Capítulo catorce

En Oakland nos deshicimos en cuatro asaltos de un tipo llamado Oscar Kalb; y en Reno, un muchacho que figuraba en los carteles como Tuffy Parrysh cayó al recibir una bofetada en el estómago, lo cual sirvió para agregar cinco mil dólares más a los ingresos de la sociedad. Cuando llegamos a Las Vegas con «el nuevo terror de los pesos pesados, el Gigante de los Andes, que va en busca de su quinta victoria por fuera de combate», en el Este empezaban a morder el anzuelo, y las agencias de Prensa pidieron reseñas de la pelea concertada con Jefe Tormentoso.

La tarde siguiente al día de nuestra llegada, estaba yo bebiendo un whisky e inclinado sobre una máquina de escribir, caliente de tantas estupideces como llevaba escritas sobre el primer campeón de pesos pesados del mundo de raza latina, cuando entró Miniff haciendo más aspavientos que nunca.

Era un día caluroso, a pesar de lo cual no se había quitado el sombrero, y el calor del sol más su propio fuego interno, hacían que su cara pequeña y enfermiza estuviera brillante de sudor. Miniff comenzó a recitar sus lamentaciones.

—No es de extrañar que me duela el estómago. La culpa la tienen esos sinvergüenzas, esos gandules sinvergüenzas. Quisiera tener bastante dinero para mandarlos a la porra.

—¿Qué te ocurre, Harry? —le dije—. Sosiégate —le señalé la botella—. Sírvete un trago.

—¿Que beba esto? —Se echó a atrás, horrorizado—. ¡Como si no tuviera bastantes preocupaciones! ¡Creo que tengo úlceras en las úlceras! Pero la peor de todas es ese maldito Jefe Tormentoso. Ese sinvergüenza desagradecido. Después de todo lo que habíamos convenido y de la oportunidad que le daba de ganarse unos dólares, ahora me sale con que todos sus parientes de la reserva india irán a ver el combate. Dice que se avergonzaría si le vieran dejarse pegar por un saco de manteca como es Molina. Dice que no quiere hacerlo por ningún precio; que también tiene su orgullo.

—Que se vayan a paseo él y su orgullo —dijo Vince—. ¿Es que no hay otro peso pesado en Las Vegas?

—¡Pero si la pelea ha de celebrarse pasado mañana por la noche! —dije yo—. Hemos hecho ya toda la publicidad. Tenemos siete mil quinientos dólares de taquilla. Y si ese tipo tan sensible no guarda su palabra como un caballero, nos veremos en una situación difícil.

No había nada que hacer, más que esperar la llegada de Nick, que estaba anunciada para aquel mismo día. Tan pronto como Nick llegó, corrimos a depositar en sus manos nuestras preocupaciones. Cuando entramos, la manicura le estaba dando los últimos toques a las uñas.

—De manera que no habéis sido capaces de poneros de acuerdo con un boxeador de pacotilla —dijo Nick—. ¿Qué haríais si no contarías conmigo? —Se dio una mirada a las uñas que acababan de pulirle—. Decidle a Miniff que me mande a ese muchacho.

Fuimos al local donde Toro y el Jefe debían hacer el pasaje. Vince le dijo unas palabras al oído a Miniff, quien se las transmitió en voz baja al «piel roja». Miniff nos dijo luego que al principio el Jefe Tormentoso no quiso saber nada de ello, pero Miniff le hizo ver que Latka era una persona muy importante y le indicó que pudiera estar interesado en adquirir el contrato del Jefe para llevarlo al Este y hacerlo boxear en el Garden. La esperanza es la madre de los imbéciles, y el estúpido se dejó convencer.

Me pregunté qué podría decirle Nick al indio. El indio no era gran cosa; se dejaba pegar sin dificultad, y era tan flojo de músculos como Toro; pero era peleador y coordinaba bien, tenía buenos reflejos y me atemorizaba pensar lo que podría hacer con Toro si rehusaba ponerse de acuerdo con nosotros.

Cerca de media hora duró la entrevista entre Nick y el indio. Cuando este salió, Miniff se lo llevó al lavabo de caballeros del bar, para sonsacarle.

—Bueno, cuéntame, ¿qué te ha dicho? —le preguntó Miniff.

—Me ha dicho que no le contara nada a nadie —contestó el indio.

—Pero ¿te has puesto de acuerdo con Nick?

—Es un tipo muy listo —fue lo único que quiso decir el indio.

Media hora antes de la pelea yo estaba tan a oscuras como la gente que había pasado por taquilla. Cuando Benny Mannix llegó al vestuario para cumplir con la rutina de estar presente durante el vendaje de las manos de Toro, le pregunté si sabía cómo iría la cosa.

Benny movió la cabeza agitado y nervioso.

—Es algo que jamás había visto. ¿Imagináis lo que ese tipo se propone? ¡Me ha dicho que le busque alambre espinoso y unos alicates! Al principio pensé que el tipo tenía goteras en el tejado, y traté de llevarle la corriente. Se dio cuenta y me atajó. «Está bien —me dijo—, está bien; después del combate le diré a Nick que no has querido hacer lo que te he pedido». «¿Quieres decir que la idea es de Nick?» —le pregunté—. «¿Es que hay alguien más aquí que tenga ideas?», me replicó Tormentoso. De modo que cerré el pico para que no me entraran más moscas, y me fui a buscar el alambre y los alicates.

—Espera un momento, Benny —le dije—. Deja que te huela el aliento.

—Que me caiga muerto aquí mismo si no sucedió como te lo he contado —replicó Benny, ofendido de que dudara de su veracidad—. Cuando estuvimos solos me dijo: «Corta un trocito de alambre».

»—¿De qué medida? —le pregunté.

»—Lo bastante pequeño para que me quepa en la boca —me dijo.

»—¿Qué diablos te propones? —le pregunté.

»—¿Tienes un protector de goma? —me dijo.

»—¿Un protector? —dije yo—. Claro que sí, pero…

»—Está bien; ahora mete el alambre en el protector —me dijo—. Ahí. Ahora guárdatelo en el bolsillo, y cuando me lo pongas en la boca, asegúrate que la parte donde está el alambre se apoye en las encías.

—¡Canastos! —exclamé.

—He visto montones de trucos por esos rings, pero te aseguro que este no lo conocía —dijo Benny.

De modo que así estaban las cosas cuando el combate empezó. La primera vez que Toro hizo llegar su izquierda a la cara del «piel roja», las puntas del alambre empezaron a surtir efecto, y la sangre comenzó a brotar por una comisura de la boca. Pero no era nada de particular. Continuó la lucha protegiéndose la boca o simulando hacerlo con la derecha, mientras con la izquierda pegaba a Toro, obligándole a retroceder. Sus paisanos, los «piel rojas», se pusieron de pie y gritaron entusiasmados. Parecía que el indio iba a ganar el combate. Una vez más se producía el frenesí de la multitud que ve al gigante castigado y humillado. Hombres que eran tiernos con sus madres y amaban a sus hijos, animaban con sus gritos al indio para que destrozara al ser monstruoso y azorado que retrocedía ante él. Pero cada vez que Toro hacía llegar su guante izquierdo a la cara del indio, un chorro de sangre manaba de ella. Cuando terminó el primer asalto, parecía haber parado un camión con la cara.

Miniff y Benny hicieron lo que pudieron para cortar la hemorragia en el intervalo. El indio salió de su esquina lanzando un derechazo que arrancó un gemido a Toro, pero en el cuerpo a cuerpo que siguió, Toro llevó la mano a la cara de su adversario y la boca del indio se convirtió en un amasijo sangriento. Los guantes de Toro estaban empapados de sangre, y cada vez que llegaban a la cara del indio dejaban una repugnante mancha roja. El indio continuaba luchando, pero la sangre que seguía manando de su boca empezaba a molestarle. Antes de llegar a la mitad del asalto, la boca del indio y los guantes de Toro estaban tan empapados, que cuando chocaban hacían un ruido repugnante que mareaba.

«¡Que pare el combate, que pare el combate!», empezaron a gritar algunos de las primeras filas del ring. Las mujeres ocultaban sus caras detrás de los programas. El indio salió de su rincón al empezar el tercer asalto mostrando mucho coraje, pero su cara era una máscara sangrienta. Falló un swing, que sólo sirvió para salpicar de sangre la camisa del árbitro y a algunos que estaban junto al ring. Toro dio un paso atrás y miró al árbitro, preguntándole qué debía hacer. No tenía estómago para una cosa así. Cada vez eran más los que pedían que se interrumpiera el combate. El indio, dándose cuenta que el árbitro se dirigía hacia él, movió la cabeza e insistió en su ataque. Pero el árbitro le cogió del brazo y le llevó con simulada protesta hacia su esquina. El combate había terminado. El Gigante de los Andes acababa de obtener su sexta victoria consecutiva por fuera de combate, esta vez técnico[18].

Toro se santiguó, como hacía siempre antes y después de cada pelea. Luego cruzó el ring para ver cómo estaba el «piel roja». Este, cuya boca continuaba sangrando profusamente, se puso de pie para abrazar a Toro. Ese gesto gustó a la multitud que, ansiosa de sangre unos momentos antes, ahora se sentía sentimental. Toro fue despedido con aplausos. Pero los aplausos fueron ensordecedores cuando el indio saltó del ring con la boca cubierta con un algodón empapado de sangre. Aparentemente insensible del dolor, el indio acogía con una sonrisa los aplausos del público. Sus paisanos, entusiasmados, lo aclamaban con orgullo, y no era menor el suyo al saludarles agitando los brazos.

Nick me miró y me guiñó un ojo.

—Buena pelea —dijo.

Realmente había convencido a todo el mundo. Me pregunté qué clase de sadismo había sido capaz de hacerle concebir a Nick semejante truco. Desde luego, no era sadismo, no era más que una idea comercial. En Nick no había afán de sangre; sólo había afán de dinero.

Me apresuré a asegurarme de que hubiera a mano un par de reporteros gráficos para tomar fotografías del momento en que metían al «piel roja» en una ambulancia. Era una publicidad que nos llovía del cielo. Era una clase de publicidad que uno no puede ni comprarla ni soñarla. Un numeroso corro de papanatas rodeaban a Jefe Tormentoso, le aplaudían y le vitoreaban. El indio se tambaleaba y estaba pálido. Después de haber tragado tanta sangre, por fuerza tenía que sentirse enfermo. A su manera estúpida e innecesariamente brutal, con su propio martirio había conseguido una victoria. Pero el indio había dado su sangre para una causa que ni Nick, ni Miniff, ni Vince podrían jamás comprender.