Beth dijo que probablemente tardaría un poco en dejar la oficina. Así es que me tendí sobre la cama con mi ejemplar de «Guerra y Paz» desde que era estudiante, y había ya conseguido llegar a la mitad de la obra. Y no era que no la encontrase interesante. Pero había sido escrita antes de la era de la electricidad, los automóviles y la radio, y algunas veces he creído que yo debería haber estado en las mismas condiciones para poder terminar de leerla. Leía un par de capítulos, y me encontraba sin tiempo para seguir. Cuando de nuevo me encontraba en condiciones de dedicarle un rato, había olvidado quién era Marya Dmitrevna y tenía que retroceder varias páginas para hacerme con el hilo de la trama. Si «Guerra y Paz» me había causado molestias, nada eran estas comparadas con las que me ocasionaba mi habitación, que daba al bar «Strand», y los jugadores de caballos se reunían usualmente bajo mi ventana. Este ambiente era más propio para leer el Formulario de Carreras y La Revista del Cuadrilátero, que las obras maestras de la literatura rusa.
Yacía sobre la cama sin zapatos ni calcetines, y un vaso en el suelo para alcanzarlo fácilmente cuando Beth entrara.
—Hola, bombón —le dije.
El dulce calificativo solamente tuvo como réplica una agria expresión de su cara. A ella nunca le había gustado.
Miró a su alrededor buscando un cigarrillo y yo le lancé uno desde la cama. Vino hacia mí y se inclinó para encenderlo.
Por la forma en que se apoyó en mi brazo, podía yo asegurar que algo no iba bien. Así era Beth. Su pasión tenía esas irregularidades. Una noche se echaba en mis brazos, colgándose de mi cuello tan pronto se cerraba la puerta, y a la siguiente le gustaba ser conquistada como si nada hubiera habido entre nosotros.
—Querida —le dije—, no seas así, mañana me voy a California.
—Oh —balbució Beth—. Es posible que sea una buena idea.
Mi mano se apartó de ella como si poseyera un cerebro propio.
—Bueno, esta sí que es una agradable y amorosa despedida.
Ella se sentó en el borde de la cama y apagó su cigarrillo. Beth podía mantener una pausa más tiempo de lo que es debido. Yo estaba a punto de estallar cuando ella empezó a hablar lentamente.
—Ahora, Eddie, no te enfades.
Me miró seriamente y pareció considerar si debería decir algo más. Yo traté de fijar su atención en otro asunto.
—Infinidad de escritores van a California.
—¿A escribir? —preguntó. Y no esperó la respuesta—. Dejemos que las cosas sigan adelante, Eddie. Creo que era sólo cosa de tiempo que uno de los dos se fuera a California.
—¿Quieres decir para bien?
—No lo sé todavía. He pensado bastante. Lo único que sé es que nosotros dos estamos perdiendo el tiempo en Nueva York, porque no quieres molestarte en pensar adónde quieres ir. Lo desagradable es que yo soy la única que tiene idea de adónde vas tú. Tú siempre estás dispuesto a tomar un trago y a ganar fácilmente algún dinero, pero aplazar lo que deberías hacer. Siempre empezando, nunca terminando. Ese asunto del boxeo… Ya sabes que cuando al principio me hablaste de ello, yo estaba fascinada. Pero tú tenías entonces treinta años. Ahora estás cerca de los treinta y cuatro; treinta y cinco, treinta y seis, y llega el otoño. A los treinta y uno, un agente de la prensa pugilística es un tipo interesante. Pero un agente de la prensa pugilística, a los cuarenta años es una cosa triste. A los cincuenta es algo «muy» triste, y a los sesenta es un leño que rueda por esos locales de la Octava Avenida mareando a todo el mundo con los nombres de los boxeadores famosos que ha conocido.
—Ya has dispuesto cómo debe transcurrir mi vida —dije yo—, y lo cierto es que no me parece tan mala.
—Puedes reírte si quieres, querido. La mitad de los bares de la ciudad están llenos de individuos como, tú. Vinieron a la ciudad porque tenían algo en el cerebro. Mírate a ti mismo; tienes cierto talento para escribir, pero eres demasiado perezoso, o demasiado asustadizo, o estás demasiado atado para desarrollarlo.
—Chica —dije—, suerte que me voy mañana.
—¿Qué vas a hacer en California?
Le hablé un poco del asunto que pensábamos emprender en la Costa, de los planes de adiestramiento de Molina, el Gigante de los Andes, y de hacer popular su nombre.
Beth sacudió la cabeza.
—¡Eso es precisamente lo que quiero decir! ¿Qué clase de tarea es esa para un individuo que…?
—¿Qué, qué? ¿Que no tiene que ir mendigando para conseguir una asignación? ¿Que le gusta el dinero fácil de lograr, a ser posible mucho, y tener la oportunidad de conocer del mundo lo suficiente para sentarse algún día y escribir?
—¡Algún día! ¡Algún día! Eddie, ¿es que quieres escribir estas dos palabras en tu epitafio?
—Bien, ¿dónde demonios está la diferencia? Si yo coloco a Molina, otros trabajan para J. Walter Thompson y venden jabón. O escriben delicados anuncios a las chicas que su jugo de amapolas hará que todos los hombres se les rindan. Solamente que ellos usan palabras tan rimbombantes como «misterio seductor» y «embrujo de la noche». Probablemente estudiaron en Princeton, o en Yale, y hasta es posible que en Harvard. Pero si escarbas un poco debajo de sus almidonados puños con delicados monogramas encontrarás sus argollas. Toma como ejemplo a mi amigo Dave Stempel, que publicó aquel pequeño volumen de poemas cuando aún era estudiante. «El Sueño Locomotivo». ¿Recuerdas que lo leímos juntos? Bueno, pues ahora está en Hollywood escribiendo hediondos melodramas de la clase B. ¿Dónde está la diferencia entre su trabajo y mi tarea con Nick?
—Pero yo no estoy hablando del escritor remilgado de puños almidonados, ni de Dave Stempel. Estoy pensando en ti. Quiero decirte que supongo que realmente pienso en mí. Tengo veintisiete años. Ya es hora de que conozca al hombre con el que he de compartir mi vida.
Yo miré hacia abajo, hacia la extravagante y ruidosa noche de la Calle 46. Pude ver al viejo Tommy, el «barman», apoyado sobre sus codos y hablando con Mickey Fabian, un enano que se jugaba su pensión de la Guerra Mundial, entera, cada mes, apostando sobre la velocidad de nuestros amigos de cuatro patas. Era probable que más tarde yo bajase un rato y levantara mi vaso para brindar con Mickey y escuchara su versión de las carreras de Saratoga. Ellos eran mis muchachos. Arruinados algunos de ellos, artistas de sentimiento, aunque sin suerte. Pero eran mis muchachos. Tal vez eso fuera lo que intentaba hacerme comprender Beth. Me gustaba sentarme con los muchachos y disfrutar de una copa y un cigarrillo. La conversación trataba de si Joltin Joe había vencido otra vez, y si la Comisión tenía derecho a retener la bolsa de aquellos dos «tonguistas» después del bailoteo del viernes por la noche. Uno consigue amoldarse y gusta de esta clase de vida. No es forma de vivir, pero uno consigue creer que lo es, y ya no puede prescindir de ella. Quería a Beth, pero todavía deseaba ser libre para sentarme con los muchachos cuando lo necesitara. Por esto nunca me decidí a hacerle aquella proposición. Ella me conocía mejor que yo.
—Sospecho que soy uno de los compinches de Nick —dije—. Oh, claro que me gusta leer un libro de cuando en cuando. Pero soy un hombre estrictamente de salón. De cuando en cuando me gusta hacer míos todos los billetes de la mesa, y me gusta tener en mi cartera dinero bastante para pagar mis gastos. La pasta de Nick puede parecer un poco sucia, pero en todas partes la cambian por limpios y crujientes billetes.
—Bueno, ¿y qué sucederá cuando vuelvas de Los Ángeles?
—No lo sé aún. Hemos de ver cómo se van desenvolviendo las cosas. Probablemente trazaremos nuestro camino impresionando a los campesinos, como es costumbre.
—Así que serás el maestro de ceremonias de un… circo extravagante.
—Por Dios vivo, ¿qué quieres que haga? ¿Que venda mis poemas en la esquina de Washington Square y que pase hambre con el resto de los secamolleras? —ladré yo.
Beth se levantó del borde de la cama y dijo con aire de determinación:
—Muy bien, Eddie. Pero creo que te vendes terriblemente barato. Supongo que sabes lo que deseas. Yo sólo quisiera que desearas un poco más.
Entonces se suavizó un poco, me abrazó y me besó.
—Cuídate mucho.
—Lo mismo digo, nena.
—Estás ofendido —dijo ella—. Tenía la esperanza de no ofenderte.
—No estoy ofendido, solamente estoy…
—Escríbeme con frecuencia.
—Te lo prometo, estaremos en contacto.
—Espero que todo salga según tus deseos.
—Así será. Todo saldrá bien.
Nos miramos uno o dos segundos, pero a mí me pareció mucho más tiempo. En momentos así uno se siente capaz de ver con los ojos del otro un destello de cómo hubieran sido las cosas, de haber jugado las cartas de modo diferente.
—Es posible que este estímulo sea lo que necesitamos —dije—. Puede ser que nos podamos casar a mi vuelta.
—Puede ser —dijo ella—. Veamos qué sucederá.
—Cariño. Sé buena, guapa.
—Adiós, Eddie.
—Hasta la vista, Beth.
Permanecí en la ventana y la vi andar por la calle. Vi cómo los jóvenes se volvían a su paso con admiración. Su pulida figura no hacía juego exactamente con su brillante pero sencillo rostro. Permanecí en la ventana hasta que su rápido andar se perdió entre la corriente humana que barría la esquina.
Me serví otra copa. Me tendí en la cama e intenté seguir la lectura de «Guerra y Paz», pero los personajes habían perdido contacto conmigo, y las frases se sucedían sin sentido.
Dios Todopoderoso, ¿sería posible que Beth tuviera razón? ¿Quién era yo? ¿El lector que señalaba y estudiaba aquellas líneas de Tolstoi? ¿O el individuo que anunciaba a voces la presentación de Molina el Hombre Montaña? ¿Dónde estaba el uno y el otro, el lector y el delirante? Dos seres que vivían bajo la misma piel, extraños compartiendo el mismo techo.
Arrojé el libro y comencé a vestirme para salir. Toro y Acosta estaban en el Hotel Columbia, al volver la esquina. Por necesidad de hacer algo pensé que debía ir a comprobar si lo tenían todo preparado para el viaje.
El «Columbia» era un hotel de esos que en número incontable existen en el sector de Times Square, con la misma e impersonal fachada, el mismo público bebiendo las mismas bebidas en idénticos mostradores, la misma clientela de aspecto cansado compuesta de jugadores de carreras desafortunados, agentes teatrales sin clientela, comediantes sin papeles y apoderados de boxeadores de cualquier precio, igual que Harry Miniff. El vestíbulo del «Columbia» parecía ser pequeño o estar lleno de grupos desharrapados que se hablaban en cuchicheos, conspirando por la causa de obtener algún dólar sin esfuerzo.
Toro y Acosta ocupaban lo que en el «Columbia» llamaban una suite, que no era más que una salita no mayor que un locutorio telefónico que comunicaba con una pequeña habitación provista de dos camas.
—¡Ah, mi querido señor Lewis! —dijo Acosta cuando abrió, haciéndome una pequeña reverencia. Parecía muy vivaracho, con su corbata de pajarita y su negro smoking, su larga boquilla en la mano y un libro bajo el brazo.
—¿Les molesto?
—¿Cómo? Oh, no, no; estoy pasando el rato estudiando inglés. —Me mostró la gramática—. Es un idioma que celebro haber aprendido en edad temprana. Sí, los verbos. Los verbos son muy difíciles. Pero tienen ustedes un idioma muy bonito. No es tan musical como el español; pero es muy viril, muy fuerte.
—Así somos nosotros.
Me indicó que me sentara en el asiento más confortable, con la deferencia automática de un mayordomo.
—Por favor —dijo.
Del cajón más alto del aparador sacó una botella y la colocó sobre la mesita de centro recubierta de bonitos dibujos.
—¿Le gustaría tomar una copa de coñac? —Acarició amorosamente la botella—. La traje de Mendoza.
—Gracias. Creo que es mejor que no beba. He estado tomando whisky todo el día y sólo tengo un estómago.
Acosta rio de la forma que lo hace quien no llega a comprender el sentido de la frase.
—Bueno, ¿qué les parece lo de ir a California?
—Oh, estoy muy excitado —dijo Acosta—. Toda mi vida he oído hablar de Los Ángeles. Hay quien dice que es una ciudad mucho más bonita que nuestra Mar del Plata. Y creo que El Toro tendrá allí un clima más parecido al que está acostumbrado. El de aquí es demasiado húmedo. Quizá por eso ha estado tan flojo en el cuadrilátero.
Yo había dicho cuanto había que decir acerca de la habilidad de Toro, así que pasé por alto esta observación, como si no la hubiera oído.
—A propósito, ¿dónde está Toro?
Acosta señaló el dormitorio.
—En cama, ya durmiendo. ¡Pobre Toro! Esta noche se siente muy mal. Se da cuenta de que esta tarde ha dado una pobre demostración y tiene deseos de volver a Santa María. Yo trato de hacerle comprender que ahora, con la protección del señor Latka y del señor McKeogh, ganará mucho más dinero que Luis Firpo. Pero ya sabe usted cómo son los muchachos. De cuando en cuando sienten añoranza del hogar.
—En realidad, a él no le gusta boxear, ¿verdad? Creo que no tiene afición por el boxeo.
Acosta dibujó una sonrisa cautivadora.
—El instinto de matar, no, quizá no lo tenga. Pero tratándose de un hombre de su musculatura, cuando el señor McKeogh le haya enseñado a golpear…
—¿Le coge con frecuencia esa añoranza?
—Oh, no es nada —me aseguró Acosta—. Por la mañana, después de haber dormido bien, estará perfectamente. Ya le ocurrió lo mismo en Mendoza, al principio, cuando acabamos de llegar de la montaña, de Santa María. Algunas veces se sentaba en el camión durante todo el día, y yo sabía que la añoranza lo atenazaba fuertemente.
Acosta continuó:
—Hay algo que quiero decirle de El Toro, que por cierto no es para ser publicado. El procede de un pueblecito en donde la gente no sabe nada del mundo. Así que El Toro, en manos de mujeres con experiencia, es igual que…
—Arcilla.
—Gracias. Mi vocabulario de inglés ha aumentado un poco. Para explicar lo que El Toro sabe del mundo, le diré que un día, en Mendoza, cuando aún estábamos en el circo, el señor Méndez estaba fuera haciendo errar el caballo. Aquella noche, precisamente antes de la función, El Toro vino a mí y me dijo que debía ver a un sacerdote en seguida, para confesarse por haber cometido adulterio. En su vida no había cometido el pecado de adulterio, y tenía un enorme temor de no poder ir ya nunca al Cielo.
—Si le sucede aquí algo semejante —le dije yo— el público le abandonará en un santiamén. A nosotros nos gusta que nuestros héroes coman trigo, sean buenos con sus madres, y sinceros y fieles a sus novias de la infancia.
—Compréndame —dijo Acosta—. Yo se lo he dicho a usted porque somos como una gran familia.
«Precisamente una gran y desgraciada familia», pensé yo.
—Espero que yo no le habré hecho ver a El Toro como un mal muchacho —continuó Acosta—. Le digo a usted todo esto porque usted tendrá ocasión de estar con él mucho tiempo en público, y quizá le pueda ayudar a guardarse de ciertas señoras que encontrará y que se interesarán por él.
Dos fuerzas idénticas presionando en opuesta dirección y contendiendo por la posesión de mi columna vertebral. El estudiante de literatura moderna americana, alquilado como niñero de un adolescente superdesarrollado.
El calor de la noche se hacía pesado en aquella poco ventilada habitación, cuyas paredes estaban demasiado juntas unas a otras. De repente me sentí harto de Acosta y de su antigramatical fatuosidad, de su atractivo que procedía en gran parte de su dentadura, y de sus protestas de benevolencia hacia Toro. Pudiera ser que Toro fuese un éxito. Tenía músculos, Honest Jimmy tenía las relaciones, Nick el dinero, y yo conocía las tretas. Y el pueblo americano, Dios le bendiga, tenía la credulidad. No se le debe censurar completamente, ya que ha sido apabullado. Ha sido atacado por todos los lados: la radio, la prensa, los anuncios murales, hasta los aviones dejan en el cielo blancas estelas diciéndoles lo que deben comprar y lo que necesitan. Nación castigada, nación de radioyentes, y felices consumidores, gran nación de espectadores. Ahora, si los vientos nos eran favorables (y si no lo eran habría que colocar ventiladores en las alas), serían barridos por El Toro Molina, el Gigante de los Andes, llegado desde las alturas de las montañas para desafiar a los Filisteos, al igual que Sansón, y vengar a un campesino derrotado.
—Bueno, pasaremos a recogerles mañana, una hora antes de la salida del tren —le dije.
—De acuerdo, estaremos esperándoles.
Desde el dormitorio llegaba un ronquido fuerte y el ruido de movimiento de ropas. Acosta fue hasta la puerta del dormitorio y miró adentro. Yo permanecí detrás de él y mirando por encima de su hombro pude ver completamente el interior. Toro había apartado toda la ropa de la cama y estaba tendido desnudo sobre ella. La cama no era lo suficiente larga para él y había colocado una silla al final para apoyar los pies. Eso daba a la escena una apariencia grotesca. Era como si una enorme marioneta hubiera sido dejada aparte, sin tomar parte en la función. En sueños, su cara tenía la apariencia de una cabeza exagerada para efectos cómicos.
Y yo pensé: «Aquí estamos nosotros, planeando su carrera, modelando su vida, llevándolo a California, enfrentándole a Coombs, rodeándole de apoderados, entrenadores, agentes de Prensa… y él no ha sido consultado nunca». Yo podía inducir al pueblo de América a quererle, a odiarle, a respetarle, a temerle, a burlarse de él o a glorificarle, y, en realidad, nunca había hablado a fondo con él. ¿Cuáles eran sus preferencias, sus sentimientos, sus ambiciones, sus más íntimos apetitos? Cuando Jimmy, Nick, Danny, Doc, Vince y yo estuviéramos dispuestos para impulsar nuestros resortes en un esfuerzo coordinado, el Gigante de los Andes doblaría su enorme torso para pasar entre las cuerdas del cuadrilátero; otro impulso, y sus manos se levantarían en el ademán que es tradicional desde hace quinientos años; y entonces sería guiado a través de movimientos calculados para agradar a los clientes de la taquilla, quienes dejaban su dinero para ver lo que técnicamente se supone que ha de ser una exhibición del varonil arte de la autodefensa.
Intranquilo, Toro daba vueltas en la cama y murmuraba algo en español que sonaba como: «Sí, sí, papá, ahora, ahorita». ¿A cuántas millas de distancia del Hotel Columbia se hallaba Toro? ¿Qué pequeña tarea le habría encomendado su padre, tan trivial y diaria, que estaba profundamente arraigada en la parte del cerebro que nunca duerme, que está siempre trabajando como un horno automático en una casa oscura y en vela?
Quizá Papá Molina había dicho a Toro que trasladara fuera los barriles llenos y los colocara delante de la tienda. Toro podía haber estado sentado a la mesa junto con sus hermanos, devorando su tercer tente-en-pie de pollo con arroz, mientras su padre, limpiándose con la manga la salsa caliente que le chorreaba por la boca y dándose golpecitos en el vientre con indulgencia, decía: «Bien, hijos míos, una buena comida para un buen día de trabajo. Ahora, otra vez a la tienda».
En el exterior, la calle estaba llena de gente para quien medianoche es pleno día. Broadway estaba cargado con su insomne energía. Al igual que el relato de la visita a un hospital produce en uno síntomas de malestar, en Broadway, a primera hora de la madrugada, se encuentra uno súbitamente con un nuevo aliento y los ojos se abren con insomnio exagerado. Yo giré hacia el oeste, alejándome de Broadway, encaminándome hacia la hilera de miserables casas de piedra que hay entre la Octava y Novena Avenidas, en donde estaba el local de Shirley.
Shirley habitaba en el último piso, en uno de esos que resultan sorprendentemente confortables, después que uno ha trepado por la oscura y estrecha escalera que da la impresión de que conduce a una buhardilla. El piso constaba de dos dormitorios (con modestos muñecos colgados en la cabecera de cada cama), una sala de estar, una salita bar y una cocina diminuta.
Las cortinas estaban siempre echadas, y el alumbrado era tan discretamente tenue, que aún recuerdo la oprimente sensación de decadencia que se apoderó de mí una mañana cuando yo creí que salía de allí a las cuatro, y di de bruces con la cegadora y acusadora luz del día, y con los modestos y honrados habitantes que van a trabajar a las ocho de la mañana.
Fui recibido por Lucille, la digna criada de color. Desde el bar pude oír la radiogramola de Shirley, su más preciada posesión, que tocaba uno de sus discos: «Billie Holiday», con Teddy Wilson al piano, cantando «Lloré por ti». Estaba tan oscura la pequeña sala, que al principio todo lo que pude distinguir fue la lumbre de los cigarrillos de los clientes y a Shirley, detrás del bar, con una copa en la mano y fumando uno de los cigarrillos liados por ella misma. Iba vestida con algo largo, abierto por delante y plegado al costado al mismo tiempo, de forma que parecía una toga.
Ella estaba cantando con Billie:
… Encontré unos ojos un poquito más azules,
encontré un corazón un poquito más sincero.
Cuando me vio, dijo:
—Hola, forastero.
Se sentía contenta aquella noche. El que cambiaba los discos había puesto otro de «Holiday», el lento y fácil «Fino y suave», y la voz de Billie, baja y clara, se extendió por la sala:
El Amor es como un grifo…
Se gira para abrir y cerrar…
El Amor es como un grifo…
Se gira para cerrar y abrir…
En el sofá próximo a la ventana una rubia estatuaria con un rostro que hubiera podido ser hermoso si hubiera sido menos glacial, trataba de colocarse entre los brazos de un escurridizo actor de Broadway. Sentado sobre el suelo con su espalda apoyada contra un sillón, estaba un negro de agradable apariencia. En el sillón, pasándole las manos por el pelo, había una mujer blanca de cerca de cuarenta años, que parecía una de esas jamonas que proceden de muy buena familia con abundancia de lechugas.
Cuando se inclinó para abrazar al negro derribó la copa que estaba sobre el brazo del sillón.
Igual que una anfitriona enojada, Shirley me dijo en un susurro, que la mujer podría haber oído, si no hubiera estado ocupada:
—Dentro de tres minutos voy a barrer a este esperpento.
Apoyada sobre la radio estaba una esbelta joven sudamericana, de cara increíblemente bonita.
—Ven aquí, Juanita; quiero presentarte a un viejo amigo mío. ¿Verdad que es encantadora? —dijo Shirley cuando nos estrechamos las manos. Juanita bajó los ojos con embarazo. Ella le acarició las manos cariñosamente—. ¿Quieres beber algo, querida?
—Coca-Cola —dijo la muchacha, con acento español.
Cuando los ojos de Juanita estuvieron cubiertos por el vaso, Shirley me señaló hacia ella con un gesto de cabeza y levantó las cejas con gesto interrogador.
Yo sacudí la cabeza.
—¿Qué te parece si jugáramos una partida de cartas? —pregunté—. Me voy a la Costa mañana y necesito serenarme.
—Entra en mi sala de recibir —rio Shirley—. Llegas a tiempo para que te gane el importe de mis facturas del mes.
Aparté el hule que cubría la mesa de la cocina, mientras Shirley sacaba de la nevera una porción de pollo frío.
Repartí yo las cartas, y Shirley dijo mientras las recogía:
—Oh, apestas a alcohol.
—Perdona, querida —le dije—. Me siento enormemente vulgar esta noche.
—¿Quieres beber cerveza con el pollo?
Mi boca estaba llena de pollo.
—Qué pollo más rico.
—Lo he frito yo misma. Nadie consigue hacerlo tan crujiente como a mí me gusta.
Shirley jugó su baza diestramente y me cogió con nueve tantos.
Reímos. Yo empezaba a sentirme mejor a su lado. Ella generaba una atmósfera de cordialidad, de seguridad. Era extraño que después de haber vivido tantos años en Nueva York, una partida de naipes en la cocina de Shirley, con pollo frío sobre la mesa y una cerveza a mi lado, fuera la cosa más próxima a un hogar que yo había encontrado en Manhattan.
Shirley parecía prestar más atención a sus cartas que a mis problemas, pero siempre escuchaba de una forma casi desinteresada, que hacía fácil las conversaciones.
—Supongo que ese Molina es una especie de saldo —dije yo—. Beth quiere que yo abandone el asunto. Demonios, ya sé que es una porquería. Entre nosotros, te diré que sé que los asuntos de Nick no huelen precisamente a rosas. Pero a los treinta años no es fácil empezar de nuevo. Me gusta tener el ingreso semanal seguro.
—¿Qué tal va un tres? —preguntó Shirley.
—Muerto —dije yo—. Veintiuno. Esto te da la partida, ¿verdad?
—Tengo un menos cero —dijo Shirley—. Bien; ya tengo para la factura del teléfono. Ahora vamos por la del alquiler.
Pensé que ni siquiera me había estado escuchando, pero después de su primer descarte, la conversación volvió al punto donde yo la había dejado, como si no hubiera habido interrupción alguna.
—Te diré una cosa, Eddie; el amor no admite ninguna clase de vapuleo. Si a esa pollita tuya no le gustan los negocios del boxeo, y tú crees que es tu negocio… Bueno, puede ser que la chica se haya arrepentido a estas horas.
—Tú no lo hubieras hecho —dije yo.
—No estés tan seguro. Esta lucha incesante puede llevar a una señora a un infierno de persecución. A nadie se lo hubiera dicho más que a ti, Eddie, pero esta endiablada ciudad casi nos perdió a Billy y a mí. Si no hubiera estado con aquel loco (Dios guarde su alma) desde que tenía quince años, te aseguro que me hubiera vuelto a Oklahoma.
Al igual que todo el mundo, yo había oído hablar de los altibajos de los amores de Shirley con El Marino, pero ella nunca me había hablado de ello, ni yo la había presionado para que lo hiciese. Pero mi discusión con Beth parecía haber soltado algo que estaba aprisionado en su interior.
—Ya sabes que Billy era un salvaje. Bebía con exceso antes de empezar a boxear en serio. Supongo que ambos volvimos a la libertad del Oeste. Éramos una pareja de locos. Cada vez que leo la noticia de que un chico y su novia que han robado a algún individuo en la carretera, pienso que pudimos haber sido nosotros, Billy y yo. Billy anhelaba cosas terriblemente malas. Y yo estaba tan ciega por él, que hubiera hecho cualquier cosa. Si él no hubiese conseguido regenerarse, Dios sabe lo que hubiera sido de nosotros.
»Pero una cosa puedo decir de Billy: nunca me engañó. Hasta que llegamos a esta ciudad y consiguió un nombre en el Garden y se juntó con aquellos reptiles que tenían relaciones en los Clubs. La primera vez que sucedió, me sentí como si me hubieran lanzado desde la ventana a la calle. Fue la noche del combate de Coslow, del que todo el mundo decía que iba a ser una especie de ejecución. Billy le venció sin despeinarse siquiera. Yo nunca iba a los combates, porque no quería ver que le sucediera algo, pero lo escuché por radio, lo cual fue mucho peor. Bien, después que oí que le estaban contando a Coslow y llegaron al final, me preparé, porque pensé que a lo mejor Billy lo querría celebrar. Pero resultó que él tenía sus propias ideas sobre celebramientos. No llegó a casa hasta cerca de las seis de la mañana. Apestaba a whisky y a perfume de otra mujer. A la noche siguiente, cuando se despertó, me pidió perdón con su: «Nena, perdóname. No lo haré más».
»Seis semanas después ganó a Thompson en el quinto asalto, y se repitió la canción. Desde entonces, yo temía que Billy ganara otro combate. Finalmente se acordó el combate con Hyams, y él no quiso escuchar a los que le aconsejaban que se preparara. Pregúntale a Danny McKeogh. Billy creía que podía boxear y chulear por ahí. Supongo que recordarás el combate. Hyams le destrozó la nariz y le partió las dos cejas. Si el árbitro no hubiera detenido el combate, probablemente hubiera matado a Billy. Billy estaba casi deshecho, recibió demasiado. Pues bien; aquella noche Billy llegó a casa tan pronto como terminó el combate. Lo tuve en cama durante una semana, y él no permitió a que nadie más que yo se le acercara, ni siquiera Danny. Y fue tan cariñoso y dulce como un pequeñín. Después de aquello, yo le juré a Jesús que rogaría para que fuera apaleado en cada combate. Porque cada vez que recibía una paliza sucedía lo mismo. Volvía a casa sumiso como un corderito, y yo tenía conmigo a mi Billy otra vez. Le ponía compresas sobre las inflamaciones y le lavaba los cortes, leía chistes en voz baja para él. Sé que parecerá exagerado, pero juro que odiaba verle dejar la cama.
Mientras Shirley hablaba, comprendí algo que me dijo una vez Willie Faralla. Willie había recibido una horrible paliza a manos de Jerry Hyams en el Garden, y el estado moral de Willie quedó bastante más afectado de lo que aparentaba. De modo que decidió dejarse caer por el local de Shirley y divertirse un poco. Tan pronto como Shirley lo vio en aquel estado, con un ojo cerrado y el labio partido, lo metió en cama. Lo estuvo cuidando toda la noche.
Willie era un joven bien parecido, y se creyó que Shirley se había enamorado de él. Pero un par de semanas más tarde, Maxie Slott fue aplastado en medio asalto; y como había oído hablar del trato que Shirley le dio a Willie, decidió probar. Maxie es bajito y tiene una cara que podría alquilar a una casa de duendes; pero Shirley lo acogió en su seno en seguida igual que a Willie. Después de aquello, cualquier boxeador derrotado que tuviera fuerzas para arrastrarse y subir los tres pisos, alcanzaba el premio de Shirley. Nada importaba lo atareada que estuviera; siempre tenía tiempo para lavar una oreja o para desinflamar un ojo.
No solamente gratis, como Willie había dicho, sino que Shirley lo hacía realmente por amor; por amor a un hombre de West Liberty, Oklahoma, que solamente le era fiel cuando estaba demasiado ensangrentado y demasiado avergonzado para presentarse en público. Y Shirley le seguiría amando mientras le quedara aliento, aunque unas veces apareciera bajo la forma del alto y delgado Faralla, y otras en la forma del gordo y rechoncho Maxie Slott.
—¡Caramba, mira qué hora es! —dije—. Y me espera un día atareado mañana; quiero decir hoy.
—¿No puedes quedarte un poco más?
—Conozco cuando estoy agotado, camarada. Arrojo la toalla.
—Muy bien, coge otra cerveza de la nevera. Veré cuánto te cuesta tu breve visita.
En total, eran cuarenta y dos dólares.
—Desearía que no te fueras a California —dijo Shirley—. Eres mi pichón favorito.
Me acompañó hasta la puerta.
—Ese Molina, con quien estás trabajando, no es precisamente sensacional, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabes? ¿Alguien del Stillman te lo dijo?
—No, nadie me lo ha dicho, ni siquiera tú. Eso es lo que más me extraña. Tú sueles hablarme de tus chicos como si creyeras que yo soy el Tío Mike[10].
—Bueno; tienes que prometerme que guardarás lo que voy a decirte bajo tu sombrero, o en tu seno, o dondequiera que ocultes tus secretos; pero a ese Molina un peso ligero de tercera le daría guerra. No digas nada, porque voy a auparlo hacia el campeonato.
—Todo lo que yo sé es lo que he leído en el Mirror —dijo Shirley.
—Gracias, Shirley, que seas buena chica.
—No demasiado buena, o me moriré de hambre.
Me besó en la mejilla.
—Y apártate de las artistas de cine.
Yo la abofeteé amorosamente.
—Una cosa es cierta —le dije—. Nuestra amistad es la más platónica de la ciudad.