Capítulo diez

Cuando el sol empezó a hundirse detrás de la aplastada y fea arquitectura de la ciudad, empecé a pensar en Beth. Sus palabras sonaban aún en mi cerebro.

Maldición, yo estaba ganándome la vida, no robaba a nadie. Las mentiras que yo decía eran mentiras corrientes en la vida de negocios americana. No hacían mucho daño. ¿Qué deseaba ella de mí? ¿Por qué era tan exageradamente rigurosa? Si algo hay que no puedo soportar, es una mujer rigurosa. Con los miles y miles de mujeres que hay en la ciudad de Nueva York, ¿por qué tuve yo que escoger a una que deseaba mejorarme? No era precisamente su cuerpo lo que me hacía ir detrás de aquella oveja descarriada de Nueva Inglaterra. Yo la quería, pero bajo mis condiciones.

La primera vez que hablé con Beth, todos los números telefónicos de las que yo conocía se convirtieron en perros. Eran perritos agradables, bonitos, desde el perrito de Pomerania hasta el galgo ruso. Pero ya no me gustaron nunca más. Beth me dio un sentido de dónde estaba y de por qué vivía; y si mi tarea con Nick era como una prisión, una agradable y almohadillada prisión, pero prisión al fin, Beth era un punto de contacto con el mundo exterior, que me traía algo de aquel mundo en cada visita diaria. Beth era mi válvula de seguridad. Y ahora, la válvula estaba cerrada.

—Sepa usted que he estado pensando —dijo Vince.

—Una exageración obvia —dije yo.

—Bien, sabihondo —dijo—. Pero no he conseguido saber dónde estoy con mi cuerpo sandunguero.

—¿Dónde está usted? —le pregunté.

—En el Hotel Biltmore —dijo—, habitación ocho-cero-uno-dos. ¿Dónde demonios está usted?

—En el limbo. En el Hotel Limbo. Y todavía no sé el número de habitación.

—Trabaja usted demasiado —dijo.

Se quitó la chaqueta del pijama y dobló su blando vientre, tratando de tocarse las puntas de los pies en un conato de movimiento gimnástico.

—Jesús —dijo—, me estoy soltando, casi no puedo tocarme los dedos.

—Póngase sus ropas —le dije.

Vince dudó y luego decidió que fuéramos amigos. Por primera vez en su vida tenía un billete de primera clase en un rápido expreso, y eso le permitiría ir tan lejos como los demás pasajeros.

—Muy bien, chico. Sólo estaba bromeando.

Vince se retiró al cuarto de baño. Yo tenía que marcharme. Me acordé de Stempel. No había osado molestarle, y además ignoraba dónde podía estar. Él había ido allí para trabajar en la M. G. M. Llamé allí, y la muchacha que respondió: «Metro Goldwyn Mayer», me dijo que nunca había oído hablar de Stempel, pero me puso en comunicación con un sujeto que respondió: «escritores», el cual me dijo que Stempel no trabajaba allí desde hacía varios años. Entonces me pareció recordar que yo había leído el nombre de Stempel como guionista de un film de la Warner, y llamé allí. Sí, el señor Stempel había trabajado en la Warner, pero no desde hacía seis meses. ¿Por qué no llamaba al Gremio de Escritores de la Pantalla? La secretaria del Gremio poseía una relación de todos los escritores empleados en Hollywood. Me dijo que podía encontrar a Stempel en la Nacional. ¡En la Nacional, parecía increíble! El autor de «El sueño locomotivo», una de las más brillantes esperanzas de mi generación, estaba empleado en aquellos estudios especializados en sangrientas y atronadoras películas del Oeste. Aquello fue como descubrir que el guionista de «The Lone Ranger» era Thomas Mann. Pero de todas formas hice la llamada. Sí, el señor Stempel trabajaba allí. Había concluido su labor y se había despedido aquella tarde. No, el estudio no estaba autorizado a dar el número telefónico del domicilio particular de los empleados. Ahora ya estaba decidido a dar con Stempel; tenía que saber qué le había sucedido. Desesperado, cogí la guía telefónica sin muchas esperanzas. Y allí estaba, tan fácil como lanzar un suspiro: David H. Stempel, 1439 Stone Canyon Rd. Cresstview 6-1101. Un minuto más tarde estaba hablando con Stempel en persona. Su voz sonaba tan alta, tan infantil y tan entusiasta como cuando le vi por última vez.

—Por los clavos de Cristo, ¡Eddie Lewis! ¿De qué nube has descendido? Coge un coche y ven en seguida.

Mientras el taxi me llevaba a través de las calles de Los Ángeles, población edificada como si pequeñas ciudades del Medio Oeste se unieran durante millas y millas, pensaba yo, en David Stempel, David Heming Stempel, que me había parecido un semidiós en los lejanos días en que nos leía sus trabajos. Era alto, más de seis pies, con una rara combinación de corpulencia y delicadeza. Sus ojos eran ligeramente azules, rápidos en sonreír y siempre intensos, y su perfil era largo y afilado.

Al dejar la escuela no volví a ver a Dave hasta que lo encontré, varios años después, en la Tercera Avenida. Había terminado sus estudios hacía un año o dos, y «El sueño locomotivo» lo había convertido en el poeta joven más discutido de América. Era el primer volumen de una trilogía que había planeado sobre «El esfuerzo inexorable del hombre para conquistar la máquina». El segundo volumen, «El corazón de siete joyas», había sido anunciado como «de próxima publicación». Aquella noche, cuando le pregunté qué tal le iban los asuntos, echó atrás su magnífica cabeza y dijo:

«Tú sabes que siempre he estado curioseando por saber cómo es un imperio mitológico, así que me voy a ir a Hollywood un par de meses. Veré si puedo hacerme con un poco de su mitológico dinero. He pensado que sería una idea divertida dejar que la Metro Goldwyn me proveyera de una participación».

Eso había sido hacía quince años. Durante la mitad por lo menos de ellos, los editores de Stempel habían continuado anunciando la próxima publicación de «El corazón de siete joyas». Yo estuve esperando su aparición después de haberme aprendido prácticamente de memoria «El sueño locomotivo».

Mi coche se detuvo delante de una casa de piedra de apariencia medieval. Una doncella me introdujo a través de la fría y alta sala de espera hasta un pequeño bar, que no tenía nada en común con la arquitectura del edificio.

—Eddie Lewis —dijo Stempel, como si nuestro encuentro tuviera una importancia fundamental—. ¡Dios mío, cómo has cambiado, Eddie!

Mi primera impresión de Dave fue que él no había cambiado en absoluto. Su cara era todavía juvenil y saludable. Solamente cuando le miré desde más cerca, mientras me servía una copa, empecé a notar las alteraciones que el tiempo había causado en él. Su rubio pelo se estaba volviendo gris y prematuramente escaso, y de sus ojos había desaparecido algo. Pero me pareció, mientras hablaba, que este algo había sido reemplazado por una nerviosa animación. Estábamos recordando nuestro primer trago juntos, cuando entró la esposa de Dave. Yo estaba preparado para saludar a la infantil figura que había publicado un par de libros de poesías, y que trató a Dave con respetuosa admiración, sólo comparable a la de la muerte. Pero la que entró fue una señora muy joven, con el pelo largo hasta los hombros, exóticas pestañas y abundancia de joyas de plata mejicana, gruesos senos, de los que a no dudar se sentía orgullosa, y unos modales propios de una actriz.

Podía ser tomada tanto por una chica de conjunto de Hollywood que se las daba de intelectual, como por una intelectual con aires de chica de conjunto.

—Miki, Eddie ha venido con ese boxeador gigante que vimos fotografiado —dijo Dave.

—Me parece admirable —dijo Miki.

—Miki y yo vamos a los combates, los viernes por la noche. Me gusta un buen combate. A veces es ballet puro.

—¿Qué clase de hombre es ese gigante? —preguntó Miki, lanzándose una rápida mirada a través del espejo del bar mientras hablaba—. Debe de ser apasionante estudiar a una persona como ella.

—Enloquecedor —dije yo.

La doncella entró, miró a la señora Stempel significativamente y desapareció sin decir palabra.

—Pichoncito —dijo la señora Stempel—, vayamos a comer.

Pichón y la señora Pichón ocuparon los dos extremos de la larga mesa de estilo colonial español, en el grande y severo comedor. Después de la ensalada de entremés, la doncella trajo una botella de vino, la envolvió en una servilleta y la colocó frente a Dave con aire solemne.

—Gracias a Dios tuve la pupila de comprar todas las «Graves» que pude encontrar —dijo mientras descorchaba la botella expertamente.

Vertió un poco en un vaso y le rogó a la criada que lo llevara a la señora Stempel. Él la miró desde el otro lado de la mesa esperando el veredicto, mientras ella probaba el vino cuidadosamente.

—¿Qué tal es? —preguntó Dave.

—No está mal —decidió ella—. ¿Es del treinta y tres?

Cuando él dijo que sí, ella asintió plenamente.

—Me lo figuré. El treinta y tres tiene un poco de… —Hizo una pausa, como si buscara la expresión justa, yo me pregunté si sería nuance o bonne bouche, pero ella concluyó diciendo: «algo».

—Es realmente gracioso —dijo Dave—. He estado estudiando vinos por… bueno, por lo menos veinte años, y esta briboncita mía, cuya bebida preferida cuando la conocí era la limonada, puede distinguir un vino de otro como si lo hubiera hecho toda su vida.

—Sencillamente, es que tengo un don natural para ello —admitió Miki.

Mientras trinchaba la carne, Dave dijo:

—A propósito, Miki, hoy he hablado con Mel Steiner.

—Oh —dijo Miki, y detuvo esperando algo que indudablemente tenía gran importancia—. Bueno, ¿qué dijo?

Dave se volvió hacia mí y educadamente hizo que entrara en la conversación.

—Mira, Eddie, hay una pequeña disputa sobre mi última película. Un par de escritores que retocaron mi argumento están tratando de eliminarme como argumentista. El organismo encargado de solucionar estos asuntos es un comité de arbitraje del Gremio. Steiner preside el comité.

—Es una infamia —dijo Miki; y dejó caer su máscara de cultura—. Creo que eso es nauseabundo.

—Todo lo que ellos hicieron fue coger mi argumento y volverlo a escribir —dijo Dave—. Asegurándose de eliminar todo su ritmo y poesía.

—Diálogo adicional, eso fue lo que se limitaron a hacer —dijo Miki—; diálogo adicional.

—¿Te das cuenta, Eddie? —explicó Dave—. Para ser considerado argumentista tienes que demostrar que has escrito por lo menos el veinticinco por ciento de los argumentos de acierto. Así que esos cazadores de argumentos tratan siempre de retocar tu argumento por lo menos en un ocho por ciento. Escritores con alma de tenedor de libros.

La doncella llenó nuestros vasos otra vez.

—Supongo que todo esto será griego para ti —dijo Dave—, pero representa nuestro pan y manteca. Empleé nueve meses en la Goldwyn, el año pasado, trabajando sobre un argumento que fue rechazado, y tuve que dedicarme a ganarme un salario en la Nacional. Ahora, si pierdo esta ocasión, me veré en un apuro —arrugó su frente con gesto enfurruñado—. Maldita sea, Miki, ¿cuántas veces tienes que decirle a esa estúpida moza que no se vaya a dormir a la cocina hasta que haya terminado de servir? Ya sabes cuánto me molesta ver los platos sucios.

—Lo sé, pichoncito —dijo Miki—. Es comodona por parte de padre y madre. ¡Son tan independientes, hoy día!

—¿Qué piensan? ¿Que este es un país libre? —dije yo; pero no obtuve ninguna sonrisa.

Cuando la criada hubo quitado con malhumor las tazas de café, y Dave iba a servirnos otra copa de coñac, Miki dijo amablemente:

—Si tu amigo me quiere perdonar, os dejaré solos, muchachos. Probablemente tendréis muchas cosas de que hablar.

Se levantó y dio un mordisquito a Dave en la oreja.

—Buenas noches, pichón —dijo—. Buenas noches, señor Lewis; vuelva pronto; ha sido muy agradable tenerlo con nosotros.

Había orgullo en los ojos azules de Dave, cuando su esposa desapareció.

—Dios, es una gran mujer —dijo—. ¿No te parece que es una gran mujer, Eddie?

—Sí —dije.

—No puedo apartar mis ojos de ella. Hace tres años que nos casamos, y aún no puedo apartar mis ojos de ella. Me está dando algo, Eddie, alguna cosa que he estado buscando durante toda mi vida. Sin Miki y sin Irving sería un descarriado.

—¿Quién es Irving? —Irving Seidel, mi psicoanalista. Es un gran hombre. Es conocidísimo por todas las personas que trato.

De una de las estanterías que cubrían completamente las paredes, Dave escogió un volumen y me leyó un párrafo. Era un libro de Seidel, titulado «El Yo» contra el «Mí». La biblioteca de Dave contenía prácticamente todos los clásicos ingleses, rusos y franceses, varios tomos de psicoanálisis y la mayor parte de las mejores poesías y comedias de los últimos veinte años. El cerebro de Dave estaba tan anhelante de nuevas experiencias literarias como quince años atrás. Citó con entusiasmo a un nuevo poeta de Yale, cuyo trabajo le recordaba a Gerard Manly Hopkins. Describió la primera novela de una joven del Sur cuyo estilo embrollado le fascinaba. Y luego, haciendo una pausa para aspirar el aroma de su copa de coñac, empezó a recitar un raro poema de apariciones con dos «robots», los cuales estaban provistos de corazones humanos y descubren la experiencia del amor.

Al principio, los versos parecían tener forma de ritmo, y su sonido llegó a aturdirme; pero gradualmente fui viendo en ellos el inconfundible sello de los provocativos, disonantes y taciturnos temas de Schoenberg.

Cuando Dave hizo una pausa para llenar nuestras copas, le dije:

—Nunca había oído eso. ¿Qué es?

—El prólogo de «El corazón de siete joyas».

«Es —iba a decir yo— fascinador», y entonces me acordé de Miki.

—Está bien —dije—. ¿Lo has concluido?

La cara de Dave estaba encendida, y sus ojos lanzaban destellos. No había bebido mucho, pero de pronto sus potencias de coordinación parecían haber desaparecido.

—Casi terminado —balbució—. Solamente falta un canto más. «Solamente» un canto más.

Sacudió su cabeza lentamente y empezó a recitar de nuevo de un modo ininteligible.

—¿Por qué no te vas de aquí? —le dije—. ¿Qué te retiene?

—Todo lo que yo necesito es un poco de oro. Necesito oro, Eddie, y entonces me iré a México, durante seis meses, puede que un año, para volver a encontrar mi alma, Eddie.

—Pero, Dave, tú has estado ganando mucho dinero durante años. Debes de tener lo suficiente para…

—Eso no es dinero —dijo Dave—. Ese dinero agujerea las manos. Es un puñado de gusanos que se deslizan entre tus dedos. ¿Sabes lo que me cuesta esta casa? Quinientos dólares al mes; seis mil al año por ese incalificable aborto. Y luego, Louise: mil al mes. Mi multa por haber cometido matrimonio premeditado. Y está mi hija Sandy, una encantadora e inteligente muchacha cuya madre no le permite que se contamine visitando a su deshonrado padre, pero sí aceptar su deshonroso dinero: unos deshonrosos cinco mil al año. Y Wilbur, que tiene cuarenta y un años, finalmente ha decidido lo que desea ser: el hermano de un escritor de Hollywood. Un hermano inútil: tres mil al año. Y no permitas que me olvide de mi aparentemente inofensiva suegra de pelo blanco, que tiene un timbre de Caja sonando constantemente en su cerebro, y que estipuló una retención de cinco mil al año. Esos son los rastrojos, Eddie, que ahogan la vida de la delicada y tierna raíz del impulso poético. Los rastrojos, ¡los rastrojos! —terminó en un alarido.

Tenía que irme de allí. No podía soportar aquello. Necesitaba un trago. Necesitaba cualquier cosa. Necesitaba aire. Necesitaba irme.

—Dave —dije—, tengo que marcharme ya. Debo levantarme temprano, mañana. Hay mucho que hacer.

Me suplicó que me quedara, lo imploró con tan machacona insistencia, que llegué a creer que la gran ave tenía miedo de quedarse sola en la pequeña jaula.

—Debo irme ya, Dave, debo irme.

Él insistió en acompañarme a buscar un taxi. Se tambaleó en la oscuridad y me acompañó hasta el boulevard. Esperamos bajo un farol de la esquina, y cuando un taxi asomó por la bocacalle, Dave permaneció con las piernas separadas, balanceándose lentamente hacia atrás y hacia adelante, murmurando:

—¿Quieres oír mis últimos poemas, los más recientes, los acabo de escribir hoy robando el tiempo a la Nacional?

Su risa aumentó maniáticamente. Cuando el coche empezó a alejarse, pude verle, desde la ventanilla posterior, alejándose a tumbos de la luz del farol y adentrándose en la oscuridad del Beverly Hills.

La grosera y exasperada cara del taxista se volvió hacia mí.

—¿Adónde desea ir?

—Al «Biltmore» —dije.

El coche se lanzó a toda velocidad. Me apenaba Stempel, y me apenaba todo el mundo. Sentía lástima por David Heming Stempel. Sentía lástima por Eddie Lewis. Yo no quería ser un tipo taciturno a los cuarenta años, ni un tipo tristísimo a los cincuenta, ni una piltrafa a los sesenta. ¿Qué me había dicho Beth? «Algún día escribirás dos palabras para tu epitafio». ¿Por qué no me había casado con Beth? Hola, querida, solamente te llamo para decirte que voy a dejar este asunto. Ni siquiera voy a volver al campamento de entrenamiento. Lo he decidido al fin, porque he vuelto a encontrar mi alma de poeta. No… ese es Stempel. Siempre aprendiendo algo nuevo. Voy a volver en el primer tren, querida, vuelvo a ti. Y, a propósito, Beth: ¿quieres casarte conmigo?

Salté del coche, le di un dólar al conductor para alegrarle la noche, y me apresuré a entrar en el hotel para ponerle una conferencia a la señorita Beth Reynolds. R de rectitud, E de elevación. No, no estoy borracho. Mi cerebro se regocija. No estoy borracho, esta vez. Solamente un poquito de vino y coñac. Lo hago porque no puedo permanecer en este estado durante más tiempo. Los engaños, los fraudes… Lo estoy haciendo porque no quiero ser otro David Heming Stempel. No quiero ir por ahí tanteando con manos y pies, buscando en cada esquina mi alma, como si fuera el botón del cuello de la camisa.

«Oiga, oiga». ¿Nadie contesta? En Nueva York es tres horas más tarde que aquí, lo cual quiere decir que allí son las dos de la mañana. Ella debiera contestar. ¿Dónde podrá estar Beth a las dos de la madrugada? Bien, anulo la conferencia. Hablaré con alguien de la oficina del hotel. Oiga… ¿Tiene usted idea de dónde podría encontrar a la señorita Reynolds? ¿Se ha marchado a pasar fuera el fin de semana?… Oh… Bueno, ¿hará el favor de tomar un recado? Dígale solamente que… Bah, no tiene importancia. Ya volveré a llamar.

Toda mi excitación se quedó en la cabina telefónica. Tenía dolor de estómago. Nunca pensé que los celos fueran algo que se pudiera sentir en el vientre, igual que una indigestión de manzanas verdes. Beth era mi novia, y ahora que la necesitaba ni siquiera podía conseguir hablar por teléfono con ella.

Me arrastré hasta la sala. Un par de hombres de negocios borrachos, que debían de creerse graciosos al mismo tiempo que espléndidos, estaban galanteando a dos señoras que recibían sus atenciones con la complacencia de una ocupación. Una mujer de unos treinta años estaba sentada sola delante de una mesita, bebiendo cerveza. Levantó la vista sin entusiasmo cuando yo hice mi entrada. Exactamente otro bar, otra noche, otra mujer insignificante. Di media vuelta.

Telefoneé a un garaje para alquilar un coche que me llevara fuera de la ciudad, a la oscuridad arrulladora del campo. Llegué a Ojai cuando la aurora empezaba a iluminar el valle. Los grillos dejaban oír su cri-cri, y los pájaros despertaban. Entré de puntillas en la habitación que compartía con Doc. Doc estaba durmiendo de bruces, roncando rítmicamente. Cuando me metí en la cama recordé que por la mañana llegarían los reporteros gráficos para tomar fotos del entrenamiento de Toro. Cuando me sumergí en el sueño estaba pensando en las «poses» de boxeo que podíamos fotografiar. Antes de dormirme del todo recordé que al empezar la noche me había dicho a mí mismo que ya había terminado con todo aquello. Pero ya estaba de nuevo en el redil. Igual que un palomo bien adiestrado, camino del hogar.