34

Elena había caído en una ocasión de aquella galería y Stefan había saltado y la había atrapado antes de que golpeara contra el suelo. Un humano que cayera desde aquella altura moriría debido al impacto. Un vampiro en plena posesión de sus reflejos simplemente giraría en el aire como un gato y aterrizaría con suavidad sobre los pies. Pero uno en las especiales circunstancias de Damon esa noche…

Por cómo sonó, había intentado girar, pero sólo había conseguido aterrizar de costado, rompiéndose algún hueso. Elena dedujo esto último por sus maldiciones. No aguardó a escuchar detalles más concretos. Salió corriendo como un conejo, descendiendo al nivel de la habitación de Stefan —donde al instante y casi inconscientemente envió una muda súplica—, y a continuación, escalera abajo. La cabaña se había convertido toda ella en un duplicado perfecto de la casa de huéspedes. Elena no sabía por qué, pero instintivamente corrió al lado de la casa que Damon conocería menos: las antiguas dependencias de los criados. Hasta que llegó allí no se atrevió a musitarle cosas a la casa, pidiéndolas más que exigiéndolas, y rezando para que la casa la obedeciera como había obedecido a Damon.

—La casa de tía Judith —susurró, insertando la llave en una puerta; ésta la atravesó igual que un cuchillo caliente cortando mantequilla y giró casi por voluntad propia, y luego de improviso volvía a estar allí, en lo que había sido su hogar durante dieciséis años, hasta el día de su primera muerte.

Estaba en el pasillo, con la puerta abierta de la habitación de su hermana pequeña Margaret mostrando a la niña tumbada en el suelo de su dormitorio mirando con ojos muy abiertos por encima de un libro para colorear.

—¡Juguemos al corre que te pillo, cariño! —anunció como si aparecieran diariamente fantasmas en el domicilio de los Gilbert y Margaret tuviese que saber cómo reaccionar ante ello—. Vas a ir corriendo a casa de tu amiga Barbara y entonces ella será la que para. No dejes de correr hasta que llegues allí, y luego ve a ver a la mamá de Barbara. Pero primero me darás tres besos.

Y alzó a Margaret y la abrazó con fuerza y luego casi la arrojó hacia la puerta.

—Pero, Elena… has regresado…

—Lo sé, cariño, y prometo venir a verte otro día. Pero ahora… corre, pequeña…

—Les dije que regresarías. Lo hiciste antes.

—¡Margaret! ¡Corre!

Atragantándose con las lágrimas, pero quizá reconociendo a su modo infantil la gravedad de la situación, Margaret salió corriendo. Y Elena la siguió, pero girando hacia una escalera distinta cuando Margaret giró en la otra dirección.

Y entonces se encontró cara a cara con un Damon que sonreía burlón.

—Dedicas demasiado tiempo a hablar con la gente —dijo mientras Elena consideraba frenéticamente sus opciones.

¿Saltar por la terraza al camino de entrada? No. A Damon los huesos podían dolerle aún un poco, pero si Elena saltaba aunque fuese un solo piso, probablemente se partiría el cuello.

«¿Qué más? ¡Piensa!»

Y a continuación abría ya la puerta del armario de la loza, a la vez que gritaba: «Casa de la tía abuela Tilda», sin estar segura de si la magia todavía funcionaría. Y acto seguido le cerró la puerta en las narices a Damon.

Y se encontró en la casa de su tía Tilda, la casa de la tía Tilda del pasado. No era de extrañar que acusaran a la pobre tía Tilda de ver cosas raras, se dijo Elena, al ver cómo la mujer giraba mientras sostenía una enorme fuente de horno de vidrio llena de algo que olía a champiñones, y chillaba, y dejaba caer el recipiente.

—¡Elena! —exclamó—. Pero… no puedes ser tú… ¡eres ya una adulta!

—¿Qué sucede? —preguntó tía Maggie, que era la amiga de tía Tilda, entrando desde la otra habitación.

Era más alta y temible que tía Tilda.

—Me persiguen —gritó Elena—. Necesito encontrar una puerta, y si veis a un chico que va tras de mí…

Y justo entonces Damon salió del armario de los abrigos, y al mismo tiempo tía Maggie le puso la zancadilla con toda limpieza y dijo: «La puerta del baño junto a ti», y cogió un jarrón y golpeó con él la cabeza de un Damon que se alzaba ya. Con fuerza.

Y Elena atravesó como una exhalación la puerta del cuarto de baño, gritando:

—Instituto Robert E. Lee el otoño pasado… ¡justo cuando sonaba el timbre!

Y a continuación nadaba contracorriente, con docenas de estudiantes intentando llegar a sus aulas a tiempo; pero entonces uno de ellos la reconoció, y luego otro, y mientras que era aparente que había conseguido viajar a un tiempo en el que no estaba muerta —nadie chillaba «fantasma»—, tampoco nadie en el Robert E. Lee había visto jamás a Elena Gilbert llevando una camisa de chico sobre una camisola y con el pelo cayéndole desordenadamente sobre los hombros.

—¡Es un disfraz para una obra de teatro! —chilló, y creó una de las leyendas inmortales sobre sí misma antes de haber muerto siquiera al añadir—: ¡Casa de Caroline! —y meterse en el armario de un conserje.

Al cabo de un instante, el chico más guapo que nadie había visto nunca apareció tras ella, y cruzó como un bólido las mismas puertas profiriendo palabras en un idioma extranjero. Y cuando el armario del conserje se abrió no había dentro ningún chico ni ninguna chica.

Elena aterrizó corriendo por un pasillo y casi chocó con el señor Forbes, que parecía un tanto tambaleante. El hombre bebía lo que parecía un gran vaso de zumo de tomate que olía a alcohol.

—No sabemos adónde ha ido, ¿de acuerdo? —gritó antes de que Elena pudiese decir una palabra—. Se ha vuelto totalmente loca, por lo que yo veo. Hablaba sobre la ceremonia en la plataforma de observación… ¡y el modo en que iba vestida! ¡Los padres ya no tienen ningún control sobre los hijos! —Se dejó caer contra la pared.

—Lo siento mucho —murmuró Elena.

«La ceremonia.» Bueno, las ceremonias de Magia Negra se acostumbraban a celebrar cuando salía la luna o a medianoche. Y faltaban apenas unos minutos para la medianoche. Pero en esos minutos, a Elena se le acababa de ocurrir el plan B.

—Perdóneme —dijo, quitándole al señor Forbes la bebida de la mano y arrojándola directamente a la cara de Damon, que había surgido de un ropero.

Luego gritó:

—¡Algún lugar que los de su clase no puedan ver! —y penetró en…

¿El limbo?

¿El Cielo?

«Algún lugar que los de su clase no puedan ver.» En un principio Elena se sintió intrigada, porque no podía ver casi nada en absoluto.

Pero entonces comprendió dónde estaba, profundamente bajo tierra, debajo de la tumba vacía de Honoria Fell. En una ocasión había peleado allí abajo para salvar las vidas de Stefan y Damon.

Y ahora, donde no debería de haber nada salvo oscuridad, ratas y moho, había una luz diminuta brillando. Como una Campanilla en miniatura…, apenas una mota, flotaba en el aire, no guiándola, ni comunicando nada, sino… protegiendo, comprendió Elena. Tomó la luz, que sintió brillante y fresca en los dedos, y trazó un círculo alrededor de sí misma, lo bastante grande para que una persona adulta yaciera en él.

Cuando se dio la vuelta, Damon estaba sentado en el centro.

Parecía extrañamente pálido para alguien que acababa de alimentarse. Pero no dijo nada, ni una palabra, se limitó a contemplarla. Elena fue hacia él y le tocó en el cuello.

Y al cabo de un momento, Damon volvía a beber, a beber una gran cantidad de la sangre más extraordinaria del mundo.

Por lo general, estaría analizándola ya: un sabor a frambuesas, un sabor a fruta tropical, suave, un tanto ahumado, un toque a madera, redondeado con un regusto sedoso… Pero no en aquel momento. No aquella sangre, que sobrepasaba en mucho cualquier cosa para la que tuviese palabras. Era una sangre que le estaba llenando de un poder como no había conocido nunca…

«Damon…»¿Por qué él no escuchaba? ¿Cómo era que bebía esa sangre extraordinaria que sabía en cierto modo a la otra vida, y por qué no escuchaba al donante?

«Por favor, Damon. Por favor, combátelo…»

Debería reconocer aquella voz. La había oído suficientes veces.

«Sé que te están controlando. Pero no pueden controlar todo tu ser. Eres más fuerte que ellos. Eres el más fuerte…»

Bien, eso era indudablemente cierto. Pero cada vez se sentía más confuso. El donante parecía sentirse desdichado y él era un maestro consumado en hacer que los donantes se sintieran felices. Y no recordaba del todo…, realmente debería recordar cómo había empezado aquello.

«Damon, soy yo. Soy Elena. Y me estás haciendo daño.»

Había tanto dolor y desconcierto. Desde el principio, Elena había sabido que no debía luchar directamente contra la toma de sangre de sus venas. Eso no haría más que provocar un dolor atroz, y no le haría ningún bien a ella y además impediría que su cerebro funcionase.

Así que intentaba obligarle a combatir a la horrible bestia que llevaba dentro. Bueno, sí, pero el cambio tenía que proceder del interior. Si lo obligaba, Shinichi se daría cuenta y se limitaría a volver a poseerlo. Por otra parte, el simple recurso del «Damon, sé fuerte» no estaba funcionando.

¿No había otra opción que la muerte, entonces? Ella podía al menos luchar contra eso, aunque sabía que la fuerza de Damon lo haría inútil. Con cada trago que él tomaba de su nueva sangre, se volvía más fuerte; cambiaba más y más para convertirse…

¿En qué? ¿Era su sangre? A lo mejor él respondería a la llamada de ésta, que era también la llamada de Elena. A lo mejor, de algún modo, interiormente, podía derrotar al monstruo sin que Shinichi lo advirtiera.

Pero ella necesitaba algún poder nuevo, algún truco nuevo…

Y al mismo tiempo que lo pensaba, Elena «percibió» el nuevo poder penetrando en ella, y supo que siempre había estado allí, que simplemente había estado aguardando el momento apropiado para usarlo. Era un poder muy específico, que no debía usarse para pelear ni para salvarse ella misma siquiera. Con todo, era suyo para aprovecharlo. Los vampiros que se alimentaban de ella sólo obtenían unos pocos bocados, pero ella tenía todo un suministro de sangre repleto de su inmenso vigor. E invocarlo fue tan fácil como extender hacia él una mente y unas manos abiertas.

En cuanto lo hizo, descubrió que acudían palabras nuevas a sus labios, y lo que era más extraño aún, que le brotaran alas del cuerpo, que Damon sujetaba fuertemente inclinado hacia atrás desde las caderas. Las etéreas alas no eran para volar, sino para algo diferente, y cuando se desplegaron por completo crearon un enorme arco con los colores del arco iris cuyos extremos volvieron a unirse en un círculo, rodeando y envolviendo tanto a Damon como a Elena.

Y entonces ella dijo telepáticamente: «Alas de Redención».

Y en su interior, silenciosamente, Damon chilló.

Entonces las alas se abrieron ligeramente. Únicamente alguien que hubiese aprendido mucho sobre magia podría haber visto lo que estaba sucediendo dentro de ellas. La angustia de Damon se estaba convirtiendo en la angustia de Elena a medida que ella tomaba de él cada incidente doloroso, cada tragedia, cada crueldad que había ido constituyendo las pétreas capas de indiferencia y dureza que le recubrían el corazón.

Capas tan duras como la piedra en el núcleo de una negra estrella enana se resquebrajaban y estallaban. No había modo de detenerlo. Pedazos enormes de roca se quebraban, y los pedazos finos se hacían añicos. Algunos de ellos se esfumaban convertidos simplemente en una voluta de humo de olor acre.

Había algo en el centro, no obstante: una especie de núcleo que era más negro que el Infierno y más duro que los cuernos del diablo. Ella no pudo ver exactamente qué le sucedía. Pensó —esperó— que al final de todo el proceso incluso aquello estallara.

Ahora, y sólo ahora, podía invocar el siguiente juego de alas. No había estado segura de si sobreviviría al primer ataque; desde luego no le parecía que pudiese sobrevivir a éste. Pero Damon tenía que saber.

Damon estaba arrodillado sobre una rodilla en el suelo, abrazándose con fuerza. Eso no debería ser nada malo. Seguía siendo Damon, y se sentiría mucho más feliz sin el peso de todo aquel odio, prejuicios y crueldad. No estaría todo el tiempo recordando su juventud y a los otros jóvenes espadachines que se habían burlado de su padre por ser un viejo estúpido, con sus desastrosas inversiones y sus amantes más jóvenes que sus propios hijos. Ni tampoco se dedicaría a pensar constantemente en su infancia, cuando aquel mismo padre lo había golpeado llevado por arrebatos de furia provocados por el alcohol cuando él descuidaba sus estudios o se juntaba con compañeros poco recomendables.

Y, finalmente, no seguiría recreándose y contemplando las muchas cosas terribles que él mismo había hecho. Había sido redimido, en el nombre del Cielo y en el tiempo del Cielo, mediante palabras puestas en boca de Elena.

Pero ahora… había algo que él necesitaba recordar. Si Elena estaba en lo cierto.

Si al menos ella estuviera en lo cierto.

—¿Dónde estamos? ¿Estás herida, muchacha?

En su confusión, no conseguía reconocerla. Se había arrodillado; ella se arrodilló junto a él.

Él le dedicó una mirada aguda.

—¿Estamos en oración o hacíamos el amor? ¿Es la Vigilia o la casa de los Gonzalgo?

—Damon —dijo ella—, soy yo, Elena. Estamos en el siglo XXI, y tú eres un vampiro. —Entonces, abrazándolo con dulzura, con la mejilla contra la de él, susurró—. Alas de Recuerdo.

Y un par de alas traslúcidas de mariposa, de color violeta, azul oscuro y negro azulado, le brotaron de la espalda, justo por encima de las caderas. Las alas estaban decoradas con zafiros diminutos y amatistas traslúcidas que formaban intrincados diseños. Usando músculos que no había usado nunca antes, las levantó y llevó al frente con facilidad hasta que se enroscaron hacia dentro y Damon quedó resguardado en su interior. Era como estar encerrado dentro de una cueva poco iluminada y salpicada de gemas.

En las refinadas facciones educadas de Damon pudo ver que él no quería recordar nada aparte de lo que recordaba en aquellos momentos. Pero nuevos recuerdos, recuerdos conectados con ella, brotaban en su interior. Se miró el anillo de lapislázuli y Elena vio cómo las lágrimas acudían a sus ojos. Luego, lentamente, la mirada se volvió hacia ella.

—¿Elena?

—Sí.

—Alguien me poseyó, y se llevó los recuerdos de los momentos en que estaba poseído —susurró.

—Sí…; al menos, eso creo.

—Y alguien te hizo daño.

—Sí.

—Juré matarlo o convertirlo en tu esclavo cien veces. Te golpeó. Tomó tu sangre a la fuerza. Inventó historias absurdas sobre herirte de otros modos.

—Damon. Sí, eso es cierto. Pero, por favor…

—Yo iba tras su pista. Si me hubiese encontrado con él podría haberlo atravesado con una espada; podría haberle arrancado el corazón palpitante del pecho. O podría haberle enseñando las lecciones más dolorosas de las que he oído hablar… y he oído hablar de muchas… y al final, derramando sangre por la boca, te habría besado los talones, tu esclavo hasta la muerte.

Aquello no le hacía ningún bien. Elena se daba cuenta. Tenía los ojos desorbitados, como un potrillo aterrado.

—Damon, te suplico que…

—Y quien te hizo daño… fui yo.

—No por ti mismo. Tú mismo lo has dicho. Estabas poseído.

—Me temías tanto que te quitaste la ropa para mí.

Elena recordó la camisa original que había llevado.

—No quería que tú y Matt os peleaseis.

—Permitiste que bebiera tu sangre cuando ello iba en contra de tu auténtica voluntad.

En esta ocasión ella no pudo encontrar otra cosa que decir aparte de:

—Sí.

—Usé… ¡Dios mío!… ¡Usé mis poderes para provocarte una aflicción terrible!

—Si te refieres a un ataque que provoca un dolor espantoso y convulsiones, entonces sí. Y actuaste peor con Matt.

Matt no estaba en el ámbito del radar de Damon.

—Y luego te secuestré.

—Lo intentaste.

—Y tú saltaste de un coche que iba a toda velocidad antes que arriesgarte conmigo.

—Estabas empleando la violencia. Ellos te habían dicho que salieses y usases la violencia, quizá incluso que rompieses tus juguetes.

—He estado buscando al que te hizo saltar del coche; no podía recordar nada anterior a eso. Y juré que le sacaría los ojos y la lengua antes de que muriera en medio de un terrible suplicio. Tú no podías andar. Tuviste que usar una muleta para cruzar el bosque, y justo cuando habría llegado la ayuda, Shinichi te arrastró a una trampa. Oh, sí, le conozco. Fuiste a parar al interior de su esfera de nieve… y seguirías deambulando por ella si yo no la hubiese roto.

—No —dijo Elena en voz baja—, habría muerto hace mucho. Me encontraste cuando estaba a punto de asfixiarme, ¿recuerdas?

—Sí. —Hubo un momento de feroz gozo en el rostro; pero luego la expresión atrapada y horrorizada regresó—. Yo fui el torturador, el perseguidor, quien te provocaba tal terror. Te obligué a hacer cosas con… con…

—Matt.

—¡Dios! —dijo, y era a todas luces una invocación a la deidad, no tan sólo una exclamación, porque miró a lo alto, alzando las manos apretadas al cielo—. Pensaba que actuaba como un héroe para ti. En su lugar soy yo la abominación. ¿Ahora qué? En justicia, ya debería estar muerto a tus pies.

La miró con ojos negros muy abiertos y salvajes. No había humor en ellos, ni sarcasmo, ni ocultación. Parecía muy joven y muy alocado y desesperado. De haber sido un leopardo negro habría estado dando vueltas a su jaula frenéticamente, mordiendo los barrotes.

Entonces él inclinó la cabeza para besarle los pies descalzos.

Elena se sintió conmocionada.

—Soy tuyo para que hagas lo que quieras conmigo —dijo él con aquella misma voz aturdida—. Puedes ordenarme que muera ahora mismo. Tras toda mi ingeniosa palabrería, resulta que soy yo el monstruo.

Y a continuación lloró. Probablemente ningún otro conjunto de circunstancias podrían haber hecho acudir las lágrimas a los ojos de Damon Salvatore. Pero no se habían dejado alternativas. El jamás incumplía su palabra, y había dado su palabra de hacer pedazos al monstruo, al que le había hecho todo aquello a Elena. Haber estado poseído —al principio un poco, y luego más y más, hasta que toda su mente no fue más que otro de los juguetes de Shinichi, para ser usada y dejada a conveniencia— no excusaba sus delitos.

—Ya sabes que estoy… estoy condenado —le dijo, como si tal vez eso pudiera contribuir un poco a repararlo.

—No, no lo sé —repuso ella—. Porque no creo que sea verdad. Y, Damon, piensa en las muchas veces que les has combatido. Estoy seguro de que querían que matases a Caroline esa primera noche que dijiste que percibiste algo en su espejo. Dijiste que casi lo habías hecho. Estoy segura de que quieren que me mates. ¿Vas a hacerlo?

Él se inclinó de nuevo hacia sus pies, y ella lo sujetó apresuradamente por los hombros. No podía soportar verlo padecer de aquel modo.

Pero en aquellos momentos Damon miraba en una y en otra dirección, como si tuviese un propósito definido. También hacia girar su anillo de lapislázuli.

—Damon… ¿en qué estás pensando? ¡Dime lo que estás pensando!

—Que él puede volver a hacer que sea su marioneta… y que en esta ocasión puede haber una auténtica vara de abedul… Es un monstruo más allá de lo que tú puedas creer en tu inocencia. Y puede apoderarse de mí en un instante. Lo hemos visto.

—No puede hacerlo si dejas que te bese.

—¿Qué? —La miró como si no hubiese estado siguiendo la conversación como era debido.

—Deja que te bese… y te despoje de ese —malach moribundo que tienes dentro.

—¿Moribundo?

—Muere un poco cada vez que consigues energías suficientes para darle la espalda.

—¿Es… muy grande?

—Tan grande como lo eres tú en estos momentos.

—Bien —susurró él—. Sólo desearía poderle combatir yo mismo.

——Pour le sport? —respondió Elena, demostrando que el verano anterior en Francia no había sido una total pérdida de tiempo.

—No; porque odio a muerte a ese bastardo y con mucho gusto soportaría cien veces su dolor si supiese que le estaba haciendo daño a él.

Elena decidió que no había tiempo que perder. Estaba preparado.

—¿Me permitirás hacer esta última cosa?

—Ya te lo he dicho antes… el monstruo que te hizo daño es ahora tu esclavo.

De acuerdo. Podría discutir aquel punto más tarde. Elena se inclinó al frente y ladeó la cabeza hacia arriba con los labios fruncidos ligeramente.

Tras unos instantes, Damon, el don Juan de las tinieblas, lo entendió.

La besó con suma dulzura, como si temiera establecer demasiado contacto.

—Alas de Purificación —volvió a susurrar Elena contra sus labios.

Aquellas alas eran tan blancas como nieve virgen y parecían de encaje, inexistentes casi en algunos lugares. Describieron un arco muy por encima de Elena, brillando con una iridiscencia que le recordó a la luz de la luna cayendo sobre telarañas cubiertas de escarcha. Las alas recubrieron a mortal y vampiro en una malla hecha de diamantes y perlas.

—Esto te va a doler —le dijo Elena, sin saber cómo lo sabía.

La información parecía llegar momento a momento a medida que la necesitaba. Era como estar en un sueño donde se comprenden grandes verdades sin que sea necesario aprenderlas, y se aceptan sin estupefacción.

Y así fue como supo que las Alas de Purificación buscarían y destruirían cualquier cosa ajena dentro de Damon y que la sensación resultaría desagradable para él. Cuando el —malach se negó a salir por voluntad propia, ella dijo, como animada por una voz interior:

—Quítate la camisa. El —malach está sujeto a tu columna vertebral y está más cerca de la piel en la parte posterior del cuello por donde entró. Voy a tener que quitarlo a mano.

—¿Sujeto a mi columna?

—Sí. ¿No lo has percibido nunca? Creo que deberías haber notado una especie de aguijonazo de abeja al principio, sólo una aguda y menuda perforación y una gota de gelatina que se aferró a tu columna.

—Ah. La picadura de mosquito. Sí, la noté. Y más tarde, el cuello me empezó a doler, y finalmente todo el cuerpo. ¿Estaba… creciendo dentro de mí?

—Sí, y apoderándose más y más de tu sistema nervioso. Shinichi te controlaba como a una marioneta.

—Dios mío, lo siento.

—Hagamos que lo sienta él en tu lugar. ¿Te quitas la camisa?

En silencio, como un niño confiado, Damon se quitó la cazadora y la camisa negras. Luego, cuando Elena le hizo una seña para que se colocara en posición, se tendió sobre el regazo de la muchacha, la espalda musculosa y pálida en contraste con el oscuro suelo a cada lado.

—Lo siento —dijo ella—. Deshacerse de él de este modo… extrayéndolo a través del agujero por el que entró… dolerá de verdad.

—Estupendo —gruñó Damon.

Y a continuación enterró su rostro en los ágiles brazos de lisos músculos.

Elena usó las yemas de los dedos, palpándole la parte superior de la columna para localizar lo que buscaba. Un punto blando y húmedo. Una ampolla. Cuando la encontró, la pellizcó con las uñas hasta que empezó a brotar sangre de improviso.

Casi lo perdió entonces cuando éste intentó aplanarse totalmente, pero lo perseguía con uñas afiladas… y aquel ser era demasiado lento. Al final consiguió sujetarlo firmemente entre la uña del pulgar y otras dos uñas.

El —malach aún estaba vivo y lo bastante consciente como para resistirse débilmente a ella. Pero era como una medusa intentando resistirse… sólo que las medusas se hacían pedazos cuando uno tiraba de ellas. Aquella cosa pegajosa, viscosa y con aspecto de hombre conservó la forma a medida que la extraían lentamente a través de la brecha en la piel de Damon.

Y él padecía un gran dolor. Elena se daba cuenta. Empezó a introducir parte de su dolor en sí misma, pero él jadeó: «¡No!», con tal vehemencia que decidió dejar que fuese como él quería.

El —malach era mucho más grande y más sólido de lo que ella había advertido. Debía de haber estado creciendo durante mucho tiempo, se dijo, la pequeña gota de gelatina que se había expandido para controlarlo hasta las puntas de los dedos. Elena tuvo que sentarse bien erguida, luego echarse rápidamente atrás, apartándose de Damon, y a continuación volver a inclinarse otra vez antes de que aquella cosa yaciera por fin en el suelo, la repugnante y fibrosa caricatura blanca de un cuerpo humano.

—¿Ya está?

Damon estaba sin aliento; así pues, realmente le había dolido.

—Sí.

Damon se puso en pie y bajó la mirada hacia la fofa criatura blanca —que apenas se retorcía— que lo había obligado a perseguir a la persona que más le importaba en el mundo. Entonces, deliberadamente, la pisoteó, aplastándola bajo los talones de las botas hasta que quedó allí tirada hecha pedazos, y pisoteó luego los restos. Elena imaginó que no se atrevía a hacerla estallar mediante poder por temor a alertar a Shinichi.

Al final, todo lo que quedó fue una mancha y un hedor.

Elena no supo por qué se sintió tan mareada entonces. Pero alargó los brazos hacia Damon y él alargó los suyos hacia ella y cayeron de rodillas abrazándose.

—Te libero de todas las promesas que hiciste… mientras estabas poseído por ese malach —dijo Elena.

Era una estrategia. No quería liberarlo de la promesa de cuidar de su hermano.

—Gracias —musitó Damon, con el peso de su cabeza apoyado sobre los hombros de la muchacha.

—Y ahora —dijo Elena, como una profesora de jardín de infancia que quiere pasar rápidamente a otra actividad— necesitamos hacer planes. Pero hacer planes en un secreto total…

—Tenemos que compartir sangre. Pero, Elena, ¿cuánta has donado hoy? Estás pálida.

—Dijiste que serías mi esclavo; y ahora no quieres tomar un poco de mi sangre.

—Me has dicho que me liberabas; y en vez de eso vas a usarlo en mi contra eternamente, ¿verdad? Pero existe una solución más simple. Toma tú un poco de mi sangre.

Y al final fue lo que hicieron, aunque hizo que Elena se sintiera un tanto culpable, como si estuviese traicionando a Stefan. Damon se hizo un corte con el mínimo de aspavientos, y entonces todo empezó: estaban compartiendo mentes, fusionándose a la perfección el uno con el otro. En mucho menos tiempo del que haría falta para pronunciar las frases en voz alta, todo quedó hecho: Elena le había contado a Damon lo que sus amigos habían descubierto sobre la epidemia desencadenada entre las muchachas de Fell's Church… y Damon le había contado a Elena todo lo que sabía sobre Shinichi y Misao. Elena urdió un plan para dar un susto de muerte a cualquier otra chica poseída como Tami, y Damon prometió intentar averiguar de los gemelos kitsune dónde estaba Stefan.

Y, finalmente, cuando no tuvieron nada más que decirse, y la sangre de Damon hubo devuelto un leve rubor a las mejillas de Elena, hicieron planes para volver a reunirse.

Durante la ceremonia.

Y entonces Elena se quedó sola en la habitación, y un enorme cuervo voló en dirección al Bosque Viejo.

Sentada en el frío suelo de piedra, Elena dedicó un momento a juntar todo lo que sabía. No era de extrañar que Damon hubiese parecido tan esquizofrénico. No era de extrañar que hubiese recordado, y luego olvidado, y luego recordado de nuevo que era de él de quien ella huía.

Recordaba, razonó ella, cuando Shinichi no lo controlaba, o al menos le concedía bastante libertad. Pero su memoria era irregular porque algunas de las cosas que había hecho eran tan terribles que su propia mente las había rechazado. Habían pasado a ser una parte integral de la memoria del Damon poseído, porque cuando estaba poseído Shinichi controlaba cada palabra, cada acción. Y entre episodios, Shinichi le decía que tenía que encontrar al torturador de Elena y matarlo.

Todo muy divertido, supuso, para aquel kitsune llamado Shinichi. Pero tanto para ella como para Damon había sido un infierno.

Su mente se negaba a admitir que hubiese habido momentos de Cielo mezclados con el Infierno. Ella pertenecía únicamente a Stefan. Eso jamás cambiaría.

Ahora Elena necesitaba una puerta mágica más, y no sabía cómo encontrar una. Pero de nuevo brillaba la centelleante luz mágica. Imaginó que eran los restos de la magia que Honoria Fell había dejado para proteger la ciudad que había fundado. Elena se sintió un tanto culpable por tener que agotarla; pero si no estaba pensada para ella, ¿por qué la había conducido a ella allí?

Para intentar llegar al lugar de destino más importante que podía imaginar.

Alargó una mano hacia el puntito de luz a la vez que aferraba la llave en la otra y susurró con toda la fuerza de que disponía:

—Algún lugar donde pueda ver, oír y tocar a Stefan.