Cuando me vi envuelto en los acontecimientos que estoy a punto de relatar, me encontraba charlando amistosamente, en compañía de una botella de whisky, con mi amigo Charles, barman del establecimiento de Mickey Walter —ese establecimiento que pertenecía a Mickey, pero que dejó de pertenecerle—, situado en la Calle 50 y la Octava Avenida, frente al Madison Square Garden.
Me gusta Charles porque siempre sirve un whisky completo, y por las conversaciones que tenemos sobre los boxeadores de antaño. Charles sabe tanto de los viejos tiempos como el propio Granny Rice y cuenta sesenta o setenta años de edad. Tiene piel sonrosada como una criatura, y apenas se le ve una arruga en el semblante. Lo único que delata su edad es el ralo y blanco cabello que, Dios sabe por qué motivos, se empeña en teñirse de un amarillo trigueño. Ha visto actuar a muchos púgiles que sólo son nombres para mí: nombres legendarios como el de Ketchel, el de Gans, y el de Mexican Joe Rivers.
Una de las últimas cosas que hizo antes de partir de Inglaterra (aún le queda un leve acento londinense), fue presenciar el famoso encuentro entre Peter Jackson y Frank Slavin en el «National Sporting Club». Esta tarde, como muchas otras tardes, habíamos llegado en la reconstrucción de la lucha al crítico asalto veinte, y Charles, con los puños levantados en la clásica guardia del siglo pasado, estaba imitando al negro Jackson, de voz serena y maravilloso equilibrio.
—Fije bien la escena en su memoria —me aconsejó Charles, como tenía por costumbre—. Aquí está Jackson, magnífica figura de hombre, primero de los pesos pesados en ponerse de puntillas, más rápido que Louis y golpeador de verdad. Y aquí, frente a él, se encuentra el sólido Frank, enorme y duro como la roca, que ha aguantado todo cuanto ha podido largarle el negro, y ha estado incluso a punto de dejar fuera de combate a su adversario en los primeros asaltos. Durante un momento permanecen abrazados en furioso cuerpo a cuerpo. Jackson, que ha logrado reponerse de una forma sorprendente… de una manera milagrosa, señor…, se zafa y le lanza a Frank un derechazo que recorre justamente esta distancia… (Charles hizo la demostración alargando el brazo por encima del mostrador y dándome un vivo golpe en un lado de la mandíbula), justamente esta distancia…
Al llegar a esta frase, Charles cambió, bruscamente, de identidad. No era enemigo del vodevil. Más de una vez, en tiempos de represión económica, se había ganado un par de dólares representando el papel de mayordomo en los teatros de Broadway. Si el mero hecho de hacer teatro obliga a ingresar en el sindicato de actores, Charles aún debería estar pagando cuota como socio, porque su vida entera es una continua representación y desde que se levanta hasta que se acuesta no deja de encarnar a uno u otro personaje.
Se había convertido ahora en el tambaleante Slavin, que, con los ojos vidriosos, retrocedía, dando traspiés, por efecto del golpe corto y castigador de Jackson.
—Fije el cuadro en su mente, señor —repitió.
Con la barbilla caída sobre el pecho, todo su cuerpo acusaba desfallecimiento.
—Tiene los brazos caídos. No puede alzar la cabeza ni levantar los pies. Pero no quiere caer. Peter Jackson vuelve a zumbarle. Frank es incapaz de defenderse. Pero sigue sin caer. Se queda ahí, con los brazos colgando, aguardando a que le peguen otra vez. Y es que, ¿sabe?, antes del combate no ha hecho más que jactarse de que no hay en el mundo negro lo bastante bueno para conseguir que Frank Slavin se dé por vencido. Y digo «negro» para que comprenda usted la escena. «Negro» es una palabra que yo nunca empleo. Porque juzgo a los hombres por el color de sus hechos y no por el color de su epidermis. Ahí tiene a Peter Jackson, por ejemplo; jamás pisó el cuadrilátero más leal y noble boxeador que aquel caballero australiano de tez oscura.
Charles dio de nuevo el cambiazo, convirtiéndose otra vez en Jackson, magníficamente orgulloso y erguido, mientras la muchedumbre aguardaba a que liquidara a su maltrecho adversario.
—Pero en este momento, señor, sucedió una cosa memorable. Lejos de entrar y tumbar de una vez a su contrincante, Jackson retrocedió, corriendo el riesgo de que Slavin se rehiciera y le atacase, y se volvió hacia el árbitro. La voz serena y profunda se oyó claramente hasta donde yo me hallaba sentado. Puedo asegurarle que más parecía la de un predicador que la de un púgil. «¿Es necesario que lo remate, señor Angle?», preguntó. «Siga boxeando», le contestó el árbitro.
»Blanck Peter se encaró de nuevo con su adversario. Pese a las puyas que Slavin le había dirigido por el color de su piel, a la vista estaba que lo que tenía que hacer no era muy de su agrado. Le largó a Frank en la barbilla uno, dos, tres golpes cortos, con objeto de dejarle fuera de combate sin partirle la mandíbula. Y por fin, al recibir el cuarto, Frank se desmoronó, quedándose más tieso que un palo, a pesar de todas sus bravatas. Y todos los caballeros que habían acudido a ver cómo el blanco vencía al negro, no pudieron menos de ponerse en pie y tributarle a Jackson una de las mayores ovaciones que jamás se oyeron en aquel club deportivo.
—Dame otro trago —dije—. Eres maravilloso, Charles. ¿Es cierto que presenciaste el encuentro Jackson-Slavin?
—¿Le mentiría yo a usted, señor Lewis?
—Sin pestañear siquiera —respondí—. Una vez me dijiste que eras uno de los «segundos» de Joe Choynski cuando luchó con Corbett a bordo de aquella barcaza anclada frente a la costa de San Francisco. Pues bien, allá en la Tercera Avenida encontré una antigua fotografía de Choynski y Corbett acompañados de sus segundos y tomada antes del combate. A ti no se te ve en ella por ninguna parte.
Charles volvió a destapar la botella de «Old Taylor» y me sirvió otro whisky.
—¿Lo ve, señor Lewis? Yo soy un hombre de palabra —dijo—. Cada vez que me pilla en una inexactitud le pago una copa.
—Una inexactitud es un error accidental —le respondí—. Y yo te he pillado en una mentira como una casa.
—Por favor, señor Lewis —dijo el barman, profundamente ofendido—, no emplee esta palabra. Es posible que, en ocasiones y para darle mayor fuerza dramática a una descripción mía, falte levemente a la verdad. Pero nunca miento. Una mentira es un ladrón, señor, capaz de robarle a cualquiera. Una leve falta a la verdad se limita a pedirle prestado un poquito a quien de sobra tiene, y se olvida de devolvérselo.
—Pero ¿viste, en efecto, la lucha Jackson-Slavin?
—Diga usted «encuentro», señor; el encuentro Jackson-Slavin. Un caballero nunca llama lucha a una competición de boxeo.
—Aquí, en la Octava Avenida —le contesté—, un caballero es un hombre que llama «socia» a una mujer, en lugar de llamarla otra cosa.
—Eso es cierto, por desgracia —asintió Charles—. Los caballeros del pugilismo se distinguen por su abstinencia.
—Y entre ellos me incluyo yo. ¿Cuánto te debo de esta semana, Charles?
—Ya se lo diré antes de que se marche.
No le gustaba hablar de dinero. Acostumbraba anotar la cantidad en un papelito que metía luego debajo del vaso como si se tratara de un mensaje secreto.
Un hombrecillo nervioso y vestido llamativamente asomó la cabeza por la puerta.
—¡Eh, Charles! ¿Has visto al Mascullador?
—Hoy no, señor Miniff.
—¡Caramba, tengo que encontrarle! —exclamó el hombrecillo.
—Si aparece por aquí, le diré que le anda usted buscando —aseguró Charles.
—Gracias —dijo Miniff—, eres de los míos.
Desapareció.
Charles sacudió la cabeza.
—Mala época es esta, señor Lewis, mala época es esta.
Eché una mirada al reloj de forma oval instalado encima de la puerta. Marcaba las tres y unos minutos, hora ya del discurso de Charles sobre el ocaso y caída del viril deporte.
—¡La gente que viene aquí! —exclamó—. Timadores, vividores, jugadores de baja estofa, grandes negociantes de mente estrecha, apoderados que prefieren que maten a sus boxeadores, que ganarse la vida honradamente, y boxeadores que se han tirado al suelo tantas veces, que ya tienen bisagras en las rodillas. En otros tiempos, señor, el deporte era duro y brutal, si usted quiere; pero tenía algo de… algo de carácter, de dignidad… El caso de Choynski y Corbett cuando combatieron en la barcaza, por ejemplo… Choynski llevaba guantes delgados y Corbett los usó de dos onzas. Y lucharon hasta el fin, sin límite de asaltos. Nada de porcentajes y de títulos; el ganador se lo llevaba todo, y el lema era que ganase el que más valiese. En aquellos tiempos, un hombre luchaba por amor propio. Era un atleta. Si lograba ganar algún dinerillo con ello, tanto mejor. Pero ¿qué nos queda hoy? Campeones cuyos apoderados son gangsters, y que se pasan años disputando combates con púgiles de menor peso, porque saben que la primera vez que suban al cuadrilátero con un hombre que valga, van a quedarse sin el título.
Charles se volvió para ver si le estaba mirando el amo, y echó un trago por su cuenta. Jamás le vi tomarse una copa, salvo cuando nos hallábamos solos y se había embarcado de lleno en el discurso sobre el ocaso y la caída del boxeo.
Lavó el vaso y lo secó, para destruir las pruebas de su Flaqueza, y luego me miró fijamente.
—Señor Lewis, ¿qué fue lo que convirtió un deporte magnífico en un negocio sucio?
—El dinero —dije.
—El dinero —prosiguió, como si no me hubiese oído—. El dinero. Demasiado dinero para los organizadores, demasiado dinero para los apoderados, demasiado dinero para los boxeadores.
—Demasiado dinero para todo el mundo, salvo para los representantes de la prensa —amplié yo.
Me compadecía mucho más a mí mismo, en aquellos instantes, que al deporte. Era el estado de ánimo que siempre me producía la botella.
—Le aseguro a usted, señor Lewis, que es el dinero —estaba diciendo Charles—. Un deporte atlético en un ambiente de dinero, es como una chica de buena familia en un prostíbulo.
Saqué la pluma estilográfica adornada con una anilla de oro que Beth me había regalado el día de mi cumpleaños, y apunté dos o tres cosas de las que Charles decía. Era que ni hecho de encargo para la obra de teatro que yo pensaba escribir; una obra de ambiente pugilístico de la que durante tanto tiempo llevaba hablando, y que Beth parecía estar segura de que no llegaría a terminar nunca. «Procura que no te vayan todas las ideas a la boca», me decía siempre.
¡Al diablo con Beth y con sus frases ingeniosas! De haber tenido yo un adarme de sentido común, me hubiese buscado una socia bonita y tonta. Pero si lograba escribir la obra tal como la sentía a veces, con todo su ardor y violencia… no una monada de esas como «Sueño dorado», nada de violinistas con manos quebradizas, nada de poesía sin digerir y tan sutil como un choque de trenes; sino los chicos de la calle, tal cual son —mezquinos y hambrientos de dinero—, y la avaricia de los gangsters que amañan todas las manifestaciones del deporte. Este sería el verdadero fondo de la obra, y yo el más indicado para escribirla.
Una obra sólida y bien escrita justificaría todos los miserables años que había desperdiciado como agente de publicidad de campeones, que no merecían serlo, y holgazanes —y de estos últimos, a montones—. Porque una obra así le demostraría a Beth que yo no había caído, en realidad, tan bajo como podría creerse. Mientras daba la sensación de venderme fabricando adjetivos encomiásticos para Jimmy Quinn «el Honrado», y para Nick (El Ojo) Latka, los conocidos organizadores pugilísticos, lo que en realidad había estado haciendo era documentarme y reunir material para mi obra maestra. De igual manera que se pasó O’Neil un montón de años navegando como vulgar marinero, y Jack London vagabundeando.
Como O’Neil y London. Siempre me sentía mejor cuando tomaba notas. Llevaba los bolsillos llenos de ellas. Había notas en todos los cajones de mi mesa de escritorio en el hotel. Las notas eran las válvulas de escape después de perder el tiempo hablando con Charles, reuniéndome con los muchachos, yendo al establecimiento de Shirley a largar ese cuento de que Joe Round-Heels (que hubiese sido incapaz de vencer a mi abuelo, y al que acaban de dejar fuera de combate en el segundo asalto en Trenton Arena) había sido entrenado para resultar digno contrincante de Jack Contender y hacerle a este sudar la gota gorda para obtener la victoria.
—¿Qué está usted haciendo ahora, señor Lewis? —preguntó Charles—. No me diga que apunta algo de lo que estoy diciendo.
Como buen barman, Charles nunca intentaba meter la nariz en los asuntos de sus parroquianos. Pero empezaba a franquearse conmigo porque le gustaba la idea de verse metido en mi obra de teatro. Ojalá tuviese Beth tanta fe en mí como Charles.
«¿Sabes lo que deberías hacer? —solía aconsejarme Beth—: Dejar de apoyarte en los codos y ponerte a trabajar».
Pero Carlos era distinto. Decía: «Debieran meter eso en la obra».
Llegamos a hablar tanto de ella, que mi obra maestra adquirió verdadera entidad.
«Si va usted a meterme en la obra —me decía a veces el barman—, hágame el favor de llamarme Charles. Me gusta que me llamen Charles. Mi madre siempre me llamaba Charles. Charley suena como si fuese… una marioneta o un gordinflón».
La puerta se abrió y Miniff asomó la cabeza otra vez.
—¡Eh, Charley! ¿Sigue sin haber rastro del Mascullador?
Charles sacudió la cabeza.
—Sigue sin haber el menor rastro de él.
Miniff entró y se encaramó al taburete vecino al mío. Sus pequeños pies no alcanzaban el travesaño. Se empujó hacia atrás el sombrero de fieltro, con desesperación. Se pasó las manos por la cara y sacudió la cabeza unas cuantas veces, cubriéndose los ojos con los dedos. Estaba cansado. Hace demasiado calor en Nueva York para andar corriendo todo el día de un sitio para otro.
—Eche un trago conmigo, Miniff —le dije.
Rechazó el ofrecimiento con su mano pequeña e hirsuta.
—«Jugo de vaca», y gracias —replicó—. No quiero que me de guerra la úlcera.
Se sacó del bolsillo superior un par de cigarros puros gruesos y cortos, se metió uno en la boca, y me ofreció el otro.
—No, gracias —le dije—. Si fumase esos puros de a veinticinco centavos la media docena, también tendría yo úlcera de estómago. Si he de tenerla, quiero que sea una úlcera de lujo… una como las que produce el whisky legítimo.
—Escuche —dijo Miniff—, yo no la tengo por culpa de lo que fumo, sino por los dolores de cabeza que me llevo. Me dan dispepsia.
Se bebió la leche con mucho cuidado, dejando que resbalara garganta adentro gota a gota, para obtener el mayor efecto terapéutico posible.
—Caramba, tengo que encontrar al Mascullador —murmuró. El Mascullador era Solly Hyman, concertador de combates de St. Nick—. Le he buscado por todas partes. En los dos establecimientos de Lindy, en el de Sam… He oído en casa de Stillman que Furone no puede salir el martes. Le pasa no sé qué en un diente. ¡Qué rayos, yo tengo un chico que puede ocupar su lugar! Mi muchacho hará allí un buen papel.
—¿A quién tiene usted, señor Miniff? —inquirió Charles imitándole el tono y la voz.
—A Cowboy Coombs.
—¡Dios Santo! —exclamé.
—Aún pita —aseguró Miniff—. Le digo que aún es capaz de aguantar tres o cuatro asaltos sin deslucirse demasiado… Quizás aguante el límite.
—¡Cowboy Coombs! —exclamé—. ¡Abuelo y rey de tumbones y gandumbas!
—Nadie ha dicho que sea un Gene Tunney.
—Ni lo era tampoco hace quince años.
Miniff se echó el sombrero sobre la frente otra vez. La tenía perlada de sudor. Aquel asunto de Cowboy Coombs no era broma para él; representaba una ocasión de ganarse cincuenta dólares en poco rato y sin quebraderos de cabeza. Porque el sistema de trabajar de Miniff es muy sencillo: recoge a los profesionales más desacreditados o a cualquier nuevo de los aficionados, y les busca un par de combates, si puede. Se trata de ganar aprisa unos cuantos dólares. Si al gandumba le zumban, santo y bueno; nada puede hacer ya Miniff por él, de todas formas. Si el chico vale, apoderados más listos y con más mano izquierda e influencia se lo birlan. Conque, para Miniff, casi siempre se limita a suministrar sustitutos, a proporcionar un boxeador gastado o un novato en el último instante, para que la empresa no tenga que devolver el importe de las localidades. Y también se gana algún que otro billete de cien arreglando las cosas de suerte que uno de sus «tonguistas» profesionales se deje tumbar cuando es el momento adecuado.
—Escuche, Eddie —me dijo Miniff, que no era partidario de desaprovechar las ocasiones—, Coombs tiene mujer y cinco hijos, y todos ellos han de comer. Durante los dos últimos años no ha hecho otra cosa que servir de sparring-partner[1]. Ese gandumba necesita que le den una oportunidad. Quizá podría usted hacerle un poco de propaganda en los periódicos… decir que lo postergaron por tumbar al campeón durante un combate de entrenamiento, por ejemplo…
—No es esta la versión que yo oí.
—Bueno, bueno, vamos a suponer que no ocurrió así exactamente… Quizá resbala el campeón. ¡Cualquiera diría que usted nunca escribe una palabra que no sea cien por cien verdad!
—Señor Miniff, está usted impugnando mi integridad —le repuse.
¡La de cosas que es capaz de escribir uno para poder pagar el alquiler y mantenerse bien provisto de whisky! ¡La de cosas que es capaz de hacer un hombre en América por cien dólares a la semana! Aquí estoy yo, por ejemplo. Edward Lewis, que me pasé cerca de dos años en la Universidad de Princeton y obtuve en letras las mejores notas. Tengo una sección en el Tribune y poseo veintitrés páginas de una obra de teatro que devora sistemáticamente un club de hambrientas polillas incapaces de distinguir entre una obra literaria y una buena comida.
—Ande, Eddie, hágalo por un amigo —suplicó Miniff—. Un par de líneas, nada más, diciendo que Cowboy vuelve al ring en mejor forma que nunca. Podría usted introducirlo en una de sus columnas deportivas. La gente se traga todo lo que usted dice.
—No me hable de Cowboy Coombs —repliqué—. Coombs era ya aspirante a la academia de la risa cuando tenía usted que hablar por un agujero para que le echaran de beber. Lo mejor que podría ocurrirle a su esposa y a esos cinco chiquillos, sería que se apeara usted de encima del marido y le dejase que se pusiera a trabajar, para variar.
—¡Aaaaah! —murmuró Miniff. Y lo hizo con tal amargura, que parecía como si fuese la úlcera de estómago la que hablase—. No menosprecie a Coombs. Aún puede, en estos instantes, vencer a la mitad de los pesos pesados que figuran en cartel. ¿Qué me contesta?
—Le digo que la mitad de los pesos pesados que figuran en cartel también deberían haberse retirado.
—¡Aaaaah! —repitió Miniff.
Acabó de beberse la leche, se limpió los labios con la manga, arrancó trozos de hoja suelta, mojada, de la punta del puro y volvió a encajárselo entre los dientes. Se caló el sombrero hasta las cejas, dijo: «No se canse, Eddie; hasta la vista, Charley», y salió a toda prisa del establecimiento.
Bebí despacio, dejando que el agradable calorcillo fuera extendiéndose gradualmente por todo mi cuerpo, desde el estómago. ¡Los Harry Miniff del mundo! No; eso era abarcar demasiado. Con América había suficiente. Porque Harry Miniff es norteamericano. Tiene su equivalente italiano, irlandés, judío e inglés; pero jamás se encontraba en Italia un italiano, ni un judío en Israel, ni un irlandés en Irlanda, ni en Inglaterra un inglés con el sistema nervioso ni el comportamiento social de un Harry Miniff de Estados Unidos.
Los Miniff se encuentran por doquiera; no sólo en el mundo pugilístico, sino en el de los espectáculos, en la radio, en el cine, en los grandes negocios ilegales, en las casas mayoristas, en el ramo de la construcción, en publicidad, en política, en fincas, en seguros. Miniffs triunfantes que se abren camino hacia la jefatura de los consorcios del acero, de los trusts petrolíferos, de los estudios cinematográficos, de los monopolios pugilísticos; y Miniffs fracasados, nacidos con la voluntad precisa, pero sin la habilidad necesaria para atrapar el dólar que les deslumbra, atrae y tienta a seguir corriendo hacia adelante, como la liebre mecánica de las carreras de galgos que el perro es incapaz de alcanzar, a menos que se descomponga la máquina, y que no puede comerse si llega a darle caza.
—La última copa de la botella, señor Lewis —dijo Charles—. La casa invita.
—Gracias —le dije—. Eres un oasis, Charles. Un oasis en la Octava Avenida.
Alguien había introducido una moneda en el tocadiscos, poniendo la única pieza buena que había en el aparato: la versión de Bechet de Verano. Pobló el ambiente el tono obsesionante del saxofón soprano de Sidney. Volví la cabeza para ver si había sido Shirley, porque siempre lo andaba poniendo. La vi sentada, sola, en un reservado, escuchando la música.
—Hola, Shirley; no te había oído entrar.
—Vi que estabas hablando con Miniff —me respondió—. No quise interrumpir una conversación tan importante.
Llevaba diez o doce años en Nueva York, pero aún se le notaba un poco de acento de Oklahoma. Había llegado a la ciudad con su marido Beaumont el Marino (¿recordáis a Billy Beaumont?), cuando este se hallaba en auge después de haber derrotado a todo el mundo en el Oeste, y sintió deseos de probar suerte en la metrópoli. Fue el muchacho que dio chasco a los entendidos al ganar el título de campeón del peso mediano ligero, estando las apuestas diez a uno contra él.
Shirley y él lo pasaron muy bien durante una temporada. El Marino, producto sin reconstruir de un reformatorio de West Liberty, tiraba la mayor parte del dinero en cosas tan rutinarias como la buena vida, los caballos de carreras y las diversiones nocturnas. El resto lo invertía en motocicletas. Tenía una, blanca, aerodinámica, con un sidecar en el que se podía leer, si es que sabía uno hacerlo serpenteando a noventa kilómetros por hora por entre el tránsito urbano: «Beaumont el Marino, Orgullo de West Liberty». Esa clase de tipo era.
Recuerdo haber visto muchas veces a Shirley —sobre todo al principio, mientras aún iban tirando juntos— montada en el sidecar, con la roja cabellera ondeando al viento. Valía la pena contemplarla en aquellos tiempos, antes de que la cerveza y las preocupaciones hubiesen hecho sus estragos. Y aún era algo de lo que había sido, a pesar de las patas de gallo que rodeaban sus ojos y el descolorido aspecto de desgaste típico de quien hace demasiadas veces demasiadas cosas. Todavía le quedaba algo, del cuello para abajo, aun cuando empezaba a ensancharse un tanto por las caderas, el vientre y el busto. Y había un no sé qué en su porte —su actitud hacia los hombres, más que un encanto físico— que aún nos hacía volver a todos la cabeza.
—¿Quieres echar un trago conmigo, Shirley? —le pregunté.
—Ahórratelo.
—¿Ni siquiera un par de dedos de whisky, para ser sociable?
—Oh, no sé… Si acaso, una cerveza —dijo.
Se la pedí a Charles y me acerqué al reservado.
—¿Esperas a alguien?
—A ti, encanto —contestó, sarcástica.
No se molestó en mirarme.
—¿Qué te pasa? ¿Te han dado plantón? O… ¿te ha entrado un ataque de melancolía?
—En realidad, no. Sólo que… Bueno, al diablo…
Aquel humor le era característico. Se ponía así de cuando en cuando. Normalmente se sentía bien, todo risa. «¡Qué rayos!, no me estoy haciendo más joven ni me estoy haciendo más rica; pero me divierto, por lo menos». No obstante —en particular si la pillaba uno sola durante el día—, era frecuente encontrarla de aquella manera. Después de anochecer, y luego de haber bebido unas copas, se ponía mejor. Pero yo la he visto pasarse horas enteras sentada en un reservado, bebiendo cervezas solitaria y dejando caer monedas en la ranura del aparato tocadiscos para escuchar Verano, Nena Melancólica, u otro de sus favoritos: Tu encantadora personita.
Supongo que estas canciones tendrían algo que ver con el Marino; aunque confieso que siempre se me antojó una profanación asociar los tiernos sentimientos expresados por aquellas musiquillas, con un repartidor de mamporros tan bruto y loco como Beaumont. Este era de los que no pueden ver cosa o persona que se esté quieta treinta segundos, sin tumbarla. Si Shirley le pedía alguna vez explicaciones, se las daba… de lleno en la mandíbula. Figuraba entre los pocos profesionales que he conocido que se hayan permitido el lujo de combatir fuera del cuadrilátero —práctica que le ganaba muy pocas simpatías en Jacob’s Beach, y que atraía hacia él la frecuente y violenta atención de las autoridades locales—. Cuando por fin se dio un trastazo con la motocicleta, y dejó en un bordillo de la acera de la Sexta Avenida la ensangrentada masa de los pocos sesos que había salvado de los noventa y tres combates a fondo que librara en vida, la gente que sintió su defunción hubiera podido contarse en el dedo de una mano: Shirley.
Sacó esta una bolsita de picadura del bolso grande de piel encarnada, y con mano diestra derramó cuidadosamente parte de su contenido sobre un rectángulo de papel moreno. Shirley era la única mujer a quien había visto yo liarse sus propios cigarrillos; costumbre adquirida durante sus días de hambre en West Liberty. Mientras convertía el papel de fumar en un cilindro asombrosamente simétrico, miró, abstraída, por la ventana que daba a la Octava Avenida. La calle estaba llena de gente que circulaba, inquieta, en dos direcciones distintas, formando como dos regueros de hormigas, pero con un propósito menos definido que estas en su movimiento. Y, mientras miraba, estaba canturreando algún que otro trozo de Verano entre dientes.
La cerveza pareció animarla.
—Puedes servirme otra, Charles —anunció, saliendo de su abstracción—; con una copa de whisky para ayudarla a bajar.
Al cabo de los años, esta petición seguía constituyendo una de los chistes favoritos del establecimiento. Shirley me miró, y sonrió como si me viese por primera vez.
—¿Dónde has estado metido, Eddie? ¿En casa de Bleeck, con mi rival, otra vez?
Esta reticencia duraba hacía años; tantos, que quizá tuviera su porqué. Shirley era buena chica. Me gustaba su actitud frente a los hombres. Nunca le dejaba a uno olvidar del todo que existían diferencias anatómicas entre ambos, y, sin embargo, no convertía la cosa en un conflicto. Me gustaba la manera como se había portado con Beaumont el Marino, a pesar de que este no era persona muy recomendable. ¡Son tantas las norteamericanas empeñadas en conseguir que sus maridos llegaran a vicepresidentes, o jefes de compras, o alguna cosa por el estilo! Y, con hacerle un favor al marido un par de veces a la semana, se consideran unas esposas modelo.
Shirley de no haberse enamorado de un muchacho irresponsable, físicamente precoz, que se lanzaba al combate al descubierto, pero que, por suerte para él, tenía una derecha capaz de dejar fuera de combate a cualquiera, hubiese sido una esposa excepcional para cualquier ciudadano de West Liberty.
—Hónranos con tu presencia esta semana, Eddie —me dijo—. Ven temprano, y le pediré a Lucille que nos fría un poco de pollo y echaremos una partida de gin-rummy.
—Quizá me deje caer por la noche, antes del combate Gleen-Lesnevich.
—¡Gleen! —murmuró—. ¡Pobre chico! ¡Qué cochino es Nick empujándolo tan aprisa! Esos chicos grandullones que se meten en combates de altura porque saben pegar y encajar, creen que son dioses al ver su nombre en tubos neón a la puerta del Madison Square Garden. En realidad, y si ellos lo supieran, no son más que unos infelices que viajan hacia el fracaso sin billete de vuelta. Gleen conseguirá cuatro llenos en el Garden, porque la clientela sabe que va a hacer todo lo que pueda. Recibirá una lluvia de mamporros a manos de contrincantes con los que jamás debiera haberse enfrentado, y regresará luego a Los Ángeles para convertirse en un miserable agente de apuestas, un recadero, o cualquier otra cosa, mientras su apoderado se busca otro muchacho con el que repetir la hazaña. ¡Eso fue lo que hizo Nick Latka con Billy! ¡Valiente bicho!
—Nick no es tan mala persona —dije—. Me paga religiosamente todos los viernes, y no atisba demasiado por encima de mi hombro para ver lo que hago. Además, no deja de ser un tipo interesante.
—Tampoco deja de ser interesante una cucaracha, cuando tiene en el Banco tanto dinero como Nick Latka. Yo le tengo catalogado como un mal bicho, porque no se preocupa de sus muchachos. Cuando tiene uno que vale, cuenta con el dinero y las relaciones necesarias para encumbrarle. Pero si tiene alguna víscera debajo del bolsillo izquierdo del chaleco, no lo demuestra. Allí ni hay corazón ni hay nada. En eso se diferencia por completo de George Blake y de Pop Foster. A estos, los que han trabajado con ellos vuelven a visitarles en busca de ayuda o de un consejo. Pero a Nick, mientras uno está ganando, todo le parece poco para el vencedor. Lo lleva a su finca de Jersey todos los fines de semana. Pero cuando ya no pita, ¡Dios le ampare, hermano! Tiene entonces tantas probabilidades de poder llegar a su despacho, como de usar un teléfono de pago sin echar una ficha por la ranura. Lo sé. Tuve que pasar por todo eso con Billy. Y ¿cuántos ha tenido desde Billy? Ahora representa a Gleen. Y la semana que viene, quizás a algún muchacho patilargo que se ha distinguido como aficionado. ¡Son tan monos cuando empiezan…! ¡Me da rabia ver cómo los deshacen!
Muerto Billy, creo que Shirley se había enamorado de todos los boxeadores. Le gustaba verlos llenos de energía y garbosos con su primer traje hecho a medida, su chaqueta cruzada y pantalón de pierna estrecha por el tobillo. Y los seguía amando con la nariz deformada, las orejas hinchadas, las cicatrices que les atirantaban los ojos, la risa demasiado fácil, el tartamudeo, y el continuo hablar de la reaparición en el ring que les estaba preparando Harry Miniff o alguno de sus mil y un imitadores.
Son muchas las damas que han amado a los boxeadores cargados de laureles —a los Greb y a los Baer y a otros por el estilo—; pero era a los maltrechos, a los humillados, a los acabados, a las víctimas del fuera de combate total con suturas en los labios y en los párpados, a quienes Shirley daba acogida en su seno. Quizá fuese su manera de hacerse la ilusión de haber recobrado a Billy, de tener de nuevo a su lado al Marino Beaumont tal como fue en su último año de vida: lento, aturdido, y triste en comparación con los muchachos más jóvenes y rápidos que, en lugar de entrenarse en la Calle 52, lo hacían en la Octava Avenida.
—Bueno, esta es la primera copa del día —anunció Shirley, apurándola.
Y exageró el estremecimiento que le producía el ardiente líquido al deslizarse por su garganta, para hacer gracia a quien la estuviese observando.
Metió la mano en el bolso otra vez y sacó una instantánea pequeña, tomada con una máquina barata y exceso de exposición… El retrato de un chiquillo bien plantado, con un enorme sombrero de ala ancha.
—La última foto de mi hijo, que acaba de mandarme la familia.
Mientras le echaba yo, por complacerla, una mirada, me dijo:
—Es la viva imagen de Billy. ¿Verdad que es un encanto?
Sí que parecía un Beaumont. Tenía el mismo torso excesivamente desarrollado. Y adornaba su rostro una expresión de alegre brutalidad.
—Cumplirá nueve años el mes que viene —observó Shirley—. Vive con sus abuelos en un rancho no muy lejano de casa. Quiere ser veterinario. Mientras no se haga boxeador, por mi puede dedicarse a lo que le dé la real gana. Puede ser jugador profesional, o viajante de comercio, o vivir a costa de las mujeres si lo prefiere. Pero, como llegue a enterarme alguna vez de que se está convirtiendo en boxeador como su padre, vuelvo a casa y lo dejo morado a fuerza de puntapiés en las nalgas.