Capítulo cuatro

Atravesamos el espacioso cuarto de estar —sala de espejos con excesiva decoración, con aire de no ser usada nunca— en dirección al porche.

Cuando nos vio llegar, el argentino se puso rápidamente en pie, muy estirado y convencional, enseñando los dientes en ensayada sonrisa. Era un hombrecillo rechoncho de nariz grande y rostro moreno. Y media docena de pelos le serpenteaban por la cabeza en estratégico pero fútil esfuerzo por ocultar su calvicie. Llevaba botines, un chaleco blanco a cuadros y la clase de traje de deporte de cuatro botones con cinturón por detrás que hace tiempo que no vemos aquí. En el cuarto dedo de la mano, corta y rolliza, lucía lo que pudiera ser un rubí.

—Eddie —dijo Nick, sin tomarse la molestia de presentarme—, este es Acosta. Ustedes dos tienen trabajo que hacer, conque les dejo solos.

Acosta inició una pequeña reverencia y empezó a decir algo: «Encantado» o «Tanto gusto» o cosa semejante. Pero Nick no le dejó terminar. Los cumplimientos sólo le parecían bien cuando no resultaban un estorbo para el negocio.

—Corté la comunicación con ustedes —le dijo a Acosta—, porque no tengo necesidad de escuchar toda esa serie de tonterías del pueblo y de los toneles de vino. Yo soy un hombre de negocios. Le echo una mirada al chico, y veo que tiene algo. Puedo vendérselo al público. Pero —Nick me apretó afectuosamente el hombro—, quiero que le largue a este muchacho mío el tratamiento completo, ¿comprende?

—Sí, sí, comprendo —contestó Acosta, haciéndole otra leve reverencia a Nick, como si lo que acababa de decirle hubiese sido el colmo de la amistad y de la cortesía.

—No lo olvide: el tratamiento completo —repitió Latka, hablándole a Acosta en el mismo tono que empleaba cuando se dirigía a los muertos de hambre que rondaban por su despacho—. Completo, ¿eh?, sin olvidar los postres ni los lavafrutas.

—Míster Latka tiene muy buena cabeza para los negocios —me dijo Acosta cuando Nick nos dejó solos—. Una mentalidad muy fuerte, muy penetrante. Cuando el Toro y yo vinimos a Norteamérica, ni siquiera llegué a soñar que pudiera ser socio de tan gran hombre como el señor Latka.

—Sí —dije.

Se metió la mano en el bolsillo interior, sacó una pitillera de plata y, con floreado gesto, me ofreció un cigarrillo.

—Tal vez le gustará fumar un cigarrillo argentino —dijo—. Es muy flojo y se fuma bien. Lo prefiero al «Chesterfield» y al «Lucky Strike» de ustedes.

De nuevo sonrió con los dientes como para dar a entender que no era cuestión de rivalidad nacional, sino una simple bromita, y encajó el cigarrillo en una boquilla de carey. Hablaba el inglés mejor que Killer y que Vanneman, pero mostrando una marcada inclinación por el tiempo presente del verbo y una tendencia a estropear los pretéritos.

—Señor Lewis —empezó Acosta—, para mí, conocerle es un gran placer. El señor Latka me dice de usted muchas cosas buenas. Es usted un gran escritor, ¿verdad? ¿Hará usted muy famoso a mi gran descubrimiento El Toro Molina y a su pequeño apoderado Luis?

Esto lo dijo con una risita, como para demostrar que ambos sabíamos que Luis no era ni con mucho tan agresivo y ambicioso como sus palabras le hacían parecer. Luis tenía unos ojuelos perspicaces que no dejaban un instante de escudriñar a la persona con quien hablaba, sin por ello dejar de sonreírle. No resultaba demasiado difícil imaginársele concertando combates en «Jacob’s Beach» con tanta habilidad como cualquiera de nuestros profesionales, a pesar de sus botines.

«Bien —pensé—, ha terminado la obertura. El telón está a punto de alzarse».

—¿Sabe lo que va usted a hacer, señor Acosta? —dije en alta voz—. A soltármelo todo. Desde el mismísimo principio. Quiero saber de dónde viene el chico, cómo le encontró usted, cuándo empezó a luchar… todo el rollo entero.

—¿Perdone?

—¿No me entiende? La historia completa. En este número. Sin continuación en los siguientes.

—Ah, sí, sí, comprendo. Es muy, muy interesante la historia del Toro y mía. Muy romántica. Muy dramática. Pero primero, con su permiso, le advertiré una cosa. El Toro Molina es un chico muy joven. Aún no tiene los veintiuno. Procede de un pueblecito de los Andes, que se encuentra por encima de Mendoza. Toda la gente de allí es de una mentalidad muy sencilla. No loca, ¿comprende?, no idiota. Sólo muy sencilla. Durante toda su vida trabajan en los viñedos de la gran estancia Santos. Del mundo exterior no saben una palabra, ni siquiera de Mendoza, la capital de su Estado. Buenos Aires es menos real para ellos que el propio cielo. Y Norteamérica está tan lejos como las estrellas.

Acosta sonrió, pensando en la inocencia del Toro.

—Conque es esto lo que quiero advertirle, si me lo permite, señor Lewis. No puedo hacer que El Toro venga a Norteamérica sin prometer cuidarle con muy gran fidelidad[6]… ah…

Fidelidad —traduje.

—¡Ah! ¿Habla usted español?

Un poco —respondí—. Muy poco. Seis meses en México.

Bien, muy bien —aprobó—. Su acento de usted es perfecto.

Mi acento hiede —repuse.

—Ah, tiene usted sentido del humor. En Argentina tenemos un proverbio que dice: «El hombre que no puede reír, es un hombre que no puede llorar».

—En la Octava Avenida la vida no es tan sencilla.

—En los alrededores de Madison Square Garden, la vida es muy impresionante, ¿verdad? —dijo Acosta—. Allí es donde se hacen los grandes negocios, donde las entradas de ring se venden hasta por treinta dólares. En mi país, cien pesos. ¡Fantástico! Mi ambición es ver el nombre de El Toro Molina en las luces de la marquesina del Garden… esta arcilla campesina que he tallado y convertido en obra de arte. Es mi gran sueño, mi gran promesa al Toro.

Y hablaba en serio. Se notaba en la intensidad de su mirada que hablaba en serio. Aquel era su modo de soñar grandezas, su manera de vivir la grandeza. Para él, que se sentía Miguel Ángel, El Toro Molina era lo que David para el pintor.

—Pero debe usted tomarme por un hombre dado a la garrulosidad sin contenido —dijo—. Porque he hablado la mar de rato y no he dicho una palabra de la advertencia. A Toro yo le quiero como a mi propio hijo; pero no tiene cabeza para los negocios. Sólo de mí se fía para que le guarde el dinero. Para eso viene conmigo, para volver a su pueblo y llevarle una fortuna a su familia. Conque no puedo hablarle del asunto del señor Latka. No comprenderá por qué le he vendido al señor Vanneman un cincuenta por ciento de los beneficios que él pueda rendirme, ni por qué el señor Vanneman a su vez le ha vendido el cuarenta por ciento al señor Latka, ni por qué me ha comprado a mí también otro cuarenta por ciento el señor Latka. Este asunto, El Toro no sabrá cómo tomarlo ni comprenderlo. Yo creo que le daría un susto el tener conocimiento de ello. Conque es preferible que crea que no ha cambiado en absoluto el acuerdo que cuando vinimos a Nueva York teníamos. Es mejor si cree que el señor Latka sólo es mi muy buen amigo, un gran deportista norteamericano, para que nada sospeche cuando vea al señor Latka por aquí con demasiada frecuencia.

—En otras palabras, cuando vea al muchacho, usted quiere que me muestre ostra acerca de que lo están cortando a rodajas como si fuera un chorizo.

—¿Perdón?

—Mostrarme ostra —repetí—. No decir una palabra de su trato con Vanneman y Latka.

—Ah, ¡sus modismos son tan vívidos! —dijo Acosta—. Me gustaría, antes de volver a la Argentina, aprenderlos todos.

—Antes de que regrese usted a la Argentina —le dije—, aprenderá usted mucho.

—Muchísimas gracias —dijo Acosta.

—Y, ahora, volvamos a esa obra de arte suya. Cree usted de verdad que tiene un luchador, ¿eh?

Apareció, de nuevo, en sus ojos, aquella mirada intensa.

—Argentina es una tierra de grandes luchadores —empezó—. Luis Ángel Firpo hubiese dejado fuera de combate a Dempsey, si los reporteros no le hubiesen levantado y metido otra vez en el ring. Alberto Lovell gana el campeonato amateur del mundo en el Olympic. Pero El Toro Molina, él es nuestro más grande, el más grande de todos. En la Argentina son muy altas las montañas, muy anchas las Pampas… Todo es muy grande allí: el país… el ganado… los hombres… Pero El Toro (su madre le llama Toro porque pesaba diez libras y doce onzas al nacer), El Toro es «gigantesco», con cuello y hombros de toro bravo, músculos en los brazos del tamaño de melones, y piernas tan fuertes como los quebrachos de los Andes.

—Dígame, ¿dónde, exactamente, encontró usted a este conglomerado mitológico de toro bravo, montaña, melones y quebrachos?

—Ah, ¿quiere usted decir que dónde hice mi gran descubrimiento?

—Sí, dígame —respondí.

Y pensé: «Nick debiera darme una bonificación por mi versión española».

—Hace dos años. Tengo un pequeño circo ambulante en Mendoza —empezó Acosta—. Hay el payaso Miguelito; el señor y la señora Méndez, que montan a pelo, y su caballo; Juanito López con su oso bailarín; Antonio el Mago, que soy yo, un día le haré un juego de manos con cartas, y hay Alfredo el Forzudo. Al final de su número, Alfredo siempre lanza un reto de levantar cualquier cosa que tres de los espectadores transporten juntos al escenario.

»Cuando llegamos al pequeño pueblo de Santa María en el hermoso país vitícola de los Andes, se nos pide que presentemos nuestra función en el gran patio, para distracción de la familia Santos, que tiene una gran casa de campo en el pico más alto, desde el que se dominan millares y millares de hectáreas de hermosos viñedos. Es el santo del cabeza de familia de los Santos y, mientras ellos observan desde el balcón, todos los del pueblo se apiñan alrededor de nuestro escenario portátil en el patio. Las cosas se desarrollan bien. Sí; todo marcha viento en popa hasta el último acto, el número de Alfredo el Fuerte. Alfredo es un Sansón de prendas, pero tiene una debilidad: su desmedida afición por el coñac achampañado. La noche anterior a la función, Alfredo ha tenido una cita con la hija menor del mayordomo de la casa Santos. A la mañana siguiente, cuando le huelo el aliento, este es aún más fuerte que el propio Alfredo. Descubro que la muchacha, haciendo uso de las llaves de su padre, ha robado para Alfredo de la bodega una botella de coñac achampañado. Conque, cuando Alfredo lanza su reto de levantar cualquier cosa que puedan transportar tres hombres, está ya casi sin aliento, como pez fuera del agua…

—Todo eso es muy interesante —le interrumpí—, pero no es mi propósito ahora escribir la historia de su circo. Lo único que yo quiero es que me dé los datos relacionados con Molina.

—Por favor —suplicó Acosta, como si yo fuera un espectador que hubiese subido al escenario a mitad de su actuación con el propósito de estropeársela—, todos son hilos de la misma alfombra… de cómo llegué a hacer el gran descubrimiento de El Toro Molina.

Encajó otro cigarrillo en la boquilla y siguió hablando.

—Cuando veo en qué estado de debilidad se encuentra Alfredo, le rezo a San Antonio, que es mi santo predilecto, para que no permita que suba nadie al escenario. Pero San Antonio no me escucha. Porque tres de los hombres más corpulentos que he visto en mi vida están transportando al escenario el barril de vino más grande que jamás he visto. Uno de los hombres es viejo, de poca más estatura que yo, pero casi es tan ancho como alto. Los otros dos son jóvenes gigantes que tienen más de un metro noventa de estatura y pesan más que Luis Firpo.

—¿Quiénes son esos grandullones? —pregunté.

—Son los Molina. Muy famosos en este pueblo. El bajo es Mario Molina, tonelero, y, esos, dos de sus hijos, Rafael y Ramón. En todas nuestras fiestas no hubo nunca quien pudiera ganarle al viejo Mario en la lucha. Pero ahora sus hijos pueden tirarle de espaldas con la misma facilidad con que se tragaría usted una uva.

—Eso está bien —dije—. Eso entra de lleno en lo que para la publicidad nos interesa. Puedo usarlo.

—Por favor —dijo Acosta—, le daré lo que el señor Latka llama el «tratamiento completo». Ahora, el enorme tonel de vino está en el escenario y, si Alfredo no puede levantarlo, he prometido pagar un peso a cada uno de los hombres que lo han subido. Y si, Dios no lo quiera, alguno del público puede subir a igualar la proeza de Alfredo, los pesos que he prometido pagar son cinco. El pobre Alfredo rodea el barril con los dos brazos y el sudor empieza a resbalarle por los dos lados de la nariz en dos chorros continuos. Y, juro por la fidelidad que le guardó mi madre a mi padre, que hasta mí llega el olor a coñac achampañado.

»Sí; hay mucho sudor y mucho ruido; pero muy poco levantar el barril en vilo. Los pueblerinos han empezado a dar gritos groseros. Alfredo está furioso y sorbe el aliento y se esfuerza hasta que las costillas empiezan a marcársele a través de la grasa. Pero el barril sigue pegado al suelo. Los del pueblo vociferan y le tiran a Alfredo toda clase de legumbres. Hasta que, de pronto, alguien grita: «¡El Toro! ¡Queremos al Toro!». Y no tarda todo el mundo en estar gritando lo mismo.

»Un gigante se alza entre la muchedumbre y parece hacerse más y más grande a medida que se acerca. Cuando sube al escenario, se mueve muy despacio pero con muestras de un poder muy grande… como un elefante. Parece muy cohibido. «Yo, señor, no quiero subir», me dice, «pero mis amigos lo quieren, y yo no puedo insultar a mis amigos». Y entonces, lo juro por mi santa madre, el Toro coge el barril y lo levanta en alto. La muchedumbre grita y sonríe: «¡Mucho, mucho! ¡Viva el Toro Molina!». «¿Quién es este hombre?», pregunto. «Es el hijo más joven de Mario Molina», me dicen, «el hombre más fuerte de toda la Argentina».

»Cuando le pago a este joven gigante los cinco pesos que ha ganado, le digo: «Tal vez te guste venir conmigo y ocupar el lugar de mi hombre forzudo. Tendrás mucho dinero en el bolsillo y verás muchas ciudades hermosas y, por dondequiera que vayas, hermosas señoritas se maravillarán de tu fuerza y serán tuyas si quieres tomarlas».

»Pero el Toro dice: «Quiero quedarme con mi gente. Estoy contento aquí».

»—¿Cuánto te paga el estanciero? —le pregunto.

»—Dos pesos al día.

»—¡Dos pesos! Eso no es más que cañamones. De Luis Acosta recibirás cinco pesos y, cuando hagamos función en Mendoza y la muchedumbre no se quede con las manos metidas en los bolsillos, ganarás diez y hasta quizá quince diarios. Volverás a Santa María y tomarás por esposa a la muchacha más bonita del pueblo.

»—¿A Carmelita Pérez, quiere usted decir? —me pregunta.

»Por fin le he encontrado el punto flaco.

»—Claro que me refiero a Carmelita —le contesto—, ¿a quién, si no a Carmelita? Volverás con dinero suficiente para construirte una casa. Para ti y para Carmelita. Y de Mendoza le traerás un bellísimo vestido de seda tan hermoso como el mejor que llevan las hijas de Santos.

El Toro me mira un buen rato y comprendo que las palabras le están dando vueltas en la cabeza. «Le pediré permiso a mi padre», me contesta. El padre lo discute con mamá Molina, que jamás ha viajado más allá de cincuenta kilómetros de Santa María. Está muy asustada por lo que pueda ocurrirle a su niño cuando vaya a las grandes ciudades. Pero los hermanos Ramón y Rafael instan mucho a su padre a que le dé permiso al Toro. Los hermanos han convencido a Mario para que le dé permiso al Toro. Luego hay muchos abrazos y lloros, y «Vaya con Dios» y se encarama a mi camión el gigantesco cuerpo de El Toro, que se despide de la familia agitando las manazas. Conduzco montaña abajo lo más aprisa que puedo, porque temo que El Toro cambie en el último instante de propósito y me abandone.

«Hijo gigante de campesino tonelero abandona pueblo de los Andes para convertirse en Sansón de un circo ambulante», anoté.

Era una de esas historias que puede uno conseguir que desborden las páginas dedicadas a los deportes. El Post o el Collier’s quizá la admitiesen. Hasta cabía que diera un poco más de rendimiento monetario un relato semejante. Porque a la gente le gusta ver encarnado en un personaje real la admiración que el tamaño y la fuerza le inspiran.

Podría empezar la historia hablando de los judíos de Palestina y presentando a Sansón como modelo. Resultaría erudito demostrar cómo adoraban los griegos a Titán, Atlas y Hércules, hablar de cómo soñó Rabelais a Gargantúa.

Y, ahora, en los tiempos modernos, Toro Molina, un gigante, nuestro, digno de codearse con los más grandes que la antigüedad pudiera ofrecernos. ¡Cuán poderosas proezas llevaría a cabo nuestro gigante, igualando las de Sansón que bajó a las colinas para ser paladín de un pueblo subyugado; las de Atlas, que sostuvo el mundo sobre su musculosa espalda; las de Hércules, que se abrió camino hasta el Olimpo luchando a brazo partido!

Para mantener el sabor clásico, podríamos incluso introducir el deus ex machina en la persona de Nick Latka, doctorado en gramática parda, gángster de guante blanco, y caballero rural, gracias a cuyos buenos oficios un campesino gigantesco procedente de las montañas más elevadas del Nuevo Mundo sigue la misma trayectoria, elevándose desde humilde habitante de un pueblo a héroe, a semidiós, para incorporarse finalmente al panteón de los dioses de la mitología contemporánea.

—En todas partes que voy, tengo un gran éxito con El Toro —estaba diciendo Acosta mientras jugaba yo con la idea de convertirme en creador de dioses—. La gente nunca ha visto tanto tamaño, tanta magnificencia de músculos. Amo tanto al Toro, que no le doy el diez por ciento de la colecta; le dejo que se quede el veinticinco, porque he prometido que, cuando regrese al pueblo, tendrá más dinero que todos los campesinos juntos. Pero El Toro va a la gran plaza del mercado de Mendoza y, como una criatura, se gasta hasta el último centavo. Para su madre compra un pañuelo de hierbas y para Carmelita un hermoso vestido de encaje negro, Y. para sí mismo, una chistera que se trae puesta. Tan criatura es El Toro y tan poco sabe del mundo.

»Frente a mi circo, al otro lado de la avenida de la gran feria de Mendoza, se encuentra mi buen amigo Lupe Morales, que es antiguo sparring de Luis Ángel Firpo. Lupe reta a cualquiera del público a que aguante en el cuadrilátero con él tres minutos. Veo la recaudación de Lupe Morales, y observo la del Toro Molina. Y me sorprende ver que Lupe, que está ya desgastado como boxeador, saca más dinero que El Toro. ¿Por qué pierdo yo el tiempo recogiendo moneda pequeña en una barraca, cuando tengo en mis manos una mina de oro?

»Conque hago trato con mi amigo Lupe, que enseñará al Toro la ciencia del boxeo a cambio del cinco por ciento de todo el dinero que El Toro gane en el cuadrilátero. Cuando le digo al Toro lo que he convenido, no le gusta. «¿Por qué ha de pegarme Lupe y he de devolverle yo los puñetazos, cuando no estamos enfadados el uno con el otro?», me dice. ¡Pobre Toro! ¡Tiene un cuerpo como una montaña y un cerebro como un guisante! «El estar enfadados no es necesario, Toro», le digo. «El boxeo es un negocio». Pero El Toro no está convencido.

»Me he preocupado toda mi vida pensando: Luis, eres demasiado inteligente para morir en provincias con tu pequeño circo ambulante. Algún día encontrarás algo a la medida de tu cerebro y de tu capacidad como empresario. Y ahora lo tengo en mi mano. Pero no estoy pensando sólo en Luis Acosta. Pienso en El Toro también, que ha llegado a ser como un hijo para mí. He visto su casa en el pueblo y sé cuán pobremente vive la familia a pesar de contar con brazos de tal fuerza.

»Conque le digo al Toro: «Te ofrezco la oportunidad de ganar más dinero del que has soñado jamás que exista en el mundo. Nada más que por subir al cuadrilátero y boxear la mitad de una hora, ganarás quinientos, quizá mil pesos. Ven conmigo a Buenos Aires y ganaré tanto dinero para ti, que podrás volver a Santa María y pagar la deuda de la casa de tu padre y alquilar una doncella para Carmelita. Podrás quedarte en la cama después de la salida del sol y arrullar a tu mujer, e ir a peleas de gallos y sentarte en el café y saborear el vino. ¿Cómo puedes decir que estás enamorado, si no estás dispuesto a hacer este poco por la felicidad de Carmelita?».

»Conque por fin he convencido al Toro porque, cuando hablo en mi propio idioma, soy muy elocuente, cosa de la que quizás usted no se dé cuenta, porque, hablando inglés, cuento con un vocabulario muy reducido.

—No se preocupe de su inglés —le dije—. Comparado con los caballeros que rondan por el gimnasio de Stillman, tiene usted el vocabulario de un Tunney. Y él tuvo que sudar para adquirirlo, por añadidura.

—Es usted muy amable —repuso Acosta—. Conque ahora estoy preparado para convertir a mi campesino gigante en campeón. Lupe no conoce la ciencia del boxeo como su Tunney, ni como el pequeño peso pesado Loughran, que no apartó su guante izquierdo de la cara de Arturo Godoy en todo el gran combate de Buenos Aires. Pero sabe lo bastante para enseñarle al Toro a adelantar el pie izquierdo y estirar el mismo brazo mientras conserva el derecho debajo de la barbilla para protegerse la mandíbula. Sabe lo bastante para enseñarle a posarse en equilibrio sobre los pies para estar preparado a moverse hacia adelante o hacia atrás, y sabe lo suficiente para enseñarle a dar un directo con la izquierda y un crochet con la derecha y volver nuevamente a la primera posición. Lo que ustedes llaman lo fundamental del arte de defenderse, ¿no?

»Le enseña cómo pegar un golpe de abajo arriba cuando está cerca, y cómo sujetarle los brazos a su adversario en el cuerpo a cuerpo para que no pueda pegarle en el riñón ni en las costillas. Y eso es todo lo que Lupe puede enseñar, porque hay mucho más en la ciencia del boxeo de lo que Lupe sabe.

»Poco a poco El Toro aprende, porque siempre toma en serio su trabajo e intenta complacerme mucho. En su intercambio de golpes con Lupe, es muy fuerte, porque tiene el aliento de un toro. Y en el cuerpo a cuerpo puede zarandear a Lupe como si fuese una pluma. Y, cuando se ha entrenado cerca de dos meses, Lupe dice que ya está preparado para el combate en Buenos Aires.

»Conque por fin estamos en Buenos Aires, donde Lupe Morales ha arreglado las cosas para que el propio Luis Ángel Firpo haga una exhibición con Toro. Una vez terminada esta, Firpo les dice a los periódicos que El Toro es más fuerte que Dempsey cuando Dempsey le derribó seis veces en el primer asalto de su combate de un millón de dólares en el Estado de Nueva jersey.

»Conque ahora El Toro Molina tiene ya mucha fama en Buenos Aires y está en condiciones para luchar con Kid Saladox, el campeón de La Pampa. Fuera del campo, el cartel en letras muy grandes lleva el nombre de «El Toro Gigantesco de Mendoza». Y, debajo, en letra pequeña: «Bajo la exclusiva dirección del señor Luis Acosta».

»Cada vez que veo este cartel, me siento la mar de bien. ¡Cómo han prosperado Luis y su gigante! Estamos haciendo que todo el mundo se fije en nosotros. Dos días antes del combate, no queda una localidad por vender. De este gran pedazo de arcilla campesina que encontré en la montaña, he hecho la atracción más grande de la América del Sur.

—Bueno, bueno, pero ¿qué sucedió con Salado? La incertidumbre me mata.

—El combate con Salado es a diez asaltos y acaba en un empate, cosa que está muy bien para El Toro, puesto que es el primer encuentro que celebra. Ha de recordar que Salado es un boxeador de mucha experiencia, que conoce muchos trucos, y que ha dejado fuera de combate a Lupe Morales tres veces.

»Por esta pelea me pagan mil pesos, de los que doy quinientos al Toro, a pesar de que estoy corriendo yo el riesgo entero de renunciar a mi negocio de circo para jugármelo todo a favor del Toro gigantesco. Con los quinientos pesos, El Toro se siente muy feliz, sobre todo cuando le llevo al gran centro de compras de Roque Sáenz Peña.

»Le llevo al sastre, y este le confecciona a la medida un hermoso traje castaño con rayas encarnadas y azules que hace reír de felicidad al Toro, porque jamás ha poseído un traje hasta entonces. «¿Lo ves?», le digo. «Tú confía en Luis, que ocupa el sitio de tu padre, y todo te irá la mar de bien, como te prometí».

—Todo eso es magnífico —le interrumpí—, y está lleno de datos que puedo aprovechar. Pero se acerca la hora de almorzar y aún nos encontramos en Buenos Aires. Póngame al día. Dígame cómo fue que vino acá.

—Durante muchos años —empezó Acosta—, yo sueño con venir a Norteamérica. No puedo traer mi pequeño circo. No tengo dinero suficiente para hacer un viaje de placer. Pero ahora que tengo al Toro, sé que esta es la oportunidad que aguardaba. La gente de Norteamérica, según he oído decir, se gasta mucho dinero en los deportes. Y acude en muchedumbre a ver las cosas nuevas. Pienso que si mi Toro Gigantesco consigue una recaudación de mil pesos en una noche en Buenos Aires, puede obtener diez mil dólares por un combate en Norteamérica. Los norteamericanos están, y usted perdone, un poco locos en cuanto se refiere a los combates entre pesos pesados, y son muchos los dispuestos a pagar precios astronómicos por verlos. Lupe recuerda la noche del año 1923, en que estando Luis Firpo, ochenta mil personas pagaron por ver a nuestro Toro Salvaje de Las Pampas luchar contra Jess Willard cuando este tenía cuarenta años. Conque tengo el convencimiento de que El Toro será en Norteamérica un éxito mucho mayor que Firpo, que ganó aquí cerca de un millón de dólares en dos años.

»Cuando le digo al Toro que nos embarcamos para Norteamérica, se asusta mucho. Recuerda que el anciano del pueblo dice que a la gente de Norteamérica no le gusta la piel oscura. Los padres del Toro son de sangre española; pero hay por parte del abuelo un poco de negro —quizá una gota o dos—. La piel del Toro es morena amarillenta de pasar tantos años expuesto al sol de los Andes. El Toro ha oído decir que en el país de usted queman a los de tez oscura. No tiene inteligencia suficiente para comprender que eso no es cosa que suceda todos los días.

»Conque le digo al Toro: «¿Conoces la gran casa de los Santos que se alza sobre el pico más alto y domina tu pueblo y el río Rojas? Cuando regreses de Norteamérica conmigo, tendrás dinero suficiente para construir una casa de iguales proporciones al otro lado del valle. La gente de tu pueblo alzará la mirada hacia la casa de Molina, y dirá: “Fijaos, es más grande aún que la casa de Santos”».

»Al Toro, esto le suena como el más grande de todos los sueños; pero ha aprendido a tener fe en Luis y a seguirle como un hijo obediente. Conque por fin estamos aquí, en Norteamérica, a cuatro mil millas del pueblo de Santa María. Cuando lo publique en los periódicos, haga el favor de decir cuán orgulloso se siente Luis Acosta de poder presentar en este gran país al primer gigante auténtico que salta al cuadrilátero para conquistar el campeonato del mundo.

—¿Es eso lo único que tiene que decir usted esta mañana, para que se publique? —le pregunté.

—Una pequeñez más. Cuando escriba mi nombre de pila, tenga la bondad de no meterle una «o» en medio, al estilo norteamericano… Limítese a poner las cuatro letras: L… u… i… s…

—Lo recordaré.

—Muchísimas gracias —dijo Acosta.

Era un hombrecillo intenso, egocéntrico, al que evidentemente le gustaba oírse contar su historia vez tras vez. Su personalidad era una mezcla de romanticismo y materialismo, de benevolencia y codicia. Demasiados años de vanidad no satisfecha se concentraban ahora en su creación paternal y provechosa.

—Y, ahora, hay una cuestioncita personal sobre la que me gustaría pedirle un consejo —dijo Acosta—. Se trata del asunto del porcentaje. Cuando llego a Nueva York, encuentro mucha dificultad en arreglar un combate para El Toro. Para conseguir un buen combate, necesita uno que aparezca su nombre con mucha frecuencia en los periódicos. Hace falta mucho dinero para lanzar a un púgil. Y para combatir en el Garden, es preciso conocer al señor Jacobs.

—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, Acosta? —pregunté—. Hace nueve semanas que estamos en su país.

—Pues las ha aprovechado usted muy bien, amigo.

—Veinticinco años en el negocio de circo —dijo Acosta— me ha enseñado a engañar a la gente y a no engañarme yo. Vi en seguida que el negocio del boxeo en Norteamérica estaba cerrado para Luis. Es completamente necesario contar con un socio que tenga «entrada». Conocí al señor Vanneman en el gimnasio. A juzgar por su forma de expresarse, era un apoderado de mucha importancia, conque le vendí el cincuenta por ciento del Toro por dos mil quinientos dólares.

»Una semana después, quedé asombrado al enterarme que el señor Vanneman había vendido el cuarenta por ciento de su parte al señor Latka por tres mil quinientos dólares. Luego el señor Latka me manda llamar. El señor Vanneman no puede meter al Toro en el Garden, me dice el señor Latka. Dice que él es el único que tiene las relaciones necesarias para conseguirlo. Conque me ofrece comprarme el cuarenta por ciento de mi parte por tres mil quinientos dólares. Sólo que, y usted perdone que lo diga, no fue precisamente un ofrecimiento. Si no le doy el cuarenta por ciento, dice el señor Latka, más vale que coja al Toro y me vuelva otra vez a la Argentina. Parece ser que cuenta con influencia para impedir la entrada en el Garden y en cualquier otro sitio. Después de todo lo que yo he trabajado en este asunto, no me queda más que un diez por ciento. Y de esto he prometido pagarle la mitad a Lupe Morales. No vine aquí en busca de dinero tan sólo; pero, para mí, esto es una desilusión muy grande.

Repasé, mentalmente, a los accionistas: ochenta por ciento Latka, que significaba un cuarenta por ciento para él y otro tanto para Quinn; diez por ciento para McKeogh, el diez para Vanneman, el diez para mí, un cinco por ciento para Acosta, y otro cinco por ciento para Morales: total, ciento veinte por ciento. Un poco complicado. No tan complicado como algunos de los negocios de Nick, pero algo más que simple aritmética. No era la clase de ecuación que pudiese uno resolver mentalmente, a menos que se tuviera una cabeza como la de Latka; y, de tenerla, uno no se preocuparía de problemas matemáticos tales como cortar un pastel en cinco cuartas partes. O la cabeza de Nick, o la de su tenedor de libros Leo Hintz.

Leo era un hombre elegante, serio, de edad madura, que parecía un contador de Banco de ciudad pequeña. Es más, tal había sido su profesión en Shenectady hasta que su sueldo de treinta dólares a la semana le convenció de que era necesario un cambio. Por desgracia para Leo, el cambio que decidió hacer fue alguna que otra corrección en los asientos de los libros, la pequeñez de cambiar una cifra acá y allá, lo que, al cabo del año, agregó un cero a la derecha a los mil quinientos dólares que percibía al año. No mucho después, sin embargo, los ingresos de Leo quedaron reducidos de pronto a cincuenta centavos diarios, que es la cantidad que el estado de Nueva York paga a los reclusos del presidio de Sing Sing. Leo era una especie de genio matemático con un talento natural para el latrocinio —el salteador de caminos moderno que ha cambiado el antifaz negro por una visera verde que le proteja la vista contra la luz artificial de una oficina—.

—Señor Lewis —prosiguió Acosta, enseñando los menudos y blancos dientes en una sonrisa de ansiedad—, puesto que es usted tan simpático, voy a tomarme la libertad de pedirle un favor. El señor Latka le quiere a usted mucho, conque he pensado que, quizá, si usted tuviera la amabilidad de pedirle que hiciese un poco más grande mi parte de…

—Escuche, amigo —le interrumpí—, no me venga a mí con el cuento de la simpatía. En México, cada vez que alguien me decía que le era simpático, siempre notaba la repercusión en el bolsillo. Nick me quiere porque me necesita. Pero no me necesita tanto como usted se imagina. Ya hizo usted un trato. Si quiere que le dé mi opinión, ha tenido suerte de que le hayan dejado el diez por ciento. Quizá sea esa la interpretación que dé Latka a la Política de Buena Vecindad.

Acosta se cruzó las piernas, subiéndose cuidadosamente el pantalón para no deshacerse la raya. Debió de ser un hombre de negocios muy perspicaz allá en Mendoza. Pero, acá, en Norteamérica, no pasaba de ser un vulgar buhonero.

—Es que el diez por ciento, que he de compartir con Lupe Morales, no es más que una cagada de mosca. En particular, en vista de que la idea es «mía»… la gran idea de ponerle guantes de boxeo a un gigante, concepción que le dará mucho dinero al señor Latka. Se mostrará agradecido, ¿sí?

—Se mostrará agradecido, no —respondí—. Lo de «Útil» lo comprende; pero agradecido… Eso le resulta demasiado abstracto.

Acosta sacudió la cabeza con desasosiego y aturdimiento.

—Ustedes los norteamericanos son tan directos… No solamente dicen lo que piensan, sino que lo dicen sin perder un instante. En mi país (trazó un estrecho círculo en el aire con la boquilla), decimos las cosas así, en lugar de (partió su círculo imaginario con un resto descendente brusco) «así».

Cerró los ojos, dándose masaje al párpado derecho con el pulgar, y al izquierdo con el índice, como si le doliera la cabeza.

Ahí estaba, a cuatro mil millas de Santa María, con sólo el cinco por ciento de su sueño.