Capítulo siete

Quise pasear hasta el bar de Walter, en el cual encontraba ambiente hogareño, pero Danny no podía esperar cinco manzanas para echar el primer trago del día. Así es que nos metimos en el más próximo de los oscuros saloncitos que desembocan en la Octava Avenida. Danny era uno de esos individuos que podían necesitar un trago con tan imperiosa necesidad, que les costaba un esfuerzo conversar cortésmente hasta que tenían el primer par de copas en el estómago. Cuando el camarero del mostrador le sirvió —su bebida era «Jaimeson» irlandés— vació la copa de un trago con un movimiento de muñeca. Después del segundo exhaló un lento suspiro. Danny era un hombre delgado, tieso, que actuaba como si los extremos de sus nervios estuvieran a flor de su piel. Cada cosa que hacía, la forma de beber, de fumar cigarrillos, la repentina y casi automática forma que tenía de restregarse la mejilla, la forma de hablar, todo ello reflejaba la misma nerviosidad.

El camarero dejó la botella delante de Danny y se fue a sus quehaceres. De cuando en cuando Danny llenaba las copas mientras hablábamos.

—Bien —dijo Danny—. ¿No tenemos un hombrón? ¿No es una preciosidad? —Danny lo dijo en una especie de jerga que sonaba a arcaica. Él todavía decía cosas como «parné», y al referirse a las chicas guapas acostumbraba decir «despampanantes».

Danny estudió la botella reflexivamente.

—Si por lo menos no supiera nada en absoluto, compañero, no sería tan malo. He comenzado a escarbar. Para ver cómo estaba. Bud Traynor estaba verde como la hierba cuando me hice cargo de él, pero al final sabía abundante boxeo. Pero este buey —se sirvió otra copa— no es nada. Solamente un payaso grandullón. Ni siquiera tiene nervio.

Levantó la copa ceremoniosamente. A Danny le gustaba beber de prisa pero con cierto comedimiento.

—Felicidades —dijo.

Había ya algún color en la cara de Danny. Sus ojos eran más brillantes. Se limpió la boca con la mano y dijo:

—Tú sabes, chico, que es posible que haya tenido más de un fracaso, pero aún me gusta este condenado entretenimiento. Hasta con todos sus inconvenientes me gusta este piojoso trabajo. Especialmente cuando tengo un boxeador. Dadme a un rapaz inteligente y dejadme llevarlo adelante, lentamente y bien, como hice con Greenberg y Sencio, y me sentiré en el Cielo. Felicidades…

Parecía estar leyendo la etiqueta de la botella detenidamente.

—Sí, chico, no hay nada que me guste más en este mundo que trabajar en un ángulo cuando he conseguido un muchacho pulido y listo que sabe hacer cuanto le pido. Así era Izzy Greenberg hasta el combate de Hudson. El combate de Hudson le hizo perder a Izzy algo difícil de definir, pero sin lo cual uno no es como Dios manda. Así me quedé yo después de pelear con Leonard. Uno aparenta estar tan bien como siempre en el gimnasio, pero su confianza ha desaparecido. Su «química», se podría decir. Su «química» ha cambiado. Y entonces es cuando yo renuncio. Por eso nunca me arrepiento del esfuerzo que hice por elevar a Izzy en el boxeo. Perdería hasta los calzones antes que verle con el cerebro deshecho por los golpes. Bien, felicidades…

Desde el radio-receptor del bar, que hasta el momento no nos había interesado, llegó a nosotros la señal de partida de las carreras de caballos. Danny se pasó la mano por la cara, con aquel ademán tan suyo, y dijo:

—Espere un minuto. Tengo algo bueno en la primera carrera.

«La primera en Jamaica —anunció la voz fría y mecánica del locutor—. Han partido a las dos y treinta y siete. El ganador: “Carburetor”. Colocado: “Shasta Lad”. Clasificado: “Laberinto”. “El Gob” corre el cuarto. Carrera rápida y limpia. Tiempo empleado: un minuto, doce segundos y cuatro quintos. El ganador se paga a siete-ochenta, cuatro-noventa y cuatro-diez».

—¿Sobre cuál apostó?

—«El Gob» —dijo—. Parecía el ganador. Está bajando de categoría. ¡Llevando solamente ciento catorce libras! Y la distancia era buena —alcanzó de nuevo la botella—. Felicidades.

—No, gracias, Danny —le dije.

—Adelante, chico, acompáñame.

—Debo marcharme dentro de un rato para ver a Nick.

—Al infierno con Nick. Esto es lo malo de este piojoso asunto. Demasiados Nicks en este piojoso juego.

—Bien, écheme una más.

—Hágame compañía. Al diablo con Nick. Nick es quien nos empuja a beber con sus piojosos antojos.

—No se trata solamente de Nick; debo encontrarme con mi novia, después.

—Eso ya es otra cosa, chico. Que nunca se diga que Danny McKeogh se interpuso entre un mozo y su amada. Déjeme servirle solamente una copa o dos, así no me parecerá que estoy bebiendo a mi salud.

Mantuvo su copa en alto y se la quedó mirando.

—Es una lástima —dijo— tener que cuidar a un tipo como ese. Es una lástima —alcanzó de nuevo la botella—. Si hay algo que odio, es cuidar a un boxeador sin habilidad. Me fastidia enormemente. Si realmente quieren castigarme por mis pecados, deberían colocar un gimnasio en el Purgatorio y encerrarme en él con malos boxeadores.

Sonrió. Tenía una sonrisa agradable y aniñada, la cual hacía que uno riera con él. Se iba encontrando mejor. El licor le sentaba bien.

Doc Zigman entró y tomó asiento en un taburete vacío contiguo al de Danny.

—Póngale una cerveza a mi amigo, John —gritó Danny al camarero.

Doc nunca bebía otra cosa más fuerte que cerveza. Era de complexión cetrina, con una frente amplia e intelectual y una cara viva y sensitiva que siempre parecía desanimada. La tuberculosis había hecho que su columna vertebral creciera con una giba entre los hombros y lo dobló como si estuviera bajo un peso insostenible. Ello le daba más la apariencia de un científico o un maestro, que de un miembro de la congregación del boxeo. Como prueba de ello, a Doc poco le faltó para ser un Doctor graduado.

Los ortopédicos hicieron cuanto pudieron con sus torturantes contracciones cuando era niño, y no obtuvieron nada. Solamente consiguieron alejarlo de la escuela el tiempo suficiente para que se le esfumara su sueño de llegar a ser médico. Pero lo que con seguridad le hirió más que las «curas», fue el progreso de su hermano menor, hoy día uno de los mejores cirujanos de Nueva York. Se insinúa que Doc no es bien mirado en casa de su hermano, y yo supongo que sería muy fácil para un psicoanalista trazar el historial hacia un trauma en la edad temprana. Lo obvio es que no resulta fácil subordinar todas nuestras ambiciones a un hermano menor, especialmente si este ha sido favorecido con una espalda tiesa.

No me es posible recordar cómo ingresó Doc Zigman en el torbellino del boxeo. Doc trabajaba como un doctor, con más eficiencia que el lote de orgullosos con suficiente influencia política para conseguir ser nombrados inspectores médicos por las comisiones de boxeo. Nunca he visto a nadie como a Doc para una hemorragia. En esos cortos segundos entre asalto y asalto, sus largos dedos trabajaban con magia. Y no sólo conocía medicina externa. Ha hecho una especie de estudio irregular de la embriaguez de los puñetazos, con gran detalle sobre contusiones y hemorragias cerebrales. Lo más raro del caso es que, proviniendo de un barrio vulgar y estando la mayor parte del tiempo entre paletos, no reconoce igual que un doctor corriente, y sin embargo, le he oído conversar con especialistas y hablar sobre «síndromes parkinsonianos» y «encefalitis postraumáticas», y por la forma con que ellos le escuchaban, era claro que sabía de lo que estaba hablando.

Me dirigí a Doc:

—Bien, ¿qué piensa de nuestro Superhombre? ¿Cómo lo clasifica físicamente, Doc?

—Le diré a usted, Eddie. Tiene mala clase de músculos. Músculos grandes y cuadrados. Ha hecho grandes esfuerzos elevando. No hay empuje ni velocidad en músculos de esta clase. Tiene los bíceps hipertrofiados. Trabaja como si fuera una persona de poco músculo. Eso le hará ser siempre muy lento.

—Felicidades… —dijo Danny.

—¿Y de su talla, qué me dice? —le pregunté—. ¿Qué es lo que hace que un joven sea tan desarrollado? ¿Es natural? ¿O es algo de glándulas?

—No me gustaría dictaminar sin saber algo más de su historial —dijo Doc en la forma que acostumbran a emplear los doctores—; pero sólo con observarle puedo decir que es lo que en el Centro Médico denominan «acromegálico».

—¿Es malo eso? —pregunté.

—Oh, no es cosa seria, pero la superactividad de la glándula pituitaria no es cosa normal.

—¿Cuáles son los síntomas? —dije—. O los «síndromes», o como sea que ustedes los genios lo llamen.

—Un hiperpituitario —dijo Doc— tiene usualmente apariencia de extravío. Es anormalmente grande, y su sistema nervioso no ha podido desarrollare en él. De lo cual resulta que sólo es apto para actuar indolentemente, si bien su cerebro puede estar perfectamente. Sus nervios son como alambres entre el cerebro y el cuerpo, que no están bien enganchados. Las ventajas son que no puede ser tan sensitivo como el hombre bajo. En cambio perderá el conocimiento antes. Carece de resistencia.

—Esto sí que es grande —dije—, verdaderamente grande. Me estoy viendo a mí mismo vendiéndolo al mejor postor de los centros médicos. Vean a «Molina el Hombre Montaña», el «Hiper-Pituitario», un regalo de la Argentina a la ciencia médica.

—Felicidades… —saltó Danny.

Habíamos dado fin a la botella. Danny la mantuvo alzada para que el camarero lo comprobase.

—John —dijo.

El camarero se volvió para traernos otra, y la colocó frente a Danny. Este buscó en sus bolsillos y sacó un fajo de billetes, los colocó encima del mostrador y dijo:

—John, cuando vaya a cerrar tome cuanto le deba, coja una propina para usted, introduzca el resto en mi bolsillo y métame en un coche.

—Sí, señor McKeogh —dijo John respetuosamente. Con aire de completa sumisión rompió un trozo de periódico viejo, escribió las iniciales de Danny en él, envolvió el fajo de billetes, lo rodeó con una anula de goma, marcó en la caja el «Sin Venta» y lo depositó en su interior.

Desde el radiorreceptor nos llegó de nuevo la voz del locutor de las carreras. Danny se inclinó un poco hacia adelante.

«La segunda carrera en Jamaica. Cerrada a las tres diez y un medio. El marcador; “Judicius”. Colocado; “Tío Roy”. Clasificado; “Bonnie Boy”. “El Diablo corrió el cuarto. El tiempo…”».

Mientras el locutor daba el resto de los detalles, Danny buscó en un bolsillo interior de su americana y rompió otro boleto.

—¿Por cuál apostaba esta vez? —le pregunté.

—Por «Tío Roy» —contestó. Empezó la botella nueva—. Caballeros, felicidades…

Desde el otro extremo del mostrador un individuo vestido con un traje raído vino hacia nosotros con el paso incierto de los que padecen la embriaguez de los puñetazos. Su chata nariz, su cara de edad indefinible, llevaba las marcas de su antigua profesión: los ojos estirados hacia atrás en trazos orientales, una oreja hinchada, la nariz aplastada sobre la cara y la boca llena de dientes postizos. Echó los brazos alrededor del cuello de Danny y le balanceó afectuosamente.

—Hu-la-la-lalo, Danny, viejo ch-ch-chico-oh-ch-ch-chico —dijo.

Cuando las palabras salían de su garganta parecían pegar en el techo de su boca y tenía que sacudir la cabeza con ademán espasmódico para desalojarlas.

—Hola, Joe —le dijo Danny—. ¿Cómo te encuentras, Joe?

—Oh, b-b-b-b-bien, Danny, oh, ch-ch-chico.

Cuando hablaba, uno se veía obligado a fijarse en los músculos de su cuello, que se tensaban por el esfuerzo que hacía al pronunciar las palabras.

—Eh, John —llamó Danny—, traiga un vaso para Joe Jackson.

Por la forma en que pronunció el nombre de Jackson se comprendía que aún le gustaba su sonido. Él había librado grandes combates con Joe Jackson.

Danny levantó su copa y la hizo chocar con la de su viejo amigo.

—Felicidades —dijo—. Dios te bendiga, Joe.

Nosotros aparentamos no fijarnos en cómo Joe vertió un poco del licor de su copa al cogerla con su temblorosa mano para llevársela a los labios. Luego la dejó con una carcajada.

—Ch-ch-chico-oh-ch-ch-chico, está seguro que h-h-hhace, que h-h-h-ace blanco —dijo. Empezó a reír de nuevo, y de pronto se paró repentinamente con su boca encogida hacia un lado (el «síndrome de Parkinson»), y comenzó a decir—: Eh, Danny, c-c-c-c, c-c-c-c…

Mas esta letra golpeó la bóveda de su boca, por efecto de algún impedimento de su castigado cerebro.

—Seguro —dijo Danny—. ¿Qué te parecen un par de billetes? ¿Me los puedes deber?

—Yo, te l-l-los p-p-pag, yo te l-l-los p-p-pag. Te los d-d-devolveré el lunes —dijo Joe.

Joe lanzó sus brazos al cuello de Danny otra vez.

—Un m-m-millón de g-g-gracias, Danny, oh-ch-ch-chico.

Dicho esto se dirigió con paso tambaleante hasta su puesto en la parte más alejada del mostrador.

—Cada vez está peor —dijo Doc.

—Tiene tal facha, que parece como si le hubieran dado billete sin retorno para una academia de fantoches —añadí.

—¿Estaban ustedes en la sala la noche que luchó con Callahan? ¡Oh, era un corazón de ardiente aquella noche! Los dioses habían estado con él hasta entonces, chicos.

Cuando llegué a la oficina de Nick, su secretaria, la señora Kane, me dijo que hiciera el favor de sentarme y esperar. El señor Latka estaba conferenciando en aquel momento. La señora Kane siempre lograba que las conferencias de Nick pareciesen por lo menos una entrevista con el alcalde de la ciudad para decidir la administración de la misma. Su voz siempre bajaba a un tono de respetuosa cortesía cuando mencionaba el nombre de Nick. Era una mujer gorda y saludable, de cara feliz, quien, bajo las insistencias de Nick, oprimió su cuerpo con trajes elegantemente confeccionados. Nick la tenía junto a él hacía años, no solamente por su lealtad, sino porque era la hermana de Gus Lennert y la esposa de Al Kane, el cual boxeó como peso pesado antes que Nick lo colocara en el negocio como recaudador, en los días de la Prohibición. Nick creyó que con una familia de esa clase, Emilia Kane tendría menos inconvenientes para sacudirse de encima a los lobos. A Nick no le hacía gracia ver a cierta clase de elementos rondando por su oficina. Si pasó por alto su desagrado en lo tocante a Killer, fue porque Killer, además de sus muchos otros deberes, tenía el empleo de bufón.

Mientras esperaba me metí en la pequeña oficina situada entre la sala de recepción y el sanctum de Nick, en cuya puerta se leía «Secretario Ejecutivo». Killer, el Secretario Ejecutivo, yacía sobre el sofá peinándose hacia atrás su negro y brillante cabello con un peine que siempre llevaba en el bolsillo de su chaleco.

Killer era un hombre bajito y vanidoso que se pasaba el peine por el cabello con tanta frecuencia, que ya resultaba casi un hábito nervioso.

—Hola, Killer —le dije—, ¿quién está dentro con el jefe?

Copper O’Shea.

—Oh, demonios, ¿y a esto le llaman conferencia?

Copper[9] era solamente uno de los ordenanzas de Nick. Adquirió este apodo en la época que sirvió en la Policía, antes de que una de esas periódicas reformas expusiese sus relaciones con el hampa. Cuando le quitaron la placa, él lo hizo público yendo a trabajar para Nick, o mejor dicho, a continuar trabajando para Nick.

Empecé a encaminarme hacia la oficina de Nick, pero Killer me detuvo.

—Es mejor que espere. El jefe está calentándole las orejas a Copper. No le gusta que entre alguien cuando él está soltando la lengua como esta vez. Supongo que quiere que todos crean que tiene un carácter dulce y apacible.

—¿Qué sucede con Copper?

Copper es solamente un bruto. No sabe «ajustar». Esto es lo que el jefe dice. Copper está fuera; «vendiendo música», ¿comprende? Bien; algún individuo hace polvo los mandos porque no le gusta la música. Entonces Copper le hace polvo un aparato en la cabeza. No se puede prosperar con ese sistema de hacer negocios, ¿comprende? Esto sulfura al jefe. El jefe no quiere verse metido en líos por ningún concepto.

La puerta se abrió y Copper O’Shea salió. Al igual que muchos de sus antiguos compinches del Cuerpo, era un hombre alto, de cara áspera y sin expresión, y el vientre le colgaba sobre el cinturón.

—Lo he comprendido, jefe —iba diciendo—. Comprendo, comprendo.

Nick estaba serio y excitado.

—Yo solamente digo las cosas una vez. No quiero que pegue usted a nadie. Si esto se repite, quedará despedido. Ya lo sabe, ¿no es así?

Copper lo sabía. Nick siempre cumplía su palabra. Tanto si era una promesa de hacerle a uno un favor, o de ajustarle las cuentas. Nick siempre llegaba al final.

Nick se volvió, dejando a Copper como si ya no existiera, y puso su brazo sobre mi hombro.

—Vamos adentro, Eddie —dijo con su amistoso guiño, mientras me arrastraba hacia su despacho—. Siento haber armado tanto ruido. Esos estúpidos bastardos. Todo lo que saben de psicología es coger a un individuo, sacarle la chaqueta, atarle las manos y molerlo a puntapiés. Antes hundirían un cráneo y harían pedazos a un individuo, que ganar un dólar honradamente.

Tomó un «Belinda» de su estuche de caoba con bordes de plata y me ofreció otro.

—Pero creo que han aprendido la lección. ¿Para qué gastar todo ese tiempo y dinero deambulando entre policías y jueces, metiendo a uno aquí, pagando a otro allá, cuando puedo hacerme rico jugando estrictamente limpio? Solamente el boxeo reposado, el juego y un par de concesiones, es cuanto me hace falta para prosperar. No necesito herir a nadie ni verme metido en una bonita y pequeña habitación del «tercer corredor». Eso ya lo conozco.

Hacía ya mucho tiempo que Nick había estado detenido cumpliendo condena de diez meses bajo acusación de «cargo técnico», una de esas ficciones legales que idea nuestro Departamento de Justicia. Excepto por la incomodidad temporal, sus negocios estaban tan bien organizados que pudo llevarlos estupendamente desde su celda por medio de las visitas diarias que le hacían sus lugartenientes.

—Nick —dije—. Yo no tengo la ambición de compartir con usted esa celda del «tercer corredor». Por eso estoy preocupado. Si usted sigue con su idea de hacer de Molina un boxeador de peso pesado, creo que seremos acusados como cómplices de un asesinato.

—¿Quiere decir que Molina está expuesto a matar a alguien?

—Quiero decir que Molina está expuesto a coger una pulmonía por el aire que desencadena al fallar todos sus puñetazos. En serio, Nick; ese individuo es una calamidad. He visto su actuación de esta tarde. No ha hecho nada. Ni siquiera pega con fuerza para poder cascar un huevo.

—Mira, Eddie —dijo Nick—, quiero que te encargues de situar a Toro Molina. Déjame ver cómo reacciona ante la publicidad.

—Me parece que no me ha comprendido, Nick. Le estoy diciendo que ese individuo no puede cascar ni un caramelo. Cualquier boxeador profesional (incluido el viejo Gus Lennert) está expuesto a matar a Molina. Y le quiero dar a entender que eso es materia para el fiscal, y no de la clase que usted lee en el Variety.

—Molina irá adelante estupendamente —dijo Nick.

—No veo cómo.

—No tienes por qué verlo ahora. —Nick iba suavizando la expresión—. Solamente acepta mi palabra. Ve y ensalza a Molina como no hiciste con nadie en tu vida. Molina, el Hombre Montaña, El Gigante de los Andes. Y deja el resto en mi mano.

—Puedo dedicarle un espacio —le respondí—, puedo dedicarle todo el espacio que usted desee, tan pronto como él nos dé un motivo para escribir algo. Yo puedo fingirle un triunfo aquí y otro allá, pero solamente con éxitos reales podremos obtener buena publicidad.

—Tendremos éxitos verdaderos —dijo Nick. Y hubo algo en la pomposa y tranquila forma de decirlo, que me hizo comprender por primera vez que Toro Molina, el Gigante de los Andes, iba a conseguir éxitos de verdad.

—Ya se ha hecho otras veces. No en cada combate, pero lo suficiente para rellenar el artículo y conseguir buen taquillaje. Jorge Stribling había «noqueado» a su chófer (conocido variadamente como: Joe White, Joe King, Joe Sacko, Joe Doktor, Joe Clancy, Joe Etcétera) en casi cada ciudad de América.

—Pero ese cargador de barriles no tiene base, Nick. Nuestro ídolo no solamente tiene los pies de manteca, sino que son del 53, y probablemente planos.

—Esto me da una idea —dijo Nick—. Llévalo a casa de Gustav Peterson y que le tomen medida para media docena de pares de zapatos. Que se los hagan un par de pulgadas más largos que su medida. Y lleva a los fotógrafos de la prensa cuando se los esté probando. Que los chicos del cuadrilátero dejen trabajar a Danny. Es un maestro, aunque aborrezca hasta mis entrañas. Deja lo demás para Vice. Tú y yo sabemos que es un buitre, pero por eso precisamente es quien puede hacer el trabajo. Al otro tipo pequeño —quería decir Acosta— mantenlo apartado. Que alguien le hable al tipo grande. Y si se insubordina, decídmelo.

Miró su reloj.

—Jesús, debo salir a probarme un traje.

Fue hasta la puerta y llamó:

—Eh, Killer, di a Jack que me recoja en la puerta en seguida.

—Sí, jefe. ¿Adónde vamos?

—A casa de Weatherill. Para aquella prueba que tenías que recordarme.

—Oh, jefe, siempre recuerdo estas cosas, pero hoy no sé lo que pasa. Tengo tantas cosas en mi cerebro…

Nick puso un «Chesterfield» en sus labios y me guiñó un ojo.

—A cualquier cosa llama él su cerebro.

En el asiento posterior del «Caddy», Nick se apoyó contra el respaldo y sopló el humo hacia el techo. Después de la prueba iría al «Luxor» para tomar un masaje y un baño turco, y luego iría a reunirse con Barney y Jimmy para comer en el «Dinty» antes de ir a ver el partido de pelota.

En nuestro camino hacia el «Walker», donde Nick me dejaría, me dijo:

—A ti te toca ahora. ¿Se te ocurre algo más?

—Ni siquiera hemos empezado. ¿Cómo puede usted suponer que yo seré capaz de ensalzar a ese individuo, si todo el mundo tiene ocasión de verle tal como yo lo he visto en el Stillman?

—¿Dónde quieres ocultarlo?

—Tan lejos de los enterados como sea posible. Donde los tipos listos como Parker y Runyon no nos eliminen antes de haber empezado.

—Muy bien —dijo Nick.

—¿Y dónde demonios está eso?

—A un par de horas de Los Ángeles. Allí estuvo Lennert una vez, antes del combate con Ramage. Un lugar agradable y tranquilo. Nadie le molestará. Y ahora que pienso en ello, la Costa Occidental es el lugar adecuado para presentar al Hombre Montaña. Casi nunca consiguen buenos combates por allí. Probablemente no saben distinguirlos. Les gustará este. Por allí lucharon Jack Doyle, aquel Emerald Trhush y Enzo Fiermonte, uno de los esposos de Madeleine Force Astor Dick. El que pagó por verle a él, lo hará por cualquier cosa.

—No me gustan Los Ángeles —decidí.

—Tengo un par de direcciones. Se las daré —dijo Killer—. Ricas chicas —y al decirlo emitió un aullido.

—Deja a Eddie en paz —dijo Nick—. Tiene mucho que hacer allí.

Puso su mano sobre mi pierna, al decir esto, apretándome los tendones hasta que me hizo dar un brinco. Era una señal de afecto.

—Gasta lo que necesites. Haz que los editores deportivos se vean tan hartos de ti y de Molina el Hombre Montaña, que terminen por dedicaros una página para que les dejéis tranquilos. Haz ver como si fuera imposible encontrar un adversario digno de batirse con Molina, porque nadie de por allí se ve con ánimos de enfrentarse con él. Ya conoces la costumbre. Entonces lleva a cualquiera del Este, un hermoso ejemplar, de mano suave, que nunca haya estado al oeste de las Montañas Rocosas; así nadie conocerá qué clase de tipo es. Luego haz la propaganda de cómo se ha tenido que llevar a tal boxeador a California, porque ninguno de los de renombre del «Garden» quiere enfrentarse con él. Vince te encontrará un tipo para el caso.

Me acordé de Harry Miniff. Esta sería una buena ocasión para que Harry se ganara un par de billetes.

—Conozco a un buen tipo —dije—. Cowboy Coombs.

—Jesús, ¿vive todavía?

—Harry estaba en el gimnasio tratando de colocarlo esta tarde. Estará muy contento de poder ganarse unos billetes.

—¿Qué tal estará ahora Coombs? ¿Lo tomarán en serio los aficionados?

Cowboy tiene el aspecto más amenazador de todos los pesos pesados de hoy día.

—Muy bien. Le diré a Vince que contrate a Coombs. Ven mañana por la mañana a buscar los billetes.

—¿Qué billetes?

—Los de ferrocarril. Quiero que salgáis mañana por la noche, en el expreso.

—A esto se le llama tomar las cosas por vía rápida, ¿verdad?

—¿Y por qué no? Tú me dijiste que los veteranos empezarían a darse cuenta de cómo es Toro si lo dejamos aquí. Así que vamos a hacer rápido nuestra jugada. Yo tendré los billetes a las cuatro. Si tienes algo urgente que hacer, será mejor que lo hagas esta noche.

El negro y reluciente «Cadillac» me dejó en la puerta del «Walker» y cortó el tránsito incesante para salir a otra calle menos concurrida. Nick llevaba un distintivo de la policía honorario, por lo cual los mozos de uniforme no le causaban ninguna molestia.

Había aún mucha tranquilidad en el bar. Solamente algunos desocupados; los individuos que entraban a tomar una copa en su camino a casa de vuelta del trabajo, y los mozos que iban a pasar la tarde se marcharían al cabo de un rato. En aquel momento sólo estábamos en el mostrador yo y otro individuo que parecía estar estudiándose y reconociéndose como su peor enemigo. Un gato se paseaba por el mostrador; se frotó contra él, y él lo acarició abstraído, mientras miraba con expresión ausente el aparato batidor. Un par de damas descansaban sus pies sobre taburetes.

Charles me sirvió lo que tenía por costumbre tomar, y luego, lentamente, limpió el mostrador delante de mí, lo cual era su treta para entablar conversación.

Como siempre, empezó preguntando:

—¿Cómo está usted hoy, señor Lewis?

—Muy bien —le dije yo—; una copa más, y me veo dando tumbos.

—Nunca le he visto tomar una copa que no debiera tomar —dijo Charles, y esto es lo que siempre decía a los clientes que le amonestaban sin motivo.

—Estoy celebrando un acontecimiento —dije—. Me voy a California mañana.

—California —dijo él—. Estuve allí muy bien hace ya años. Trabajaba como ayudante de camarero en el antiguo California Athletic Club. Eso fue antes que usted hubiera nacido.

Preparó un par de cervezas a dos recién llegados y volvió a su relato:

—Sí, señor, el California Athletic Club. La mayor parte del capítulo de los pesos pesados en la historia del boxeo fue escrita en el antiguo California Athletic Club. Nunca lo olvidaré, señor, ni aunque viviera cien años, Corbett y Jackson. El mayor campeón negro que nunca se ha puesto los guantes. Imagínese usted la escena, señor: «Blanck Prince» Peter y «Gentleman» Jim. Maravillas de ciencia ambos. Durante sesenta y un asaltos de tres minutos estuvieron combatiendo aquella noche; más que suficiente para matar a media docena de hombres corrientes. Cuando, por fin, el árbitro terminó el combate por temor a que uno de los dos boxeadores cayera muerto por agotamiento antes de que pudiera gritar que abandonaba, apenas había alguna señal en los rostros de Peter y Jim, debido a que ambos habían esquivado los puñetazos del otro. Boxearon treinta combates de los más movidos y reñidos que nunca se han visto.

Charles limpió el mostrador hasta sacar brillo donde mi copa había dejado su húmeda huella.

—Y todo aquello delante de quinientas personas y por una bolsa de diez mil dólares, todo para el vencedor —me miró significativamente—. Hoy día, el mismo combate haría ingresar dos millones. Todo lo que el vencido consiguió fue el viaje en coche hasta su casa. Había «deporte», cuando yo era un mozalbete. Señor Lewis; un deporte duro, pero deporte sin embargo. No uno de esos combates de tú-me-pegas y yo-te-pego, puro «tongo», que con demasiada frecuencia vemos entre los pesos pesados del Garden.

—Espere un minuto, Charles —le dije—. Ahora recuerdo algo. ¿Ese combate Corbett-Jackson no se celebró un año o cosa así antes del combate de Slavin, del cual me estuvo usted hablando?

Se quedó un momento pensativo.

—Mejor será que vaya a ver qué desean aquellos señores —dijo, dejándome sumido en el problema de cómo Charles pudo haber estado en California un año antes de haber salido de Inglaterra.

—Charles —dije yo, cuando finalmente conseguí que se fijara en una seña que le hice—. ¿Cómo puede usted mentir de este modo? Usted nunca vio el combate Corbett Jackson.

—No es una mentira, señor —insistió él.

—Bueno, ¿cómo lo llamaría usted?

—Una exageración de la verdad, señor Lewis. Yo trabajé en el C. A. C., y los socios antiguos hablaban algunas veces de aquel combate, discutiendo sobre quién de los dos habría ganado el combate si se les hubiera dejado llegar al final. Un día, Corbett, en persona llegó al mostrador, cuando ya era campeón del mundo, y me hizo su propia descripción: «Charles —me dijo Corbett, y estaba tan cerca de mí como lo está usted ahora—, Jackson lo tenía todo. Él podía vencer a cualquier peso pesado. Si uno trataba de blocarlo, él lo blocaba a uno; si uno intentaba marearlo, él lo mareaba a uno. Era el Maestro, aquel brujo negro, el verdadero Sin Par».

—Charles —no pude evitar decirle—, es usted el hombre capaz de llegar a la mayor exageración a la verdad que nunca he conocido. Es tan grande la exageración, que uno llega a olvidarse por dónde empezó.

Charles se encogió de hombros.

Le indiqué que se llevara la botella, que estaba empezando a adueñarse de mí, pues no quería estropear mi última noche con Beth. Volví al «Edison» pensando en el asunto de Molina. Mi imaginación estaba ya en el cuadrilátero. Tan pronto como llegáramos a Los Ángeles reuniría a todos los críticos de deportes, les invitaría a unas copas, y una vez minadas su integridad y su autocrítica, les insinuaría algo del asunto, para que sus lectores no dieran como malgastado el dinero que empleaban en adquirir la prensa. No tenía por qué decirles la verdad.