Cuando yo me encuentro en una taberna o en un bar y me llaman al teléfono, maldita la gracia que suele hacerme, significa siempre que lo inesperado va a interrumpir el ritmo natural de mi jornada. Shirley se había marchado. Beth, por su parte, acababa de presentarse en mi busca, y estaba enfadada por haberme encontrado un poco «ahumado». Beth no pertenecía a la Liga Antialcohólica ni mucho menos, pero le gustaba que, cuando yo bebiera, lo hiciese en su compañía. Según ella, perdía demasiado tiempo hablando con Charles, Shirley y gentes por el estilo. Si el trabajo me dejaba un rato de ocio, lo natural era que lo aprovechase para encerrarme en mi cuarto del hotel y dar remate a la obra.
La mayor equivocación de mi vida era haberle enseñado a Beth aquel primer acto sin terminar, en los tiempos en que aún tenía necesidad de impresionarla. Poco dijo por entonces de él, salvo que deseaba verme acabarlo. Eso era lo malo de Beth: siempre quería que acabase las cosas. Recuerdo que, durante cierta borrachera, le pedí que se casara conmigo. Creo que desde entonces está resentida en su fuero interno porque no se me ocurrió repetir mi petición de matrimonio después de haber dormido la mona. Supongo que lo que le pasa es que no puede soportar que se deje sin terminar lo empezado.
Cuando conocí a Beth, esta acababa de salir de la Universidad, y el diploma le había valido un empleo de veinticinco dólares a la semana en la brigada de entrenamiento para investigadores de Life. Todos sus conocimientos eran producto del estudio. No tenía más saber que el cosechado en los libros. Su padre era catedrático de Economía Política en Amherst, y su madre, hija de un deán de Dartmouth. De modo que cuando empecé a hablarle de pugilismo, encontró fascinador cuanto dije. Fue esta, precisamente, la palabra que empleó para describir la profesión: «fascinadora». Aquellas conversaciones sobre boxeo resultaban algo nuevo para Beth, y a pesar de que fingía despreciar todo lo relacionado con ese deporte, me daba cuenta de que se estaba despertando su afición y su interés. Aunque sólo fuera por la novedad, se sentía cautivada. Y yo resultaba el intérprete ideal de aquel nuevo mundo que, a la par que atraerla, la repelía. Así fue como pude aproximarme a Beth. Era lo bastante conocedor de aquel mundo para ella nuevo, y, sin embargo —como Beth nunca lograba deshacerse por completo de su esnobismo intelectual y no intelectual—, aún conservaba yo suficiente educación universitaria, suficiente apariencia de persona culta, y suficiente habilidad para relacionar el fenómeno del boxeo con el vocabulario académico.
Yo creo que el mero hecho de que estuviese intentando escribir una obra de teatro de tema pugilístico, le servía de justificación para mostrar interés por mí, de la misma manera que yo me justificaba ante mí mismo por seguir metido en la profesión.
Esto, no obstante, supone retroceder año y medio. Casi resulta ya una historia aparte. En la que es ahora objeto de mi relato. Beth está de nuevo enfadada (bueno es hacer constar que su impaciencia conmigo va en aumento, desde hace algún tiempo), y alguien me llama al teléfono.
Acudo. Es Killer[2], Menegheni quien me llama. Killer era una especie de escolta, compañero, masajista y secretario particular de Nick Latka, todo en una pieza. No creo que por culpa de Killer hubiese habido nunca necesidad de enterrar a nadie. Pero había nacido Dios sabe dónde la leyenda de que Menegheni hubiera sido campeón de los pesos pluma, de no haber matado a un hombre de un puñetazo, la tercera vez que salió a combatir en el cuadrilátero. En cierta ocasión tuve la ocurrencia de investigar el caso. Y no pude hallar rastro alguno de ningún Menegheni, a pesar de que el Registro de Boxeadores menciona siempre el nombre verdadero de cada muchacho debajo del que usa para presentarse ante los aficionados. El eminente historiador de la profesión, Nat Fleischer, tampoco había oído hablar nunca de semejante personaje. Conque no había inconveniente alguno en prolongar el relato de su hazaña con la consabida advertencia de que cualquier parecido que pudiese observarse entre el supuesto homicidio de Killer y otros sucesos comprobados, sólo a la coincidencia podía achacarse.
—Eh, Eddie…, el jefe te llama.
—Escucha, Killer, ¡maldita sea! —respondí—; me encuentro con una dama. ¿Es que no puede uno sentarse a echar un trago en paz y buena compañía, sin que le suelte el perro Nick Latka?
—El jefe quiere que empujes las nalgas hacia acá —contestó Killer.
De haberse eliminado del idioma palabras tan esenciales y cortas como estas, a Menegheni no le hubiese quedado otro recurso que hablar por señas.
—Es que la señora de que te hablo y yo tenemos trazados nuestros planes para la velada. Y no tengo por qué acudir a toda marcha cada vez que se le ocurra a Nick levantar un dedo. Después de todo, ¿quién se ha creído que es? ¡Qué rayos!
—Se ha creído —respondió al punto Killer— que es Nick Latka. Y aún he de ver el día en que se equivoque al pensarlo.
Aquello era un verdadero alarde de ingenio para Killer.
—¿Por qué no he de tenerla? Anoche le hice tilín a esa pelirroja de «Chez Paris», ¿no sabes? ¡Es algo exquisita!
Killer, que no levantaba más de un metro sesenta y cinco a pesar de llevar plantillas especiales en los zapatos para parecer más alto, siempre nos andaba dando las últimas noticias acerca de sus conquistas.
—Harías un buen agente de Krafft-Ebing —dije.
—No pienso cambiar de empleo. Me va la mar de bien con Nick.
—Bueno, pues me alegro de que seas feliz. Que pases un fin de semana muy agradable, Killer.
—¡Eh, eh, aguarda un poco! —exclamó precipitadamente Menegheni—. Quiere verte el jefe. Y debe de ser algo importante. Le diré que estás ya en camino.
—Escucha —le respondí—, puedes decirle al jefe de mi parte —¡Dios Santo! ¡El miedo que se le mete a un hombre en el cuerpo por cien dólares a la semana!—. Bueno; dile que iré dentro de quince o veinte minutos.
Emprendí el camino de regreso al reservado para darle a Beth la mala noticia. Andaba ella siempre rechazando invitaciones para poder reservarme el sábado. Los sábados por las noches acudíamos juntos a nuestros establecimientos favoritos —al de Bleeck y al de Tim, por ejemplo—. Y, cuando era música lo que nos interesaba, íbamos al de Nick para escuchar a Apanier, a Russell y a Brunis, y a la Downtown Café Society cuando actuaban Red Allen y J. C. Higginbotham. El domingo por la mañana nos despertábamos a eso de las diez, pedíamos que nos subieran el café, y nos pasábamos el rato haciendo el vago y leyendo los periódicos hasta que se hacía hora de salir a almorzar. Como liberal recalcitrante que era, Beth ponía el grito en el cielo porque yo compraba el News, el Mirror y el Journal. Pero los periódicos sensacionalistas recogían algunos de mis trucos propagandísticos, y, en cuanto al Journal, me gustaba leerlo por Graham, que era uno de los cronistas deportivos más antiguos y trabajadores de la ciudad.
Yo no sé si en realidad estaba enamorado, pero una cosa sí puedo decir: jamás conocí a mujer alguna a quien tanto me alegrara de ver por la mañana, como a Beth Reynolds. He conocido a otras muchachas más guapas y más apasionadas; pero todas ellas me resultaban un verdadero estorbo por la mañana. Con Beth, echar un trago, ver un combate, escuchar a Spanier, cuidarse mutuamente a los efectos de una borrachera, discutir de Wolfe, y enfadarse por alguna nueva estupidez de un senador… todo resultaba íntimo y agradable. Y cuando uno se adentra en los treinta y tantos años y empieza a necesitar tiempo para levantarse por la mañana, esa intimidad da ciento y raya a todos los éxtasis habidos y por haber.
Y no es que Beth no fuera emocionante a su manera. Tenía un fuego sorprendente en una muchacha con cara de maestra de escuela y que no alcanzaba a ver muy lejos sin los lentes. Yo no había sido su «primer hombre» (estas palabras son de Beth, naturalmente, no mías), por haberle cabido tal honor a un muchacho de Amherst, hijo de una distinguida familia de Boston, que estuvo loca pero incompetentemente enamorado de ella. Beth, escarmentada, rehuyó desde entonces la compañía masculina, hasta aparecer yo en escena.
Más de una vez, en plena borrachera, me había propuesto hacer de Beth mi mujer. No aprobaba ella la forma en que vivíamos; pero siempre prefirió aguardar a ver si hacía igual ofrecimiento no hallándome bajo la influencia de la bebida. Pero nunca logré reunir la determinación marital suficiente para hacer una declaración legítima, no teniendo al alcohol como acicate. Lo más que pude decir, con ligereza más o menos fingida, fue:
—Beth, si alguna vez me caso con alguien, ha de ser contigo.
—Si insistes en hablar de un modo tan condicional —me respondió—, acabarás siendo un solterón lascivo, y yo terminaré casándome con Herbert Ageton.
Herbert Ageton era un autor que había escrito dramas proletarios militantes para la Unión Teatral, allá por el año treinta y tantos, cuando acababa de salir del colegio y aún no sabía cómo mantener encendida la pipa. Con gran horror suyo, y no menor indignación, a la Metro Goldwyn se le ocurrió comprarle una de sus obras radicales, llamándole al estudio para que se encargara de adaptarla.
En cuanto sus ingresos llegaron a alcanzar la cifra de dos mil dólares por semana, se hizo psicoanalizar a razón de cien dólares la hora, por una doctora famosa, que logró convencerle de que su protesta proletaria contra el capitalismo era una simple manifestación del odio que le profesaba a su padre.
No sé cómo fue, pero el caso es que salió del tratamiento odiando a su padre todavía, pero sintiéndose más benévolo hacia el capitalismo.
Desde entonces, sólo había estrenado en Broadway dos obras —ambas simbólicas— de tema escatológico. Los críticos se hartaron de darles palos, lo que no impidió que todos los estudios se pelearan por comprarlas. Resultaron asuntos muy buenos para películas interpretadas por Lana Turner. Quizá, lo que a mí me sucedía era que tenía celos o me daba envidia. Herbert no perdía ocasión de llamar a Beth por teléfono desde Hollywood. Y cada vez que venía a Nueva York se empeñaba en llevarla al «Club 21» y al «Stork» y a otros lugares de reunión de contrarrevolucionarios aficionados a la buena vida, acompañados de sus respectivas parejas.
—Nena —le dije a Beth cuando regresé al reservado—; reconozco que es una verdadera cochinada, pero no puedo remediarlo: tengo que ir a ver a Nick. Es cosa de un minuto.
—Un minuto… ¡Nick y sus minutos! Lo más probable es que acabes aterrizando en la finca de recreo que tiene en Jersey.
En cierta ocasión era eso, precisamente, lo que había sucedido. Y Beth se encargaba de que nunca lo olvidase. En realidad, le había mandado un mensaje al establecimiento de Walker; pero se marchó hecha una furia antes de que pudieran entregárselo.
—No —dije—; se trata simplemente de un asunto relacionado con mi trabajo. Si dentro de una hora a lo sumo no he vuelto…
—No seas demasiado drástico. Si dentro de una hora estas de vuelta, será la primera vez en tu vida que lo hayas hecho. Sabes que hubiera podido salir con Herbert esta noche.
—¡Jesucristo! ¡Otra vez eso!
—¿Cuántas veces he de decirte que no tomes este nombre en vano? Ofende a los que te escuchan.
—Perdona; quise decir Herbert Ageton.
—Es un tipo interesante. Quería que comiese con él en el «21» y que fuera luego a su hotel a escuchar la lectura de una nueva obra suya.
—¿Qué hotel? No me lo digas. ¿El «Waldorf»?
—«Hampshire House».
—¡Pobre chico! ¿Has dormido alguna vez en «Hampshire House»?
—Edwin, cuando te tenga en casa esta noche voy a lavarte la boca con jabón.
—Bueno, bueno, sé evasiva… No te muevas, dulzura. Iré a ver qué nuevo latrocinio ha concebido la mente del Gran Cerebro.
La oficina de Nick Latka no era uno de esos charros despachos de apoderado de boxeadores que suelen presentar los autores teatrales y los guionistas cinematográficos, y que, en la vida real, pueden encontrarse en la Calle 49. Era el de un próspero hombre de negocios que acertaba a tener cierto interés en el pugilismo, pero que igual hubiese podido estar identificado con el negocio de espectáculos, el de camisas o el de seguros, o ser simplemente miembro del Departamento Federal de Investigación.
Adornaban las paredes, de papeles de corcho, retratos de boxeadores famosos, jugadores de pelota y de golf, jockeys y estrellas cinematográficas, dedicados todos «a mi camarada Nick», «a un gran hombre», «al mejor amigo que tuve en Miami». Sobre la mesa había una caja de cigarros puros «Belinda», marca por la que Nick tenía preferencia, y, en marcos de oro chapado, el retrato de su mujer cuando era una morena preciosa y «chica del conjunto» en uno de los teatros de Broadway; y el de sus dos hijos —un niño de doce años, guapo, vanidoso, muy parecido a la madre, y que lucía el uniforme de una escuela militar, y una niña morena de diez años que, por desgracia para ella, tenía la cara de su padre—. Nick hubiese dado a aquella criatura todo cuanto poseía. El niño cursaba sus estudios en la Academia Militar de Nueva York. La niña iba a la escuela de la señorita Brindley, una de las más caras de la ciudad.
Hablara como hablase en el gimnasio, Nick jamás empleaba una palabra fuera de tono en presencia de los dos chiquillos. Nacido en el arroyo desde el que se encumbrara por etapas sucesivas, pasó de las cuadrillas infantiles a las de adolescentes especializados en forzar las máquinas tragaperras, para acabar siendo una verdadera potencia. Se estaba encargando ahora de que sus hijos se criaran en un mundo limpio y agradable, aislado totalmente por el dinero.
—No quiero que mi hijo sea un golfillo como yo —solía decir Nick Latka—. Yo tuve que abandonar el colegio y ponerme a vender periódicos para ayudar a mi padre. Quiero que mi hijo vaya a West Point y sea oficial de aviación, o a Yale y que entre en relación con gente de «clase».
¡Clase! En el vocabulario de Nick no había palabra que con ella pudiera compararse para expresar alabanza. En boca del cuarentón bergante, criado en East Side y que hubo de llevar los remendados pantalones de su hermano mayor durante la infancia, «clase» se convirtió en término de valoración de una excelencia que el East Side no podía permitirse el lujo de poseer ni comprender.
Podría un boxeador lograr seis victorias seguidas por fuera de combate, y le sería aún posible decir a Nick Latka: «Gana; pero, lo que es “clase”, no tiene ni papa». Una muchacha que viéramos en un restaurante podría no ser lo bastante bonita para figurar en primera fila del conjunto en el «Copacabana», sin que por ello dejara Nick de darme un codazo y anunciarme: «Tiene “clase” esa muchacha».
«Clase» era la nota clave de los trajes hechos a medida por Bernard Weatherill para Nick Latka. A la oficina de Nick, «clase» no le faltaba. Y recuerdo haber escogido, de entre todas las felicitaciones de Navidad recibidas, una de color moreno claro, que llevaba el nombre de Nick grabado con letra discreta y de buen gusto en la esquina inferior derecha. No sé cómo llegó a escogerla o quién llegó a diseñársela. Pero su «clase» era innegable.
Si Nick consideraba poseedora de semejante cualidad a una persona, solía ser con ella un hombre muy respetuoso. Recuerdo que, en cierta ocasión, presidió un combate benéfico destinado a recaudar fondos para luchar contra la parálisis infantil. Y se hizo retratar en el acto de hacer entrega de la recaudación a la señora Roosevelt. Aquel retrato, dedicado de puño y letra de Eleanor, ocupaba un lugar preeminente en la pared, al lado de la fotografía del Conde de Fleet, detalle que nunca dejaba de provocar la risa de los muchachos. Ya pueden imaginarse la de chistes que se harían; sobre todo si son ustedes republicanos o tienen mente de pocilga. Nick, sin embargo, ni los admitía ni los aguantaba. Aquel que se atreviera a darle a la señora Roosevelt golpes bajos, entraba en contacto, invariablemente, con el dorso de su manaza. Y no porque el socio de Nick fuese Honest Jimmy Queen, que contaba con influencia en «Tammamy[3]». Desde el punto de vista de Nick Latka, a la señora Roosevelt y al Conde de Fleet les correspondía estar juntos en lugar de preferencia porque ambos tenían «clase».
Nick llevaba ya mucho tiempo ganándose la vida destripando máquinas tragaperras cuando la mayoría de nosotros estábamos en casa leyendo cuentos infantiles. Y se había escapado ya de un reformatorio cuando ustedes y yo aún andábamos luchando con el primer año de latín.
A fuerza de evadir concienzudamente todo trabajo manual, de tener buen olfato para saber de dónde sacar dinero sin sudarlo, y gracias a la constante aplicación del principio «Haz a los demás lo que no quisieras que hiciesen ellos contigo», había logrado convertirse en cabeza de un sindicato que comerciaba, anónima pero provechosamente, en alcoholes, caballos, juegos de azar, carne, boxeadores y hoteles, géneros estos que, en virtud de nuestro sistema de libre empresa, permitían a Nick y a Quinn amasar lindas fortunas y a los muchachos sacar tajadas lo bastante lucidas para que todos fuesen felices. Pero seguía siendo un enamorado de la «clase», tanto en el ser humano, como en un caballo, como en un traje de deporte de Weatherill.
Se me antoja que esta era la verdadera razón de que me conservase a mí en nómina: estaba convencido de que yo también tenía «clase». Cualquiera que hubiese leído un par de libros le inspiraba esa extraña mezcla de respeto y de desprecio que suele caracterizar al hombre que se ha encumbrado por su propio esfuerzo. Y sabía cuándo decir «tú», y cuando «ti». Pero observé que, siempre que se hallaba conmigo, reducía al mínimo el número de palabras malsonantes, empleando tan sólo aquellas de las que no conocía un sinónimo apto para los oídos castos. Ni el propio Quinn, que había ascendido en la escala social siguiendo un proceso lógico que le condujo desde el cacicato de un distrito, a los negocios sucios de gran envergadura, se veía tratado siempre con guante de seda. Cuando Nick trataba con boxeadores, otros apoderados, agentes de apuestas, recaudadores, entrenadores, comerciantes honrados pero víctimas de la intimidación, y toda otra persona que considerara inferior a él, su forma de hablar era sólo comparable al salvajismo con que Fritzie Zivic solía combatir, sobre todo cuando estaba resentido (como en el encuentro de revancha contra el pobre Bummy Davis, después de haberse hecho este último descalificar por conducta aún menos digna de un caballero que la de Zivic).
Probablemente, el mayor error cometido por Nick en su afán de escoger gentes de «clase», fue elegir a Ruby por esposa. Allá en los tiempos de la Ley Seca, hallándose dedicado al tráfico clandestino de bebidas alcohólicas, había tenido la paciencia de ocupar veintisiete veces el mismo asiento para ver Scanclals de George White, porque en la representación trabajaba Ruby.
Ruby aventajaba a todo el conjunto en que era hermosa de una forma serena que pocas veces se encuentra en una corista. Daba la sensación de una matrona joven que hubiese estado más en su ambiente representando un papel en una obra musical de aficionados, que enseñando las piernas en Broadway. En escena, según me cuentan los muchachos, tenía, aun cuando fuera casi desnuda, cierto aire de despegada respetabilidad.
Tal fue el efecto que Ruby le produjo a Nick. Y el accidente fisiológico que dotó a la muchacha de una belleza austera, dio por resultado el desarrollo de un aire, de un porte, de unos modales tranquilos, superiores, que estaban en consonancia con su rostro. La combinación desterró a toda otra mujer de la vida de Nick. Hasta entonces le había estado haciendo la competencia a Killer, pero desde el instante en que Ruby fue suya, ingresó en las filas de ese grupo pequeño y selecto que cree en la monogamia, y en la de otro, aún más selecto, que no sólo cree en ella sino que la practica. Es más, tan fuerte le dio a Nick durante los tres primeros años de matrimonio, que ni siquiera se preocupó de mirar las piernas a ninguna otra mujer. Aun ahora, Nick jamás engañaba a Ruby…, a menos que se encontrase muy lejos de su domicilio. Pero nunca se preocupaba de lo corriente, de lo que siempre andaba cerca, de las artistas y las esposas que mariposean por los bares aprovechando la ausencia de sus maridos.
Los sentimientos que le inspiraba Ruby eran los causantes de esta actitud suya, que se hacía más fácil, no obstante, por la forma en que desarrollaba sus actividades. Estaba trabajando siempre, aprovechando los «cuerpo a cuerpo», los intervalos entre asalto y asalto, para adelantarse, para descargar golpes, para dar cabezazos y codazos… igual que Harry Miniff. Sólo que él lo hacía desde el último piso de un gran edificio destinado a despachos; y no por centavos, como el pobre Miniff, sino por billetes grandes y en cantidad satisfactoria.
Era un verdadero glotón en esas cosas. Tenía un hambre insaciable de dinero que vaya usted a saber dónde la había adquirido. Quizá fue la infancia pasada en la miseria, la lucha en el arroyo, la terrible comezón que la inseguridad le producía, lo que empujó a Nick a amasar su primer centenar de miles, y luego el segundo. Y ahora le impulsaba, sin permitirle sentarse a recobrar el aliento siquiera, hacia la adquisición del tercero.
De no haber sido por Ruby, jamás hubiese tenido Nick aquella casita de campo en Jersey, ni los caballos de silla, ni la piscina, ni el asador instalado al aire libre en aquel espacio abierto, con bancales.
Para Ruby, que se había visto obligada a trabajar durante toda su existencia, el entregarse de lleno a una vida de hedonismo no representaba dificultad alguna. Nick, aunque no era partidario de nadar, disfrutaba haciéndolo cuando Ruby le obligaba a zambullirse a fuerza de regaños. Le gustaba invitar a algunos de los muchachos a pasar con él el fin de semana y quedarse en vela hasta el domingo por la mañana jugando con ellos al «pinacle». Pero es difícil entregarse de lleno a unos momentos de expansión cuando se conserva el espíritu de la infancia y se anda siempre alerta para arrancarle la tapadera a cualquier máquina tragaperras, auténtica o simbólica, que se le ponga a uno por delante.
En el momento de llegar yo al despacho, Killer se hallaba junto al teléfono en la oficina exterior, preparando sus planes para la noche —o la noche para sus planes—. Tenía la costumbre de hablar a sus conquistas con palabras de exagerado cariño que, más que afecto, sugerían un desdén profundamente arraigado. «Bien, dulzura…, conforme, azucarillo…, di, hermosura…».
Un psiquiatra que hubiese observado la crónica inhabilidad de Killer para sentar cabeza y conformarse con una sola mujer, es muy probable que le hubiera catalogado como homosexual en potencia. El propio Killer, que de modesto nada tenía, no vacilaba en reclamar para sí el campeonato de virilidad de la Octava Avenida. Se distinguía por la cortedad y gordura de las piernas, y una expansión pectoral de cuatro pulgadas que demostraba con frecuencia, aun en plena conversación corriente, inhalando de pronto y conteniendo el aliento. Si habéis visto alguna vez a un gallo inglés de pelea encerrado con una bandada de gallinas, os podéis formar una idea bien clara de cómo era Killer Menegheni. No hubiese podido representársele de mejor manera.
—Aguarda un momento, hermosura —murmuró por el auricular al verme aparecer—. Rayos, Eddie, ¿cómo has venido? ¿Por Flatbush?
—Siempre hago caso omiso de las figuras retóricas.
—¡Recontra! ¡Vaya palabras!
La escena resultaba una fiel reproducción de las que venían sucediéndose desde el momento en que nos habíamos conocido. Killer parecía considerar mis dos años de estudios en Princeton como un insulto personal.
—Más vale que arrastres las nalgas hacia allá —anunció, agitando una mano—. El jefe se está mordiendo las uñas.
Encontré a Nick en su cuarto de baño particular, afeitándose. Tenía la barba muy cerrada y se afeitaba dos veces por día, dejándose el rostro liso y pulido como azulada patena. Era su costumbre pasarse una hora en la barbería de George Kochan antes de entrar en la oficina, porque las peluquerías parecían obsesionarle. Siempre llevaba las uñas arregladas y brillantes, engrasado y quemado por las puntas el rizoso y negro cabello, y curtida la piel por el constante tratamiento a que la sometía con la lámpara de cuarzo. No era hombre a quien pudiese llamarse guapo, pero los masajes faciales, los champús de aceite, y el minucioso acicalado, le daban un aspecto semejante al de la laca.
—Hola, Eddie —dijo, sin volverse, quitándose el resto de la crema de la cara al acercarme yo—. Siento echarte a perder la noche de esta manera; pero no tengo más remedio.
—Oh, no te preocupes, Nick —respondí—. La noche no ha terminado todavía.
—Pero voy a estropeártela del todo. Porque te reservo un trabajo de envergadura… Un trabajo que creo va a gustarte, muchacho.
Sacó de un armario una hermosa botella forrada de cuero, y se volvió hacia mí mientras se aplicaba la loción a la cara y el cuello.
—Es de primerísima —dijo, acercándose el frasco a la nariz—. Huele.
Como solía suceder con la mayor parte de las cosas que Nick decía, más sonaba aquello a orden perentoria que a sugerencia amistosa. Olí.
—Hummm… —asentí, con un movimiento de cabeza.
—¿Qué usas tú?
—Oh, cualquier cosa —contesté—. Loción de «Mem», a veces; otras, «Knize Ten».
—Hum… —murmuró Nick.
Se volvió de nuevo hacia el armario.
—Toma —dijo—. Lo mejor. «Cuero Añejo». Para ti…
Me entregó un frasco precintado. Porque Nick era así: siempre daba cosas a quien encontraba simpático.
—Gracias, Nick —dije—; pero es tu loción. Te gusta, y…
—No seas primo —me interrumpió.
Y me metió el frasco en el bolsillo con tan enfático gesto, que ya no hubo discusión posible. Nick estaba acostumbrado a coaccionar a la gente, hasta cuando hacía favores.
—He tenido ocasión de hacerle un par de favorcillos al presidente de la junta directiva que fabrica este producto, y el otro día me mandó una caja de botellas como regalo.
Nick andaba siempre recibiendo o haciendo favorcillos que nunca se molestaba en explicar; favorcillos que significaban para algún ser privilegiado un beneficio neto que sólo con cuatro, cinco y hasta seis cifras podía representarse. Jamás supe en qué consistían, y aunque experimentaba una curiosidad natural en cualquiera que trabaja en un ambiente donde se ganan grandes cantidades, nunca permití que mi ansiedad me empujara a meter la nariz en los asuntos subterráneos del sindicato. A pesar del largo tiempo transcurrido, aún recordaba lo que le sucediera a Jake Lingle en Chicago. El proceso es siempre el mismo. Primero, siente uno curiosidad; luego, intenta averiguar; después, resulta que sabe uno demasiado; más tarde, le dan a uno la patada; y, por último, lo liquidan. Así sucede.
Conque me limité a suponer que Nick le habría comunicado en secreto a aquel rey de las lociones de tocador el nombre del caballo que iba a ganar una carrera amañada. O quizá se tratase del «tongo» del viernes en el Garden, ocasión en que habían podido hacer su agosto los enterados. Sin que pudiera excluirse la posibilidad de que fuese un simple asunto de faldas que Nick, a petición del interesado, hubiera pedido a Honest Jimmy que arreglase con el fiscal del distrito, que era muy amigo suyo. Podía ser una docena de cosas. Porque Nick vivía en un mundo misterioso de avisos secretos y favores especiales, una calle por la que circulaba en ambas direcciones la intriga y que podía conducir desde el más vulgar tabernucho hasta la casa más elegante de Sutton Place.
Nick me hizo entrar en el despacho, tomó la caja de caoba llena de «Belindas», me ofreció uno, cortó la punta con su cortapuros de plata, y fue derecho al grano.
—Como supongo que sabes, Eddie —anunció—, llevo la mar de tiempo pensando que tus… (buscó la palabra)… facultades… no han sido aprovechadas a fondo por nuestra organización. Es como si tuviéramos un buen muchacho… rápido… ágil… capaz de convertirse en un campeón… y le hiciésemos salir siempre de telonero en combates de cuatro asaltos. Un tipo como tú, que tiene algo en la cabeza, que sabe escribir, que tiene… ¿cómo se llama?… imaginación, necesita algo en que hincar el diente. Bien, Eddie, pues la época de aridez ya pasó. Saliste del desierto. Tengo un pequeño proyecto para ti que va a dispararte de verdad.
—¿Qué es lo que vas a darme, Nick? ¿El Premio Latka a la Imaginación Creadora, o algo así?
—No te preocupes, muchacho. ¿Verdad que Nick nunca te guio mal? Eres mi amigo, ¿no? Pues voy a darte una ocasión que no esperabas. Olvídate de Harry Glenn, y de Félix Montoya, y de Willie Faralla, y de todos los demás calandrajos que tenemos en la cuadra. No te preocupes siquiera de Lennert.
Se refería a Gus Lennert, el excampeón de los pesos pesados, que por falta de cosa mejor, continuaba catalogado como número dos en la división que por su peso le correspondía. Gus ya no era luchador en realidad, sino un simple hombre de negocios que salía a trabajar de cuando en cuando, con albornoz y guantes de boxeo, si le resultaba aceptable el precio. Después de haberle quitado el título, siete años antes, un muchacho bruto y agresivo al que en sus buenos tiempos hubiese podido vencer sin dificultad alguna, Gus había colgado los guantes. Disfrutaba de una situación bastante desahogada gracias a una serie de buenas inversiones y a la posición de un concurridísimo bar-restaurante en su población natal de Trenton, llamado «Gus’s Corner». Pero, cuando se agotaron los buenos luchadores y empezó Miki Jacobs a conseguir llenos con simples sparrings o fracasados de un año o dos antes, a los que presentaba como aspirantes al título de la categoría de los pesados, Gus no pudo resistir la tentación de reaparecer en el cuadrilátero para llevarse la mayor parte posible de un dinero que con tanta facilidad se ganaba. Dirigido por Nick, Gus venció sin dificultad a los tres o cuatro «tumbones» que se las estaban dando de boxeadores de cartel en el Garden. Esto, y el hecho de que yo anunciara a tambor batiente que el gran Gus Lennert había reaparecido para convertir en realidad su sueño de ser el primer campeón de pesos pesados en reconquistar el título, le estaba abriendo el camino para que se convirtiera en un gran personaje.
—Olvida a Lennert —dijo Nick—. Quítatelo de la cabeza. Tengo algo mejor. Tengo a Toro Molina.
—Jamás he oído hablar de semejante individuo.
—Si a eso viene, no eres el único. Nadie ha oído hablar nunca de Toro Molina —me respondió Nick—. Ahí es donde entras tú. Vas a conseguir que todo el mundo oiga hablar de Toro Molina. Vas a convertir a Toro Molina en lo más grande que ha habido en la profesión desde que Firpo vino de la Argentina y tiró a Dempsey a la primera fila de butacas de un puñetazo.
—Pero ¿de dónde sacaste a este Molina? ¿Quién te lo vendió?
—Vince Vanneman.
—¡Vince Vanneman! ¡Por el amor de Dios!
Con el nombre de Kid Vincent, Vanneman había sido un peso semipesado bastante bueno allá en los años veintitantos. Pero Vince estaba llegando a lo que los médicos denominan etapa terciaria de la sífilis —momento en que empieza a atacarle a uno el cerebro—. Sin embargo, la descomposición de una célula cerebral o dos era una pequeñez insuficiente para influir en la habilidad de Vince para ganarse deshonestamente un dólar. Conque dejó de sorprenderme un tanto que Nick, cuyos latrocinios se hallaban a tan elevado nivel que casi alcanzaban la respetabilidad del capitalismo financiero, se enredara con un ladronzuelo de segunda división.
—Vince Vanneman —dije otra vez—. ¡Valiente tipo! Ya sabes cómo le llaman los muchachos: el Guardafrenos Honrado. Jamás robó un vagón de ferrocarril. Cuando Vince Vanneman se duerme, no cierra más que un ojo para poder vigilarse a sí mismo con el otro.
Siempre que Nick estaba impaciente, tenía por costumbre hacer castañetas con el pulgar y dedo medio de cada mano, rítmica y nerviosamente. Procedía de esta manera cuando era su deseo que uno de sus muchachos empezara a tomar la iniciativa y atacase a su contrincante en el combate, y el muchacho no parecía acabar de arrancarse.
—Escucha —dijo—, a mí no me digas tú quién es Vanneman. El día que yo no sea capaz de manejarle, y a otros cincuenta que se le parezcan, le entregaré la dirección del negocio a Killer. Hice un buen trato con Vince. Sólo le damos cinco billetes grandes por Molina, y el cinco por ciento de los beneficios. Al tipo sudamericano que trajo al muchacho aquí, también le reservamos un cinco por ciento; y Vince se encarga de pagarle, por añadidura, dos mil quinientos.
—Pero si ese… ¿cómo se llama?… Molina… es tan buen hallazgo, ¿qué hace Vince vendiéndole tan aprisa? —pregunté—. Vince podrá estar sufriendo de demencia paralítica, pero no es tan tonto como para no reconocer una mina cuando la encuentra.
Nick me miró como si fuese idiota de nacimiento; cosa que, en efecto, podía, en aquella profesión, considerárseme.
—Tuve —me reveló— una charlita amistosa con Vince Vanneman.
Me imaginaba la charla. Nick, sereno, inmaculado, sosegadamente absoluto. Vince, con la corbata floja, desabrochado el cuello de la camisa para que le diera el aire en el obeso cuello, sudorosa la carnosa cara, haciendo esfuerzos por esquivar el anzuelo que Nick le estaba tendiendo. Una simple charla entre dos hombres de negocios acerca de pagos a cuenta y al contado, compensaciones y porcentajes. Nada más que una charlita tranquila. Y sin embargo, tenso el ambiente y preñado de sonidos que sólo la imaginación podía evocar, porque no eran audibles; golpes de porra, el aullido de quien recibe un golpe bajo, vómitos de sangre e ingle magullada… chasquidos de dientes que se parten.
—No hay cosa que yo quiera con la que no esté Vince de acuerdo cien por cien —dijo Nick.
—Pero no acabo de comprenderlo —anuncié—. ¿Por qué tanto jaleo por ese Molina? ¿A quién ha vencido? ¿Qué es lo que tiene tan especial?
—Lo que Molina tiene de especial es que es el hijo de perra más grande que ha salido jamás al cuadrilátero. Un metro novecientos noventa y cuatro de estatura. Doscientas ochenta y cinco libras de peso.
—¿Estás bien, Nick? —quise saber—. ¿No habrás tramado algo?
—Doscientas ochenta y cinco libras —repitió Nick—, y ni vestigio de panza.
—Pero podría ser un «tumbón» —advertí—; doscientas ochenta y cinco libras de tumbón.
—Escucha, por el amor de Dios. ¿Tiene la Estatua de la Libertad que cantar un adagio todos los días para atraer a la muchedumbre?
—Pasen, señores, pasen… Pasen a ver al rascacielos humano —empecé a declamar—, capturado vivo en las selvas de la Argentina… Gargantúa el Grande.
—Sí, sí, ya puedes reírte —dijo Nick—. Yo no habré ido nunca a ninguna Universidad, pero maldito si no sé sumar mejor que tú. Y no dos y dos, sino doscientos grandes y doscientos billetes grandes. Tú que tanto te las das de listo, escucha ahora lo que voy a hacer contigo. Recibirás tus cien dólares a la semana como de costumbre. Y encima de eso te daré un cinco por ciento de nuestros beneficios. Si ganamos doscientos mil el primer año, ganarás un poco de dinero.
No pude menos de exclamar:
—¡Doscientos mil! —Cien mil ya era una buena recaudación anual para un púgil cuyo nombre sonara tanto como para llenar todas las localidades del Garden. Cualquier cantidad que superase a esa, sólo podía obtenerse con pesos pesados de fama, en espectáculos al aire libre—. Pasa la pipa de opio y soñemos juntos.
—Escucha, Eddie —me respondió Nick con el tono de satisfacción característico en él cada vez que se tomaba a sí mismo en serio—. Aprendí una cosa de chico: para hacer cosas grandes hay que pensar en grande. Cuando forzábamos aquellas máquinas tragaperras, por ejemplo… la de cacahuetes y goma de mascar y todo eso… nos pescaban cada dos por tres. Luego se me ocurrió a mí una idea: atracar al recaudador que iba de máquina en máquina todos los viernes recogiendo el dinero. Era más seguro y productivo sorprenderle cuando regresaba a la oficina de noche con la recaudación hecha, que forzar las máquinas a la luz del día y recoger solamente unos cuantos centavos. Eso es lo que quiero decir. Si tienes que pensar, piensa en grande. ¡Qué rayos! ¡A uno no le cuesta nada pensar! Conque, ¿para qué pensar cincuenta billetes grandes cuando puede uno pensar ciento cincuenta? Mañana van a ir a mi finca ese Molina y su apoderado Acosta. Más vale que vengas tú también. Tráete a tu socia, si quieres. Llamas aparte a ese Acosta, y que te cuente la historia… eso de cómo descubrió a su protegido y cuanto esté relacionado con el asunto. Luego nos reuniremos todos y trazaremos nuestros Planes. Quiero que se empiece la campaña de prensa el miércoles por la mañana. Los primos abrirán entonces el periódico y, en un tanto así (hizo castañetear los dedos), habrá surgido un nuevo aspirante al campeonato.
Nick se puso de pie y me posó una mano en el brazo, excitado. Estaba pensando en grande.
—Eddie —dijo—, tienes que trabajar como un tal y cual en este asunto. Maneja tú las palabras, que yo me encargaré del resto. Por poco que dé de sí ese hijo grandullón de mala madre, ganaremos todos un orinal lleno de cuartos hasta los bordes.
«Si llego a tener alguna vez cinco mil dólares —pensé entonces como suelo pensar casi a todas horas— mandaré a hacer gárgaras este empleo, buscaré una montaña, me tomaré un año de vacaciones, y empezaré a dedicarme a escribir en serio». Tarde o temprano saldría de mi pluma una comedia brillante, vigorosa, refrescante, llena de agudeza y gracia, y del tipo de George Abbott. Ganaría una espuerta de dinero. Alguna vez utilizaría cuanto había visto, sentido y aprendido de mí mismo y de América, para escribir una obra arrolladora que me valdría el Premio Pulitzer. Después de estrenarse esta, Beth y yo haríamos un viaje de novios alrededor del mundo, que aprovecharíamos para ir preparando el esquema de lo que constituiría mi obra siguiente.
Nick preguntó:
—¿Y si echáramos un trago?
Se puso en pie, oprimió un botón instalado en la pared cerca de su mesa, y se descorrió un entrepaño, dejando al descubierto un pequeño bar muy bien surtido. Sacó una botella de Ballantine embotellado veinte años antes.
—Brindo por el señor Molina —dije.
—Y por nosotros —agregó Nick.
Volvió a llenar las dos copas.
—Esa chica que tienes… es escritora también, ¿verdad? —preguntó.
Las únicas cosas serias que leía Nick eran el Morning Telegraph y un diario deportivo, pero siempre se le notaba en la voz un dejo respetuoso y solemne cuando hablaba de escritores.
—Una chica tan lista como ella… ha de ganarse muy bien la vida —observó—. ¿Cuánto le dan en Life? ¿Ochenta, noventa a la semana?
—Tiras muy alto —contesté—. Le costó tres años llegar a cincuenta.
—¡Cincuenta! —exclamó Nick—. ¡Rayos, un simple boxeador telonero gana ciento cincuenta en el Garden!
—Beth calcula que a ella tardarán mucho más en dejarla fuera de combate.
—Debieras casarte con una chica así —advirtió Nick, que cuando se ponía meloso, se preocupaba siempre del matrimonio y de la descendencia legítima—. Y no hablo en broma, muchacho: debieras echarte el nudo. ¡Qué rayos! Lo que te hace falta es sentar la cabeza y tener unos cuantos críos, Eddie. Son los hijos los que le hacen a uno querer trabajar como un cabrito.
Sacó del bolsillo interior una hermosa cartera de cuero con las iniciales N. L., en oro.
—Esto es lo que voy a regalarle a mi hijo si aprueba el curso. Termina su primer año en la Academia Militar de Nueva York la semana que viene.
Tomé la cartera y le di la vuelta. Era obra de Mark Cron. Lo mejorcito. Contenía un billete de cien dólares, nuevo, flamante.
—Es un chico listo —observó Nick—. Le han nombrado ordenanza del comandante de la compañía, o ayudante, o qué sé yo qué rayos. Y es un buen atleta, por añadidura. Juega en el equipo de tenis.
No podía uno menos que encontrar simpático a Nick a veces, por la forma en que decía las cosas. Lo del tenis, por ejemplo. ¡Qué maravilloso e impresionante lo encontraba! Él, que antaño jugara en Henry Street, usando como frontón las paredes de las casas de vecindad… la pelota rebotaba hacia la calle llena de gente, por encima de carretones, mientras los conductores de camiones y camionetas hacían sonar con rabia la bocina y daban gritos de «Fuera de ahí, hijo de mala madre». Y el hijo de Nick, en cambio, inmaculado como un santo, con pantalón blanco y una camisa de deporte que llevaba bordada en el pecho el escudo del colegio, quebrantado el cálido silencio tan sólo por el entrechocar de raqueta y pelota, y la caballerosa intervención del árbitro que anunciaba desde su elevado asiento: «Partido al señor Latka. Él va a la cabeza, primer “set”, cinco “ganes” contra dos…».
Nick el Viejo y Nick el Joven; Henry Street y Green Acres; la Academia Militar a orillas del Hudson y la Comisaría del Precinto situada en la esquina de las calles Henry y Catherine, campo de batalla de italianos y judíos, polacos invasores e irlandeses cruzados, jóvenes armados con calcetines cargados de piedras que usaban a modo de porra para romper la cabeza a los niños cuya raza estaba acusada de un asesinato cometido mil novecientos años antes. «Es suyo el servicio. Lo siento, tome usted otro. Tome dos, por favor».
—Killer —llamó Nick mirando hacia el despacho interior—, cuélgale el aparato a esa furia y comunica con Ruby. Dile que estaré allá dentro de una hora.
Me golpeó ligeramente en la mandíbula con los nudillos. Era una de sus señales favoritas de afecto.
—Hasta mañana, Shakespeare.
Después de irse Nick, me senté a su mesa con la intención de llamar a Beth. Vi cerca del teléfono un bloc pequeño con el nombre de Nick impreso en la esquina superior izquierda. Era una de las características de Nick: la aparente necesidad de hacer constar continuamente su identidad; de restablecerla, como quien dice. Sus iniciales aparecían por todas partes, en las camisas, en los gemelos, en los encendedores, en las corbatas, en los desudadores de los sombreros. Los libritos de cerillas que tenía por costumbre regalar a sus conocidos y amigos llevaban todos la misma leyenda: «Con los saludos de Nick Latka».
Nick, abstraído, había estado dejando que sus dedos trazaran, ociosos, dibujos en la primera hoja. La parte superior de la página estaba llena de óvalos pequeños y grandes que representaban sacos para ejercitarse y golpear; sacos largos, llenos de arena, y bolsas más pequeñas y ligeras, infladas. Todos los sacos estaban cubiertos de pequeños copos que parecían eses en miniatura. Los miré con más atención y vi que dos líneas verticales finas los atravesaban. A todos los sacos les había salido una erupción de símbolos del dólar.
Cuando me iba, Killer se estaba poniendo la chaqueta; una chaqueta muy ajustada, con dibujo de espiguilla y unas hombreras exageradas.
—¡Ah, Eddie! —estaba diciendo—. ¡Esta noche sí que tengo preparado algo bueno! La nueva vendedora de cigarrillos del «Horseshoe». Con una pechuga así.
—Killer —le pregunté—, ¿has pensado seriamente alguna vez en escribir tus memorias?
Al bajar por la Octava Avenida, por delante de los restaurantes de comidas económicas servidas al instante, de los tenderetes de sastre, de las tiendas de segunda mano —SE PAGA A SU PRECIO EL ORO— de las peluquerías baratas, los hoteles de mala muerte, las lavanderías chinas y los cines de poca monta, pensé en Nick, y en Charles y en el combate Jackson-Slavin; en la magnífica figura de ébano de Peter Jackson, con su enorme cabeza de facciones clásicas, su dignidad innata, equilibrado y magnánimo en el momento de su triunfo. Jackson, atleta negro de Australia, pugilista según la gran tradición, digno descendiente de los antiguos Sumerios, cuyos combates de boxeo se ven representados en pinturas al fresco que han llegado hasta nosotros a través de seis mil años; y en Theagenes de Thaos, campeón Olímpico que defendió su honor y su vida en mil cuatrocientos combates, con puños revestidos de púas de acero, cuatrocientos cincuenta años antes de Jesucristo; y en los grandes precursores británicos de puño desnudo que desarrollaron el viril deporte —en John Braugthon, primero en darle al ring un código escrito, el mismo que, azuzado por su impaciente secundador el Duque de Cumberland, llegó a decir, mientras le dejaba ciego a puñetazos su poderoso adversario: «Decidme dónde está mi contrincante y le daré», o, Mendoza el judío, campeón de Inglaterra, enano matagigantes, que luchó contra los más grandes y los mejores pugilistas de los que su isla pudiera jactarse, aportando una nueva técnica de movimiento al lento y salvaje deporte; en el grande y poderoso Cribb, y en el indomable campeón Tom Molineaux, esclavo manumiso que hizo frente a Cribb durante cuarenta agotadores asaltos, y que hubiese ganado de no haber sido por una estratagema desesperada. Ingleses, negros, irlandeses, judíos; y, en nuestros tiempos, norteamericanos con nombres italianos: Canzoneri, La Barba, Genaro, filipinos como Sarmiento y García; mejicanos como Ortiz y Arizmendi— todos ellos surgidos de raza luchadora, practicante de un deporte que ya era antiguo en los tiempos de Roma, cruel y castigadora empresa arraigada profundamente en el corazón del hombre, que las primeras grandes luchas prehistóricas iniciaron y que ha sobrevivido a través de la Edad de Hierro, de la Edad de Bronce, de la aurora de la Era Cristiana, de los tiempos medievales, del renacimiento del pugilismo en los siglos dieciocho y diecinueve, hasta que por fin Nueva York, heredera de Atenas, Roma y Londres, ha hecho suyo el deporte, poniéndolo en manos de uno de sus hijos más prósperos: Tío Mike Jacobs, indisputable rey de «Jacobs' Beach», quizás el único monarca absoluto aún en ejercicio, que, mediante el cruce de los negocios sucios de boxeo y la especulación con los atracadores, ha producido una industria de cien millones de dólares al año en la que ni Daniel Mendoza, ni el pobre Peter Jackson, ni el fanfarrón John L. Sullivan, hubieran reconocido al deporte de antaño en que el ganador se lo llevaba todo.