Beth bajó conmigo a la quinta de Nick, situada cerca del Red Bank, a unos cuarenta y cinco minutos de Nueva York y no lejos del propio «Petit Versailles» de Mike Jacobs. Es más, si mal no recuerdo, Nick se enteró de la existencia de «Green Acres» por el propio Mike cuando bajó a su casa a pasar un fin de semana, hace cinco o seis años. «Green Acres» fue en otros tiempos propiedad de un agente de Bolsa millonario, cuyo matrimonio naufragó, y que decidió deshacerse de la finca a toda prisa. Nick consiguió comprarla por unos cincuenta mil dólares. Pero en aquella casa de veintitrés habitaciones, cerca de cincuenta hectáreas de terreno, piscina, campo de tenis, invernadero, barbacoa cerrado, garaje de cuatro coches, y cuadra de veinte caballos, habría invertido unos cien mil dólares largos.
Difícil resultaba comprender en qué había estado pensando el agente de Bolsa al construir la casa. Era neogótica —si es que merecía ser clasificada—. Una especie de estilo arquitectónico fuera de tono, que, aunque uno no lo viese claro, debía de encajar en algún punto entre el estilo medieval y el moderno. Una vivienda urbana, formal, que parecía fuera de lugar en el campo y que, sin embargo, no hubiera parecido menos incongruente en la ciudad.
El parque que la rodeaba estaba dispuesto con gusto. Setos elegantemente recortados orillaban los bien cuidados céspedes que adornaban cuadros de flores. Dimos la vuelta a la casa hasta llegar al garaje, donde el chófer de Nick lavaba en aquellos instantes el gran «Cadillac» negro, descapotable, de cuatro portezuelas. Estaba desnudo de cintura para arriba, y aunque la grasa le formaba una especie de neumático por la cintura, el pecho, la espalda, los hombros, y los bíceps excesivamente desarrollados, resultaban verdaderamente impresionantes. Alzó la cabeza al acercarme yo, y le adornó el rostro franco y aplastado una sonrisa que puso de manifiesto todas sus encías.
—¿Qué hay, señor Lewis?
—Hola, Jack, ¿cómo anda todo?
—No va mal. La mujer ya ha vuelto a casa con el nuevo bebé.
—¿Sí? Magnífico. ¿Cuántos son, con ese?
—Ocho. Cinco niños y tres niñas.
—Afloja ahora un poco, Jack —le aconsejé—. Nunca supiste calcular tu propia fuerza.
El chófer sonrió con orgullo, hasta que los ojos, hinchados por el gran número de cicatrices que los rodeaban, parecieron juntarse en una mueca de gárgola jovial.
—¿Anda por ahí el jefe?
—Ha salido a pasear al caballo con Whitey.
Whitey Williams era el pequeño exjockey que cierta temporada proporcionó a Nick un buen montón de dinero en «Tropical Park» ganando cuarenta y cinco carreras. Ahora le cuidaba los caballos y le enseñaba a montar. Salían juntos casi todos los domingos por el camino de herradura.
—¿Y la duquesa?
Me refería a Ruby. Lo hubiere sabido en seguida cualquiera que frecuentase un poco la casa.
—Acabo de llevarla a misa de diez. A ella y a ese gigante argentino.
—¡Ah! ¿También fue él? ¿Qué aspecto tiene?
—Pues mire, si alguien llega a tumbarle, mucha distancia ha de caer para tocar el suelo.
—Bueno, ya te veré luego, Jack.
—Vaya que sí, señor Lewis.
—Es Jack Mahoney —le expliqué a Beth, cuando echamos a andar de nuevo hacia la gran extensión de césped que separaba al edificio principal del garaje encima del cual vivían Jack, su mujer y sus hasta ahora siete hijos, en cinco habitaciones pequeñas—. Un buen peso semipesado de segunda categoría en los tiempos en que Delaney, Slattery, Berlenbach, Loughran y Greb eran de primera. Muy duro. Capaz en sus tiempos de aguantar un puñetazo como la coz de una mula.
—No habla como si tuviera los sesos hechos un revoltijo —observó Beth.
—No todos abandonan la profesión hablando solos —dije—. Mira a McLarnin por ejemplo. Combatió con los boxeadores más duros… Barney, Ross, Petrolla, Canzoneri… y tiene la cabeza tan despejada como yo.
—Esta mañana, bastante más despejada que tú, seguramente.
Aún estaba pensando yo en Mahoney. Los antiguos boxeadores me atraen siempre. No hay cosa más aburrida que un antiguo jugador de pelota o una exestrella de tenis; pero un pugilista veterano, que, estando en activo, recibió puñetazos a montones, se vio zarandeado como un monigote, derramó liberalmente la sangre para distracción de los espectadores, acabando luego maltrecho, sin un centavo y relegado al olvido, posee para mí todos los elementos que caracterizan la más profunda de las tragedias.
—La única cosa tonta de Mahoney es su manera de reír —observé—. No hay más que mirarle, y suelta la risa. Eso suele ser señal de que está uno un poco tocado. La vez que Berlenbach le alcanzó con el primer golpe que atizó en el tercer asalto, Jack quedó tan por completo fuera de combate, que se dirigió al rincón de Berlenbach, y se desmoronó allí. Pero, por la forma en que reía y hacía muecas, se hubiese dicho que se encontraba en casa, en un sillón, leyendo historietas cómicas.
—Eso es lo que no me gusta del asunto —dijo Beth—. Su forma de reír.
—Su risa, Beth, significa, por regla general, que les han hecho daño. Su único objeto es hacer creer al contrincante que no han recibido daño alguno, que se encuentran divinamente.
—Recuerdo haber leído, no sé dónde —me dijo ella—, que la risa no es más que una exhibición de superioridad…
El reír cuando alguien resbala sobre una piel de plátano, por ejemplo, o cuando le estampa a alguno un merengue en la cara… O, fíjate en toda la serie de chistes que se cuentan de los escoceses, de los judíos, de los negros. No es la gracia que puedan tener lo que en realidad provoca la risa, sino la agradable sensación que experimenta la mayor parte de los que escuchan, al pensar que ellos no son tan agarrados como los escoceses, ni se encuentran en la situación de inferioridad de los negros, y así sucesivamente.
—Pero, siguiendo esa teoría —repliqué—, ¿no debiera reír aquel que largara el puñetazo, en lugar de hacerlo aquel que lo recibe?
—La cosa no es tan sencilla como todo eso —insistió Beth—. Quizás el individuo que recibe ríe para no perder su sensación de superioridad… ¿o es eso lo que tú dijiste en primer lugar?
—Eso es lo malo de vosotros, los psicólogos: podéis defender cualquiera de dos puntos de vista opuestos, y sonar igualmente científico.
Habíamos llegado al cuadro de césped más cercano a la casa, donde se hallaba instalada una hilera de mesas redondas de metal, con unas sombrillas de playa gayamente coloridas, clavadas en el centro. Tirado en la hierba, a la sombra de una de estas sombrillas, yacía un hombre pequeño, de edad madura, cabello gris y rostro de un blanco enfermizo, entornados los párpados y sumido en la profunda estupefacción de un sueño alcohólico. El periódico hípico doblado que usara para protegerse los ojos, le había resbalado de la frente. Roncaba con estrépito por una nariz rota, única facción castigada en un rostro por lo demás sin marcar.
—Ahí está Danny McKeogh —dije.
—¿Está vivo? —inquirió Beth.
—Ligeramente.
—Tiene una cara triste.
—Es una de las buenas personas que se encuentran en la profesión. Te daría la camisa, si la necesitaras, aunque no tuviese él camisa y se viera obligado a írsela a pedir prestada a otro. Cosa que ha sucedido ya, por cierto.
—¿Un miembro generoso del mundo pugilístico? No creí que existiera semejante bicho.
Mientras andábamos, cruzó por mi memoria el recuerdo de la accidentada carrera de Danny McKeogh, con sus altos y bajos, sus llanuras, sus colinas y sus vallas.
Jamás bebió hasta la noche, en que tuvo su encuentro con Leonard. Danny era un magnífico luchador de gimnasio, a quien jamás se le vio dar un mal paso. No acostumbraba gallear, pero estaba seguro de que podía con Leonard, aunque hasta entonces nadie había logrado vencerle, ni siquiera Lew Tendler. Estudió a Leonard en todos sus combates, y hasta fue a ver noticiarios y películas en los que aparecía Leonard. Tan obsesionado llegó a estar con Leonard, como lo estuvo Tunney con Dempsey, sólo que con final diferente. Después de tanto preparativo, Leonard le dejó tieso en el primer asalto, al minuto y veintitrés segundos. Y le deshizo la nariz, por añadidura. Aquello puso punto final a la carrera de Danny como luchador. Y casi punto final a sus demás actividades, también. Durante los dos años que siguieron a su derrota, representó a maravilla el papel de hombre que intenta beberse todo el licor que hay en Nueva York.
Luego, cierta mañana, cuando rondaba por el gimnasio con el aliento apestando a whisky y una barba de tres días (el gimnasio estaba por entonces en la calle 59) acertó a ver a un chico judío del East Side, todo pellejo, que se entrenaba con otro muchacho. Danny decidió al instante afeitarse y dejar la borrachera. El chico era Izzy Greenberg, tenía dieciséis años y se entrenaba para un torneo de vendedores de periódicos. Danny debió de ver en aquel muchacho la fiel reproducción de lo que él había sido a su edad. En cualquier caso, y fuese lo que fuera lo que le atrajo, lo cierto es que dejó la bebida. Trabajó con Izzy todos los días durante un año o más, boxeando con él, enseñándole con ejemplar paciencia y volviéndole a enseñar. Y no hay maestro que pueda igualar a Danny cuando está sereno, porque, aun estando borracho, a sentido común hay muy pocos que le ganen.
Danny condujo a Izzy a la cima. Parecía otro Leonard, uno de esos judíos de peso ligero que en tan gran número salen del East Side. Tres años de victorias seguidas, y el título es suyo. Viajan alrededor del mundo cosechando fáciles ganancias. Celebran encuentros con el campeón de Australia, el campeón de Inglaterra, el campeón de Europa, combates que, para Izzy, representan tan poco trabajo como cortar mantequilla con un cuchillo al rojo vivo. Luego vuelven a la metrópoli, e Izzy defiende su título en el Garden contra Art Hudson, un vapuleador del Oeste. Danny, que siempre apostaba fuerte a favor de sus muchachos (era anticuado en ese aspecto), hizo que sus amigos cubrieran todo el dinero que se apostase por Hudson. Sólo encontraron diez mil dólares contra los que habría que pagar sesenta mil si perdía Danny. Pero a este le gustó la apuesta. Dijo que era dinero regalado.
Hudson pareció como si fuese a quedar definitivamente eliminado en el primer asalto. Izzy casi lo mató con la izquierda, y su característico directo de cerca no estaba ganando puntos tan sólo: era capaz de cortar como un trinchante. Hudson se desmoronó treinta segundos antes del final del asalto. Izzy regresó a su rincón, guiñó un ojo a Danny, saludó con la cabeza a los amigos sentados en la vecindad del cuadrilátero, y dirigió una salutación con el guante al gran número de judíos partidarios suyos que le estaban ovacionando. Está preparado ya a retirarse y vestirse, mientras Danny piensa en la forma de cobrarse los diez mil dólares. Pero Hudson les dio chasco a ambos, poniéndose en pie, Dios sabe cómo, al contar el árbitro nueve, y cruzando el cuadrilátero en dirección a su adversario. Este luchador no era, a fin de cuentas, más que una reproducción atávica de Ketchell y Papke. Lo único que sabía de boxeo era una cosa: levantarse cada vez que le tumbaban y continuar dando golpes. Izzy le vio venir y le aguardó sereno. Luego movió con agilidad los pies y lanzó con rapidez la izquierda para mantener al otro a raya. Hudson se limitó a desviarla, contestando con un puñetazo al cuerpo y un duro directo a la mandíbula.
Izzy permaneció sin conocimiento veinte minutos. Se le había fracturado la mandíbula en dos sitios. Un periodista que estuvo en el camerino, dijo que Danny lloraba como una criatura. Acompañó a Izzy al hospital, y luego salió a echar un trago. Esta vez la borrachera le duró cerca de tres años.
Luego, un día, en el gimnasio de Main Street, al que suele asomar Danny como cualquier otro haragán apolillado, se fijó en otro chico: Speedy Sencio. La misma historia se repite. Renuncia a la bebida. Enseña al filipinito aquel todo lo que sabe. Conquista el título del peso gallo, y todo marcha viento en popa hasta que Speedy rebasa la cima y empieza a resbalar por la ladera opuesta. Danny vuelve a la bebida otra vez.
Para entonces, Danny ha ganado un par de centenares de miles que se le han llevado, principalmente, los caballos. Es, por añadidura, muy vulnerable al sablazo, en particular cuando quien intenta dárselo es uno de los boxeadores que le ha ganado combates. Como Izzy Greenberg. Danny invirtió quince mil dólares en el negocio de Laberdashery que se le ocurrió establecer a Izzy, y seis meses más tarde el negocio siguió el camino de todas las empresas de Greenberg. No es ni con mucho tan listo en los negocios como en el cuadrilátero. Pero Danny le dio diez mil más, y abrió un establecimiento de ropa de señora en la Calle 14.
Aquel batacazo dio la puntilla al dinero de Danny. La única oportunidad que vio de recobrarlo aprisa fue apostar en las carreras de caballos. Y el único medio de obtener la cantidad necesaria para sus apuestas, fue a dar con un amigo que estuviera dispuesto a fiársela. Nick Latka resultó ser el amigo, y pareció ser ilimitado el crédito que estaba dispuesto a concederle a Danny. Este no supo en lo que se había metido hasta que le debió a Nick alrededor de veinte billetes grandes. «¿Quién se preocupa de esas pequeñeces?», había respondido Nick cada vez que Danny le decía que esperaba tener un golpe de suerte lo bastante pronto para pagarle parte de la deuda.
Luego, un día, cuando Danny menos lo esperaba, le manda llamar y le exige la cantidad que le adeuda. Danny acaba de regresar de Belmont, donde sus informes confidenciales le han dado peor resultado que sus corazonadas. Conque Nick le dice:
—¿Sabes lo que vas a hacer, Danny? Trabajar para mí por doscientos cincuenta a la semana. Vas a formar una cuadra y cuidarte de mismo de los muchachos que la compongan. De tu sueldo de doscientos cincuenta no cobrarás más que cien. Me quedaré yo con el resto hasta que estemos en paz. Y, para que veas lo mucho que te aprecio y lo bien dispuesto que estoy, te reservaré una prima del diez por ciento de todo lo que ganemos que pase de los cincuenta mil dólares al año.
Y con Nick ha estado Danny desde entonces. Aun suponiendo que lograra descubrir a otro Groeenberg o Sencio, y le preparase para el campeonato, ya no sería suyo. De suerte que puede considerarse nulo el estímulo que siente para abstenerse de la bebida. Ha llegado la cosa a tal punto, que alargar la mano hacia la botella, por la mañana, se ha convertido en él en un acto reflejo. Se traga las copas con rapidez y movimiento espasmódico, una tras otra, hasta que alguien se encarga de meterle en la cama. Jamás se le ocurrió, no obstante, presentarse «cargado» en noche de combate, cuando ha de trabajar en uno de los rincones. Pero cuando está sereno, todo el mundo anda deseando que eche un trago y afloje un poco los nervios. Para Danny, estar sereno representa, en verdad, un esfuerzo heroico y terrible; pero lo hace porque, a pesar de todos los chascos que se ha llevado, sigue con el corazón en el deporte. No hay quien salte al cuadrilátero tan aprisa como Danny al terminar los asaltos. Y hay algo maravilloso en el afecto con que se inclina sobre sus luchadores, frotándoles rítmicamente el cuello y la espalda, mientras les murmura instrucciones al oído a medida que improvisa nuevas tácticas para su defensa y descubre los puntos flacos del adversario.
Gran cuidador es Danny McKeogh. Y sigue la tradición de los grandes cuidadores: Johnston, Keerns, Mead; por lo menos, era un gran cuidador antes de que Nick Latka se encargara de esclavizarlo.
Mientras le contemplaba, pensando en su carrera, una mosca le aterrizó en la nariz, fue alejada de un manotazo y volvió a posársele en la frente. Danny sacudió la cabeza, abrió una rendija en los párpados para dar paso a la luz, y me vio de pie allí cerca. Se incorporó lentamente, frotándose los ojos.
—Hola, chico.
Llamaba chicos a todos los que le eran simpáticos. Para la gente que le era antipática usaba el «míster».
—Hola, Danny. ¿Cómo está el muchacho?
Danny sacudió la cabeza.
—Duro —dijo—, muy duro.
—A propósito: la señorita Reynolds, el señor McKeogh. Danny empezó a doblar una pierna, como si fuese a levantarse. Beth extendió la mano para detenerle.
—Parece encontrarse usted muy a gusto tendido —dijo—. Y no estoy acostumbrada a tanta galantería.
Estuviese borracho o sereno, Danny era siempre la cortesía personificada. Le caracterizaba esa cualidad típica de los irlandeses en todo cuanto a las mujeres se refería. Era reverente cuando mencionaba a su madre, y se enfadaba con los que usaban palabrotas en presencia de las damas (y damas eran, para él, todas las del sexo opuesto, fuera cual fuese su reputación o su aspecto). Pero Danny no tenía la beligerancia del irlandés después de beberse tres copas. Cuando se daba a beber hasta sumirse en un estado de letargo, lo hacía de una forma tranquila y gradual que recordaba la muerte del patriarca de Galsworthy en «El veranillo de San Martín de un Forsyte». Nada de jaleos, aun cuando lo estuviese azuzando un tío tan latoso como Vince Vanneman. Era uno de los pocos hombres que he conocido que saben beber hasta quedarse sin conocimiento sin perder la dignidad ni el contenido del estómago.
Le pregunté:
—¿Has visto a tu nuevo peso pesado?
—No —contestó—; he estado echando un sueño. ¿Lo has visto tú?
Negué con la cabeza.
—Se ha ido a misa con la duquesa.
—Bueno, ya le echaremos una mirada en el gimnasio, mañana.
—Nick está la mar de excitado —observé.
—Sí.
Se le escapó un bostezo.
—Usted perdone, señorita.
—¿Cuál es el tipo más grande que has entrenado en toda tu vida, Danny?
Reflexionó unos instantes:
—Seguramente Big Boy Lemson —me repuso al cabo—. Pesaba unas doscientas treinta libras. Daba la sensación de ser muy duro; pero tenía agarrotados los músculos y una mandíbula de cristal. Te aseguro, Eddie, que a mí no hay peso elefantino que me excite. Ciento ochenta y cinco libras, es lo único que se necesita para dejar fuera de combate a cualquiera, si se sabe pegar. Dempsey sólo pesaba ciento noventa en Toledo. El mejor peso de Corbett era alrededor de ciento ochenta.
—Nick ve una atracción sensacional en ese Molina.
—Ya.
Aquel «ya» era el límite de combatividad que solía alcanzar Danny. Trabajo costaría encontrar en el negocio del boxeo a dos individuos más opuestos entre sí que Nick y Danny. El primero no pensaba más que en el negocio. El «tongo», para él, era una especie de segunda naturaleza. En el caso de Danny, también había dejado de ser un deporte para él; se había convertido en profesión. Sólo que era honrado en su ejercicio. Tenía por costumbre partir de la nada, usando su inteligencia y el talento natural de su muchacho, contra todo el que se presentara. Esto resultaba demasiado azaroso para Nick. Tratárase de caballos o de boxeadores, a él le gustaba apostar sobre seguro.
—No te irá mal dormir un poco más, Danny —dije—. Ya te veremos más tarde.
—Bien, chico —me contestó.
Aún se le notaba cierto acento irlandés. Volvió a tenderse en la hierba. Beth se agarró a mi brazo y continuamos andando.
Debajo de la sombrilla siguiente habían sentados dos jugadores. Suena aventurado y fácil contemplar a una pareja de tipos a los que uno nunca ha visto hasta entonces, recorrer con la mente el diccionario, a partir de la «J», como quien consulta un fichero, y detenerse en una palabra: «Jugadores». Pero hubiese apostado cinco contra uno a que lo eran, de no haber escarmentado hace tiempo y hasta aprendido a no apostar a favor de mi propio criterio en contra del de los jugadores profesionales. A uno de ellos debía de haberle ido muy bien durante mucho tiempo y se le notaba en el rostro y en lo abultado de la panza. El otro había empezado con un físico bastante aceptable del que aún se sentía orgulloso. Alguna que otra vez, al enfundarse en un traje de baño, era probable que se sintiera levemente avergonzado por el exceso de grasa acumulada, que le obligaría, sin duda, a someterse a la dura y mecánica presión de las manos del masajista de los baños de vapor. Ambos vestían ropa cómoda y holgada, esa clase de conjunto rural que da la sensación de cara baratura. El más grueso de los dos llevaba una camisa de deporte de franela amarilla que debía de haberle costado dieciséis dólares en «Abercrombe & Fitch». Pero no se observaba ni rastro de la distinción de «Abercrombe & Fitch» en los brazos cortos e hirsutos, ni en el grueso cuello, ni en el sudor que le manchaba la pechera de la camisa a pesar de haberse sentado a la sombra. Y uno hubiese creído a escoceses, a ingleses o a quienesquiera le confeccionasen los calcetines, demasiado sensatos para desperdiciar lana pura en diseños tan trasnochados como los que él lucía.
—«Gin[4]» —dijo el más delgado, empujándose el jipijapa hacia atrás, y dejando al descubierto una frente estrecha atezada de tanto inclinarse su dueño cerca de la pista del hipódromo, en pleno sol, para consultar el programa de las carreras.
El hombre obeso tiró sus cartas con asco.
—«Gin» —asintió, moviendo afirmativamente la cabeza con resignación y hastío.
Se volvió luego hacia nosotros como si hubiésemos estado allí todo el rato y anunció, como poniéndonos por testigo de una catástrofe:
—«Gin». Cada cinco minutos, «gin». Durante todo el camino desde Miami es lo único que escucho: «¡gin, gin, gin!». Trescientos dos dólares me gana antes de llegar a Baltimore. ¡Las cartas que me da! ¡Debiera haberme apeado en Jacksonville!
—Me estás partiendo el corazón —dijo el hombre del jipijapa—. ¿Cuántas tienes?
—Veintiocho —se quejó el hombre obeso.
Y empezó a volver las cartas con tristeza.
—Un momento, un momento, déjame a «mí» contar —dijo el otro.
Escudriñó rápidamente los naipes de su adversario.
—«Veintinueve» —anunció, triunfal—, «veintinueve» primo.
—Bueno, pues veintinueve —el gordo se encogió de hombros—. Me está cortando el cuello a pulgadas, y le preocupa un pellizco en el trasero.
El gordo aquel, Barney Winch, hacía del juego su negocio, pero también era su diversión. Debía su éxito a no haber permitido jamás que negocio y diversión se mezclaran. En rigor, Barney se hallaba metido en el negocio del juego de igual manera que lo está un tabernero en el de la bebida, no bebiendo él nunca una copa hasta que todas las sillas están sobre las mesas y se ha cerrado al público el establecimiento.
Si Barney apostaba sobre el resultado de un partido de fútbol, hallaba la manera de jugarse el dinero a favor de los dos equipos, de forma que no existiese la menor probabilidad de perder y sí una buena probabilidad de ganar con los dos. De esta suerte se aseguraba que había procedido en el caso del encuentro celebrado entre California del Sur y Nôtre Dame unos cuantos años antes. Parece ser que empezó apostando dos y medio contra cuatro a que ganaría Nôtre Dame. Luego apostó a favor de California del Sur por siete puntos. Nôtre Dame ganó por un solo punto, y Barney cobró las dos apuestas. Era su costumbre jugarse el dinero en combates de boxeo usando las mismas precauciones, y nunca hacía apuesta alguna en una partida de dados, a menos que el porcentaje estuviese a su favor. Si alguna vez se pillaba a Barney apostando por uno solo de los combatientes, o jugándose un buen fajo de billetes a un solo caballo, podía asegurarse sin temor que tales competiciones habían perdido todo elemento de azar.
Otro gallo le cantaba a Barney cuando se entregaba al juego como diversión. Porque se encontraba vacías las manos, si no las tenía llenas de cartas. Pero, como jugador de póquer, dejaba mucho que desear. Y no podía decirse que fuera invencible como jugador de «gin». Jamás hacía trampas en las cartas, porque a los naipes sólo jugaba con los amigos, y un hombre como Barney Winch era incapaz de aprovecharse de un amigo, de hacer «negocio» con él. Si lo de «negocio» resultaba jerga pura, era una jerga literal en grado sumo, porque la palabra significaba para Barney exactamente lo mismo que había significado para Webster al confeccionar su famoso diccionario de la lengua inglesa, a saber: «aquello que ocupa el tiempo, la atención o el trabajo de uno, como principal empleo serio». Cuando algo le salía mal al «principal empleo serio» de Barney, este no exhalaba ni un suspiro.
Hubo una vez en que Barney perdió cuarenta mil dólares porque cierto peso medio de Nick, que había cobrado por «tumbarse», traicionó a su apoderado y a los vivos que apostaban por él, permaneciendo en pie y ganando el combate. Barney lo tomó filosóficamente. Se encogió de hombros y pagó. La traición era uno de los riesgos del negocio, como lo es la lluvia fuera de estación para el labrador. Sólo que, como pequeño recordatorio ético para el desobediente pugilista, un par de tipos aguardaron a la puerta de su casa en Washington Heights hasta que regresó a ella después del combate, con el caritativo fin de convencerle de su error. Le dejaron sin conocimiento en el pasillo, de un golpe de porra en la cabeza. Y la herida de cinco centímetros que le hicieron resultó convincente a más no poder.
Cuando de negocios se trataba, a Barney no se le oía quejarse jamás. El día en que ganaba lo bastante para que le correspondiese pagar (si hubiese declarado sus ingresos) el máximo impuesto sobre la renta, era capaz de estar llorando por haber perdido sesenta y un dólares en una partida de rummy.
Barney puso en orden los naipes que le tocaron, los examinó, y sacudió la cabeza, emitiendo un chasquido que expresaba lo mucho que se compadecía a sí mismo.
—Jacksonville —dijo—; debiera haberme apeado en Jacksonville.
Aquella era una típica mañana tranquila de las que solían disfrutarse en «Green Acres». Nick, de paseo a caballo; Ruby, en la iglesia, y ninguno de los habituales invitados dominicales fuera de la cama tan temprano.
Nos encaminamos al campo de tenis donde Latka hijo, esbelto, donairoso y muy pagado de sí, blanco el pantalón y con el escudo de la academia cosido al pecho de un jersey del mismo color, jugaba con otro joven, casi su igual.
Detrás del campo de tenis, un viejo rechoncho, curtido por el aire y por el sol, trabajaba tranquilamente de rodillas en un jardín florido, primorosamente cultivado. Alzó la cabeza al pasar nosotros y aguardó a que admirásemos sus flores. Tenía cara de niño, orejas grandes y ojos diminutos y risueños.
—Buen aspecto tienen hoy las flores, Petey —dije.
—Gracias, señor Lewis —me respondió—. Las empecé más temprano este año. Estas rosas blancas de novia están saliendo mejor de lo que esperaba.
Continuó su labor de arrancar cizaña, al seguir nosotros nuestro camino.
—¿Qué edad crees tú que tiene? —le pregunté a Beth.
—Oh, cuarenta y ocho o cincuenta años —contestó ella.
—Aguantó veinte asaltos en un combate contra Terry McGovern antes de que naciéramos nosotros —le dije—. Debe de andar muy cerca de los sesenta. Petey Odell, un gran peso pluma de antaño.
—Supongo que terminó mejor que la mayor parte de ellos —observó Beth—. Por lo menos se encuentra aquí en casa de Nick, que parece un asilo para expugilistas.
—Se le presentan aquí a Nick continuamente en busca de ayuda. Seguramente a él le produce satisfacción cuidarse de algunos de ellos. Y eso rinde, por añadidura, beneficios. Las caridades de Nick siempre rinden. Estos antiguos boxeadores son agradecidos. De buen corazón, leales a más no poder, y trabajan como negros. Sobre todo si da uno muestras de interés en lo que están haciendo. Ahí tienes a Jack Mahoney. Yo creo que quiere al «Cadillac» más que a su propia mujer. Lo único que hay que hacer para que se sienta feliz, es preguntarle cómo se las arregla para sacarle tanto brillo a los guardabarros. A Petey le ocurre lo mismo con el jardín. Si nos viera pasar y no le dijésemos nada de las plantas, estaría con morro todo el día. Está un poco «noqueado».
—¡Qué profesión! —murmuró Beth.
Cuanto más veía de ella, menos «fascinadora» le parecía.
—Mahoney y Odell no están tan mal. Aún se dan cuenta de que viven en el mundo. Dales un trabajo determinado que hacer, y se lanzarán a él de lleno. Lo que no impide que, si les hablas de cualquier otra cosa menos de su trabajo, o quizá de su familia, descubras en ellos cierta vaguedad, cierto estado que da la sensación de que tienen alrededor del cerebro una capa de algodón en rama.
—Es un negocio asqueroso —dijo Beth de pronto—. En tu fuero interno, sabes que es un negocio asqueroso.
—El viernes pasado por la noche estuviste gritando como un energúmeno, animando a los combatientes —le recordé.
—Es cierto —asintió—, estaba haciendo de «hincha» del muchacho de color. ¡Parecía tan delgado y débil, comparado con el otro…! Cuando empezó a espabilarse, cuando llegó, incluso, a dejar groggy a ese italianazo, bueno (tuvo que sonreír), la verdad es que me excité.
—Eso es cosa que ha estado excitando a la gente desde el año de la nana. Fíjate, si no, en la mitología griega, llena de boxeadores. ¿No fue Hércules quien luchó contra aquel individuo que se hacía más fuerte cada vez que le tumbaban, porque la tierra era su madre? ¿Cómo se llamaba?
—Anteo —respondió Beth.
—Por eso tiene cuenta hacerle la corte a una investigadora de Life —dijo—. Anteo. Homero hizo una descripción magnífica de aquel combate. Y Virgilio se encargó de dar bombo a una de las primeras grandes reapariciones de un campeón retirado. ¿Recuerdas cómo se negaba el antiguo campeón a aceptar el reto del joven contendiente de Troya, porque se quejaba de no estar en forma? Una especie de Tony Galento griego. Pero cuando por fin se ve obligado a pelear a fuerza de incitaciones, lucha como una fiera y tiene a su contrincante a punto para el K. O., cuando el rey se mete entre los dos, como Arthur Donovan[5], y le adjudica el combate al antiguo campeón por fuera de combate técnico. Claro que Virgilio lo hizo sonar un poco más poético, pero a eso se reduce todo.
Beth sonrió.
—No debieras dedicarte a propagandista de una cuadra de boxeadores, sino a escribir ensayos para la revista de Yale.
—La propaganda me la paga Nick. Esta otra serie de comentarios he de hacerla gratis.
Casi habíamos llegado a la casa. Nick y Whitey Williams subían en aquel momento por la avenida, a trote lento. En contraste con Whitey, que montaba el caballo como quien ocupa un sillón en su casa, Nick iba muy tieso en la silla y algo desasosegado. Y cuando alzó una pierna y quedó montado a la inglesa, dio la sensación de estarse dando cuenta de que lo hacía a maravilla, cosa que, en técnica deportiva, resulta algo bastante menos que perfecto.
Se apeó del caballo —un bayo grande de ancho pecho— y le entregó las riendas a Whitey, que condujo las dos monturas a la cuadra. Nick llevaba botas irlandesas, pantalón de montar de gamuza y camisa parda de polo.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —preguntó amablemente.
—Cosa de media hora, Nick —le contesté—. Qué día tan hermoso, ¿eh?
—En estos instantes —respondió Nick—, la ciudad debe de parecer un baño de vapor. Recuerdo que, cuando yo era muchacho, solíamos reventar una boca de incendios y tomar una ducha en plena calle. (Soltó una risa al pensar en lo lejos que había llegado desde entonces). ¿Le ha estado enseñando Eddie la finca?
—Es hermosísima —dijo Beth.
—¿Le enseñaste las hortalizas? —preguntó Nick—. Tenemos un millar de tomateras. Cultivamos todo lo que nos hace falta. ¿Le gusta el maíz, señorita? Apuesto a que nunca ha probado un maíz como este. Maíz como este nunca lo encontrará en las tiendas. Cuando vuelva a casa, llévese algo, todo lo que quiera.
—Muchas gracias.
—Aaaah, eso no tiene importancia —Nick desterró las palabras de agradecimiento con un gesto—. Esta finca rebosa productos agrícolas por los cuatro costados. Si usted no se lo lleva, mis «tumbones» se lo tragaran, de todas formas. Ese Jack Mahoney se sienta a comer maíz, y no se levanta hasta haber liquidado trece o catorce panochas. Prefiere comer a… (Miró a Beth y se contuvo). Hasta cuando se estaba entrenando comía como un cerdo.
Nos encontrábamos en el arriate otra vez. Danny McKeogh continuaba durmiendo, despatarrado, con los brazos abiertos, como si le hubiese atropellado un automóvil. Los jugadores seguían encorvados sobre las cartas.
—¿Cómo marcha la cosa, Barney? —preguntó Nick.
Hinchósele el pecho al hombre obeso, y volvió a deshinchársele en exagerado suspiro.
—No me lo preguntes. Me está asesinando. Debiera haber una ley contra lo que me está haciendo.
Nick rio.
—Nada me extraña que Runyon le llamase «el Pregonero» —dijo—. Hasta cuando gana anda dando gritos porque la ganancia no ha sido mayor todavía.
Dejó caer una mano sobre mi hombro.
—Acosta se encuentra ahora en el porche. El momento me parece propicio para que hables con él. Entra.
Luego se acercó a Beth.
—Perdone que me lleve a su amiguito —dijo, con lo que, para Nick, era poco menos que un gesto palaciego—. Ruby debiera estar de regreso dentro de un par de minutos. Hay periódicos de sobra en el arriate, si la lectura la seduce. Y si quiere beber, llame al mayordomo, que es ese tipo de la corbata negra de lazo.
—¿Quién es? ¿Gene Tunney? —preguntó Beth.
—Tunney —respondió Nick—, Tunney me da dolor de… perdón, señorita, pero a Tunney le tiraría de cabeza a un sitio que prefiero no nombrar.
Me empujó hacia la puerta.
—Haga usted lo que le venga en gana. Coja usted lo que se le antoje, como si estuviese en su propia casa.
—Ya pueden ustedes marcharse —le repuso Beth—. Procuraré distraerme.
La contemplé un momento cuando dio media vuelta y cruzó el arriate. Llevaba una falda de hilo, castaño-amarilla, sólo una sombra más oscura que las atezadas piernas y los morenos brazos. Hasta en la ciudad, donde el único ejercicio que hace la mayoría de la gente es correr tras el autobús o un taxi, siempre bajaba a los campos de tenis de Park Avenue y Calle Treinta y Nueve por lo menos dos veces a la semana cuando el tiempo estaba bien para jugar un partido. Parecía muy angulosa vista desde donde nos encontrábamos. Distaba mucho de ser la figura soñada. Tenía un tipo demasiado atlético quizá, por ser con exceso delgada por las piernas y no lo bastante desarrollada por delante. Pero había en su forma de andar un aire muy atractivo y una sensación de capacidad. Tomé mentalmente nota de este detalle para decírselo después.
Me intrigaba. Siempre me hacía el propósito de decirle algo agradable «un poco más tarde»; pero nunca llegaba a hacerlo. Quizá lo que me contuviera fuese el convencimiento de que sólo creería a medias mis palabras, de que las escucharía con reserva, tal vez por su crianza, por ser ella una de esas personas que exigen un equilibrio riguroso en todo momento, o por la sangre puritana que corría por sus venas, o por la ferocidad de las convicciones heredadas. Fuera lo que fuese, el caso es que Beth, buena muchacha, de familia buena y respetable, buena educación y buen cerebro, seguía siendo para mí un interrogante. Cuando la pasión y el constreñimiento luchan en iguales proporciones, la cosa acaba siempre en combate nulo.
—Buena chica —anunció Nick—; es algo que vale la pena. Tiene «clase» en abundancia.