pero lo único que sucedió en Kansas, en Cleveland, en donde se llenó el estadio municipal, y en Chicago, en donde nos embolsamos unos ochenta mil dólares, fue añadir tres K. O. más a la serie, y firmar los contratos para el gran combate con Lennert que celebraríamos en el Garden.

La tajada de Toro por sus dieciocho minutos de supuesto combate, debía haber sido unos 20 000 dólares. Pero todo lo que él vio fueron los billetes de cincuenta y cien libras que de tarde en tarde le daba Vince cuando Toro lo apremiaba. Sin embargo, después del combate de Chicago, Toro tuvo apetito de dinero.

—Dame dinero —le dijo a Vince—. Quiero mandárselo a papá para que construya la «casa grande».

Vince se metió la mano en el bolsillo, y sacó de la cartera cinco billetes de cien.

—Cuando quieras dinero, no tienes más que pedírmelo —le dijo con desacostumbrada afabilidad.

A la mañana siguiente, cuando Toro y yo paseábamos por el Michigan Boulevard, pasamos por delante del Lake Shore National Bank.

—¡El Banco grande! —dijo Toro en castellano.

—Uno de los más grandes —asentí yo.

—Entro —dijo Toro.

—¿Qué vas a hacer? ¿Ingresar los quinientos?

—Ahora vuelvo —contestó Toro.

Cuando volvió, llevaba en la mano un puñado de billetes argentinos; unos dos mil pesos.

—¡Fíjese cuánto dinero! —dijo mostrándomelos alegremente—. Esto sí que es dinero de verdad.

El día que llegamos a Nueva York, Toro alcanzó la inmortalidad… al menos por una semana. Salió fotografiado en la cubierta de Life. Y por si no fuera bastante, el animador del Copacabana lo divisó en una mesa de pista y le invitó a saludar. Mi trabajo era ya muy fácil. Ya no tenía que ir detrás de nadie. Los periodistas eran los que nos perseguían. Incluso cuando un célebre columnista de Nueva York dedicó todo un artículo a ridiculizar el mito del Hombre Montaña, calificándolo de «Abominable Papagayo de los Andes» y de indiscutible campeón de América «de fuera del ring», la anécdota no nos hizo perder el humor ni un momento. Nick había dado en el clavo una vez más. La talla desmesurada de Toro y la lista de victorias por fuera de combate que le habíamos confeccionado, era lo bastante contundente para hacerse con la credulidad del público.

Antes de que saliéramos para Pompton Lakes para empezar el entrenamiento con vistas al combate con Lennert, un «Lincoln» blanco con carrocería especial nos esperaba en la puerta del hotel. La tarde anterior, en lugar de dormir la siesta, Toro se había escabullido y lo había comprado por cinco mil dólares. Parecía mentira que hubiese podido vencer la resistencia de Vince y hacerle soltar el dinero. Pero Toro no era capaz de guardar un secreto, y pronto supe que nuestro gigantón había ingresado en la cofradía de los que compran con la fórmula de «cárguemelo en cuenta».

Cuando se enteró de lo que costaba aquel cochazo blanco, la primera reacción de Vince fue devolverlo. Pero Toro hizo pucheros.

—¡Mi coche, mi coche, lo he comprado yo!

—Déjalo que se lo quede —le dije a Vince—. ¿Qué necesidad hay de que ese mamarracho padezca por esos miserables quinientos patacones, cuando el verdadero negocio empieza a ponerse en marcha? Leo puede retirar esa bicoca de los ingresos del impuesto, como gastos de transporte. Y un «Lincoln» blanco siempre resulta publicitario.

De este modo, Toro se encaminó a Pompton Lakes con su aparato de radio portátil, su séquito, y Benny Mannix al volante del «Lincoln». Mientras aguardaba de pie en la acera frente a nuestro hotel, observando cómo empleaba su mañana libre, una frase me zumbaba en la cabeza: «¡Sólo Dios sabe cómo terminará!».

Hacía ya dos días que estaba de vuelta en la ciudad, y aún no había visto a Beth. Sus excusas parecían aceptables al principio, pero pronto se parecieron a las réplicas ingeniosas que ella inventaba al comienzo de nuestras relaciones, en los tiempos en que hacíamos tictac al unísono.

Nunca hubiera pensado yo que iba a encontrarme de nuevo en los comienzos de aquella época en que mi papel era el de un esperanzado admirador. Casi sin darme cuenta comencé a enviarle flores, como en otros tiempos.

A la mañana del tercer día llamé a Beth y le dije:

—¿Cuándo voy a verte, por fin?

El tono de mi voz debió de impresionarla, porque dijo casi con entonación plácida, para complacerme:

—¿Qué vas a decirme, ahora? Vente a casa y almorzaremos juntos. ¿Te parece bien?

Mientras me dirigía a su encuentro, por el camino compré una caja de caramelos. Resultaba un detalle fuera de lugar, sin duda. Seguramente hubiera resultado más sensato pararme en algún bar de la Sexta Avenida, y tomar una copa para darme ánimos.

Cuando Beth abrió la puerta me dijo: «Oh, ¡es Eddie!», con su abierta y franca expresión de siempre. Su actitud aparente era más frágil que fría. Pero ella nunca hacía inútiles demostraciones; siempre las guardaba para el momento oportuno. Lo mismo que la mayoría de las mujeres, tenía su forma especial de rodearse del clima emocional requerido en un momento dado.

—Ponte cómodo, Eddie. He tenido que apresurarme para que las tostadas no se quemaran.

Llevaba puesto un pijama de corte elegante, no exento de coquetería, apropiado para holgazanear, que estilizaba su figura, haciéndola resaltar. Era lo que podía llamarse un tipo delgado. La seguí a través de la sala de lectura amueblada al estilo moderno corriente, y di vuelta al interruptor de la radiogramola cuyo resplandor fue el único destello de claridad que tuvimos en nuestra primera noche. A solas con Beth de nuevo, después de tantos meses de incertidumbre, me convencí de cuánto había progresado en mi interior el deseo de acabar con aquella reserva, de conseguir la respuesta espontánea que había estado pidiéndole tiempo atrás. Pero incluso rodeado de aquellos mismos objetos familiares —la radio, el canapé, el grueso felpudo amarillo—, experimenté la extraña sensación de que todo lo veía por primera vez. Sentí la misma ansiedad, la misma excitación, el mismo anhelo vehemente, la misma curiosidad que al principio.

Sirvió el almuerzo en la mesita colocada cerca de la ventana de la menuda cocina. Huevos escaldados no más de tres minutos; o sea, en la forma que sabía ella que a mí me gustaban; tocino asado y tostadas con mantequilla, que siempre se veía obligada a raspar. Mientras permanecíamos sentados allí, juntos, experimenté el deseo más punzante que nunca, de que aquella intimidad durase siempre, cada día. Algo —todavía no podía darle un nombre apropiado— había paralizado siempre el logro de aquel deseo, cuando se hallaba aún en mis manos conseguirlo. ¿Qué era lo que me había detenido? En aquel momento, casarme con Beth parecía la cosa más natural del mundo. «Voy a empezar a contar despacio hasta diez, y luego voy a formular la primera y más acertada proposición de mi vida», pensé.

—Bien; ¿cómo te ha ido el viaje, Eddie? ¿Fue divertido? ¿Fue interesante?

«Lees mis pensamientos, y el asunto cambia», pensé, pinchándome el ingenio para compensar mi falta de ánimo.

—Oh, ya puedes suponerlo —contesté—. Sigo en la misma jaula de ardillas.

—Pero te gusta —dijo ella—. ¿Por qué no lo admites de una vez, en vez de comportarte como si fueras demasiado bueno para ella, como si te rebajaras al visitar los barrios bajos?

—Por favor, Beth; no empecemos de nuevo.

—Muy bien. Precisamente estoy cansadísima de toda esa gente que desprecia lo que está haciendo, pero que sigue haciéndolo año tras año.

—Este es un modo de comenzar que me hace maldita la gracia.

—¿Recuerdas —me dijo— que siempre estoy seria antes de haberme tomado mi primera taza de café?

—Lo recuerdo.

Ella me miró emocionada. Nunca me había mirado de aquella manera. ¿Qué pasaría si de pronto yo me levantaba y la agarraba de la forma que solía hacerlo? La atávica convicción de que la fuerza masculina puede prevalecer donde todo lo demás ha fallado, debió de impelerme a obrar.

—¡Eddie! ¿Qué estás haciendo?

—Beth… cariño mío… por favor…

—¡Suéltame, Eddie! ¡Vamos!

Y pugnaba por alejarse de mí. Tanto con su cerebro como con su esfuerzo físico, lo que quería era apartarse. Mi propio cuerpo era pesado y resultaba indolente en la derrota. Me sentí débil y gastado, carente de todo ardor, como si me hubieran apaciguado en lugar de rechazarme con rudeza.

—El café —dijo Beth—. El café se está derramando.

Se apresuró a traer otras dos tazas a la mesa. Uno de sus hombros me rozó mientras me ponía la taza, e hice un movimiento instintivo de alejamiento.

—Este es el momento que más aborrezco —dijo Beth mientras volvía a sentarse—. Los momentos de confusión.

Yo nada dije. Me sentía terriblemente enfadado. Y por otra parte, comprendía que me estaba comportando insensatamente. A fin de cuentas, ella no era una de las chicas de Shirley.

Era propio de Beth dar a la conversación el tono adecuado; sabía decir lo que quería decir, sobre lo que había ocurrido exactamente.

—Eddie, he tenido muchísimo tiempo para pensar en todo. Ha habido noches en que te he encontrado a faltar… Estoy terriblemente acostumbrada a ti, en muchas cosas… y asustada de tener que empezar de nuevo con otro que no seas tú. Pero también ha habido días en que resultaba verdaderamente un alivio saber que estabas lejos de mí…

—Cuando te llamé desde Las Vegas —le dije—, quería pedirte que te casaras conmigo. Siempre he deseado hacerte mi esposa, Beth.

—Sí, creo que así es, Eddie. Pero nunca lo has deseado lo bastante como para hacerlo. Siempre tengo la sensación de que tal vez tendré que sentarme un día, buscar una fecha al azar, y pedirte que vayas a buscar la licencia de matrimonio. Incluso una chica como yo, que ha vivido su propia vida durante años, desea que alguien la saque de su mundo.

El café tenía un sabor amargo. Siempre acostumbraba gastarle bromas a Beth sobre su café.

—Así que… ¿este es el… el café al vapor?

—Eddie, ¿por qué te asusta intentar hacer algo mejor que lo que estás haciendo? Tu obra de teatro, por ejemplo…

—Precisamente he estado pensando en ella. He ultimado algunas escenas en mi cabeza. Yo…

—Eddie, lamento decírtelo…, pero creo que nunca escribirás esa obra. Has estado explicándome escenas de ella desde la primera noche que nos conocimos. Has hablado de ella sin que exista. No deseas concluirla, de igual modo que no deseas retirarte del mundo del boxeo. No tienes el valor necesario para hacerlo.

—Gracias —le dije—. ¿Qué pasa? ¿Es hoy el día de las recriminaciones?

—Supongo que me he expresado con más claridad de la que esperaba hacerlo —dijo Beth, como excusándose.

—Y así es como termina la historia —me burlé—. No podemos ser amigos. Podría ponérsele música.

Deseaba dar con la réplica acertada, deseaba demostrarle que yo era un ser superior.

—Bien; supongo que Herbert Ageton será mejor postor que yo. Después de todo, ha tenido un éxito en Broadway.

—¡Oh, estúpido, estúpido! —gritó Beth, y sus ojos se llenaron de pronto de amargo llanto—. ¡Eres un paniaguado! ¿Por qué te portas así? ¿Por qué me haces sufrir tanto algunas veces?

Me sentía hastiado, estaba exhausto por el esfuerzo de haber estado aplazando durante años mi boda con Beth. Nunca había deseado romper con ella, ni tampoco hacer frente a las consecuencias del matrimonio. Pero cuando por fin me veía forzado a dejarlo todo, ¿qué era lo que me estaba pasando? Tal vez estaba contento de sacármela de encima. ¡Siempre machacándome, tratando de reformarme, intentando hacerme abandonar el boxeo! Deseaba salir de aquella ciudad. No quería vivir en la misma ciudad que ella, aunque se tratara de una gran ciudad como Nueva York. Era más fácil tratar con Danny y Vince y Doc y George. ¿Por qué tenía que ser yo distinto de ellos? ¿Por qué tenía yo que ser algo mejor? ¿Qué tenía yo de particular que hiciese que aquellos muchachos parecieran inferiores? Tal vez algo que podía llamarse «buenos sentimientos». ¿Quién sino yo se preocupaba por Toro? ¿Quién se daba cuenta de que se sentía aislado, y se preocupaba de acompañarlo por la ciudad? ¡Y así como así, venía Beth y me llamaba paniaguado! ¡Se necesitaba tener valor para insultarme así!

Tomé el primer tren que pasó en dirección al campo. Me sentí mejor tan pronto como estuve fuera. Regresaba a mi propio mundo, o por lo menos al mundo en que me sentía igual a los demás.

En la estación encontré a Benny Mannix. Su boca achatada me hizo sentir como en casa.

—¿Qué tal van las cosas, Benny?

—Todo anda bien, chico. Estamos estupendamente. —¿Y Danny?

—Danny está dale que dale, y mete mucho ruido.

—Eso suena bien. ¿Y cómo sigue Toro?

Benny se encogió de hombros.

—No parecía estar tan mal cuando se entrenó con Chick Gussman, esta tarde.

Cuando llegué al campamento acababan de cenar, y Danny estaba sentado tomando el fresco con Doc y algunos pugilistas. Danny se entretenía leyendo el Morning Telegraph. Parecía bastante sereno.

—¿Apostando, Danny?

Danny sonrió.

—Hace tiempo que lo he dejado correr, Eddie. No pienso más que en la jira. Pero ese «Shasta Rose»…

—Devuelve las fichas y deja la partida —le aconsejé.

Todos se rieron de Danny. En un campo de entrenamiento todo el mundo está esperando encontrar motivo de risa en los demás. Se estaba iniciando una partida de dados en el salón de visitas, y Doc, Gussman y los otros muchachos que estaban en el porche entraron a tomar parte.

—Ese Gussman sabe arreglárselas muy bien —me dijo Danny cuando la nueva lumbrera se metió dentro—. Me recuerda a Jimmy Slattery, cuando iba a pelear con Fancy Dan. No es tan rápido como Jimmy, tal vez; pero ha adquirido un sentido natural del ring. Si pudiera pescarlo por mi cuenta y enseñarle a perfeccionar su golpe de izquierda…

Danny suspiró y miró a lo lejos, hacia el crepúsculo.

—¡Muchacho, si pudiera ir a Nueva York con un verdadero luchador otra vez! Qué gusto pasear por la Calle 49 y encontrarse con los compañeros que le dicen a uno: «Vi a tu chico cómo atizaba a fulano la otra noche, Danny. Hay algo de ti en él, muchacho…».

—¿Por qué no contratas a ese Gussman? —le dije.

—¿Cuál sería mi tanto por ciento, Eddie? —dijo Danny, con voz opaca otra vez—. Si el muchacho resulta frágil y no trabaja de firme, habré desperdiciado mucho dinero. Y si gusta, y Nick se entera… todo habrá sido en balde. ¡Al demonio! Nick me ha cogido por los pelos. Y yo mismo soy el responsable de ello.

—De todos modos —le dije—; estoy contento de verte tan vigilante.

—Ya… —dijo—. Me hubiera gustado ganar a ese. Debió haber batido a Lennert.

Lennert era un hombre predispuesto a los negocios, sin ser avaricioso; era, simplemente, meticuloso y buen administrador de su dinero. Si algún antiguo boxeador se dirigía a Lennert y le ponía el brazo encima pidiéndole ayuda, Lennert se decía que era un borrachín que quería beberse el préstamo. Pero Danny no se preocupaba de lo que el muchacho podía hacer con el dinero, y se decía que no era cosa suya. Aquella era la diferencia entre ambos. Lennert salió adelante boxeando de la misma forma en que iba al «Trenton» a cenar: sin estafar a nadie, simplemente haciendo lo justo para no dar ningún paso fuera de la línea marcada en el terreno de juego.

—¿No crees que Toro tal vez podría vencer a Lennert, si ambos se tiran a ganar? —le dije.

—No estoy seguro, Eddie —dijo Danny—. No vamos a divulgarlo nosotros mismos, pero Gus no está en forma. Aquella paliza que recibió de Stein no le hizo ningún bien.

—Nunca creí que pudiera volver al ring —dije.

Lennert se había portado, aparentemente, como en sus buenos tiempos al combatir cuando empezó el combate con Stein. Pero desde el séptimo asalto en adelante, Stein le hizo morder el suelo cada round sin poder mantenerlo allí. El árbitro estaba a punto de parar el combate cuando sonó la última campanada. Lennert todavía se sostenía en pie, pero ya no era capaz de defenderse. Se desplomó mientras se dirigía a los vestuarios.

—Demostró tener más recursos de los que suponíamos —dije.

—Todo lo hizo de cara al negocio —dijo Danny—. Fingía para demostrar lo mucho más importante que sería la lucha con Molina si Stein no le dejaba fuera de combate. Por eso permitió que Stein hiciera un juego cerebral para lograr un diez o un quince por ciento extra. Así es Gus. Le conozco bien. No se preocupa lo más mínimo de convertirse en un héroe. Lo único que le preocupa es cuánto va a corresponderle, con el fin de hacer ahorros y poder retirarse.

—¿Y qué tal va Toro?

—Gus tendrá suerte de que Toro no pueda pegarle duro. Pero, me creas o no, Eddie, he estado ocupándome de él a conciencia estas últimas semanas, dedicándole mucho tiempo. He logrado que lance unos estupendos y limpios uppercuts; y lo logra de forma que ya no agita su mano izquierda como antes, como si fuera un banderín.

—Danny, tú serías capaz de enseñar a boxear a un indio de madera.

—Por lo menos, un indio de madera no se encorvaría cada vez que uno le da en la mandíbula. —Danny rio—. Creo que podré lograr que la mandíbula de Toro no resulte un punto tan vulnerable, si se mueve como he estado enseñándole. Si quiere lucirse un poco, deberá continuar poniendo mayor interés y atención en sus entrenamientos. —Danny se frotaba el dorso de la mano en la mejilla—. Por esto me ha alegrado tanto verte por aquí.

—¿Tengo yo la palabrita mágica? ¿Qué quieres que logre con ella?

—Hablar con él. Tal vez en su propio lenguaje te preste más atención.

—¿Dé qué quieres que le hable?

—Háblale de Ruby en particular. Será mejor que le hables de Ruby.

—¿Ruby? ¿Qué sucede con Ruby?

—No lo sé —dijo Danny—. Son cosas que me vienen a la cabeza.

—¿Quieres decir que hay algo entre Ruby y Toro? No, Danny. Toro no sabe aún lo suficiente…

—¿Cuántas cosas más deseas saber, Eddie?

—Por favor, ¿estás seguro, Danny? Toro no es muy inteligente, pero tampoco tan tonto para querer lo que pertenece a Nick. Me horroriza pensar lo que podría sucederle a Toro si Nick le atrapa en compañía de esa…

—Bien; creo que será preferible que hables con él —dijo Danny—. Deseo ganar a Lennert. Y precisamente deseo ver si puedo lograrlo con ese mozo.

Doc salió al porche. Incluso cuando sonreía, no dejaba de tener una apariencia triste, y lo único que conseguía era superponer la sonrisa por encima del rictus permanentemente trágico de su triste cara.

—¿Qué me dices de una partida de pinacle, mano a mano, Danny? —dijo.

—Soy el campeón de los jugadores de pinacle de Pompton Lakes —dijo Danny.

Me quedé en el porche, solo por unos momentos, oyendo a medias a los muchachos que hablaban en el interior. Oí a Toro y a George que se dirigían a la parte trasera del local; Toro, con su chapurreo inglés y su mentalidad de niño, mientras George cobijaba en el interior de su abultado pecho la propia música que le hacía moverse a su compás.

¡Maldita sea! ¿Desde cuándo me había convertido en niñera de Toro? ¿A mí qué me importaba si le ponía cuernos a Nick? Y, sin embargo, parecía asunto mío. No era mi natural inclinación; no era mi interés personal; era simplemente mi ocupación, mi cinco por ciento lo que me inducía a mantener alejado a Toro de preocupaciones.

—¿Qué tal, amigo? ¡Buenas noches!

Toro se había acercado a mí, mientras sus músculos faciales se distendían en una sonrisa de payaso. Parecía como aliviado al verme de regreso. En aquel momento recordé que esta había sido la primera vez que nos habíamos separado desde que Acosta nos dejó. Toro no hablaba el inglés suficiente para mantener una animada conversación con los demás, y mucho menos con los que lo trataban con la deferencia y dulzura que se emplea con los perros amaestrados.

Hablamos de pequeñas cosas sin importancia: de la calidad de la comida, de la placidez del ambiente campestre, de lo duramente que Danny y Doc le hacían trabajar, del álbum de fotografías que le había prometido recopilar para sus familiares. Al poco rato, Benny vino con el recado:

—Doc dice que ya es hora de que empiece a golpear el saco.

—Subiré contigo y charlaremos mientras te preparas para acostarte —le dije.

Disponía de una habitación grande, con algunos muebles esparcidos aquí y allá, pero de aspecto cómodo y gusto anticuado. Dormía en una cama de matrimonio de hierro forjado. Tan pronto como Toro entró en la habitación hizo girar el interruptor y puso en marcha la radio con la máxima sonoridad. Una rapsoda de la NAM estaba hablando sobre la oportunidad de valerse del propio esfuerzo que se ofrece a los hombres que tienen confianza en el Sistema Americano. Pero Toro no parecía ni darse cuenta de lo que estaban diciendo; sólo le interesaba que sonara alto. Me acerqué a su escritorio. Había una enorme pila de papeles debajo de su cepillo y de su peine. Los cogí y los examiné. Eran apuntes al lápiz, rápidos, algo primitivos en cuanto a perspectiva, pero que denotaban gran fuerza de expresión y humor. El primero de ellos era obvio que representaba a Vince, todo cuello y gordura, ojillos pequeños y una boca cruel y grande. El siguiente era Danny, representado con una nariz exageradamente aplastada y con unos «X» por ojos. Estaba encorvado sobre un mostrador de bar. El que le seguía era Nick, con un aspecto mucho más duro y siniestro de lo que yo podía imaginármelo. Aquello me hizo comprender, por vez primera, lo que Toro pensaba exactamente de él. Toro me había parecido siempre muy dócil en su presencia, pero los bocetos explicaban el resentimiento, incluso una especie de comprensión, que Toro quería disimular o que le resultaba imposible de expresar. Aquellos esbozos demostraban un relativo talento que nadie hubiera sospechado hallar en aquel gigante musculoso. Pero la calidad artística del dibujo que seguía a los anteriores, era considerablemente inferior. Era como la intentona frustrada de un escolar, un ensayo de exteriorización de una mujer hermosa. No es necesario decir que la mujer intentaba ser Ruby, aunque de apariencia más joven, más esbelta, más etérea; en conjunto, una versión completamente romántica de Ruby. El cintillo que llevaba alrededor de la cabeza, en vez de crear un efecto de exotismo semejante a lo que Ruby intentaba aparentar en la realidad, en el dibujo de Toro le daba casi la impresión espiritual de una aureola de madonna. Resultaba claro que aquel dibujo era el resultado de un sentimiento de amor, entremezclado con la osadía que algunos de esos trabajos sin base suelen tener.

Cuando Toro vio que yo estaba examinando sus dibujos, creí por un momento que iba a enojarse; pero lo único que manifestó fue turbación. Parecía como si Toro fuera incapaz de enfadarse. Toda la violencia que podía contener su naturaleza había sido transferida a sus huesos, a su periferia y a su pesadez.

—Dibujas muy bien, Toro.

Toro sonrió tontamente.

—¿Dónde aprendiste a dibujar tan bien?

—En la escuela, cuando era pequeño. Mi profesor me enseñó.

Exhibí el dibujo de Vince y le dije:

—Este me parece muy bueno.

Me di cuenta de que estaba imitando la forma de expresión inglesa del propio Toro. Luego miré el que yo suponía que representaba a Ruby.

—Este no está bien, a mi entender.

—Tan hermosa como es la señora, no puedo hacerla —dijo Toro.

—Pues si supieses lo que te conviene, no deberías ocuparte de esa señora —le dije.

—No comprendo —murmuró Toro.

En aquel momento no era el superhombre; era un nativo con la expresión peculiar de todos los de su raza, que revela incomprensión por el lenguaje del prójimo. «No comprendo», dicen, y miran hacia uno de un modo que les retrata y permite entrever su relativa estupidez, aunque sus ojos traicionen aquella aparente expresión, mezcla de temor y desconcertante desconfianza.

—Lo comprenderás demasiado bien si Nick te pesca haciendo el oso tontamente alrededor de su mujer —le dije.

Una profunda expresión lastimera apareció en el fondo de los ojos de Toro.

—No hago el tonto. La señora es mi amiga. Ella me trata con mucha delicadeza. Le gusta hablar conmigo. Ella no se ríe de mi mal inglés. Con la señora yo no estoy…, no estoy solitario.

—¿Solitario? —le dije—. ¿Cómo podrías estarlo? ¿Quién diablos puede sentirse solitario, tratándose de la «señora»?

Los grandes y pacíficos ojos de Toro brillaron con resentimiento.

—No es verdad, no es verdad —volvió a decir en castellano—. Nadie más está con la señora. Ella misma me lo ha dicho.

—¡Escucha, estúpido bastardo! —le dije—. Estoy tratando de ayudarte, igual que Luis trató de hacerlo. ¡Ayudarte, ayudarte, a ti! ¿Lo entiendes?

La cara de Toro se puso hosca y inamistosa.

—Luis no me ayudó. Luis no es amigo. Luis me ha dejado aquí solo. Me ha vendido como un novillo al carnicero. Únicamente la señora; ella es la única que me ha tratado como un hombre.

Sólo empleaba la palabra «hombre» cuando quería expresar algo especial, puesto que según él parecía contener un tono que sonaba a algo de categoría al pronunciarla.

—Eso es lo que me temo —le dije—. Que te habrá estado tratando demasiado como un hombre.

—La señora es mi amiga —insistió Toro—. La señora, y usted y George, son mis únicos amigos.

«Y ninguno de ellos puede hacerte ningún favor», pensé. «Tu único amigo será el hombre que te devuelva al negocio de barriles de vino, en Santa María, antes de que sea demasiado tarde».