Capítulo cinco

Cuando se veía a Toro Molina por vez primera, parecía tan alto, que se hacía necesario enfocarle por secciones, de la misma manera que una máquina fotográfica retrata un rascacielos. La primera instantánea no registraba detalles —sólo daba la impresión de una gran masa, semejante a la de una montaña vista desde su base—. Luego, al hacerle pasar Nick al «Solárium», donde Acosta y yo les habíamos estado aguardando, hice un esfuerzo por ver la cara que se alzaba a treinta centímetros por encima de la mía.

Me sentí igual que un niño que contempla al hombre más alto del Mundo en una barraca de feria.

Cuando miré al Toro aquella primera vez, la palabra «gigante» con la que me había estado pegando Acosta en la cabeza, no se me ocurrió ni un momento. Fue «monstruo» la que me acudió a la mente. Las manos eran monstruosas. El tamaño de los pies monstruosos igualmente, y su exagerada cabezota respondía a mi concepción del hombre de Neanderthal que erró por esta tierra hace cosa de cuarenta mil años. El verle entrar despacio, con paso torpe y saltarín en el «solárium», agachándose hasta doblarse casi en dos para pasar por la puerta, resultaba tan desconcertante como si el fósil de un hombre primitivo del Museo de Historia Natural avanzase de pronto con la huesuda mano tendida para darle a uno la bienvenida. Lo cual no impedía que, de haber estado alguien haciendo apuestas sobre quién estaba más desconcertado, hubiese tenido que apostar por Toro.

Este actuaba como un animal grande —un toro o un caballo— al que han echado el lazo de improviso y lo han introducido en una casa. Pero dio muestras de alivio en cuanto vio a su apoderado. Acosta, hablando en español y muy aprisa, le dijo:

—Ven acá, Toro: quiero que conozcas a un amigo nuestro.

Y Toro se acercó, obediente, colocándose un poco detrás de Acosta, como buscando la protección del hombrecillo que hubiese tenido que ponerse de puntillas para darle un golpecito en el hombro. Aquel traje pardo con listas encarnadas y azules que Acosta le comprara en Buenos Aires, le era demasiado estrecho por los hombros, le estaba el pantalón muy apretado, y a las mangas les faltaba muchos centímetros para llegarle a las muñecas.

Al mirarle con mayor atención, después del primer susto, recuerdo haber tenido la impresión de estar viento a un mono domesticado, de proporciones de pesadilla y vestido de hombre, que representaba maquinalmente su papel bajo la vigilante mirada del organillero. Sólo que, en este caso, Acosta no necesitaba organillo. Tocaba su propia música y escribía su propia letra, y era capaz, al parecer, de estarlo haciendo eternamente sin cansarse.

Toro —dijo Acosta (y hasta la manera en que pronunció el nombre y el modo en que hizo una breve pausa me recordaron la forma en que un domador fija la atención de sus fieras antes de dar una orden)—, estréchale la mano al señor Lewis.

Toro vaciló un instante, tal como habréis visto hacer centenares de veces a los animales en el circo, y obedeció. Temí que iba a ser lo mismo que meter los dedos en una máquina de reducir carne a picadillo, pero no me los agarró muy fuerte. No se sentía muy seguro de sí mismo. Me dio la misma sensación que la extremidad de la trompa de un elefante al metérsele a uno en la mano cuando le están dando cacahuetes. Era la suya una mano pesada y encallecida, nada natural, y con una extraña y amazacotada dulzura.

—Con mucho gusto —dije, volcando mis seis meses de estancia en México en la frase.

Toro se limitó a mover la cabeza en gesto de asentimiento. Después de estrecharme la mano, se escudó de nuevo detrás de Acosta, mirándole interrogador, como si aguardara a que le dijese qué debía hacer luego.

—¿Qué te parece, Eddie? —me preguntó Nick—. ¿Crees que debiéramos empezar a alquilarlo por pisos como si fuese un rascacielos?

Aquel fue el primero de los chistes que oí sobre Molina. Reí aquella vez; pero ¡ah! ¡Cuán hastiado llegaría a estar de chistes a costa del tamaño de El Toro!

Cuando Nick se permitía ser humorista, ello era prueba de que se hallaba de un humor excelente.

—¿Qué? ¿Conseguiste todo lo que querías? —quiso saber—. ¿Habló el tipito?

—Lo bastante para llenar un libro.

—Oye, pues no está mal la idea… la de escribir un libro, quiero decir… Una de esas publicaciones como «El Superhombre». ¿Sabes cuántos ejemplares vende el «Superhombre»? De ocho a diez millones. Y eso no es moco de pavo, a diez centavos cada uno.

Algún día, cuando se publique una nueva edición de la famosa obra de Gustavus Meyer, la «Historia de las Grandes Fortunas Americanas», tal vez leáis en ella cómo adquirió la suya Nicholas Latka («ilustre tatarabuelo de Nicholas Latka III»). Quizá figure su nombre al lado del de Gould, del de Vanderbilt y del de todos aquellos que sabían cuándo hacer una ley nueva y cuándo quebrantar las existentes.

—Salgamos —dijo Nick—; quiero que le vean los muchachos.

Le hizo un movimiento con la cabeza al Toro, riendo.

—Sígueme, medio-metro.

Acosta murmuró en voz baja:

—Síguele.

El Toro movió afirmativamente la cabeza, con aquel gesto de campesino sumiso que le caracterizaba, y obedeció al pie de la letra la orden, siguiendo todos los movimientos de Latka con su típica lentitud. Nick se detuvo de pronto, y dijo, medio en broma:

—Por el amor de Dios, dile que no me siga tan de cerca. Me da la sensación de que me está dando caza un elefante.

Acosta tradujo las palabras, y el Toro debió de tomarlas como censura, porque apretó el paso para dar alcance a Nick. Tan aprisa quiso hacerlo, que enganchó uno de sus enormes pies en el cable de una lámpara y se tambaleó. Azotó el aire torpemente para recobrar el equilibrio. Nada tenía de Nijinsky, desde luego. Aunque no siempre puede juzgar uno por las apariencias. Porque he visto a más de un individuo desgarbado, torpe, y con los pies planos, resultar bastante ágil y listo en el cuadrilátero.

—¿Qué supones tú que ha sido eso, Eddie? —me preguntó Nick—. ¿Un fuera de combate auténtico, o un simple resbalón?

Se volvió hacia mí al decirlo, guiñando un ojo, y me dio un golpe juguetón en la mandíbula.

Beth estaba sentada en el arriate, sola y un poco desconcertada.

—Siento haber tardado tanto —me excusé—. ¿Marcha todo bien?

—Me alegro de haber venido —me respondió ambiguamente—; pero, la próxima vez, me parece que voy a dejar que vengas solo.

Puede que fuese un error mío haber querido introducirla en el grupo de Nick Latka. Beth era muchacha que, a pesar del ambiente en que se desarrollaba su vida en Amherst, había sabido adaptarse al de Nueva York sin demasiado trabajo; pero no era preciso ser clarividente para darse cuenta de que aquel era un mundo que jamás había conocido y que no tenía el menor deseo de conocer. Sin embargo, y a pesar suyo, se sentía tan singularmente atraída por todo aquello, como por una barraca de feria llena de fenómenos y monstruosidades.

Me dirigió una rápida sonrisa, con cierto asomo de pánico en ella.

—¿Qué opinas de la anfitriona de esta casa? —quiso saber.

—Oh. Ruby sabe tomar a sus invitados o dejarles. Me resulta bastante simpática.

—A mí me pone nerviosa. No me ha sido posible hablar con ella. Hice cuanto pude, pero no lo suficiente para hacerle abandonar el libro que leía.

Tomé a Beth del brazo y la conduje hacia Ruby, que estaba tendida en un diván del jardín provisto de ruedas. Cuando levantó la mirada hacia nosotros, la pregunté:

—¿Qué libro estás leyendo?

Lo alzó para que lo viéramos.

—El éxito Número Uno de librería —repuso.

Era el mamotreto de ochocientas páginas, con una Hedy Lamarr del siglo diecisiete y corpiño reventón en la cubierta. El título era: «La condesa se porta mal».

Ruby se pasaba la mayor parte de su vida en el campo leyendo novelas de asuntos parecidos al de «La condesa». Nick se sentía orgulloso de sus gustos literarios, y de la manera en que se tragaba aquellos libros semana tras semana.

—Tenemos una biblioteca de aúpa —decía Nick—. Apuesto a que Ruby se zampa tres libros por lo menos a la semana. Y recuerda lo que lee, por añadidura.

Conque Ruby, que jamás expuso su rostro hermoso y sin arrugas a los posibles efectos de una página impresa hasta salir al campo y no saber de qué manera hallar distracción para sus ocios, había llegado a adquirir un conocimiento íntimo de la Historia Europea. Podía hablar con la misma autoridad de los amores clandestinos de las fogosas damas de honor de Carlos Primero, que de las dificultades maritales de su cocinera Ethe.

Cuando Ruby no estaba consumiendo su compota histórica, era porque se hallaba bebiendo combinados.

Un extraño no lo hubiera notado, porque sabía llevar bien la bebida. Pero los ojos se le tornaban muy tristes y húmedos y se ponía a hablar de la amante de Metternich, de la hermana de Napoleón, o de alguna otra jugosa acotación de la Historia. Cuando esto sucedía, era costumbre suya inclinarse hacia adelante, hablando febrilmente, con el rostro cada vez más cerca del que la escuchaba, dándole la sensación de que quizá no fuese difícil llegar con ella a mayores si uno lo intentaba de veras.

Esto quizá sea una injusticia. Nada ocurrió jamás entre nosotros, y no me hubiese sorprendido demasiado que Ruby resultara una virtuosa dama. No me hubiera sorprendido demasiado que resultara ser cualquiera o todas las cosas que las comadres la consideraban. Siempre eran sus modales comedidos, los de una señora; pero algo había en la mirada de aquellos ojos negros anormalmente dilatados, que le dejaban a uno con la inquieta impresión de una inestabilidad profunda.

En cualquier caso, y señalara la aguja donde señalase, Nick estaba satisfecho. De haber tenido que llegar a sus oídos ciertas, hubiesen tenido que salir de labios de Killer, y Ruby era la única mujer del mundo acerca de la cual Menegheni se mostraba de una rigurosa discreción. Conque Nick seguía opinando, como en el momento de contraer matrimonio con Ruby, que el casarse con ella constituía la mayor prueba de inteligencia que había dado en su vida. Así lo aseguraba él mismo con frecuencia, hablando como si Ruby fuese lo más selecto de su equipo de boxeadores. No podía negarse, por otra parte, que Ruby era para Nick una buena esposa, siempre a su disposición cuando la necesitaba, cordial, cálida y afable con los invitados, bien hablada, primorosamente compuesta, rezumando «clase» en la selección de sus vestidos y en su manera de llevarlos. Una buena chica en suma.

Desde donde estábamos sentados, contemplamos el grupo que se había congregado en el arriate y en el césped del otro lado. El socio de Nick —Jimmy Quinn— y su esposa y la señora Lennert, mujer del antiguo campeón de los pesados, charlaban animadamente. El rostro y la figura de Jimmy Quinn, su calva, su ropa, y su característica forma de reír de vientre, eran lo que hemos llegado a esperar de demasiados políticos irlandeses. En su juventud, su rostro debió de ser fuerte y agresivo; pero años de comodidad y de buena vida habían suavizado las duras líneas, dándole al propio tiempo un color subido que en realidad indicaba alta presión arterial, pero que le daba el alegre y benévolo aspecto de un Papá Noel sin barba. Tenía muy buen humor y le gustaba hacer alarde de ello. Y, fiel al convencimiento de que todos los irlandeses son grandes humoristas, se mostraba con exceso adicto a los juegos de palabras y a los cuentos y chistes en dialecto.

Como concesión a la vida rural se había quitado la americana, y ahora estaba sentado en mangas de camisa, con el cuello desabrochado, tirantes blancos, ceñidos los brazos con gomas del mismo color para alzarse las mangas, botas negras de cordones, y sombrero de paja.

Acababa de decir algo que debía de considerar humorísticamente, porque echó hacia atrás la cabeza y rio con el vientre, mientras las mujeres sonreían con condescendencia. Cuando me pilló mirándole, agitó afablemente la mano y dijo, con aquella enorme y expansiva sonrisa que empleaba para conseguir votos:

—¿Cómo estás, muchacho?

La cordialidad de Honest Jimmy Quinn no tenía nada de mecánica. Le daba a uno palmadas en la espalda, le estrechaba la mano y le hacía reír como si de verdad disfrutara haciéndolo. Era una buena persona, Honest Jimmy, según el decir de todo el mundo: una buena persona. Honest Jimmy era incapaz de negarle nada a nadie… a menos que quien se lo pidiese tuviera la desgracia de ser republicano, judío, o persona que no pudiese devolverle los favores concedidos.

La señora Quinn era una dama formidable y de gran desarrollo pectoral. Siempre que hablaba de su marido le llamada el Juez, por haber hecho este que los muchachos le propusieran para el estrado municipal en los primeros tiempos, cuando aún no podía permitirse el lujo de llevar a cabo la labor del Partido sin figurar en la nómina de alguien.

Por contraste, la señora Lennert era una mujer feúcha y callada, que más parecía la esposa de un conductor de camión o de un minero, que de un púgil famoso. No bebía. Estaba sentada, con paciencia, en actitud de cortés aburrimiento, rompiendo tan sólo el silencio para decir de cuando en cuando: «Gus, no tanto jaleo», o «Paul, haz menos ruido», mientras vigilaba con ojo maternal a sus tres hijos, de quince, doce y ocho años respectivamente, que se encontraban sobre el césped, tirándose uno a otro una pelota.

Big Gus, el padre, era un buen atleta que había jugado un poco al baseball, pitcher[7] del «Newark» antes de meterse a púgil. El boxeo no era para él más que un medio de ganarse la vida. Su verdadero amor era el baseball. No creo que los «Yanks» hayan jugado un partido en su campo en muchos años, sin que Gus y sus tres hijos hayan ocupado sus asientos de costumbre, detrás de la primera base.

No puede decirse que Gus gozara de gran popularidad en el mundo de los deportes, porque se había corrido la voz de que cuando se trataba de pagar una ronda, retrocedía ante la cuenta que el camarero presentaba, como si temiera que fuese a morderle la mano. Gus era un hombre de negocios. Sabía que le quedaban tantas peleas en el cuerpo, tantas bolsas por las que combatir, y quería asegurarse de que, cuando volviera a establecerse como propietario del restaurante, tuviese un capital algo superior al necesario.

Allá en el césped, Nick estaba presentando a Acosta y al Toro a Danny McKeogh, a Killer, y a la muchachita de cara de perro pequinés del guardarropa del «Diamond Shoe» que acababa de llegar en el «Chrysler» amarillo de Killer. Acosta le besó la mano a la chica y les hizo una reverencia a los demás. Toro estaba de pie, a su lado, lleno de desasosiego. Killer asumió actitud de boxeador, e hizo una finta con la izquierda, como si fuese a largarle un puñetazo a Toro. Todo el mundo se echó a reír, menos Toro, que se quedó parado, esperando que Acosta le dijera lo que debía hacer en trance semejante.

Cuando nos sentamos a comer en el lujoso comedor presidido por una estatua de mármol de Diana cazadora, hice un rápido censo que dio un total de veintitrés comensales —típico almuerzo dominical de Latka—. Nick ocupaba el asiento de un extremo de la mesa, con su traje de montar a caballo, y Ruby ocupaba el extremo opuesto. Al lado de Nick estaban sentados los Quinn, al lado de un caballero que conservaba un riguroso anonimato, al que seguían Vince Vanneman, Barney Winch y su lugarteniente. Más abajo, los Leenert, Killer, la pequinesa, Latka hijo y su compañero de tenis, Danny McKeogh… Luego, Toro y Acosta, y Beth y yo, uno a cada lado de Ruby. Los hombres no se habían molestado en ponerse la americana, y Nick había echado hacia atrás su silla manteniéndola en equilibrio sobre dos patas, como hacía siempre en el despacho. Si al mayordomo, enfundado en elegante smoking, le inspiró desprecio alguno tan poco convencional asamblea, supo ocultar sus sentimientos tras un rostro de palo. Sirvió a cada comensal sin tener en cuenta su postura, su gramática, ni su forma de expresarse, con la impersonal solicitud y excesiva formalidad características de su profesión.

El caballero anónimo tenía un rostro perspicaz y unas mandíbulas azuladas y fuertes, fijas en permanente expresión de inescrutabilidad. Nick no se tomó la molestia de presentarlo a los demás, y él no despegó los labios, distrayéndose en hacer bolitas con migas de pan. Cuando Vanneman le habló, lo hizo con temeroso respeto y sin esperanza de respuesta. Mi primera impresión, más tarde confirmada, de que aquel hombre era el jefe de alguna cuadrilla de gangsters que había logrado meter baza en los negocios sucios de Nick, no tenía más base que una simple corazonada. Más adelante supe que la policía le andaba buscando para interrogarle acerca de un asesinato supuestamente cometido por uno de sus muchachos en la parte superior del «East Side». En otros tiempos había logrado acaparar el mercado de pesos medios, y seguía siendo un buen elemento para quien quisiera tener la oportunidad de actuar en el Garden. Lo que pudiera ser para Nick, o Nick para él, resultaba mucho más saludable no preguntarlo.

—¡Todo, lo que vais a comer ha salido de esta finca! —gritó Nick—. Todo es producto nuestro, hasta la carne.

—Tu propio toro, ¿eh? —dijo Quinn. Se volvió hacia Barney y el otro jugador, empezando a reírse ya—. ¡Eh, muchachos! No habíais esperado vosotros que Nick fuera a echarnos el toro, ¿eh?

Rompió a reír a carcajada limpia, mirando a su alrededor para asegurarse de que todos reían; luego repitió la frase y volvió a dispararse.

Toro se comió con apetito la ensalada de fruta, sin levantar la mirada del plato, como un niño a quien le han dicho que no se meta en la conversación de las personas mayores.

Nick miró a Toro y balanceó la cabeza.

—Tienes suerte en no comprender el inglés, muchacho. Los demás tenemos que reírle los chistes malos a Jimmy.

Killer dio principio a la risa como si fuera la «claque». Todo el mundo miró al argentino, moviendo afirmativamente la cabeza y riendo. El Toro dejó de comer y dirigió una mirada en torno suyo. Seguramente sacó la conclusión de que todos se estaban riendo de él. Comprimió los gruesos labios y sus ojos buscaron los de Acosta con cierto desconcierto. Acostase apresuró a decirle unas cuantas palabras en español, y El Toro, tras hacer un gesto de asentimiento, se puso a comer de nuevo. Observé cómo movía las mandíbulas al mascar. No era su rostro la faz noble y magnífica de un coloso, sino una cara de campesino, de ojos castaños, párpados gruesos, nariz bulbosa, boca grande y sensual con oscuros hoyos a ambos lados, indicadores, quizá, de trastorno glandular, y una mandíbula alargada. Era una cabeza como para que la hubiese pintado El Greco, con sus oscuros y melancólicos amarillos, aumentado y distorsionado el modelo por el astigmatismo que padecía el artista. Si en alguna ocasión alzaba la cabeza, dirigía rápidas y furtivas miradas a Ruby. Esto no era de extrañar, porque Ruby, enfundada en blanca y diáfana seda, peinado hacia atrás el cabello, oscilantes los pendientes de jade al hablar animadamente con acento que era una mezcla de Park Avenue y Calle 10, poseía un magnetismo extraño.

—Qué libro más magnífico es ese, ¿verdad? —estaba diciendo en aquellos instantes—. Me consumo de impaciencia por ver la película. ¿Quién creéis que debiera hacer el papel de Desirée? Leí el artículo en que Danton Walter dice que le iría mejor a Olivia de Havilland. ¿La veis a ella en el papel de Desirée? Paulette Goddard… no hubo momento de la lectura en que no viese yo como más apropiada a Paulette Goddard…

La mirada de Beth se encontró con la mía durante un segundo, pero no me dijo nada. Quiero decir que no dijo ninguna de las cosas que saltaban a la vista. En el descubrimiento de la literatura por Ruby, y en lo orgulloso que Nick estaba de su mujer, había algo conmovedor, que hacía imposible la fácil respuesta ingeniosa. Era como el golfillo que resbala por el arroyo, gritando maravillado: «¡Fijaos, fijaos, estoy bailando! ¡Estoy bailando!». En el caso de Ruby era: «¡Estoy leyendo! ¡Estoy leyendo!».

—La Historia me apasiona —aseguró Ruby—. Resulta mucho más interesante que lo que está sucediendo hoy. Intento conseguir que Nick lea algunas veces; pero es ganas de perder el tiempo; no hay manera.

—¡Eh, nena! —gritó Nick, gesticulando con una gran panocha de maíz en la mano—. ¿Marcha todo bien por esa punta de la mesa?

Ruby le dirigió una sonrisa indulgente y nos miró luego, como excusándole. Aquella sonrisa y aquella mirada permitían formarse una idea de las relaciones entre ambos. Nick era un marido maravilloso, un buen proveedor, y aún sorbía los vientos por su esposa. A ella le hubiese gustado que se curara de semejantes crudezas. La lectura de todos aquellos libros, el decoro de la vida social, los pulidos modales de los llamados caballeros de antaño, le habían proporcionado un punto de vista desde el que criticar a Nick y a los bocazas de sus amigos.

—Fijaos en Ruby —rio Nick—. Piensa que estoy quedando como un ser tosco y grosero delante de Albert…

Albert estaba ofreciendo de nuevo la fuente de carne. Ni un solo músculo de su rostro delató que hubiese oído mencionar su nombre. Cuando le acercó la gran fuente de plata a Nick, este le dijo:

—Tú no me crees un desarrapado y un ramplón porque coma con los dedos y no me ponga la americana, ¿verdad, Albert?

Y el mayordomo respondió: «No señor», pasando luego a servir a Quinn, que tomó tres pedazos de carne y dos patatas grandes.

—Vaya, ¿qué te ha parecido eso, Ruby? —gritó Nick—. El hombre mejor vestido de la casa se pone de mi parte.

Nick tenía más conocimiento del que su comentario daba a entender; pero a veces le gustaba hacerse el tonto para lucirse ante sus amigos y molestar a Ruby. Esta forma suya de ser no encajaba exactamente con el modo de vestir, ni con la «clase» que siempre quería, ni con su actitud hacia Ruby. Solía extrañarme de esto al principio; pero acabé llegando a la conclusión de que Nick parecía deleitarse a veces degradándose públicamente, debido a que ello le suministraba el medio de juzgar con exactitud los progresos que estaba haciendo. Porque hacía coincidir tales torpezas con los momentos en que eran más señoriales las circunstancias —momentos como aquel, en que se hallaba sentado a una mesa de veintitrés cubiertos, presidiendo un pródigo banquete, que hubiese satisfecho al tirano más glotón—. «Mirad», parecían decir sus actos, «no olvidéis que el amo de esta mansión de la estatua de mármol, el mayordomo de etiqueta, con su propia carne colgada en su propia cámara frigorífica, sigue siendo Nick Latka, el buscavidas de Henry Street».

Cuando por fin logramos levantarnos de la mesa, tras una hora de comer con exceso, Nick se acercó y me posó la mano en el hombro.

—Quiero hablar contigo —dijo—. Vayamos al solario.

El solario estaba detrás de la piscina. Era una construcción circular de estuco, sin techumbre. Dentro había alfombras sobre las que echarse a tomar el sol, y mesas de masaje. Nick se quitó la ropa y se tendió boca arriba sobre una de las alfombras. Inhaló profundamente, pareciendo tragarse aire y sol al mismo tiempo. Su cuerpo tenía un atezado oscuro y uniforme, y se hallaba en maravillosas condiciones para un hombre de cuarenta y pocos años. Parecía magro y energético por todas partes salvo, por el vientre, donde se veía una panza incipiente.

—Dile a Killer que le necesito —dijo.

Salí y le di un grito a Killer, que acudió inmediatamente.

—¿Qué mosca le pica, jefe? —quiso saber.

—Ese aceite para el sol —indicó Nick—, el nuevo… ¿cómo se llama?

—Aceite de manzana.

—Sí; frótame el cuerpo con él. Y trae otro frasco para Eddie —agregó.

Killer me entregó un frasco, y empezó a untarle los hombros y el pecho a Nick. Miré la etiqueta. Se llamaba «Apolloil[8]».

—Esto no sólo ateza, sino que carga de vitaminas la piel —observó Nick—. Se le mete a uno por los mismísimos poros. Lo vende la misma casa que fabrica el agua de tocador que te di.

Tomó otra aspiración profunda y saludable.

—Ahora más abajo, Killer. Derrama un poco por aquí.

Mientras el Killer le daba masaje, con el aceite, Nick dijo:

—Bueno, al negocio. ¿Te dio alguna idea Acosta?

—No anda falto de colorido la manera en que descubrió al Toro —respondí.

—No quiero esos rollos interminables. Conoces el negocio del boxeo tan bien como yo. Es un espectáculo con sangre. Los muchachos que consiguen llenos no son siempre los mejores luchadores. Son los que tienen mayor carácter. Claro, nada ayuda tanto al carácter como un puño que deje fuera de combate. Pero a los aficionados les gusta un nombre al que puedan agarrarse. Como Dempsey, el Vapuleador de Manassa. Greb, el Molino de Viento de Pittsburgh. Firpo, el Toro Salvaje de las Pampas. Algo con que darles a los aficionados en la cabeza.

—Hombre —dije, medio en broma—, supongo que podríamos llamarle a Molina el Gigante de los Andes.

Nick se incorporó para mirarme.

—No está mal. El Gigante de los Andes —repitió—. Tiene algo. Ya estamos ganando dinero. Sigue pensando.

—Lo que tú quieres —dije—, es algo parecido a esto.

Y me puse a improvisar:

—Desde la Argentina embistió el Toro Salvaje de las Pampas para lanzarle a Dempsey fuera del cuadrilátero de un puñetazo, faltando tan sólo un segundo para que pudiera volver con el título a su patria. Ahora nos viene su protegido, el Gigante de los Andes, dispuesto a vengar a Luis Ángel Firpo, el ídolo de su infancia.

—Sigue hablando, chico —dijo Nick—, sigue hablando. Nos estás conduciendo ya a un original lleno de pasta.

Me pareció un momento oportuno para decir:

—A propósito, Nick. Acosta no parece muy feliz con el reparto.

—¿Hay alguna ley que diga que tiene que ser feliz?

—No; pero el hombrecillo ese metió mucho en este asunto. Descubrió a Molina, se lo jugó todo con él, y…

—Si tanto le compadeces, quizás estés dispuesto a darle tu diez por ciento.

La vida resultaba mucho menos complicada cuando se mostraba uno de acuerdo con Nick Latka.

—No —respondí—, pero…

—¡Qué te parece ese bola de sebo! —exclamó Nick Latka, maestro en el arte de hacerse el sordo cuando lo que se decía no era en beneficio suyo—. ¡Ni para meter a Molina en los urinarios del Garden tiene suficientes relaciones! Como vuelva a rechistar, le acompañaremos hasta el barco y le embarcamos con un simple beso de despedida.

—Dio la vuelta y dejó que Killer le friccionara la espalda.

—Tú concéntrate en tu trabajo —dijo—, que yo me cuidaré del mío.

Cuando salimos todos habían bajado a la piscina. Los jugadores estaban dándole a las cartas otra vez debajo del toldo. Ahora ganaba por fin Barney Winch, el gordo.

—Sólo dos —estaba protestando, dirigiéndose a todos en general—. Cuando yo hago «gin», no tiene más que dos. ¿Qué le he hecho yo a nadie para merecer semejante castigo?

Gus Lennert y los tres muchachos se encontraban otra vez en el césped tirando la pelota.

—¡A toda velocidad, papá! —estaba gritando el más joven.

Quinn dormía en una poltrona, con el sombrero de paja echado sobre los ojos. Latka hijo y su invitado habían vuelto, aparentemente, al campo de tenis. Beth se hallaba en el agua, nadando sin esfuerzo. La rubia pequinesa de Killer, tumbada a la orilla de la piscina, procuraba intensificar su atezado. Llevaba gafas de sol. Danny McKeogh hablaba con Acosta. Parecía haberse animado un poco, tener más aspecto de ser viviente después de haber comido; pero desde donde yo me encontraba, apenas se le distinguía el iris azul claro del blanco de los ojos, por lo que su rostro se parecía en cierto modo al de un espectro. Discutía sobre su tema favorito: el entrenamiento. Era, en verdad, un entrenador excelente, y le gustaba hacer trabajar en serio a los boxeadores.

—Cuando yo era chico, los muchachos se hallaban en mucha mejor forma —estaba diciendo—. ¿Usted cree que ninguno de estos tipos de hoy sería capaz de aguantar treinta o cuarenta asaltos duros como Gans, Wolgast o Nelson? Caerían muertos. No les gusta trabajar tan duro como solíamos, y no tienen piernas para ello. Van demasiado en taxi, en metro…

Ruby, echada en la hamaca, leía «La Condesa se portó mal». ¿Quién desempeñaría el papel de Desirée? Tronaba una radio portátil en el lado opuesto de la piscina; pero nadie parecía estar escuchando al humorista cuyos chistes rutinarios punteaban los febriles aplausos de un auditorio emocionado de estudio.

Me pregunté dónde estaría Toro. Miré a mi alrededor, pero tardé un poco en verle, porque se hallaba de pie, inmóvil, con la mirada fija en el arco de celosía del emparrado que se encontraba más allá de la piscina. Su enorme cabeza casi llegaba a la parte superior del arco, y, de espaldas al sol, su mole proyectaba una sombra montañosa que dejaba en la penumbra el emparrado entero. Me pregunté en qué estaría pensando. ¿Evocarían aquellas uvas negras maduras el recuerdo de su hogar de Santa María, de sus padres, de Carmelita, de las ovaciones de sus paisanos cuando levantaba barriles de vino, del calor y la seguridad de haber nacido, trabajado y muerto en una comunidad aislada, íntima? ¿O estaría calculando mentalmente la conspicua riqueza de la finca de Latka y soñando en el día en que pudiera regresar triunfalmente a su pueblo para construir el castillo destinado a rivalizar con la propia villa de Santos, que los descalzos campesinos considerarán siempre como el más grande y lujoso abrigo concebible, en esta vida por lo menos y quizás en la siguiente?