Capítulo quince

No me molesté en regresar a los vestuarios. Partí en ronda solitaria, dirigiéndome a una plazuela tranquila con intención de ofrecerme una copa, que buena falta de estaba haciendo. Pero el primer bar que encontré era poco acogedor; el siguiente me pareció demasiado concurrido; el tercero, demasiado desanimado; y así hasta que me di cuenta de que había llegado al final de la corta calle que conducía directamente al desierto.

Era una noche apacible, con millones de estrellas en el firmamento. La tranquilidad me llevó más allá de la insensatez ruidosa del parloteo, lejos de los bares y de los corrillos. Tenía que pensar. Hacía mucho tiempo que no pensaba. Durante los combates no meditaba en absoluto; pasaban por mi mente ideas brillantes, destellos fugaces, ardientes y vivaces, sí; pero inestables como centellas. De niño acostumbraba criar tortugas. Un día saqué una de ellas de su caparazón, y encogió instantáneamente las patas y la cabeza, como una piltrafa, quedándose helada, apelotonada, muerta. Unos momentos antes era un ser vivo que se escabullía y palpitaba. Volví a meterla dentro de otra concha, y sacó de nuevo la cabeza; sus patas arremetieron de nuevo, y siguió en condiciones de deambular de aquí para allá. Desde luego, no tenía la menor idea de adónde diablos podía dirigirse, pero se movía con frenético y apresurado ardor, sin rumbo ni finalidad, exactamente del mismo modo como yo me encontraba mezclado en el boxeo y continuaba en él. Por alguna razón que yo era incapaz de comprender, en ciertos momentos había algo en mí que protestaba, y automáticamente mi cerebro hubiera querido brillar, mis piernas hubieran deseado empezar a andar, y a mí me hubiera gustado liberarme de aquel estado febril, de aquel torbellino sin finalidad determinada en el que estaba debatiéndome sin rumbo fijo, como en una rueda sin fin dentro de mi pequeño caparazón.

Me llevé la mano a la boca. Por un momento me pregunté a mí mismo por qué lo hacía, pero luego me acordé de Jefe Tormentoso. No tenía espinos ensartados en mis encías, pero me estaban atormentando las agujetas aceradas del propio reproche, en un gran esfuerzo para apoyarme en lo que aún me quedaba de mi propia estimación. Los acontecimientos de aquella tarde pasaban de nuevo ante mí con toda la crudeza de un melodrama. Nick, Vince, Danny, Doc; y Toro, aquella figura monstruosa a cuya creación había yo contribuido. Debía tratar de alejarlos a todos de mí. Tenía que librarme del tomento de aquella especie de ratonera. ¿Cómo había descrito Beth mi tarea? Interesante a los treinta, un camino para andar a ciegas a los cuarenta, y un último refugio para un sablista a los cincuenta.

Las palabras de Beth eran como sentencias. Beth y su condenada conciencia me perseguía por todas partes, incluso en mi camino hacia el desierto. ¿Por qué deseaba yo saber la opinión de Beth? ¿Habíamos sido tal vez «creados el uno para el otro» como se dice en las pantallas cuando se trata de parejas de enamorados? ¿Había deseado yo realmente alguna vez casarme con Beth?

Ahora me hubiese gustado oír de nuevo su voz. Creo que incluso echaba de menos la viva impaciencia con que ella me demostraba su desagrado.

Regresé contemplando los anuncios luminosos de neón, hasta llegar a un pequeño establecimiento denominado «Jerry Joynt». Había un teléfono en la trastienda. Le di a la empleada el número de Beth. Todas las líneas estaban ocupadas; tenía que esperar unos minutos, me dijo. Me fui al bar para esperar. Todos los parroquianos estaban o malhumoradamente silenciosos o desagradablemente locuaces.

Un individuo que llevaba botas de vaquero estaba apoyado en la barra explicándole un combate al mozo. «Los mejores combates que yo haya visto nunca —estaba diciendo—. Los más enconados que pude ver. Nunca verás cosa igual, Mike».

Cerca de mí estaba un hombre andrajoso de menuda talla, ebrio, explicando de modo confidencial sus dificultades domésticas a un conductor de camión que llevaba las insignias de la Unión en su gorra y que le escuchaba sin mucha atención.

Eché un vistazo a cada uno de los parroquianos, y de nuevo intenté volver a mis propios pensamientos. ¡Vaya lugar más adecuado para una sesión!, pensé. El mundo de Gorky con aspecto de Las Vegas. Beth hubiera aprobado esta oculta comparación.

El teléfono sonaba. Corrí para contestar la llamada. «Oiga. ¿Desea usted hablar con New York? Las líneas están todavía ocupadas. ¿Desea que volvamos a llamarle dentro de veinte minutos?».

Otros veinte minutos, otro trago, otra triste confidencia de aquel mamarracho que no deseaba volver a casa con su mujer. No sé por qué bebía. La bebida hace que algunos hombres se expliquen con galantería; en cambio, induce a otros a decir alocadas mentiras. La bebida entorpece mi ritmo, haciéndolo más lento, deprime mis nervios, pero me libera de los temores que bullen en mi interior. Envidié a Toro, que estaría durmiendo en el hotel en la más tranquila ignorancia. Molina, el hombre Montaña, el Super-Pituitario de los Andes, que vuelve a quedarse dormido cuando se le despierta por la mañana. Mientras pensaba en Toro, me vino a la memoria, por aquella peculiar asociación de ideas que nos lleva de una cosa a otra, el nombre de John Milton, autor de «Samson Agonistes», y la figura del gigante en manos de sus enemigos, encadenado para diversión de los filisteos.

El timbre sonaba con insistencia en la cabina telefónica. Por fin vi cómo descolgaban el receptor. Sí, sí, yo era el señor Lewis. ¿Podría conseguir ahora la comunicación que había pedido?

Con la puerta cerrada, apenas podía respirar en la cabina. El encierro me daba mareo. Sentía vértigo, como si las paredes giraran a mi alrededor.

—Oye, querida…

—Dime, Eddie. ¿Qué te ha pasado?

—Ya sé, ya sé. Debí haberte escrito… Pero ha sido una temporada… Empecé a escribirte una carta muy larga en…

No necesitaba de la televisión para ver a Beth moviendo la cabeza medio divertida, medio resignada.

—Eddie; algunas veces creo que lo que tú necesitas es tener más carácter.

—¿Cómo van las cosas, Beth? Tú también podías haberme escrito, ¿sabes?

—Las cosas están sumamente tranquilas, Eddie. No ha pasado nada de particular. He estado trabajando y retirándome pronto a casa. He leído mucho.

—Pero no estabas en casa leyendo, cuando te llamé el sábado pasado a las dos…

—Oh, había salido a pasar el fin de semana fuera. He salido mucho con Martha.

Martha era una antigua compañera de cuarto de Beth, que había hecho tentativas como dibujante de modelos. Martha no ocultaba lo que pensaba de mí. Y yo sabía que no era muy favorable para mi causa el que Beth saliera a menudo fuera con Martha.

—Por fin, Martha ha decidido abandonar su trabajo y casarse. Su novio es un muchacho de Brooklin extraordinariamente agradable. Deberías conocerle. Lo que desea Martha ahora es estabilizar su situación y crear una familia.

—¿Por qué demonios no me hablas más que de Martha? ¿Y de nosotros, qué, pequeña? Tanto tiempo separados… y todavía no hemos empezado a hablar de nosotros…

—¿Hay algo nuevo que haga referencia a ti o a mí, Eddie?

—El caso es que te he echado mucho de menos, ¿sabes? Pero tienes razón, me figuro que no hay muchas cosas nuevas que contar.

—Yo también te he echado de menos, Eddie. Te lo aseguro. Y sin embargo, hubiera deseado que así no fuera. Creo que es una especie de debilidad por parte mía… desear algo más…

—Escúchame, Beth. ¿Cuál es el problema? Los dos nos entendemos bien. ¿Por qué no cedes y lo admites así?

—Me estás hablando de un modo terriblemente sensato. ¿Estás muy sereno esta noche, Eddie?

—Estoy más tranquilo, pequeña. He estado pensando mucho. El último combate de Toro ha estado a punto de hartarme. Casi he estado a punto de decirle a Nick que trate de buscarse a otro para sustituirme.

—¿A punto de terminar con él, Eddie? ¿Es que nunca vas a estar más que «a punto de hacer las cosas», sin hacerlas de una vez?

—Claro que sí. Estoy decidido, pero ya sabes cómo es Nick. Es imposible abandonarle sin más ni más. Antes hay que persuadirle.

—Pero desde que te conozco has estado tratando de hacer lo que intentas hacer…

—Por favor, espera un poco más, Beth. Te voy a demostrar lo que intento. Estaré de regreso dentro de pocos meses. Te pido que me esperes, Beth.

—Querrás decir que espere a Nick. ¡Oh! Eddie, continúa tras él. Hazlo; siempre resultará más fácil. Créeme.

—Lo haré. Pero es necesario que examine mi futuro. Tú, tal vez no lo entiendas. Necesito obtener dinero, y trataré de lograrlo. Luego…

—Muy bien, Eddie. Ahorra todo lo que puedas. Continua así.

—¡Por Dios bendito, Beth! ¿Qué otra cosa puedo hacer? Ten paciencia, espérame, y luego ya verás.

—No sé qué otra cosa puedes hacer. Te lo digo honradamente. Y cuando hayas economizado lo bastante, ya me lo harás saber. Adiós, Eddie.

Colgó el aparato antes de que pudiera contestarle «adiós». Empujé la puerta plegable de la cabina, y volví al alboroto del «Jerry’s Joynt». Me encaminé al mostrador, para pedir otra copa. Tal vez no debí haber llamado a Beth. Tal vez hubiese sido preferible ir a ver a Nick, abandonar mi tanto por ciento y volver al Este. Bien; después de todo, había unas cuantas cosas que quería soltarle a Nick, para desahogarme antes de escapar.

La fiesta de Nick tenía todo el aspecto de una producción dirigida por Cecil De Mille en la que demostrara cómo se divierten y viven algunos modernos ladrones. A mi regreso de la solitaria intentona de pítima, tuve la ocasión de contemplar a unas cuantas mujeres de las llamadas Afroditas, en las que todo es artificio, cejas de lápiz, ojos sombreados, lápiz de labios, pelo teñido y perfume. Entre ellas, indiferente y majestuosa como una dama, estaba Ruby, que llevaba puesto un vestido de noche de tul y una peineta española de concha en el pelo. Sus ojos tenían un brillo extraño, y al andar se movía con estudiada parsimonia y estabilidad.

—Caramba, ya era hora de que te dejases ver, Eddie —me dijo; y al mismo tiempo me besó la mejilla con aparente cariño—. Vente conmigo y te serviré algo de beber.

Cuando veía a Ruby y luego la oía hablar, nunca dejaba de sorprenderme. Tenía la apariencia de una corista de revista teatral que se pasea por el escenario ante los ojos admirados del público, junto a una primera figura, pero para la cual el autor ha considerado vano escribir unas líneas.

—Todos estábamos deseando que nos trajeran a Toro —dijo Ruby.

Toro es un chico provinciano —le dije—. Necesita descanso. Estas aglomeraciones no le proporcionan ningún placer, ni ningún bien, Ruby. Ya está bastante azarado tal como está.

Me miró como si estuviera interesada en lo que le decía, pero no pude comprender si se fijaba en lo que le decía. Ruby podía mirarle a uno fijamente con sus agrandadas pupilas oscuras, en las que parecía existir una profunda inteligencia, sin que fuera nada más que una máscara premeditada de aparente comprensión.

—Es un muchacho tan agradable —dijo ella—. Se toma las cosas religiosas con mucha seriedad. Me encanta salir con él los domingos. Realmente se puede aprender muchas cosas con gente sencilla pero creyente como él.

—Sí, sí —dije, alcanzando mi vaso—. Supongo que así sucede. ¿Dónde está Nick, Ruby? Tengo que decirle una cosa.

—Por allá —dijo ella, haciéndome una indicación con la cabeza—. Con aquella chica gordezuela, en aquel rincón.

Nick también tenía, como yo, un vaso en la mano, pero debía de haber estado con él así toda la noche. Nick era muy listo y muy metódico; se dominaba muy bien para permitir que una dosis excesiva de bebida alterara su compostura. Nick bebía cuando necesitaba de un trago para ayudar a que otro se sintiera a su gusto. Así en las cortas y desocupadas horas de la mañana se las arreglaba para permanecer excepcionalmente vivaracho, sereno y alerta. Su traje confeccionado a medida, de buen paño, le sentaba casi demasiado bien, y su delgada y recién afeitada cara oscura, parecía aún más enjuta que nunca, en contraste con la de sus invitados, torpes, de expresión indecisa.

—Hola, Shakespeare —me dijo, contento de yerme.

—Nick; necesito hablar contigo.

—También yo pequeño —dijo él—. Salgamos a la terraza.

De pie en la terraza, con las piernas abiertas, lanzó a la noche unas bocanadas de humo.

—Quisiera que esta gente empezara a irse de aquí —dijo.

Me ofreció un cigarro, pero lo rechacé. Había estado fumando cigarros de Nick durante años y lanzando anillas de humo para deletrear Nick Latka, o Toro Molina, o lo que tuviera en la mente.

—Nick, yo… —intenté empezar a decir.

—Ya sé lo que me vas a decir —me interrumpió Nick—. Y antes que a ti ya se me había ocurrido. Piensas que debemos preparar una jira. Bueno, pero no vas a conseguir ninguna pelea sin mi intervención. El público cree que ese holgazán es un gran luchador. Has estado alejado del Este tanto tiempo, que no estás al corriente de lo que ha ocurrido aquí. Charley Spitz, de Cleveland, dice que llegaría hasta los cinco mil por Toro. En Chicago podemos llegar hasta quince mil de garantía contra el cuarenta por ciento sobre la recaudación, por enfrentarnos con Red Donovan. El manager de Red, Frank Conti, me debe un favor. Luego, después de una victoria sobre Donovan, el cual está derrotando a varios muchachos novatos, Tío Mike estará preparado para llevarnos al Garden. Quinn tuvo una entrevista con Mike, y ya han hablado de enfrentar a Toro con Lennert dos meses después del encuentro Lennert-Stein, del jueves por la noche.

—Pero tú deberías tratar de que ambos… —le dije—. No es un mal negocio permitir que uno elimine al otro, cuando…

—Todavía soy yo quien manda —dijo Nick—. No olvides que aún no puedo hacer nada de carácter oficial con Toro. Todavía tengo a Vince y a Danny frente a frente, a mi cargo. Por eso, después de que Toro alcance un triunfo sobre Lennert y Gus se haya retirado (desea hacerlo a toda costa), tú anunciarás que Quinn y yo hemos adquirido a Toro por contrata. ¿Podrías imaginar algo más sencillo?

—Pero Gus ha estado siempre en buena forma, e incluso superándose —dije yo—. Gus no se ha vendido nunca a nadie. ¿Qué te hace pensar que puedas conseguir que Gus…?

—Ya estuve examinando todo lo referente a Gus, precisamente antes de irme —dijo Nick—. Gus cumplirá el mes próximo los treinta y tres. Ha estado quince años en el ring. Ya no piensa en su carrera. Lo que ahora desea realmente es un par de encuentros que le proporcionen dinero para situarse el resto de su vida, haciendo alguna buena inversión, un par de trabajos al año para que sus descendientes lo puedan pasar bien. Vamos a basarnos en sus aspiraciones financieras para darle satisfacción; y a la señora Lennert también. Parece estar resentida conmigo porque le hablo a él de volver al boxeo. Ella desearía que siguiera en su puesto de bocadillos, o vendiendo cacahuetes. Bien, pues le demostramos a ella cómo podría Gus ganarse un centenar de miles de dólares en un par de encuentros. Contra Stein en el parque de bolos. Eso dará un centenar, a dividir entre nosotros y Jimmy. He decidido, a causa de que Gus está agobiado, que le cederemos las dos terceras partes sin deducciones. Eso resulta, más o menos, sesenta y cinco mil para empezar. Luego, con Toro, en el Garden, llegaremos a los ciento cincuenta mil, y será cosa fácil.

Un par de veces intenté atajar su avasalladora explicación de sumas y porcentajes, para lanzarle el bonito discurso que había estado preparando después de mi conversación con Beth. Pero hubiera sido como querer luchar con un campeón que se hubiera lanzado sobre uno, aplastándole agobiándole, sin darle nunca la menor oportunidad. No había forma. Nick, como una máquina calculadora, siguió computando cada encuentro en dólares y centavos.

—De este modo, sesenta y cinco, y treinta y seis, constituirían un centenar de miles del ala para Gus. La ganancia de Gus hace que Toro se convierta en un buen oponente para Buddy Stein, y entonces es cuando nos encontramos en un campo de hierba de buen trillar, con un millón de dólares en juego, si sabemos lograr un juego astuto. Por lo tanto, Eddie, deseo que sepas que me doy cuenta de lo que quieres decirme que representa este negocio. Claro está que la tajada de un millón no resulta ninguna bicoca. Pero mientras tanto voy a ofrecerte un cinco por ciento a la semana, y lo aumentaremos a doscientos inmediatamente después de la pelea con Lennert.

Seiscientos al mes. Era un notable aumento que mejoraba mi situación. Toro podría proporcionar alrededor de los 250 000 dólares, lo que vendría a dejarme 12 500, más los 7500 básicos. ¡En total, 20 000! ¿Cuántos hay en América que venderían su alma por cuatrocientos dólares semanales? Incluso Beth consideraría cuerdo aceptar. Y ello no significaba que yo volviera a comprometerme con Nick para el resto de mi vida. Todo lo más, otro par de años, y ya dispondría yo de los necesarios billetitos verdes que dan facilidades para el logro de todos los fines. Mis planes no habían sido alterados; mi integridad continuaba intacta; lo que sucedía era que mis mejoras venían paulatina y lentamente, en vez de llegar de golpe, como a Gus Lennert, que fingiría recibir una tremenda paliza de manos de Stein, por sesenta y cinco mil, pasaría por el peligro de enfrentarse con Toro por treinta y seis mil y luego a vivir libre mente para el resto de sus días en una granja como un hacendado.

Yo estaba razonando como un lunático, allí en los arrabales de la ciudad, cuando decidía librarme de Nick.

Esto no era desligarse. Esto era ciertamente un juego hábil.