Aún es el norteamericano un pueblo independiente y rebelde… por lo menos en su forma de reaccionar ante los anuncios y los letreros. El gimnasio de Stillman, calle arriba del Garden, no ofrece excepción alguna a nuestra costumbre nacional de hacer caso omiso de las pequeñas prohibiciones. Un cartel, colgado en las grises paredes y de cara a los dos cuadriláteros de entrenamiento, dice: «Prohibido tirar basuras y escupir en el suelo, bajo pena de multa».
Si queréis ver el caso que hacen los muchachos de esta advertencia, quedaos hasta que todo el mundo haya abandonado el gimnasio, y ved el trabajo que le ha quedado al conserje. El suelo está tapizado de colillas consumidas hasta la manchada extremidad, puntas de cigarro puro mascadas hasta quedar convertidas en húmeda pulpa, escupitajos secos, cajas y libritos de cerillas, sobados y pisoteados ejemplares del News, del Mirror y del Journal, abiertos por la página que publica la información sobre el último crimen pasional o el resultado de las carreras de caballos, goma de mascar apelotonada, entradas del combate celebrado anoche en St. Nick (pases de apoderado), la minuta de un restaurante de la Octava Avenida, con el nombre de un nuevo negociador de encuentros garabateado junto al número de teléfono de una muchacha. Allí, sobre el sucio y grisáceo suelo de Stillman yacen los reveladores escombros de un mundo que se basta a sí mismo no menos que una ciudad amurallada de la Edad Media.
Se penetra en esta ciudad amurallada por una escalera oscura y sucia que le conduce desde la Octava Avenida a un muro grande, mal ventilado, lleno de humo, esperanzado, cínico y de cuerpos que relucen. Los olores de este mundo son agrios y picantes, un olor rancio, pasado, compuesto de una mezcla de sudor y linimento, gastado equipo pugilístico, cigarros baratos, y demasiados cuerpos —vestidos y desnudos— hacinados en un cuarto que no tiene visibles medios de ventilación.
Los sonidos de este mundo son múltiples y variados; pero, cuanto más escucha uno, más definidamente forman un diseño, un ritmo que le empieza a repercutir a uno en la cabeza como una composición musical: el redoble de tambor del saco ligero, contrapunteado a otros sacos ligeros; el lento y sordo golpear de sacos pesados, el zapateado de los saltadores de comba, los golpes de batintín cada tres minutos; el juego de piernas de los muchachos que trabajan en el ring, lentos, con el guante abierto, tomándose las cosas con calma; el sonido amortiguado de las botas altas, sin tacón, sobre la lona, al obedecer el boxeador de cartel que ha de aparecer en el Garden a la semana siguiente, una señal de su apoderado y ponerse a trabajar, arrinconando a su sparring y sacudiéndolo a golpes; la respiración fatigosa de los boxeadores, la rápida exhalación de aire por la nariz fracturada del combatiente, en acompasado staccato; el tono confidencial que los apoderados usan con los concertadores de combates de clubs más pequeños que andan buscando principiantes que prometen: «Irving, permíteme que te asegure que a mi muchacho le gusta pelear. No quiere ninguno de esos combates fáciles. Claro que pareció un asco el jueves por la noche. Es cuestión de estilos. De sobra sabes que el estilo de Ferrara no era el que le correspondía. Métele con un muchacho al que le guste zumbar, y verás la diferencia».
Los tratos, los argumentos, los puntos de vista, las apreciaciones, el coro griego amortiguado, murmurando por la comisura de los labios, con un cigarro en continuo movimiento entre los dientes; el ruido de los teléfonos; las cabinas «Para llamadas al exterior solamente». «Escucha, Joe: acabo de hablar con Sam y dice que está de acuerdo con los doscientos por ese combate semifinal…».
El incesante sonar de los aparatos «Para llamadas del exterior solamente». Un individuo con pantalón sucio y una camisa barata de deporte, curvadas las hirsutas manos ante la boca, gritando por encima de los incesantes sonidos del lugar: «Whitey Bimstein… llamada para Whitey Bimstein… ¿Ha visto alguien a Whitey?».
La voz de basurero del propio Stillman —hombre corpulento, autoritario, de irascible aspecto, que gruñe los nombres de la pareja de combatientes a la que corresponde entrar a continuación en el ring—. Su voz es muy alta, pero siempre ininteligible, como feroz charla infantil de persona mayor. Luego, el batintín otra vez, al golpear de guantes contra cuerpos duros, la furia rutinaria…
La atmósfera de este mundo es intensa, decidida, absorbente. El lugar rebosa de atletas, hombres jóvenes de cuerpo duro, flexible, ágil, piel blanca, amarilla, morena o negra, rostros serios y concentrados… Porque este es un negocio serio, no sólo por la sangre que se vierte, sino por el dinero que se juega.
Yo estaba sentado en la tercera fila de los asientos destinados a los espectadores, aguardando a que saliera Toro. Danny McKeogh le iba a hacer trabajar durante un par de asaltos con George Blount, el viejo «caballo de pruebas» de Harlem.
George se pasaba la mayor parte de la existencia en el cuadrilátero, por ser uno de esos hombres que es lo suficientemente bueno para que valga la pena vencerle, pero no lo bastante para que pueda combatir con los que aspiran al campeonato. Duro, pero no demasiado duro. Blando, pero no demasiado blando. Eso es lo que se llama un «caballo de pruebas».
George había dejado de serlo ya, no obstante. Ahora era simplemente un sparring que ofrecía su enorme y reluciente cuerpo negro y el rostro maltrecho pero jovial, para que se lo aporrearan un poco más por cinco dólares el asalto. Podían conseguirse entrenadores por menos dinero; pero George era lo que Danny llamaba un trabajador honrado, capaz de aguantar una buena dosis de castigo sin abandonar la lucha. Hasta donde le permitía su conocimiento del ring y su limitada habilidad, complacía a los apoderados con el estilo de combate que más le gustara. Se metía; se retraía, boxeaba adoptando la postura ortodoxa, manteniendo a distancia a su contrincante con la izquierda. Peleaba encogido y llegaba al cuerpo a cuerpo, sujetando al adversario con aquellos brazos suyos que parecían mazos, dándole trabajo en abundancia.
Buen chico, George, con sus dientes de oro, su fácil sonrisa y su cortesía de antaño. Llamaba a todo el mundo «señor», lo mismo al blanco que al negro. Tarareaba un blues al subir al cuadrilátero. Se dejaba aporrear hasta caer de rodillas, salía por entre las cuerdas otra vez, y continuaba la canción en el mismo punto en que la interrumpiera al subir. Ese era George, especie de institución del ring, un John Henry lleno de cicatrices, un saco de entrenamiento humano que aceptaba su papel con filosófico despego.
Delante de mí había boxeadores entrenándose en los cuadriláteros, y, más allá, los que estaban preparándose para entrar en acción cuando los llamasen. Detrás de mí se hallaban las filas de los no beligerantes; los apoderados, los directores de entrenamiento, los concertadores de combates, los jugadores, los gangsters de menor cuantía; y, aquí y allá, un redactor deportivo o algún propagandista desvergonzado como yo.
Algunos de nosotros caemos en la trampa de generalizar cuando hablamos de las razas: los judíos son tal cosa, los negros tal otra, los irlandeses otra distinta. Pero en aquel lugar, la única división verdadera parecía ser la de los jóvenes de vientre liso, cintura esbelta y flexible musculatura, y la de los hombres con panza, mala postura, rostro carnoso y pícara disposición, que se alimentaban de los jóvenes, encumbrándolos, comprándolos y vendiéndolos, usándolos y descartándolos luego.
Los boxeadores eran de todas las razas, de todas las nacionalidades, de todas las religiones, aunque predominaban los negros, los italianos, los judíos, los hispanoamericanos y los irlandeses. Igual sucedía con los apoderados. Sólo los que padecieran del astigmatismo de los fanáticos hubiesen asegurado que lo típico era que los irlandeses pelearan y que los judíos llevasen el negocio, o viceversa. Boxeadores y apoderados, eran las dos razas predominantes en el mundo de Stillman.
Tengo sobre los boxeadores una teoría anticuada. Creo que deberían obtener ingresos suficientes para colgar los guantes antes de que comiencen a hablar solos. Y no daría a los apoderados el 33 1/2 por 100 acordado por la Comisión de Boxeo de Nueva York. Un boxeador solamente tiene seis años buenos y una carrera. Un apoderado tiene varios centenares de carreras. Muy pocos boxeadores reciben el trato del «pura sangre» al que se ha retirado a apacentar cuando no puede dar más de sí, para que, al igual que un excombatiente, envejezca con dignidad y satisfacción. Los apoderados, según expresión de mi escritor de deportes favorito, «son engañadores de boxeadores ciegos, a los que roban el dinero por el cual perdieron la vista».
Aún recuerdo la impresión que recibí al entrar un día en el maloliente lavabo de un pequeño lugar de recreo de Los Ángeles y reconocer en el empleado ciego que me tendía la toalla a Speedy Sencio, el pequeño filipino que labró su senda hasta la cima de los pesos gallos a los veintitantos años. Speedy Sencio poseía un admirable juego de pies, que mantenía sin flaquear durante quince asaltos; era un artista que podía hacer que un combate pareciera un ballet, danzando hacia adelante y hacia atrás, de un lado a otro, trenzando, amagando, colocando a los contrarios fuera de posición, y disparando secos y rápidos puñetazos que no parecían duros, pero que inesperadamente tendían a sus adversarios en la lona, sorprendidos, pálidos y sin fuerzas para levantarse.
Recuerdo al pequeño Speedy Sencio vestido con aquellos trajes de anchas solapas, y el gallardo y ostentoso pero digno paso con que iba de un ángulo a otro para estrechar las manos de los participantes del combate que iba a decidir su próxima víctima.
Speedy tenía a Danny McKeogh como entrenador en aquellos días. Danny cuidaba a sus muchachos. Él sabía cuándo el ímpetu de Speedy empezaba a vacilar, cuándo comenzaba a agotarse en el octavo asalto y cuándo las piernas empezaban a ceder, especialmente las piernas. Speedy estaba cerca de los treinta, edad de retirarse un púgil batallador. Una noche, lo más que pudo conseguir fue un encuentro con un pesado y lento jovenzuelo que no hubiera tenido nada que hacer en el cuadrilátero cuando Speedy estaba en forma. Speedy regresó a su ángulo y se desplomó en su taburete. Danny tuvo que darle a oler sales para poderlo llevar fuera del cuadrilátero. Speedy era realmente el único que le hacía obtener buenos ingresos, pero Danny rechazó todas las ofertas. Mientras le fue posible, Speedy no cambió de apoderado. Estuvo presionando a Danny constantemente para que le buscara un combate, y hasta prometió dejar a la muchacha blanca de la que estaba tan orgulloso; pero todo fue inútil. Danny apreciaba realmente a Speedy. Con expresión cariñosa lo llamaba «ese amarillo hijo de perra». Danny tenía el respeto del viejo luchador por un buen muchacho, y por eso le dijo a Speedy que abandonara el boxeo. No hay muchas cosas tan desagradables como ver a un viejo campeón navegando por el cuadrilátero, fácil presa, aplanado, con viejas heridas abiertas y finalmente rendido. Cuando Danny McKeogh hizo pedazos su contrato con Speedy, los chacales y las hienas alargaron sus hocicos para alimentarse del cuerpo aún caliente.
Vince Vinneman fue quien explotó a Speedy mientras a este le quedaron fuerzas. Vince le tuvo boxeando tres o cuatro veces por mes en pequeños clubs, desde San Diego a Bangor, en cualquier lugar donde «el antiguo campeón del peso gallo» hiciese taquilla. Vince no se dejaba escapar un dólar. Yo me encontré con él y con Speedy en Newark, una noche, hacía varios años, cuando Speedy estuvo boxeando con un rápido y pequeño gavilán que sabía cómo usar ambos puños. Consiguió alcanzar el ojo izquierdo de Speedy en el quinto asalto. El gavilán era perspicaz y apuntaba a los ojos. Le saltó un diente a Speedy en el séptimo, y le partió el interior del carrillo con un duro derechazo antes de volver a su rincón. Cuando la campana señaló el final del asalto Speedy se desplomaba, y Vince y un ayudante tuvieron que arrastrarlo hasta su ángulo. Yo estaba sentado cerca del ángulo de Speedy, y aunque sabía lo que se podía esperar de Vince, no pude reprimir una protesta. Así que me adelanté y dije: «¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué es lo que pretendes? ¿Un asesinato? Arroja la toalla y detén la carnicería».
Vince me miró desde el cuadrilátero, en donde estaba tratando de ayudar al masajista a cerrar los cortes de las cejas. «Siéntese y ocúpese de sus asuntos», me dijo mientras trabajaba frenéticamente para tener dispuesto a Speedy al sonar la campana.
En el siguiente asalto Speedy no podía ver a causa de la sangre, y recibió una serie de directos en la sien. Cayó rodando, extendiendo los brazos con desesperación para asirse a las cuerdas.
Lentamente se levantó al oír contar «ocho», y permaneció con los pies separados, sacudiendo la cabeza para limpiar de sangre sus ojos y su cerebro. Todo lo que el gavilán tuvo que hacer, fue medirlo y derribarlo de nuevo; tendido de espaldas, Speedy hizo un esfuerzo convulsivo para levantarse. Entonces fue cuando Vince, formando bocina con sus carnosas manos, gritó a través de las cuerdas: «¡Levántate, levántate, tú, hijo de perra!». Y él no le dio a este calificativo el significado que le daba McKeogh. Por alguna razón conocida sólo por los hombres que tienen un corazón como el de Speedy Sencio, este se rehizo. Consiguió levantarse, cerró los puños, afianzó los pies y prosiguió el combate, empleando cada recurso de defensa y engaño que había aprendido en más de trescientos combates. De cualquier forma, cuatro veces derribado, seis interminables minutos más tarde estaba todavía de pie al sonar la campana final, haciendo un grotesco esfuerzo por sonreír a través de su boca partida cuando se lanzó a los brazos de su victorioso rival en el abrazo tradicional. Media hora después estaba ya comiéndome un bocadillo al otro lado de la calle, cuando Vince entró y colocó su ancho trasero en el asiento contiguo. Pidió un emparedado y una botella de cerveza. Con él estaba otro individuo y ambos parecían sentirse muy satisfechos. Por lo que Vince dijo, deduje que había apostado quinientos dólares contra doscientos cincuenta a que Speedy aguantaría hasta el final.
Cuando pagué mi consumición me volví hacia el asiento de Vince porque me sentí en la necesidad de protestar contra la violación de la dignidad de Speedy Sencio. Y dije:
—Vince; no eres más que un carnicero, tragón y presuntuoso.
Si uno está hablando con un esquimal, de nada sirve hablar en árabe. Pero lo que yo le dije ni siquiera hizo que Vince perdiera un bocado.
—¡Bah, no sea una vieja gruñona! —dijo—. Speedy nunca ha sido «noqueado». ¿Por qué voy a destrozar su recuerdo?
—Cierto —respondí—. No destroce su recuerdo. Destroce su cara, destroce su cabeza, destroce su vida para siempre.
—Lárguese —dijo él, riéndose—. Me va a partir mi frágil corazón.
La campana me hizo olvidarme de Newark y de Speedy Sencio. Entonces vi entrar a Vince en persona. A veces, el pensamiento parece presentir a alguien antes de que la imagen hiera la retina, y por lo tanto parece una coincidencia cuando el mismísimo hombre en quien se está pensando entra por la puerta. Vestía una camisa de deportes de tela amarilla, abierta por el cuello, con los faldones por encima de los pantalones. Se acercó por detrás a Solly Prinz, el agente de boxeo, y le pidió el dedo. Solly pareció elevarse del suelo y lanzó un grito excitado y mujeril. Todo el mundo sabía lo ganso que era Solly. El grito promovió muchas risas en el círculo de los que le acompañaban. Vince era un muchacho con gracia, un grueso rapaz amante de la chanza, que nunca creció.
Vince me pasó la mano por el pelo.
—Hola, galán —dijo.
—Vete al cuerno —contesté.
—¡Uf, Eddie! —exclamó Vince enfurruñado—. No te pongas así. Tú la has tomado conmigo, nene. —Sacudió hacia atrás su cabeza con un gesto afeminado, moviendo su gordo cuerpo con grotesca modestia.
Ese era otro de los hábitos de Vinneman, siempre dispuesto a gastar bromas. Su humor iba dirigido a resaltar el contraste entre su aire cansino e insolente y la virilidad evidente de Vince.
—¿Viendo boxear al nuevo? —preguntó.
—Estará listo dentro de un minuto —dije—. Danny y Doc están echándole un vistazo.
—¿Cuándo escribirá algo de él en los diarios?
Yo le respondí:
—Cuando Nick y yo lo creamos oportuno.
—¡Hágalo, hágalo! —dijo—. ¿Quién se cree que es usted? Tengo derecho a preguntar. Soy uno de los socios, ¿no es así?
Odwin Dexter Lewis, pensé; nacido en Harrisburg; asistente de las iglesias episcopales; cerca de dos años en las aulas de Nassa, con el Primer Grupo en Inglés; diploma en Griego; un eminente escritor, y un hombre de educación y distinción… si no de honor.
En aquel punto de mi carrera decidí que iba a convertirme en socio de negocios de Vince Vinneman, doscientas quince libras de la flor y nata de la Octava Avenida, graduado de la isla de Blackwell, incitador de boxeadores derrotados y experto bromista.
—Esto no es una sociedad —le dije—; es una compañía por acciones; y el hecho de que ambos tengamos un par de acciones no nos convierte en hermanos.
—¿Qué sucede, Eddie? ¿No puede admitir una broma? —rio Vince deseando mostrarse amistoso—. Sólo quiero que cuando escriba usted algo en el diario, añada una línea hablando mí. Ya sabe, cómo descubrí al chico…
—¿Quiere decir, cómo se robusteció a cuenta de Acosta?
—No me gustan estas palabras —dijo Vince.
—Perdone —dije—. No sabía que fuera tan sensitivo.
—¿Qué demonios tiene contra mí? ¿Por qué trata siempre de darme chascos?
—Tómelo con calma, Vince —dije—. Escribiré un extenso y bonito artículo sobre usted algún día. Lo único que tiene que hacer es morirse.
Vince dio media vuelta y abrió su Mirror por las páginas centrales.
Detrás de mí, una voz familiar estaba diciendo:
—No quisiera ser pesado, Paul. He conseguido hacerme con un mozo que dará al público acción en abundancia. En toda su vida ha hecho un mal combate.
Me volví para ver a Harry Miniff hablando con Paul Frank, el empresario del Club de Coney Island. El sombrero de Harry estaba echado hacia atrás como de costumbre, y un puro apagado pendía de sus labios mientras hablaba.
—¿No se referirá a ese perro de Cowboy Coombs? —dijo Paul.
Miniff se enjugó el sudor de sus labios con un ademán nervioso.
—¿Qué significa «perro»? Le apuesto cincuenta ahora mismo a que Coombs puede zurrarle a ese Patsy Kline, a quien se tiene por demoledor en Coney.
—Necesito a alguien para combatir con Kline, del lunes en ocho —admitió Paul—. Pero Patsy se creerá que va a matar a un hombre tan viejo como Coombs.
—¿Qué quiere decir «viejo»? —inquirió Miniff—. ¡Treinta y dos años! ¿A eso le llama viejo? No lo es. Para un peso pesado, eso no es ser viejo.
—Para Coombs sí lo es. Cuando se ha golpeado durante casi quince años, se es viejo.
—Le digo que Coombs está en forma, Paul —insistió Miniff; pero lo hizo de un modo tan desesperado, que sonó más a una súplica que a una afirmación.
«Y pierda o gane, él es un favorito del público. Ya lo sabe, Paul. Kline tendrá que emplearse a fondo».
—¿Qué me dice del último combate?
—No lo tenga en cuenta. —Miniff lo rechazó, rebuscando rápidamente en el bolsillo de su americana, de donde sacó un puñado de recortes de periódico viejos.
—Es cierto que según el Registro Oficial, La Grange lo dejó K. O. Pero lea lo que dicen de nosotros los diarios de Warcester. Coombs pudo haber logrado la victoria si no se hubiera lastimado una mano contra la cabeza de su contrincante. ¡Aquí puede leerlo, aquí!
Levantó los recortes y los agitó delante de la cara del empresario, pero Paul los apartó.
—¿Cómo está ahora de la mano? —preguntó.
—Perfectamente, perfectamente —aseguró Miniff—. No pensará que dejo combatir a uno de mis muchachos sin estar en forma, ¿verdad?
—Sí —dijo Paul.
Miniff no se molestó. Había mucho en juego para sentirse ofendido. Quinientos dólares, si conseguía enfrentar a Coombs con Patsy Kline. Un sesenta y seis por ciento para Miniff, y aún podía mejorarlo un poco si conseguía atrapar algunos dólares de la parte de la bolsa de Coombs. Miniff ya tendría en qué emplear ese dinero. El hotel Forrest de la Calle 49 había tolerado las excusas de Miniff durante seis o siete meses.
—Le voy a decir lo que haré, Paul —dijo Miniff—. Si quiere estar completamente seguro de que sus parroquianos no malgastan el dinero antes de que Kline apunte la demoledora hacia Coombs… —Hizo una pausa y miró a su alrededor con conspiradora discreción—. Salgamos a la acera —dijo.
—Bueno —asintió Paul, sin entusiasmo—. Pero termina pronto.
Ablandado y con cara de tener todos los triunfos, Paul se dirigió hacia la ancha puerta con el ansioso y bajito director del destino de Coombs colgado de su brazo. Su cara sudorosa reflejaba la esperanza de obtener algunos billetes.
Toro tuvo que agachar la cabeza para poder entrar. Usualmente los muchachos están tan absortos en sus propios asuntos, que difícilmente reparan en los demás. He visto a los «grandes» entrenarse hombro a hombro con cualquier muchacho de los que cobran cincuenta dólares, y nadie pareció notar la diferencia. Pero cuando Toro entró, todas las cosas parecieron detenerse de pronto. Iba vestido con un mono listado por largas franjas negras y una camisa de gimnasia negra que podía llegar a las rodillas de cualquier boxeador de la estatura de Stillman. Con uno de sus trajes de calle, los cuales habían sido confeccionados con amplitud, ya parecido de elefantescas proporciones; a su lado, uno se sentía intimidado por su informe masa. Pero con traje de gimnasia, la masa quedaba moldeada en una inmensa pero bien proporcionada forma. Sus hombros medían una yarda de amplitud y se reducían hacia una estrecha y firme cintura. Las piernas eran macizas, con músculos enormemente desarrollados; y bíceps del tamaño de melones sobresalían en sus brazos. Acosta el pernicorto, Danny y Doc Zigman, el jorobado entrenador, entraron con Toro, y parecían gordos remolcadores escoltando a un gigantesco transatlántico. Danny, el más alto de los tres, un hombre de estatura normal, solamente le llegaba al hombro.
Toro se movió por la enorme sala lentamente, con timidez; de nuevo tuve la impresión de una gran bestia de carga moviéndose obediente con un ojo en su amo. Acosta esperó y dijo algo a Toro, que se encaminó hacia las paralelas. Se dobló por la cintura, y con las manos se tocó los dedos de los pies. Se sentó en el suelo y levantó su enorme torso hasta que la cabeza le quedó entre las piernas. Era blando, y para un hombre de su talla, sorprendentemente ágil, aunque no practicaba los ejercicios con la soltura y el detalle de los boxeadores que le rodeaban. Una vez me imaginé el cuadro de un elefante que realiza sus ejercicios en la pista de un circo, y que, lentamente, con taciturna expresión, realiza sumiso las órdenes de su domador.
Cuando Danny creyó que ya se habría calentado bastante, dejó que Acosta y Doc le prepararan para subir al cuadrilátero. Estos sujetaron alrededor de su cuello el opresivo casco que protege las orejas de los boxeadores y las partes vulnerables del cerebro. Colocaron sobre sus dientes la dura y roja pieza elástica. Con los grandes guantes de quince onzas en sus manos trepó al cuadrilátero; el abultado casco y el protector de dientes exageraban el de por sí anormal tamaño de su boca y le daban la espantosa apariencia de un ogro de cuento de niños. En el último peldaño, antes de saltar al cuadrilátero, se detuvo un momento y escudriñó al centenar de embobados espectadores que le miraban con viva curiosidad. Nunca volvería a encararse con público más exigente. Algunos de los presentes eran «aficionados» de la Octava Avenida que pagaban cuatro reales a Curley por el privilegio de ver a alguno de sus favoritos despachar a su tonto contrincante. Pero muchos de los actuales espectadores de Toro eran tasadores profesionales que mordían sus puros con frío desdén y medían a los novatos con astutos ojos.
—Moliner —dijo Stillman, como indicando cosa ya de sobra conocida; mas su cascada voz se perdió en el murmullo general, y Toro saltó al cuadrilátero. Al mismo tiempo se acercaba el robusto y bien constituido George, tarareando una de sus canciones favoritas.
Danny apoyó una mano sobre el negro y pesado antebrazo de George Blount para darle las últimas instrucciones: cómo quería que boxeara con Toro, los diferentes puntos del estilo de Toro que necesitaba probar. Vi al negro asentir con una sonrisa cálida y de buen humor.
—Lo haré como desea, señor McCuff —dijo al saltar al cuadrilátero con el aire despreocupado del obrero que va a emprender la dura tarea cotidiana.
La campana sonó, y George se aproximó a Toro amistosamente. Él era también un hombre alto; seis pies y dos pulgadas, y medía cerca de dos pies con quince de pecho; pero boxeó agachado, hundiendo la cabeza entre sus amplios hombros para presentar un blanco más difícil. Podía ser un boxeador peligroso, aunque los que sabían qué debían hacer lo apuraban con uppercuts de derecha y lo paraban con un fuerte derechazo sobre el corazón, cada vez que se afirmaba para emprender el ataque. Toro mantuvo su largo brazo extendido, como sin duda Acosta le habría enseñado, y lanzó su guante hacia la cara de George en lo que supuso ser un directo. Pero no hizo blanco. George lo esquivó, telegrafiándole un izquierdazo, y Toro se movió como si fuera a evitarlo, pero su cálculo falló y lo recibió en las costillas. George correteó alrededor de Toro, lanzándole golpes abiertos al verlo descubierto, y Toro giró a su vez, torpemente, manteniendo levantado el brazo izquierdo, pero sin saber qué hacer con él. George lo apartó de un manotazo y disparó la izquierda alcanzándole en la boca del estómago. Toro gruñó como si estuviera en un aprieto.
Acosta estaba apoyado en las cuerdas, tenso como si se tratara del campeonato mundial y no de un combate de prueba. Le espetó algo a Toro en taladrante español, y Toro se tiró a la carga, moviendo su cuerpo con torpe desesperación, y golpeó a George con un «uno-dos» convencional, un izquierdazo en la mandíbula y un derechazo en el cuerpo. George los detuvo y sonrió. A pesar del tamaño del cuerpo del cual salían, los golpes de Toro no tenían fuerza. Sus puñetazos carecían de la fuerza del cuerpo que había tras ellos. George correteó de nuevo a su alrededor zambulléndose y trenzando en el antiguo estilo de Langford. Toro probó su «uno-dos» otra vez, mas George desvió la cabeza fuera del alcance de su izquierda, apartó la lenta derecha con su guante y le disparó un gancho, rebatiéndolo con la izquierda y maniobrando para mantener su guante derecho libre para operar en el estómago de Toro.
Sonó la campana, y Toro volvió a su ángulo sacudiendo la cabeza. Acosta saltó al cuadrilátero, hablando y gesticulando excitadamente, simulando golpear y derribar a George. Toro le miró gravemente, asintiendo con lentitud y mirando a su alrededor de cuando en cuando con extravío, como si le sorprendiese lo que estaba sucediendo.
El segundo asalto no fue mejor que el primero para Toro. George se estuvo moviendo a su alrededor con más confianza, aporreándolo casi a placer con los guantes abiertos. Acosta formó con sus manos una bocina y le gritó:
—¡Vente, El Toro, vente!
Toro se echó hacia adelante con todo su ímpetu, balanceando su brazo derecho de tal forma, que falló a George completamente y dio con fuerza contra las cuerdas. Algunos de los espectadores rieron, y eso les hizo sentirse mejor.
Casi al final del combate, Danny hizo una seña a George. Este cerró sus guantes y acorraló a Toro en un rincón del cuadrilátero. Engañándole con la izquierda, deshizo la defensa de Toro y disparó un fuerte derechazo a la quijada de Toro. La boca le quedó abierta y sus piernas se plegaron. George iba a golpearle de nuevo cuando sonó la campana. Al igual que un obrero suelta su martillo al primer sonido de la sirena, George bajó automáticamente sus manos y se dirigió a su ángulo, tomó agua de la botella, se enjuagó la boca y la escupió; y con la misma y fácil sonrisa con que había subido al cuadrilátero, bajó de él.
Toro, apoyado contra las cuerdas, sacudió la cabeza en un gesto de confusión. Durante dos asaltos su cuerpo de gigante había vacilado como si hubiera perdido toda conexión con el motor que impulsaba su cerebro.
Acosta fue al lado de Toro rápidamente, absorbiendo el sudor de su larga y solemne cara, mientras Doc Zigman daba masaje al macizo cuello de Toro con sus hábiles dedos. Luego, Acosta separó las cuerdas y Toro bajó del cuadrilátero pesadamente.
—¿De dónde han sacado a este bastardo? —preguntó una voz detrás de mí—. No pegaría ni un sello de Correos.
—De alguna chavola chilena —dijo su acompañante. Me volví hacia Vince, que se mantenía apartado.
—Seguramente estará usted satisfecho —le dije.
—No me haga saltar —replicó—. Nick es el cerebro y él cree que puede formarlo.
—Si pudiéramos conseguir que el campeonato se desarrollase en forma de un concurso de belleza, Toro lo ganaría. Pero ¿cómo puede un individuo que aparenta ser invencible cuando está tranquilo, convertirse en tal zote cuando empieza a moverse?
—Danny le puede enseñar mucho —indicó Vince.
—Danny es el mejor entrenador —asentí—; pero si Danny sabe sacar una bolsa de seda del oído de una cucaracha, no sé por qué aguanta entre nosotros.
—¿Por qué no intenta hablar como las demás personas? —saltó Vince—. Todas esas expresiones de a cinco dólares nadie sabe lo que significan.
—En otras palabras, usted se convierte en «nadie» según propia expresión.
George estaba apoyado contra la pared, cerca del cuadrilátero, esperando para emprender otro combate con un irlandés del peso pesado, de Newark, procedente del campo aficionado. Reconocí en un par de frases la canción que parecía estar cantando continuamente.
Deme una mujer gruesa por almohada donde pueda descansar mi cabeza…
Deme una mujer gruesa por almohada donde pueda descansar la cabeza…
Una mujer gorda sabrá cómo arrullarme hasta que mi cara esté roja como la cereza.
—¿Cómo está usted, señor Lewis? —me dijo George al verme.
Él siempre lo preguntaba como si realmente fuera una pregunta.
—¿Cómo le va, George?
—Siempre dispuesto —contestó.
Nunca le he oído dar otra respuesta. La noche en que Gus Lennert lo despachó en un solo asalto, George no se recuperó hasta que estuvo de nuevo en su camerino, esta hubiera sido su respuesta a la pregunta «¿Cómo le va, George?».
—¿Qué le parece Molina, George?
—Un hombre grande —dijo.
George nunca habló mal de nadie. El enojo parecía ser totalmente ajeno a él, y las expresiones corrientes de burla y escarnio en que casi todos nosotros incurríamos parecían serle desconocidas. Frecuentemente me he preguntado si George no habría arrojado fuera de sí toda bajeza y mal carácter; si no habría salido todo ello de su cuerpo empapado en las lonas, con su sudor y su sangre.
—¿Le parece que será algún día boxeador?
Su negra cara se contrajo al sonreír.
—Bien, le diré, señor Lewis… Me gustaría tener que entendérmelas siempre con él. Me iría bien.
Cuando entré en los camerinos, George estaba midiéndose con el boxeador irlandés de peso pesado. El irlandés luchaba con expresión de desprecio en su cara, y tampoco sabía o no quería disparar sus puños. Se lanzó sobre George al sonar la campana y le disparó un terrible puñetazo bajo el ojo derecho. Vi a George sonreír y emprender su tarea con aplomo, en el momento de cerrarse la puerta tras de mí. Dentro, Toro estaba tendido en una de las mesas de masaje, y Sam, un hombre calvo, gordo y musculoso, estaba trabajando sobre él. Toro era tan excesivamente grande para una mesa de masaje ordinaria, que sus piernas colgaban fuera. Danny, Doc, Vince y Acosta estaban a su alrededor. Acosta se volvió hacia mí y empezó una larga y excitada explicación.
—A El Toro no le han visto hoy en su mejor momento. Puede que sea debido al nerviosismo por su primera actuación ante gente tan importante, ya que aquí el ambiente es muy diferente de cuando luchó en Buenos Aires. Creo…
—Creo —dijo Vince exagerando el acento de Acosta que es un zote. No se apure, amigo. Nosotros hemos sacado dinero de otros peores que este.
—¡Muy bien! ¡Fuera de aquí! ¡Quiero que todo el mundo salga de aquí! —dijo Danny.
Se podía notar que estaba harto de todo, porque el tono de su voz era más alto que de costumbre. Pero no solamente estaba harto. Le molestaba la presencia de Vince, al cual no le dirigía la palabra desde el asunto de Sencio. Acosta también conseguía alterarlo. Nadie se movió.
—¿Creen ustedes que hablo por hablar? ¡Fuera todos de aquí! ¡Váyanse al infierno!
Acosta se estiró cuanto dieron de sí sus cinco pies de estatura.
—Luis Acosta no está acostumbrado a tales insultos —dijo—. El Toro Molina es mi descubrimiento. Dondequiera que él esté estaré yo también.
—A Nick Latka le pertenece la mayor parte de este chico —dijo Danny llanamente—. Yo trabajo para Nick. Un chico sólo puede tener un apoderado que le diga lo que debe hacer. No quiero herir los sentimientos de nadie, pero les quiero ver fuera de aquí.
Acosta resopló como si fuera a hacer algo, pero solamente irguió con firmeza la cabeza y salió.
—Eso es poner los puntos sobre la íes —dijo Vince.
—Repito que quiero ver a todo el mundo fuera de aquí —le espetó Danny.
—Escuche. Yo soy uno de los socios, ¿no es así? —inquirió Vince.
Danny, sin dirigirse nunca a él, respondió:
—Yo soy el responsable ante Nick del estado de sus boxeadores. Y no quisiera tener que decirle que la gente se entromete en mi trabajo.
La palabra «Nick» cayó sobre Vince como un saco de arena.
—Bueno, bueno, para ti el chico —dijo, y salió lentamente.
—Creo que debo ir a echar un vistazo a la mano de Grazelli —dijo Zigman. Él y Danny eran viejos amigos, y sabía que la orden no había sido para él.
—Hasta luego, Danny.
Yo comencé a seguirle, pero Danny dijo:
—Aproxímese; usted conoce el idioma de este joven, ¿verdad?
Me acerqué a la mesa y miré a Toro.
—¿Puede entender mi español? —dije.
Toro me miró. Tenía los ojos grandes y cristalinos de color castaño oscuro.
—Sí, señor —respondió respetuosamente.
—Bueno —dijo Danny—, hay unas cuantas cosas que quiero decirle antes de que se me olviden. Pero esperaremos a que Sam termine. Un chico debe relajarse completamente cuando está siendo masado. Por eso los eché a todos.
Cuando Sam hubo terminado, Toro se levantó y miró a su alrededor.
—¿Dónde está Luis? —dijo en español.
—Ha salido. Pronto le verá —le contesté.
Toro inquirió:
—¿Por qué no está aquí?
Yo moví la cabeza hacia Danny y le dije:
—Él es ahora su apoderado. Danny le cuidará muy bien. Toro movió la cabeza, y haciendo con sus gruesos y amplios labios una mueca infantil, dijo:
—Quiero a Luis.
—Luis continuará estando con usted —me apresuré a decir—. Luis no va a dejarle. Pero para ser una figura aquí, hay que tener un apoderado americano.
Toro sacudió la cabeza tozudamente.
—Yo quiero a Luis —insistió—. Luis es mi jefe.
Había llegado el momento de que se enterara. Ya era hora de que aquel gran pedazo de hijo adoptivo conociera las tretas de la vida pugilística. Mejor era que se enterara por mí, con toda la suavidad con que yo podía decírselo en mi limitado español, que por boca de Vince y sus compinches, como seguramente pensaba este hacer.
—Ya no pertenece usted a Luis —le dije, deseando haber sabido más palabras para hacer más sutil la conversación—. Su contrato está dividido entre un grupo de norteamericanos, de los cuales el señor Latka tiene la mayor parte. Usted debe saber todo lo que él le diga, como si fuera Luis. Él sabe sobre boxeo mucho más que Luis y que Lupe Morales, y puede enseñarle muchas cosas.
Pero Toro se limitó a sacudir de nuevo la cabeza y dijo:
—Luis me aconsejó que boxeara. Luis me trajo a este país. Cuando tengamos dinero suficiente para construir mi gran casa, allá en Santa María, Luis me llevará a mi tierra de nuevo.
Yo miré a Danny.
—Puede que sea mejor que vuelva Acosta —le dije.
—Muy bien —contestó—. Llámelo. Lo que digo es que el muchacho estará bien mañana.
Encontré a Luis paseando arriba y abajo por el lado del cuadrilátero donde se colocaban los espectadores. Por la forma con que me miró pude ver que estaba ansioso.
—Su chico está confundido —le dije—. No sabe lo que le sucede. Será mejor que vaya usted y lo ponga al corriente.
—Todos ustedes están celosos de mí —dijo Acosta mientras íbamos hacia los camerinos—. Ustedes están celosos porque es Luis quien ha descubierto a El Toro, y ahora quieren separarnos. No comprenden que soy el único que puede hacer que El Toro boxee.
—Mire, Luis —le dije—, usted es un buen sujeto, pero también puede equivocarse. Usted no puede hacer boxear a Toro. No hay nadie en el mundo que pueda hacer que Toro boxee. Si alguien puede estar próximo a lograrlo, es Danny, porque no hay mejor maestro que él.
—¡Pero si Luis Firpo mismo me ha dicho lo magnífico que es El Toro…!
—Luis, el domingo escuché todo ese rollo porque trataba de ser educado. Y porque aún no había visto a ese enorme paisano suyo. Hasta Luis Firpo fue un zote. Todo lo que consiguió fue algún combate dominical. No sabía boxear lo suficiente para valerse por sí mismo.
Acosta me miró como si hubiera insultado a su madre.
—Perdone, pero ¿cómo saber que eso no es más que arrogancia norteamericana? Firpo ha «noqueado» al gran Dempsey, pero los jueces no quisieron permitir que el título fuera a parar a la Argentina.
—Perdone —le dije yo—, todo eso no es más que puro estiércol de caballo.
Acosta comprendió.
—Para mí esto es muy triste —dijo—. Siempre soñé en Nueva York. Y desde el primer momento que vi a El Toro…
—Ya sé, ya sé —atajé impaciente—. Ya sabemos todo eso. ¡Maldición! Usted ha sacado a Molina de su ambiente. Debió haberlo dejado en Santa María, a donde pertenece.
Acosta se contrajo.
—Pero si fue por su propio bien…
—¡No me diga! ¡Narices! Toda su vida ha sido usted una ranita en un charquito. Una ranita con grandes sueños. Y cuando de pronto vio una ocasión, se encaramó a las espaldas de Toro para poder hacer un gran chapuzón en un gran charco.
—En mi país —dijo Acosta, pomposamente— un insulto tal hubiera terminado en duelo.
—No me tome muy en serio, Luis. He oído decir que en su país les gusta disparar las pistolas. Aquí solamente gustamos de disparar las bocas.
Habíamos llegado a la puerta de la sala de masajes.
—Ahora entre y dígale a Toro que Danny es el jefe.
Casi se podía oír el aire saliendo con ímpetu de su desviada nariz, cuando entró. Apenas saludó a Danny al salir este para reunirse conmigo.
—Luis, ¿qué pasa? ¿Qué sucede? Explícame. No lo entiendo —pude oír que decía Toro al cerrarse la puerta.