Capítulo nueve

Corrientemente, cuando se baja del tren en Los Ángeles a uno le aguarda la sorpresa de ver lo intensamente que llega a llover en la soleada California. Pero esta vez sólo caía una ligera llovizna estival. A mí no me hubiera importado salir del tren bajo un torrente de granizo. Cuatro días y tres noches metido en aquel barril con aquella yunta, era una eternidad. Yo había compartido un departamento con Danny; Vince, otro con Doc; y Toro y Acosta el tercero. George Blount ocupó uno en la parte más alejada, con el populacho. Danny no dio a Vince oportunidad de hablar, y Vince no era ciertamente el individuo ideal para convivir en una isla desierta. Luis estudiaba inglés y contaba a cuantos extraños quisieron escucharle cómo había hecho el gran descubrimiento de El Toro Molina. Danny y yo permanecimos en nuestro compartimiento jugando a cartas la mayor parte del tiempo, durmiendo hasta lo más tarde que permitía la mañana, para hacer más corto el viaje. Una de las cosas que dejamos establecidas fue quién tenía el mayor derecho a ser llamado el «mejor peso pesado de todos los tiempos», valorando los conocimientos pugilísticos de cada uno, su resistencia para encajar golpes, su espíritu combativo y al mismo tiempo su habilidad para saber simular un ataque. A Corbett lo pusimos en cabeza, y Peter Jackson detrás. Toro permanecía sentado en la ventanilla día tras día contemplando flemáticamente el paisaje, sin pronunciar palabra. Una vez, mientras el tren atravesaba las grandes tierras de pastos de Kansas, me senté a su lado y le pregunté:

—Bueno, ¿qué le parece?

—Enorme —dijo Toro—. Igual que las Pampas.

El día antes de llegar, cuando el sol poniente iluminaba espectacularmente con colores surrealistas el paisaje del sudoeste, vi a Toro, sentado, con un almohadón apoyado sobre sus rodillas y la cabeza inclinada atentamente hacia algo que estaba dibujando. Me senté a su lado para ver qué estaba haciendo. Ni siquiera me miró. Su atención estaba pendiente de la punta de su lápiz, que apuntaba siempre hacia Santa María. El papel estaba lleno de bocetos de escenas pueblerinas: la campana de la torre de la iglesia, una desigual hilera de casas de campo colgadas en el costado de una colina, bajo un gran castillo señorial que dominaba todo cuanto había más abajo. Y sobre otra colina, en el lado opuesto del pueblo, Toro estaba dibujando otra gran casa, mucho mayor. Yo supuse que sería la casa que Luis le había prometido, el castillo soñado en Santa María. Lo más sorprendente del dibujo era que, aunque los esbozos resultaban rudimentarios, no eran los trazos infantiles que yo había sospechado. Eran tridimensionales y revelaban un sentido definido de la forma. Contemplé su cara de rasgos duros mientras él daba los últimos toques al dibujo. Al igual que los demás, yo había supuesto que Toro no era más que un superdesarrollado, pero los dibujos me hicieron dudar.

Cuando bajamos del tren en la estación miré a mi alrededor buscando a los fotógrafos, pues yo había telegrafiado de antemano para anunciar a la Prensa local de la llegada del Gigante de los Andes. Los Ángeles, a pesar de ser tan extensa, no es ciudad de mucha Prensa. Sólo tiene dos diarios matutinos, el Times y el Examiner. El editor deportivo del Times y yo éramos antiguos compañeros de estudios. Se llamaba Arch Macail, y con él había yo trabajado; suponía que Arch nos daría una oportunidad. Ambos diarios tenían a sus reporteros gráficos preparados, pero tuvimos competencia con otro atleta, con quien tuvimos que compartir las fotografías: un universitario que iba a jugar con el «Southern Cal». Según me había confiado él mismo puerilmente, había recibido una oferta que incluía una beca de cuatro años para su novia.

Los reporteros sacaron una foto de Toro levantando a Acosta con una mano y balanceando la otra, con una expresión simple en su rostro. Luego, los chicos de Prensa quisieron hacer otra foto con Toro levantando a Acosta y a Danny, pero Danny no quiso aceptar.

Acosta se miraba en los objetivos como si fuera un amor largo tiempo perdido. Era un momento grande para el pequeño Luis: su primer reconocimiento público. Vince tampoco era completamente indiferente a las cámaras. Se aseguró de que su gruesa cara saldría en la foto, abrazando a Toro por la cintura y sonriéndole. Por primera vez le vi echar al chico una mirada amistosa. Toro no parecía ni complacido ni sorprendido por la recepción. Se limitaba a actuar inconscientemente, como si el ser recibido por los fotógrafos de la Prensa sucediera todos los días. Uno se veía obligado a apreciar a aquel grandullón. No era posible odiar a un hombre de su tamaño que se comportase tan tímida y reservadamente como un niño en casa ajena.

—¿Qué propósitos tiene este tipazo? —me preguntó un joven reportero.

—Ha ganado el título de los pesos pesados en Sudamérica —improvisé—. Está preparado para un encuentro con cualquiera en cualquier parte del mundo, incluyendo al campeón mundial.

—¿Con quién va a boxear aquí?

Creí conveniente no mencionar el combate con Coombs, así que desvié la conversación.

—Cualquiera de los promotores locales puede hacerle boxear. No nos opondremos a ningún púgil.

—¿Cuáles son sus planes inmediatos?

—Gozar un poco del sol y del aire fresco de California. Esa es la razón por la cual hemos venido, porque Doc Zigman, el entrenador, dice que el clima de aquí es el más saludable del mundo.

Los diarios de Los Ángeles siempre tienen espacio libre para los visitantes amantes de su clima.

—¿Se entrenará en la ciudad o…?

—En Ojai —dije—. Pero no queremos que los admiradores vayan por allí, de momento. Sabemos que habrá millares de ellos deseosos de conocerle, pero quisiera que ustedes les advirtieran que les permitiremos conocerle cuando nos presentemos en público. Toro acaba de terminar una campaña por Sudamérica, y con tanto viaje necesita un buen descanso.

Supuse que esto mantendría alejados a los curiosos hasta que Danny consiguiera adiestrarlo un poco.

—¿Hay alguna posibilidad de que Molina boxee con Buddy Stein aquí?

Stein era el mejor peso pesado revelado en la Costa desde Jeffrie. Los que lo conocían aseguraban que tenía el gancho de izquierda más duro que se había visto desde el tiempo de Dempsey. Nadie en California había sido capaz de resistirle más de cinco asaltos. Si había algún peso pesado con vida que yo no quisiera ver pelear con Toro, era Buddy Stein.

—Boxearemos con Stein alguna vez, en cualquier sitio —dije—. En realidad, estamos tan seguros de vencer a Stein, que combatiremos contra él con bolsa íntegra para el vencedor.

Stein había sido retado, pensé yo, pero sacaríamos provecho de la publicidad de Stein. No era una declaración atolondrada, como a simple vista se pudiera creer, pues yo tenía la referencia directa de la oficina del Garden, de que el apoderado de Stein no concertaría ningún combate en lugar alguno de la Costa del Oeste. Stein estaba preparado para Nueva York, donde el dinero abunda.

El joven reportero garabateó nuestro desafío en el dorso de un sobre, con una obediencia cansina y escéptica. De repente se volvió a Toro.

—¿Cree usted que puede vencer a Stein?

—¿Qué? —dijo Toro.

Acosta le habló rápidamente.

—Te pregunta si estás seguro de que te gustará California —le dijo en rápido español.

—Sí, sí, estoy seguro —dijo Toro en castellano.

—¿Ha oído usted? —dije yo—. Dijo: sí, sí, estoy seguro.

Toro empezaba a atraer a la multitud.

—Eh, miren, hay un superhombre —dijo un pequeñajo.

—Vámonos de aquí —dijo Danny—. Necesito llegar al hotel y tomar un baño.

—Vengan sobre las seis, chicos —dije a los reporteros—. Tendremos una pequeña reunión y tomaremos unas copas.

Cuando salíamos de la estación pasamos junto al atleta estudiante.

—Bueno, pues es una cosa graciosa cómo me decidí por «Southern Cal» —estaba contando a los periodistas—. Yo quiero ser arquitecto, y uno de mis profesores me dijo que la mejor escuela de arquitectura del país está aquí, en California.

Cuando llegamos al «Biltmore», Vince le dijo a George que tomara el coche hasta el «Lincoln», en la Central Avenida, el Harlem de Los Ángeles[11]. Creo que George llegaba al límite de la paciencia con aquello.

—Lo siento, George —le dije.

—No se preocupe por este chico, señor Lewis —dijo George.

Sus ojos parecían reír, y todo su cuerpo se sacudió con un resoplido. Mas yo tuve la desagradable impresión de que se reía de nosotros.

Una reunión para tomar un cocktail es la forma de soborno favorita en América, concertada por agentes de prensa y pagada con gacetillas. La fórmula es siempre la misma: «Venga a mi habitación y tome una copa». Tanto si el objeto es pasión física, como conseguir que el nombre de vuestro cliente figure en cartera. El método es standard. Para debilitar la resistencia se utiliza un «permítame que le sirva otra copa», hasta que a uno le abren los brazos o las columnas periodísticas, en deslumbramiento alcohólico.

Claro, siempre habrá algunas señoras y miembros de la prensa que saltarán hacia atrás después de cada intento de seducción, manteniendo cogidos sus vasos, dispuestos a sacrificarse a sí mismos de nuevo.

Con frecuencia, las muchachas son buenas chicas, y los representantes de la prensa bellas personas que tienen algún talento y alguna bandera.

La pequeña reunión que nosotros dimos en nuestros departamentos de «Biltmore» para presentar a Toro en la comunidad deportiva local, siguió los requisitos requeridos. Columnistas que llegaron como escépticos, estuvieron listos a creer mi palabra después de una hora de «ambientar». Solamente había uno que me tuvo inquieto; un flaco y malcarado elemento del News, el diario vespertino. Al Leavitt, se llamaba, y escribía una sección titulada: «Tirando al blanco con Leavitt». Tomaba en serio su trabajo.

—Quiero ver a ese joven antes de hacerle propaganda —me dijo—; no he conocido a ningún peso pesado superdesarrollado que pueda valerse por sí mismo. Allá en el setecientos hubo un tipo llamado Freeman, de siete pies de estatura y trescientas libras de peso, y no podía ni siquiera abrirse paso a través de un cucurucho de papel.

¡De nuevo un historiador! En cada ciudad hay siempre un husmeador como Leavitt, el enemigo natural de un agente de propaganda, el tipo con integridad.

—Escriba lo que usted quiera, Al —le dije mientras le llenaba la copa, porque en este oficio uno tiene que ser agradable con todo el mundo—. Pero recuerde que se quedará atontado cuando vea a Toro recorrer su camino triunfalmente como yo sé que lo hará.

Leavitt me dedicó una leve e inteligente sonrisa. Los demás chicos estaban ya deseosos de escribir. Endosó a Acosta a Joe O’Sullivan, quien tenía a su cargo la columna de boxeo del Examiner. Luis le dio el tratamiento completo, el total de las siete mil millas desde Santa María a Los Ángeles, a tres palabras por milla; y Joe tomó notas para publicarlas el domingo. Charlie King, que editaba una pequeña revista semanal para los entusiastas del boxeo titulada Kayo, que se vende en las arenas en las noches de combate, nos prometió una foto en la portada y un artículo a toda columna. Lavish Lew Miller, que luchaba en las trincheras del Times, se excedió en la bebida, y tuve que decirle a Toro que lo cogiera y lo metiera en cama como a un niño. Todo salía a pedir de boca. Era una buena reunión. Habíamos tenido un buen principio.

Por la mañana alquilamos un coche para hacer el viaje hasta Ojai. Fuimos todos, excepto Vince, que permanecería en la ciudad para ultimar los detalles del combate con Nate Starr, el empresario del «Hollywood Club».

Ojai resultó ser un gran valle, lleno de árboles frutales e infinidad de especies cuyos nombres nunca supe. Montañas escarpadas se elevaban a ambos extremos del valle, al igual que las tablas de la cabecera y los pies de una cama gigantesca. Para un amante del campo, Ojai era un lugar ideal. Su aire era del aire que se aspira profundamente y se mantiene en los pulmones, notando uno que su salud aumenta por segundos. Alquilamos un par de casitas de campo a un hombre rico que las cedía principalmente a hombres de negocios que deseaban rebajar barriga, y a directores de películas que se tomaban cuatro semanas de reposo para luego estar en forma para empezar un nuevo film. La distribución interior respondía a nuestros deseos: un buen gimnasio, un cuadrilátero interior y otro exterior, un baño de vapor, buena mesa de masajes y mucho sitio para hacer piernas.

Después de deshacer las maletas, Danny reunió al grupo en el porche de su choza y dictó las normas a seguir. Parecía un atlético hombre de negocios, con sus pantalones de franela gris y su vieja zamarra azul, sus zapatillas de boxeo y su gorrita de baseball.

—De ahora en adelante —empezó—, se acabó eso de andar por ahí vagueando, de lo cual yo me encargo. Usted, Acosta, si es que hay algo que Molina pueda comprender, dígaselo en su propia lengua. Este será su horario: levantarse a las siete. Corretear haciendo piernas seis u ocho millas, alternando el correr con el andar tan rápido como pueda, sin extenuarse. Después, un buen masaje. Nada de ejercicio de braceo durante las carreras. Yo le acompañaré la mayor parte de las veces, para indicarle cómo deseo que lo haga. Desayuno ligero a las ocho, con tantos huevos como quiera, pero sin buñuelos ni otros alimentos blandos. Con eso basta. Después del desayuno, un largo descanso. Andará una milla o cosa así antes de la comida. Después de una comida frugal, dormirá durante una hora, y entonces empezará a hacer músculos. Simulacro de boxeo, y un par de asaltos de querella con George. Después, una sesión de saco ligero y otra de saco pesado, practicando los golpes que yo le indicaré. Luego, unos quince minutos de salto de cuerda y ejercicio de pesas. Doc le dará las que yo creo más convenientes, ejercicios que le darán soltura y harán que se mueva un poco más de prisa. Ningún otro ejercicio merece la pena practicarse. Luego se tenderá sobre la mesa para recibir un buen masaje. Deberá reposar de tres a cinco, y a continuación dar un paseo largo. La cena será a las seis. Después de cenar dispondrá de un par de horas para distraerse con los naipes o como quiera. Luego, un paseo de una milla, y a las nueve y media, a dormir. Nada de licores. Ni comer entre las comidas. Nada de mujeres. Eso es todo. ¿Alguna pregunta?

Solamente Acosta habló.

—¿Ocho millas al día? Creo que es demasiado para Toro. Él es ya muy fuerte.

—Mire, Acosta —atajó Danny, pronunciando su nombre con una «R» al final—, aprenda de una vez para siempre que la fuerza aquí no pinta nada, por lo menos la clase de fuerza que tiene Molina. Es velocidad y trabajo de cabeza, ajuste, hasta para los tipos grandes. Esos enormes y abultados músculos conseguidos a fuerza de levantar toneles, de nada le sirven ahora.

Acosta no replicó. Su cara ansiosa y animada de los primeros días se había vuelto desilusionada. Sólo ocasionalmente, como en la estación, cuando las cámaras se enfocaron sobre él, mostró algo de su antigua animación. Su gran sueño de traer al Toro a América, en triunfo, iba perdiendo rápidamente su calidad de obra personal suya.

Aquella tarde Toro empezó con una suave carrera de dos millas. Danny me preguntó si deseaba ir con ellos, pero le contesté que no estaba dispuesto a suicidarme. El trepar y descender del taburete de un bar era suficiente ejercicio para un atleta como yo. Ciertamente me admiraba que un individuo de la edad y costumbres de Danny pudiese correr al lado de un joven y vigoroso atleta durante seis millas. Era un misterio. O bien los nervios de Danny estaban hechos de acero reforzado, o una dieta de alcohol no es tan perjudicial como sus detractores dicen. Excepto por un ligero abultamiento en su cintura propio de la edad, la figura de Danny era todavía flexible y atlética. Corría con facilidad, con movimientos sueltos y acompasados, que comparados con el pesado y embarazoso trotar de Toro, era como los movimientos de una gacela. George les siguió, trotando de una forma que aparentaba no necesitar hacer el menor esfuerzo para hacerlo.

Cuando volvieron, quince minutos después, Danny y George iban corriendo fácilmente aún, pero Toro estaba agotado. Parecía ir cojeando de la pierna derecha. Doc lo tendió en seguida sobre la mesa de masaje y le examinó.

—Aquí está —dijo, manoseando la enorme pantorrilla de Toro—. Se trata solamente de una pequeña hinchazón. La rebajaré en unos minutos.

Sus largos y ágiles dedos trabajaban sobre los músculos de la pierna de Toro.

—Es mejor que le hagas correr poco durante unos días —dijo Doc mientras trabajaba—. Sus músculos están nudosos de tanto levantar pesos. Se forman hinchazones fácilmente. No resbalan unos sobre otros, como es necesario que hagan al correr y al boxear.

—¿Qué es lo que Nick Latka está tratando de hacerme? —dijo Danny—. ¿Ver cuánto puedo aguantar? Todo ese peso, y sin piernas…

—Puede ser que el cambio de clima… —sugirió Acosta—. Toro no acostumbra…

—Cállese —dijo Danny.

No había bebido en todo el día, y su cara estaba alterada. Me di cuenta de que tarde o temprano Acosta le haría estallar. Danny dejó que Doc terminara de dar masaje y volvió a su choza a fumar un cigarrillo. Yo le seguí. Dio un par de chupadas a su cigarrillo y lo aplastó con impaciencia.

—Hijo de un cocinero de mar… Toda mi vida he deseado un buen peso pesado, ¿y qué es lo que me confían? Un enorme buey sin piernas.

Aquella noche, después de cenar, di un paseo con Toro y Acosta. Paseamos despacio bordeando un bosquecillo de naranjos. El calor del valle aún saturaba el aire. Una gran luna de color anaranjada semejaba una brasa de carbón que se extinguía, comparada con el ardiente sol que nos había achicharrado durante todo el día. Paseé lentamente, a medio paso detrás de ellos. Después de un rato comenzaron a hablar francamente, como si hubieran olvidado mi presencia o quizá que les podía comprender. Noté que, expresándose en español, Toro no era ni remotamente el cojeante e inarticulado buey que aparentaba ser al hablar inglés. Era capaz de expresarse con claridad y con considerable tacto.

—No me dijiste la verdad, Luis —se lamentaba Toro—. Tú me dijiste que podía conseguir mucho más dinero y no trabajar tan arduamente como en Santa María. Pero un tren como el que ese hombre me exige, es mucho más duro que el trabajo que hacía para mi padre. Y no me gusta en absoluto.

—Pero el trabajo que hacías en Santa María era para hacerlo toda la vida, hasta que tuvieras sesenta o setenta años —dijo Acosta—. Aquí, tienes que trabajar arduamente, es verdad. Pero cuando hayas boxeado uno o dos años, habrás ganado dinero suficiente para vivir como un señor en Santa María el resto de tu vida.

—Quisiera estar de vuelta en Santa María, ahora mismo —dijo Toro—. Hasta sin dinero.

—No debes hablar así —le regañó Acosta—. Es muy mala forma de hablar, después de todo lo que he hecho por ti. Traerte a este país, ponerte en manos de tan importantes apoderados. ¡Cuántos pobres muchachos de pueblo quisieran tener esta oportunidad!

—Yo les dejaré mi sitio con mucho placer —dijo Toro.

—¡Pero tú no lo comprendes! —dijo Acosta, algo impaciente—. Ninguno de ellos tiene tu magnífico físico. Tú has nacido para esto. Es tu destino.

Cuando volví a la casa, George estaba sentado en los peldaños del porche, medio cantando medio gruñendo una canción que parecía no tener fin.

Doc estaba en el interior, sentado ante un pequeño escritorio en la habitación delantera. Su deforme cuerpo se inclinaba intensamente sobre lo que estaba escribiendo.

—¿Qué, dando salida a la correspondencia, Doc?

Doc se volvió hacia mí, colgó su angulosa y delgada pierna sobre el brazo del sillón y se quitó un puro apagado de la boca.

—Uf, estaba tomando unas notas.

—¿Qué clase de notas, Doc?

—Patológicas —dijo Doc—. Supongo que así las llamaría usted.

—¿Sobre el aturdimiento de los puñetazos?

—Eso es. Historias de boxeadores aturdidos. No hay mucha materia técnica escrita sobre el asunto.

—¿A cuántos liquida realmente el aturdimiento?

—Puede que a la mitad de los muchachos que boxean más de diez años, pero es sólo una suposición mía —dijo Doc—. Mire usted, Eddie, lo malo es que nadie hace una investigación científica. Infinidad de muchachos andan por ahí delirando y recortando pajaritas de papel, y no consta en ninguna clase de registro médico. De cada caso que yo he observado, he tomado nota. Es posible que algún día haga algo con ellas.

—¿Por qué no trata de escribir un artículo? —dije yo—. Sería un artículo escarnecedor.

Doc se frotó su abatida y amplia frente.

—No —dijo—. Sé lo que los doctores piensan de los legos que escriben libros de medicina. No deseo ser uno de esos charlatanes de ideas fijas. Así que me conformo con mi quehacer en el boxeo, y dejo que mi hermano escriba los libros.

Sacó un pañuelo, se secó el sudor, que parecía brotar constantemente de su rostro, y volvió a sus notas.

Danny estaba metido en cama, estudiando el Formulario de Carreras, con un lápiz en la mano y una botella de «Old Granddad» sobre la mesa que tenía a su lado.

—Sírvase, chico —dijo.

—No, gracias, Danny —le contesté—. Estoy a dieta durante una semana. Lo hago una vez al año. Es como si uno golpeara su propia cabeza contra un muro de piedra. Sienta estupendamente cuando termina.

Danny alcanzó la botella y la llevó a sus labios.

—Yo me mantuve firme cuando entrené a Greenberg y a Sencio; y también cuando preparé a Tomkins, bendito sea su negro corazón. Pero que me rajen por la mitad, si consigo dejar la bebida gracias a esa enorme máquina cargadora de barriles.

Colocó la botella en el borde de la mesa, de forma que a la más ligera vibración corría el peligro de caerse. Danny absorbía el licor tan bien, que era forzoso quedarse a observar hasta el final para apreciar hasta dónde podía llegar. Volvió al Formulario estudiosamente y señaló con un círculo uno de los nombres.

—¿Algo bueno para mañana?

—Solamente estoy comprobando algunos vencedores y sus velocidades de carrera —dijo Danny—. Entonces, si hacen correr a uno de los caballos que tengo señalado, apuesto por él.

—¿Su sistema da resultado?

—Sólo hay un sistema que resulte, chico. Saber cuál va a ganar.

—¿Por qué apuesta en las carreras, Danny? ¿Qué atractivo tiene para usted?

—Oh, no lo sé. El mismo que hace echar sal a los huevos, supongo. Las especias hacen más sabrosos los bocados. Alcanzó la botella otra vez.

—¡Un cargador de bultos! ¡A mi edad, he conseguido entrenar a un cargador!

Su boca buscó la botella con desesperación.

Danny durmió hasta entrada la mañana, algo que nunca hacía cuando se entregaba de lleno a su trabajo, pero Doc procuró que Toro practicara los ejercicios prescritos. Toro hizo todo lo que se le dijo, pero sin poner nervio ni interés, como debía un hombre que gustase de ejercitar su cuerpo. Su salto a la comba era desmañado y pesado, y la cuerda le pegaba constantemente en los talones.

Después de almorzar, Danny dio a Toro algunas instrucciones para golpear el saco ligero y después el saco pesado, e indicaciones sobre el «gancho».

—Yo sostengo que un hombre nunca puede llamarse a sí mismo boxeador profesional hasta que conoce a fondo el «gancho» —dijo Danny—. Un buen «gancho» rígido hace perder el equilibrio al contrario. Y cuando este ha perdido el equilibrio, es el mejor blanco para los otros golpes. El «gancho» no consiste solamente en agitar la mano izquierda ante la cara del contrario. Usted conseguirá lanzar buenos «ganchos» apoyándose sobre el dedo gordo del pie derecho y adelantándose sobre el pie izquierdo, igual que en un movimiento de esgrima o al clavar la bayoneta. Es la misma idea. Así.

Danny se encaró con el saco, saltando sobre las puntas de sus pies, y esquivando mecánicamente se preparó para lanzar un derechazo o rechazar con la izquierda. Su «gancho» acertó de lleno en el saco, y Danny reculó rápidamente y volvió a su anterior posición con tanta facilidad, que todo pareció un solo movimiento. Entonces llamó a George y lo demostró con él. George permitió que los «ganchos» le alcanzaran de lleno en la cara, girando ligeramente para aminorar el choque, pero al mismo tiempo dejándose pegar fuerte para que Toro pudiera ver el efecto. Luego, siendo George todavía el objetivo, Danny le dijo a Toro que le imitara. Toro se adelantó, echó su puño izquierdo hacia atrás y lo lanzó ineficazmente contra la mandíbula de George.

—Nunca se eche hacia atrás al dar un puñetazo —dijo Danny—. A eso se llama «telegrafiar», y al hacerlo se pierde parte de la fuerza.

Toro probó otra vez. Su enorme puño rozó lentamente la cara de George. Danny sacudió desmayadamente la cabeza y dejó que Toro volviera al saco pesado. Con sus piernas separadas, Danny permaneció detrás del saco haciendo cuanto podía para transferir unas gotas de sus conocimientos a aquel dinosaurio.

—Señor Lewis —dijo George—, tiene usted que ser cuidadoso al elegir los contrincantes de ese chico grande.

—Oh, seré cuidadoso —dije.

—Muy bien. Es un buen muchacho, y no me gustaría verle muy malherido.

—No quedará malherido.

Me volví a Danny, que estaba demostrando el «gancho» de izquierda en sombra de boxeo.

—Danny, me voy a la ciudad —le dije—. ¿Puedo hacer algo por usted?

Danny se limpió la frente y miró a Toro.

—Espere un minuto —dijo—. Me voy con usted.

Llamó a Doc, que estaba sentado en un banco leyendo los diarios, y le dijo:

—Manténgalo trabajando en el saco durante un rato. George le puede demostrar lo que yo quiero decir. Luego téngalo moviéndose en el cuadrilátero durante diez o quince minutos; nada de puñetazos, solamente fijándose en George. Después, algunos ejercicios duros, tanto como pueda aguantar. Que levante más los pies durante el salto de comba. Volveré en cualquier momento mañana por la mañana.

—Entendido —dijo Doc—. Danny, si ve algún quiosco de diarios en las afueras de la ciudad, cómpreme alguno de Nueva York.

—Los «Gigantes[12]» están todavía colgados —dijo—. ¿Qué más desea usted saber?

—Aprenda a descansar, Doc —le dije yo—. Este es un lugar de reposo. Compórtese como si estuviera de vacaciones.

Doc sonrió de una forma que me hizo entristecer.

Cuando perdimos de vista el lugar, Danny dijo:

—Muchacho, tenía que ausentarme un rato. No hay nada que me saque más de mis casillas, que adiestrar a un hombre sin habilidad. Y aquel tipo bajito que habla español a mi lado sin parar está a punto de hacerme perder la mollera.

—¿Le parece que conseguirá algún día que Toro parezca un boxeador?

—Uf, no lo sé. Supongo que puedo enseñarle una o dos cosas. Pero no quiero ni pensar en él hasta que vuelva.

Cuando llegamos al Ventura Boulevard, en cuyas estaciones de gasolina empezaba anotarse la influencia de Hollywood, Danny me dio la dirección de una barbería de la Avenida Cherokee.

—Pero ¿no hace poco que se ha cortado el pelo, Danny?

—Es la dirección de un tipo que hará una apuesta para mí —dijo Danny—. Supongo que una vez u otra acertaré.

Después de haber dejado a Danny, volví a nuestras habitaciones del «Biltmore» y empecé a trabajar. Estaba haciendo una lista de las personas a las que tenía que llamar, cuando Vince salió del cuarto de baño en pijama.

—¿Aquí ya? —dijo.

—Hola.

—Preparado lo de Starr —anunció Vince—. Tendremos combate con Coombs el día 26 del próximo mes. Eso le da a usted tiempo suficiente para engatusar a la gente, ¿no es así?

—Jesús, ¡seis semanas más en esta ciudad!

—¿Qué le sucede a esta ciudad? —dijo Vince—. Debería usted ver el ambiente de niñas que hay en la sala cada noche. Es como disparar contra un barril lleno de peces.

Eructó ruidosamente.

—¿Ha dicho algo, amigo? —pregunté.

Me apoderé del teléfono. Llamé primero a Wicherley, «Trajes para hombres», y encargué lo necesario para vestir a Toro de pies a cabeza, tal como le había prometido. Luego, llegué a un acuerdo con un almacén de muebles para que construyeran una cama de tamaño extra. Tenía el proyecto de hacerla fotografiar cuando la metieran por el pórtico del Biltmore. Hice trato con el editor del Suplemento para el Oeste de una revista nacional, para llenar dos páginas comparando las medidas de Toro con las de Hércules, Atlas y los Gigantes de la antigüedad. Mi propósito era, bien a través de las páginas deportivas, bien por medio de los entusiastas del boxeo, animar al gran público de buscadores de novedades. Invité a comer a Joe O’Sullivan en el «Lyman’s», y después de la segunda copa (que figuraría como cuarta en la relación de gastos), le confíe la importante noticia de que estábamos considerando si sería Buddy Stein o Cowboy Coombs el primer contrincante de Toro.

A la mañana siguiente encabezó con ello su columna, como si fuera una noticia sensacional. Coombs no era tan conocido por la afición de la Costa Oeste como Stein, escribió O’Sullivan, pero era un peso pesado fuerte y experimentado, que había boxeado con lo mejor del Este. Esto no se podía contradecir. El único detalle que O’Sullivan había omitido, era que Coombs siempre había recibido de los mejores del Este. Había conseguido una gran experiencia en el cuadrilátero, muy cierto; pero casi siempre desalentadora.

Stein o Coombs, Coombs o Stein. Los redactores de deportes estuvieron barajando estos dos nombres durante una semana o más. Cuando la comedia hubo durado lo suficiente, dedicamos dos grandes columnas para anunciar que Toro Molina, el Gigante de los Andes, el invencible campeón de Sudamérica, tendría como oponente a Cowboy Coombs, el favorito del público de la Costa Atlántico, el gran preferido de las multitudes, que había sido obligado a ir al Oeste porque ninguno de los boxeadores de rango de Nueva York quería arriesgar su reputación ante Toro.

«Entre sus muchos éxitos pugilísticos —decía el artículo—, Coombs puede vanagloriarse de haber despachado al gran Gus Lennert». El combate de Lennert había sido un triunfo para Coombs, pero de ello hacía ya nueve años; fue en los días en que Coombs tenía el vigor de la juventud, y cogió a Lennert en una de esas noches malas que todos los boxeadores tienen. Pero, afortunadamente, la gente que leyó el artículo no poseía libros de registros ni mucha memoria, y a los chicos que lo escribieron les gustaba el color de nuestro whisky escocés y el tacto de nuestros bocadillos. Todos respondieron, excepto Al Leavitt, que lanzaba alguna pulla en su columna. «Es interesante notar —escribía Leavitt— que lanzar al ring a esta especie de toro no es el mismo deporte que tan entusiásticamente se practica en los países hispánicos».

Bueno, al infierno con Leavitt. No era más que una voz en el desierto. Era el tipo de individuo que llega a una reunión, se bebe todo el licor, se marcha y escribe lo que le viene en gana. Nada de lealtad. Nada de principios.

Dediqué el resto del día a «preparar» a los ciudadanos de Los Ángeles. Desempolvé varios antiguos anuncios, y puse el nombre de Toro en ellos. Luego telefoneé a algunos de los chicos que habían asistido a nuestra reunión. Escogí alguna de las fotos más impresionantes de Toro para usarlas en los anuncios. Mandé imprimir unas hojas con la biografía de Toro, en la cual había una relación de sus medidas físicas, desde su cráneo hasta el dedo meñique. Hice entrar a una chica y le ordené que me preparara un libro con los recortes de prensa publicados sobre Molina desde el día en que llegamos a la ciudad. Y lo más gracioso fue que cuando hojeé las primeras páginas de aquel libro, tuve la sensación del deber cumplido.

Si lo que yo había hecho era honesto o no, o si alguien podía haberlo hecho mejor, no era cosa que me concerniera. Llenar aquel libro de recortes había llegado a ser un fin en sí mismo, igual que coleccionar sellos de correos. Por eso se me hizo tan fácil de hacer, y casi llegué a creerme que un trabajo tan fácil tenía que ser bueno forzosamente.