Capítulo doce

El día antes del combate fui a buscar a Nick, a Ruby y a Killer. Fuimos al Hotel Beverly Hills, en donde Nick había reservado un departamento, y comimos.

—He estado prometiendo a Ruby este viaje a California durante años, ¿no es verdad, querida? —dijo Nick—. No te defraudo nunca, ¿verdad?

—No, cariño.

Llevaba un nuevo peinado, un poco caprichoso para llevarlo de día; Ruby era una de esas mujeres cuyo ambiente predilecto es la noche, y nunca parecía tan hermosa a la luz del día.

—Realmente, esta es nuestra segunda luna de miel —dijo Nick esponjándose—. Siempre te dije que disfrutaríamos una segunda luna de miel en la soleada California, ¿no es verdad, Ruby?

—Creo que la pasamos ya en Miami, el invierno anterior —dijo Ruby.

—Bah, no fue nada —respondió Nick—. Aquello sólo fue para preparar esta segunda luna de miel. —Se inclinó y besó a Ruby sin mucha delicadeza. Ella no se apartó, pero por un momento pensó que no estaba bien que la besara en público.

Killer —dijo Nick—, ve a nuestro departamento y tráenos cigarros.

Killer, con su baja estatura que hacía resaltar aún más la camisa hawaiana de fantásticos colores que llevaba, obedeció.

—Debiste traer a Toro a comer —dijo Ruby—. ¿Qué tal está con su ropa nueva?

—¿No lo has leído en los periódicos? —le pregunté.

—Lo has hecho muy bien, Eddie, pero que muy bien —dijo Nick—. El suplemento gráfico del domingo con la fotografía de Toro a toda página, al lado de aquel dios griego, fue estupenda. Sé lo que me llevo entre manos, ¿no es cierto, amigo? Ese muchacho es dinero en el Banco.

Killer regresó con los cigarros. Estaban metidos en tubos de aluminio.

Nick abrió el suyo con mucho cuidado. Killer le encendió la cerilla.

—Nuevos cigarros —dijo Nick—. Especialmente hechos para mí en la Habana. Me cuestan un dólar y cuarto cada uno. Adelante, Eddie, coge los que quieras.

—Querido, ¿no sabes que no es correcto decir a la gente lo que nos cuestan las cosas? —dijo Ruby.

—Oídla —dijo Nick, reclinándose, cruzando las piernas y sosteniendo el cigarro como si fuera un cetro—. ¿Habéis visto alguna vez a una muchacha de la Décima Avenida tan elegante?

—¡Nicholas! —dijo ella.

Se caló las gafas de sol con un ademán de fastidio y se dispuso a leer el libro que había traído. «Los tres amores de Nancy», se titulaba; y en la cubierta se podía ver a Nancy, una joven de abultados senos, pelirroja, que ayudó a nuestro país a ganar su independencia, desviando la atención de Cornwallis de una clase de conquista a otra.

Tres atractivas muchachas, de cuerpos esbeltos y bien formados, con trajes de baño muy ligeros, pasaron por delante de nosotros en dirección a la piscina, junto a la cual se tumbaron al sol.

—¡Caray! —exclamó Killer—. ¡Cuánto me gustaría cuidar de ellas!

—¿Cuántas veces he de decirte que no hables mal delante de Ruby? —dijo Nick.

—Perdóname, Ruby —dijo Killer.

—Nunca aprenderás a hablar bien delante de una dama —respondió Ruby con complacencia.

Killer la miró sonriendo.

—Nate Starr dice que con el próximo combate espera llenar su sala de baile. Aun cuando sea Coombs quien pelee —dijo Nick—. Esto demuestra lo que puede conseguir la publicidad, ¿no te parece, muchacho?

—Me pregunto qué sucederá después de que hayan visto boxear a Toro —repliqué.

—Irán otra vez, y les gustará —aseguró Nick.

—¿Qué sucederá si se dan cuenta de lo que nos llevamos entre manos? —dije.

—Que te despediré —replicó Nick alegremente.

La noche del combate fuimos al restaurante de Chasen, donde toda la gente importante de Hollywood suele ir cuando quiere comer bien, beber y exhibirse. Allí estaban Nick y Ruby, Killer y una corista de cara almibarada, de esas que parecen hechas en serie. Llegamos al estadio a tiempo para ver al viejo George disputar el combate semifinal. Peleaba con un boxeador del club, Red Nagle, señalado por las cicatrices de cien peleas, que subió al ring con un descolorido albornoz en cuya espalda llevaba bordado el Guante de Oro y la inscripción «1931», año en que ganó este torneo. George saltó por entre las cuerdas, se frotó las suelas con resma y se sentó en su rincón dispuesto para la pelea, ni eufórico ni temeroso.

Al sonar la campana, el boxeador blanco abandonó su rincón con un ímpetu que provocó un griterío de entusiasmo entre el público. Red era un boxeador al que se le ofrecían frecuentes peleas porque, más que de defenderse, se preocupaba de pegar. Pero George, calmosamente, esquivó la embestida y colocó un golpe de izquierda muy preciso en el ojo de Red. Este era de los que pegan dos golpes esperando que llegue uno a destino, mientras que George se limitaba a boxear a la contra, disparando su puño sólo cuando tenía la certeza de llegar a un punto flaco del adversario. De ese modo, George iba acumulando puntos.

Pero para el público algo alejado del ring podía parecer que Red estaba machacando a George, pues los gritos con que los del «gallinero» subrayaban cada uno de los papirotazos inofensivos de Red, estremecían el ambiente.

Sentado a mi lado estaba un individuo de anchas espaldas, cabeza grandota y boca muy ancha.

—¡Vamos, Red, manda de un cachetazo a este saltamontes a su barrio! —gritaba. Se revolvió nervioso en su asiento al compás de los golpes de Red. Cada vez que le parecía que un golpe de Red llegaba a destino, se estremecía de risa.

George sólo peleaba a ratos, en actitud casi aburrida, pero no desperdiciaba ningún puñetazo y terminaba cada asalto con veinte o treinta segundos de enérgica acometida para atraer la atención del árbitro. En el quinto asalto, George conectó un derechazo en la cara de su adversario, y Red cayó sobre la lona, manándole sangre del ojo izquierdo. Pero se levantó en seguida, sin darle tiempo al árbitro para que contara, quitándose la sangre con el revés del guante y acorralando furiosamente a George contra las cuerdas, donde lo vapuleó con ambas manos, no consiguiendo con ello más que fatigarse hasta el agotamiento, pues George paraba todos los golpes con los brazos y los hombros. Pero a los fanáticos les gustaba eso. Se habían puesto de pie y aplaudían a rabiar, animándole con sus gritos: «¡Hala, muchacho! ¡Ya es tuyo! ¡Déjalo fuera de combate! ¡Mata a ese negro!». Una de esas chicas que salen en las películas musicales, todavía con su maquillaje del estudio, con gafas de sol estilizadas y un ancho sombrero de paja negro que era el tormento de los espectadores de tres filas detrás de la suya, alzó la voz en un chillido que se distinguía claramente entre el griterío general: «¡Mátalo! ¡Mátalo, Red! ¡Mátalo!». Y el individuo que estaba a mi lado gritó con su voz de cascajo: «¡En el estómago, Red! ¡A esos limpiabotas no les gusta que les aticen ahí!».

Moviéndose con prudencia en los cuerpos a cuerpo, y desplazándose hábilmente por el ring de modo que pudiera ver el gran reloj que había en el estadio y saber los segundos que faltaban para terminar cada asalto, George estaba librando una pelea poco espectacular, pero efectiva. El muchacho blanco continuaba arremetiendo, forzando la pelea, débil de cerebro, pero fuerte de corazón. Era uno de esos boxeadores que para demostrar cuán valerosos son, se ponen en pie en seguida cuando los derriban, sin aprovechar el respiro y el descanso que les procura la cuenta del árbitro. Era de la clase de boxeadores que entusiasman al público; pero que cuando un año después los ven en la puerta del estadio vendiendo cacahuetes o periódicos, no hay nadie que los reconozca.

Cuando sonó la campana al final del último asalto, Red continuó golpeando hasta que el árbitro le sujetó los brazos, pero George dejó caer los brazos automáticamente, y se volvió hacia su esquina para esperar la decisión. En mi cuenta, George había ganado cuatro de los asaltos; pero el árbitro decidió que había sido combate nulo. Con el ojo izquierdo nublado por la sangre, Red echó sus brazos al cuello de George en un amplio ademán amistoso y deportivo, y saludó satisfecho a la multitud. Le aplaudieron a rabiar cuando bajó del ring. La mayor parte del público creía que había ganado. Algunos silbaron a George cuando se deslizó por entre las cuerdas.

—Buena pelea, George —le dije cuando pasó cerca de mí por el pasillo; y él se volvió, dirigiéndome una sonrisa.

Los silbidos y los aplausos, la gloria y los insultos, todo ello formaba parte de una noche de trabajo para George. Dentro de cinco minutos estaría bajo la ducha, canturreando una canción, y una hora más tarde se hallaría en la Central Avenue, entre los de su misma raza, comiendo pollo y patatas fritas, y riéndose sosegadamente de la pelea: «Si aquel muchacho blanco supiera pelear como el público se imagina, yo no estaría aquí sentado disfrutando de esta comida».

Se habían encendido todas las luces del estadio, y el público estaba de pie, esperando que empezara el combate principal. El tipo que estaba sentado a mi lado se ajustó los pantalones, se subió el cinturón y dijo: «Ese negrote tuvo suerte que le dieran combate nulo».

Ruby saludó con un ademán a una estrella de cine de cabello platinado, que estaba al otro lado del ring, y que había sido compañera suya en sus tiempos de corista.

—Mira a Jerry —le dijo a Nick—. ¿Verdad que está guapísima? Me costó reconocerla con su nuevo peinado.

El humo de los cigarros y cigarrillos hacía densa la atmósfera. En torno al ring estaba los actores de más prestigio, los directores de películas, los magnates de la industria del cine, los agentes teatrales, compositores de canciones de moda, políticos, importantes agentes de seguros; y sus mujeres estilizadas, atractivas. No faltaban los abogados de fama que ayudaban a unos y otros a pelearse entre ellos. Vi a Dave Stempel y a Miki, que estaban sentados junto a una muchacha muy joven de expresión aburrida, heredera de una cuantiosa fortuna, acompañada de su novio del momento.

Cowboy Coombs recorrió el pasillo. Su ancha cara estaba partida en dos por una sonrisa profesional. Miniff corría a su lado con un cigarro colgado de los labios. La Banda de la Legión, que hasta entonces había estado interpretando una versión inarmónica de una popular canción que nunca pierde su espíritu militar, se interrumpió para iniciar los acordes de «El Palacio del Rey de la Montaña». Esta era la canción que se había elegido para que Toro hiciera su aparición. Este era uno de los trucos que formaban parte del espectáculo que habíamos montado.

Toro llevaba una bata de satén con la bandera argentina bordada en la espalda, una puntiaguda montaña en medio de la bandera, a modo de símbolo, y cruzando la bandera estas palabras en letras de oro: EL GIGANTE DE LOS ANDES. Danny y Acosta llevaban camisetas con la palabra MOLINA bordada en la espalda. Los otros dos «segundos», vestidos de manera parecida, eran aproximadamente de la estatura de Acosta, y habían sido elegidos de modo que al lado de su corta talla destacara más la enorme mole de Toro. El efecto que todo ello producía era aún mejor de lo que yo había esperado. Sobrepasando en más de tres palmos a los que le acompañaban, con la tela de satén blanco subrayando la enorme anchura de su torso sobrehumano, parecía que el que se dirigía hacia el ring era un gigante de tiempos prehistóricos. Cuando subió al cuadrilátero, no pasó por entre las cuerdas en la forma acostumbrada, sino que levantó una pierna y luego la otra por encima de la cuerda superior. El público rugió tal como yo esperaba que hiciera. Pero Toro se olvidó de saludar como yo le había indicado. Era la primera vez que aparecía ante un público norteamericano, y parecía estar nervioso y aturullado. Sabía que no había hecho una buena exhibición con George ni satisfecho a Danny, y probablemente tanto él como Acosta se habían tragado toda la sarta de mentiras que habíamos publicado sobre lo formidable que era Cowboy Coombs.

Se apagaron las luces del estadio, se encendieron las del ring, inclinamos las cabezas y la banda tocó el himno nacional, cantando la letra un barítono de acento dramático.

Cuando sonó la campana, Coombs salió de su rincón como una tromba, como si estuviera dispuesto a terminar pronto con Toro y se metió en un feroz cuerpo a cuerpo. Empujándose y dándose zarpazos, empezaron a dar vueltas por el ring. Toda la violencia de Coombs estaba concentrada en su cara, a la que daba una expresión terrible, a la vez que jadeaba violentamente por su aplastada nariz. Toro vagaba por el cuadrilátero, lanzando un gancho de cuando en cuando, sin preocuparse de asentar antes firmemente los pies sobre la lona. El que más energía desplegaba en el ring era Acosta, que se inclinaba hacia delante como si fuera a entrar en el cuadrilátero, y demostraba con sus brazos lo que su púgil debía hacer y no hacía, en una pantomima que era más entretenida que lo que ocurría sobre el ring. Cuando el asalto terminó, saltó al cuadrilátero, se metió por delante de Danny y Doc, arrimó su boca al oído de Toro y gesticuló excitadamente. Vi cómo la cara de Danny empezaba a enrojecerse de ira.

En el segundo asalto los dos boxeadores estuvieron forcejeando durante un minuto, hasta que Toro hizo llegar su guante derecho al pecho de Coombs, y el hombre de Miniff dobló lentamente las rodillas y se tumbó pausadamente sobre la lona. A la cuenta de diez simuló que se esforzaba para levantarse y se dejó caer nuevamente. Toro parecía sorprendido, y ayudó a llevar a Coombs a su rincón. Todo eso formaba parte del teatro, aun cuando Toro no lo supiera. Le había dicho que en caso de que pusiera fuera de combate a su adversario, se consideraba propio de un buen deportista ayudar al hombre derribado a llegar a su esquina.

Hubo algunos silbidos de los aficionados más listos, pero, en general, el público se mostró satisfecho de haber visto un fuera de combate rápido y efectivo. Cuando salía del estadio oí comentarios que demostraban cuán completamente se había tragado el engaño. «¡Qué corpachón!». «¡Es una especie de King Kong!». «¡A ese tipo le puedes dar con un martillo pilón sin que se entere!». «¡Ese último puñetazo debió de doler!».

Pero oí que alguien decía: «¿Qué te ha parecido, Al?». Y la contestación sonó como un trallazo en mis oídos: «Debieran darle un “Oscar” a Coombs por la mejor comedia del año».

Me di vuelta y vi que era Al Leavitt, el inteligente muchacho del News. Seguí mi camino como si no le hubiera visto. ¿Para qué preocuparse por él? No formaba parte de ninguna agencia de noticias importantes.

En el pasadizo, delante de los vestuarios, un gran número de esos que siempre van detrás de los ídolos, esperaban ver salir a Toro. Dentro estaban los periodistas, personajes célebres y la corte de gente que siempre encuentra la manera de colarse en el vestuario del vencedor después de un combate.

En cuanto me vio, Acosta corrió hacia mí y me abrazó. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos y pareció como si estuviera intoxicado, pero en realidad no lo estaba más que por su triunfo personal.

—¡Ha ganado! ¡Ha ganado! —gritaba—. ¿No es verdad que mi Toro es todo cuanto yo decía de él?

Se volvió corriendo y besó a Toro, que estaba acostado sobre la mesa de masaje.

También Toro parecía satisfecho. No hacía más que repetir:

—Le di un golpe y se vino abajo.

Danny estaba a un lado mirando la escena fríamente.

—Vamos, Doc, mételo en la ducha —dijo irritado—. ¿Qué quieres, que se resfríe?

Tenía la cara pálida y sus ojos estaban nublados, como solía ocurrirle cuando había bebido.

Acosta parecía un pequeño remolcador atareado dando vueltas en torno a un enorme transatlántico, mientras le metía en la ducha. «Por favor, dejen paso, por favor», decía, dándose importancia, abriéndose camino entre la gente que se apretujaba en el vestuario. Antes de meterse en la ducha, Toro se detuvo y se volvió hacia Doc.

—Ese hombre al que puse fuera de combate, no le habré hecho demasiado daño, ¿verdad? ¿Se encuentra bien?

Doc le aseguró que Coombs se restablecería pronto. Toro dijo eso como si lo hubiera ensayado. Observé que varios periodistas tomaban nota de aquellas palabras.

—¿Os dais cuenta? —les dije a los periodistas—. Tiene miedo de matar a alguien. No puede quitarse ese temor desde que liquidó a un tipo en la Argentina.

Al Leavitt estaba apoyado junto a la puerta con una sonrisa sardónica en su cara.

—Será un boxeador con tantas cualidades dramáticas como el mismo Coombs —dijo.

—Es usted capaz de desconfiar de su propia madre —le dije.

—Si mi madre se metiese en cosas de boxeo, desde luego —replicó Leavitt.

—Vámonos a tomar unas copas en el bar de Pat Drake —le dije—. Pat da una pequeña fiesta para cuatrocientas o quinientas personas, en su caserón de Bel Air.

Drake había sido chófer de Nick en sus tiempos de contrabandista, y cuando las cosas se le pusieron feas en Nueva York se lanzó a Hollywood, donde empezó trabajando como extra, para terminar haciendo papeles parecidos a los de Humphrey Bogart para un estudio rival del de este.

—Está bien, iré —dijo Leavitt—, pero seguiré pensando lo mismo que ahora pienso.

En la fiesta de Drake no faltaba nada: piscina, luces indirectas, proyectores, mayordomos, camareros, una orquesta de siete instrumentos, celebridades y todos los ingredientes necesarios para hacer de ella una fiesta de acuerdo con las normas de Hollywood. Como de costumbre, Nick había sabido lo que se hacía al elegir Hollywood para la presentación de Toro. La gente de Hollywood estaba lo bastante impregnada de sentimentalismo e idolatría para dejarse arrebatar por Toro Molina. Los astros cuyas caras constituían el culto de una nueva idolatría, se apretujaban en torno de Toro para estrecharle la mano, y las actrices, llamativamente vestidas, cuyas fotografías son una especie de fetiche nacional, se arremolinaban a su alrededor como si fueran cazadoras de autógrafos.

Dave Stempel se me acercó para felicitarme.

—¡Fantástico, Eddie, realmente fantástico! —me dijo—. No parece un ser humano. Parece un martillo pilón.

Toro parecía asombrado e incómodo. Una actriz de rostro inocente, que era conocida por sus papeles de ingenua, le sonreía por encima del borde de su vaso. Ruby se me acercó con un cóctel en la mano, y me dijo:

—Será mejor que lo rescate de todas esas ansiosas. Toro es lo bastante inocentón para ser presa de cualquiera de ellas.

Unos minutos después, Ruby bailaba con él. Nick estaba en un salón jugando a las cartas con Drake y algunos otros. Ruby y Toro hacían una pareja digna de verse. Él llevaba un traje de dril blanco que yo mismo le había elegido. Ruby llevaba un vestido negro muy escotado, uno de esos vestidos tobilleros que las mujeres llaman «de cóctel», con una cruz negra de ónix apoyada en la cuenca de los senos. En torno de la cabeza llevaba un adorno de piel. Sus oscuros ojos estaban entornados, y se dejaba llevar por la cadencia de la música. No estaba tan delgada ni su figura era tan ajustada a la moda como las actrices de cine que hacían profesión de sus atractivos, pero había en su feminidad una madurez y exuberancia que prometían más que los cuerpos de las bellas y estilizadas profesionales.

Me encontré con Danny en el bar, que había sido instalado cerca de la piscina. Estaba esperando que el camarero le llenara el vaso. Tenía las piernas muy separadas para sostenerse firme, y miraba por encima de la muchedumbre con ojos pálidos y cansados.

—Hola, muchacho —me dijo al reconocerme—. ¿Te diviertes? Me estoy emborrachando. ¿Tienes algo que objetar, chico?

—¿Qué te ha parecido, Danny?

Su cara se contrajo en una amarga sonrisa. Me miró a los ojos y me dijo:

—Ya sabes lo que pienso, chico. Es un asco. Creo que es la peor especie de boxeador que he visto en mi vida. Tarde o temprano nos veremos todos delante de la Comisión, y nos van a quitar las licencias.

—No te olvides de que Jimmy Quinn y la Comisión son carne y uña —le dije—. Y Jimmy es la carne. Él es quien la elije.

Danny dejó el vaso sobre la barra.

—Que te diviertas, muchacho.

Entonces se nos acercó Luis Acosta, dispuesto para más abrazos y más felicitaciones.

—¿Reconocen ahora que todo lo que yo decía era verdad? —No podía reprimir su risa mientras hablaba—. Toro es magnífico, ¿verdad? Les ha sorprendido a todos, ¿no es cierto?

Danny dio media vuelta y se fue sin decir palabra. Acosta se quedó cortado.

—¿Qué le ocurre? —me preguntó—. Estamos celebrando su primera victoria. Estamos todos camino de un gran éxito. Creo que ya es hora de que seamos amigos, ¿no le parece?

Danny se había detenido a unos pasos, y se quedó mirándole, hasta que Acosta apartó los ojos de él, embarazado.

—¡Váyase! —dijo Danny.

Acosta le miró asustado, hizo una mueca como si fuera a llorar, y se alejó rápidamente.

Las raras crisis de hostilidad que sufría dejaban en Danny una sensación de descontento consigo mismo.

—Lo siento —dijo—. Lo siento, muchacho, pero ese imbécil está ya camino de vuelta a su casa. Mañana nos deshacemos de él.

—¿Nick lo ha despedido?

Danny asintió con la cabeza.

—Se propone decírselo mañana. Mañana será el «adiós» para el señor Acosta. «Adiós».

Observé cómo Acosta se metía en los grupos rezumando orgullo. Un famoso director y su divorciada esposa, que había actuado de estrella en su última película, estaban invitando a Acosta para que sentara en una mesa con ellos. Pronto Acosta acaparó la conversación. Sus ademanes parecían decir claramente: «Y ahora, mi nuevo gran descubrimiento, Toro Magnífico, está en camino de llegar a campeón del mundo». Había subido a una alfombra voladora y se remontaba hacia el cielo, sin darse cuenta de que le estaban quitando la alfombra debajo de su trasero.

Me dirigí hacia la piscina. Varias parejas estaban nadando, Killer se había plantado sobre el trampolín más alto, mostrando todo su desarrollo pectoral, orgulloso de su musculatura de su cuerpo insignificante. Cuando entró en el agua, permaneció largo rato bajo ella. La chica que aquella noche le servía de pareja, empezó a chillar, y él salió a la superficie riéndose. La chica fingió haberse ofendido, pero él volvió a sumergirse, y poco después ella reía también. A la mañana siguiente Killer me lo contaría todo.

Cuando volví hacia la pista de baile pasé junto a Toro y Ruby, que estaban sentados en un banco de piedra del jardín. Toro se reía de algo que Ruby estaba contando. Hasta ahora nunca lo había visto reír.

—Lo estamos pasando muy bien —dijo Ruby—. Le hablo en inglés, y él me contesta en español. Le he prometido que empezaré a darle lecciones de inglés.

—Me enseña inglés —dijo Toro alegremente.

—Estupendo —le dije—. Pero no te olvides de que las lecciones de Danny son más importantes.

No era más que un ligero puyazo, pero pareció dolerle a ella.

—Aprende muy de prisa —dijo Ruby.

Le sonrió; él se ruborizó y se pasó la mano por el cabello.

—Oye, Molina, te he estado buscando por todas partes —dijo una voz procedente del jardín. Era Doc—. He tenido un taxi durante media hora esperando para llevarte de vuelta al hotel.

Toro miró a Ruby.

—No estoy cansado. Me quedo.

Doc movió la cabeza.

—Es más de la una. El único boxeador que he conocido que podía estar de juerga toda una noche y ganar el combate al día siguiente, era Harry Greb. Y tú no eres Greb.

Toro hizo una mueca de resentimiento.

—Se lo pediré a Luis. Luis dirá que puedo quedarme.

—Lo siento. Luis no tiene vela en este entierro. Yo soy el que ordena lo que debe hacerse.

—Me voy dentro de un par de minutos, Doc —dijo Ruby—. Le puedo acompañar yo misma, si quieres.

—No hace falta, señora Latka —dijo Doc—. Le llevaré conmigo —cogió a Toro por el brazo para hacerle ponerse de pie—. Vámonos, Molina.

Me senté en el banco, al lado de Ruby, mientras el jorobado se iba con su hombre hacia la casa. Ella me pidió un cigarrillo, y cuando me inclinaba para encendérselo, vi que en sus ojos había una mirada codiciosa. Y no era a mí a quien ella codiciaba.

—¿Sigue Nick jugando a cartas? —pregunté.

—Ya sabes cómo es Nick. Estará jugando hasta que gane, aún cuando le lleve todo el día de mañana.

Nick se apasionaba siempre cuando jugaba a las cartas, lo mismo si jugaba a la canasta a medio centavo por punto, que si se trataba de un poker sin límite en las apuestas.

—Nunca conocí a nadie a quien le diera tanta rabia perder como a Nick —dijo Ruby—. Cuando el caballo por el que ha apostado llega retrasado, durante una semana es un infierno vivir con él.

—Yo procuro no estar cerca de él cuando se ha equivocado de caballo —dije.