31

«Déjanos al menos la dignidad de abandonar tu trampa por nuestro propio pie… o ¿debería decir, usando tu propia llave?», pensó Damon, dirigiéndose a Shinichi. A Elena le dijo:

—Sí, buscábamos a ese comosellame. Pero tuviste una mala caída. Deseo… quisiera pedirte… que te quedases aquí mientras yo voy a buscarlo.

—¿Crees que sabes dónde está Matt?

Eso fue lo que toda la frase destiló para ella. Eso fue todo lo que ella oyó.

—Sí.

—¿Podemos ir ahora?

—¿No me dejarás ir solo?

—No —respondió Elena con sencillez—. Tengo que encontrarlo. No podría dormir en absoluto si salieras solo. Por favor, ¿podemos ir ahora?

—De acuerdo —repuso Damon con un suspiro—. En el ropero había algunas —él sabía que, al decirlo, aparecerían— prendas que te irán bien. Vaqueros y cosas así. Las traeré —dijo— Siempre y cuando realmente, realmente no pueda convencerte para que te acuestes y descanses mientras lo busco.

—Puedo hacerlo —prometió ella—. Y si te marchas sin mí, saltaré por una ventana y te seguiré.

Lo decía en serio. Damon se alejó y consiguió el prometido montón de ropa y luego se giró de espaldas mientras Elena se ponía una versión idéntica de los vaqueros y la camisa que había llevado antes, intactos y sin manchas de sangre. Luego abandonaron la casa; Elena se cepillaba el pelo con energía, pero echando ojeadas atrás más o menos a cada paso.

—¿Qué haces? —preguntó Damon, justo cuando había decidido llevarla en brazos.

—Esperar que la casa desaparezca.

Y cuando él le dedicó su mejor mirada de ¿de qué estás hablando?, ella dijo:

—¿Vaqueros Armani, exactamente de mi talla? ¿Camisolas de La Perla, idénticas? ¿Camisa, dos tallas demasiado grande, exactamente igual a la que yo llevaba? Este lugar o bien es un almacén o es mágico. Yo apuesto por lo segundo.

Damon la levantó en brazos como un modo de hacerla callar, y fue hasta la portezuela del copiloto del Ferrari. Se preguntó si estaban en el mundo real en aquel momento o en otra de las esferas de Shinichi.

—¿Desapareció? —preguntó.

—¡Ajá!

Qué lástima, se dijo. Le habría gustado conservarla.

Podía intentar renegociar el trato con Shinichi, pero había otras cosas, más urgentes, en las que pensar. Dio a Elena un leve apretón, con otras cosas en la mente mucho más importantes.

En el coche se aseguró de tres pequeños detalles. Primero, que aquel clic que su cerebro registró automáticamente como que el pasajero se había colocado el cinturón realmente significaba que Elena tenía el cinturón de seguridad de su asiento perfectamente abrochado. Segundo, que las portezuelas estaban cerradas con el seguro… desde su control maestro. Y tercero, que conducía suficientemente despacio. No creía que nadie en el estado físico de Elena fuera a arrojarse fuera de un coche otra vez en un futuro próximo, pero no iba a correr riesgos.

No tenía ni idea de cuánto tiempo iba a funcionar aquel hechizo. Elena acabaría por salir de su amnesia. Era lo lógico, puesto que él parecía estarlo haciendo, y llevaba despierto mucho más tiempo que ella. Muy pronto ella recordaría… ¿qué? ¿Que la había llevado en su Ferrari en contra de su voluntad (malo pero perdonable; él no podía saber que iba arrojarse fuera del coche)? ¿Que les había estado haciendo rabiar a Mike o Mitch o quien fuese y a ella en el claro? Él mismo tenía una vaga imagen de ello… o se trataba de otro sueño.

Deseó poder saber cuál era la verdad. ¿Cuándo lo recordaría todo? Estaría en una posición mucho más fuerte para negociar una vez que lo hiciera.

Y era casi imposible que Mac estuviese siendo víctima de una hipotermia debido a una ventisca en pleno verano incluso aunque siguiera en aquel claro en aquellos momentos. Era una noche fría, pero lo peor que el muchacho podía esperar era una punzada de reumatismo cuando se acercara a los ochenta.

Lo vital era que no lo encontraran. Podría tener algunas verdades desagradables que contar.

Advirtió que Elena volvía a efectuar el mismo gesto. Se tocaba la garganta, hacía una mueca, inspiraba profundamente.

—¿Te marea el coche?

—No, estoy…

A la luz de la luna pudo ver cómo su rubor aparecía y desaparecía; pudo percibir su calor con detectores en su propia cara. Ella se sonrojó profundamente.

—Ya te he explicado —dijo—, sobre sentirme… demasiado llena. Es lo que sucede ahora.

¿Qué tenía que hacer un vampiro?

¿Decir: «Lo siento… he renunciado a ello durante el Apogeo de la Luna»?

¿Decir: «Lo siento… me odiarás por la mañana»?

¿Decir: «Al diablo con la mañana; ¿este asiento se inclina cinco centímetros»?

Pero ¿y si llegaban al claro y descubrían que realmente le había sucedido algo a Memo… a Tat… al chico? Damon lo lamentaría durante el resto de sus últimos veinte segundos de vida. Elena invocaría a batallones de espíritus celestiales sobre su cabeza. Incluso aunque nadie más creyese en ella, Damon sí lo hacía.

Se encontró diciendo, con la misma soltura con la que había hablado siempre a una Page o a una Damaris.

—¿Confiarás en mí?

—¿Cómo?

—¿Confiarás en mí durante otros quince o veinte minutos, para ir a cierto sitio donde creo que comosellame podría encontrarse?

«Si está… apuesto a que lo recordarás todo y no querrás volverme a ver jamás en tu vida; en ese caso te ahorrarás una larga búsqueda. Si no está… y el coche no está tampoco, es mi día de suerte y Memo obtiene el premio de toda una vida… y entonces nosotros seguimos buscando.»

Elena lo observaba atentamente.

—Damon, ¿sabes dónde está Matt?

—No.

Bueno, eso era bastante cierto. Pero ella era una brillante alhajita, una hermosa perfección, y más que todo eso, era lista… Damon interrumpió sus polirrítmicas reflexiones sobre la inteligencia de Elena. ¿Por qué pensaba en poesía? ¿Se estaba volviendo realmente loco? Ya se lo había preguntado antes… ¿verdad? ¿No demostraba que uno no estaba loco si uno se preguntaba si lo estaba? Los dementes de verdad jamás dudaban de su cordura, ¿no? No. ¿O sí lo hacían? Y sin duda todo aquel hablar consigo mismo no podía ser bueno para nadie.

«Merda

—De acuerdo, entonces. Confiaré en ti.

Damon soltó una bocanada de aire que no necesitaba y dirigió el coche hacia el claro.

Era una de las jugadas atrevidas más emocionantes de su vida. Por un lado, estaba su propia vida; Elena encontraría un modo u otro de matarlo si él había acabado con Mark, estaba seguro. Y por otro lado… probar el paraíso. Con una Elena bien dispuesta, una Elena ansiosa, una Elena abierta… tragó saliva. Se encontró haciendo lo más parecido a rezar que había hecho en medio milenio.

Mientras doblaban la curva de la carretera hasta el pequeño camino, se mantuvo vigilante al máximo; el motor emitía apenas un zumbido, y el aire nocturno llevaba toda clase de informaciones a los sentidos de un vampiro. Era totalmente consciente de que se podría haber dispuesto una emboscada para él. Pero el camino estaba desierto. Y cuando presionó repentinamente el acelerador para mostrar el pequeño claro, lo encontró afortunada, desolada, rotundamente vacío tanto de coches como de jóvenes en edad universitaria cuyos nombres empezaran por «M».

Se relajó contra el respaldo del asiento.

Elena lo había estado vigilando.

—Pensabas que podría estar aquí.

—Sí.

Y ahora había llegado el momento de la auténtica pregunta. Sin preguntarle aquello, todo el asunto era una farsa, un fraude.

—¿Recuerdas este lugar?

Ella miró a su alrededor.

—No. ¿Debería?

Damon sonrió.

Pero tomó la precaución de seguir conduciendo otros trescientos metros más arriba, al interior de un claro diferente, por si acaso ella tenía un repentino ataque de memoria.

—Había malachs en el otro claro —explicó con soltura—. Éste está garantizado como libre de monstruos.

«Ah, qué mentiroso que soy, lo soy, ya lo creo que lo soy —se regocijó—. Sigo estando en forma, ¿eh?»

Había estado… trastornado desde el momento en que Elena había regresado del Otro Lado. Pero si aquella primera noche lo había turbado hasta el punto de literalmente quitarse la camisa para dársela… bueno, pues todavía no existían palabras para explicar cómo se había sentido cuando ella se había plantado ante él recién regresada de la otra vida, con la piel refulgiendo en el oscuro claro, desnuda sin sentir vergüenza o el concepto de vergüenza. Y durante el masaje, donde venas trazaban líneas de fuego azul de cometa sobre un cielo invertido. Damon estaba sintiendo algo que no había sentido durante quinientos años.

Sentía deseo.

Deseo humano. Los vampiros no sentían eso. Todo quedaba sublimado en la necesidad de sangre, siempre la sangre…

Pero él lo sentía.

También sabía el motivo. El aura de Elena. La sangre de Elena. Ella había traído de vuelta algo más sustancial que alas. Y si bien las alas se habían desvanecido, aquel nuevo talento parecía ser permanente.

Comprendió que hacía muchísimo tiempo que no había sentido aquello, y que por lo tanto podría estar muy equivocado. Pero no lo creía. Pensaba que el aura de Elena haría que el más fosilizado de los vampiros se irguiera y volviera a florecer en forma de joven viril.

Se inclinó lejos todo lo que los apretados confines del Ferrari permitían.

—Elena, hay algo que debería contarte.

—¿Sobre Matt? —Le dedicó una veloz mirada franca e inteligente.

—¿Nat? No, no. Es sobre ti. Sé que te sorprendió que Stefan te dejara al cuidado de alguien como yo.

No había espacio para la privacidad en el Ferrari y compartía ya la calidez del cuerpo de la muchacha.

—Sí, así es —dijo ella con sencillez.

—Bueno, puede que tenga algo que ver con…

—Puede haber tenido algo que ver con el que determinásemos que mi aura pondría a cien incluso a vampiros viejos. A partir de ahora, necesitaré una fuerte protección debido a eso, como dijo Stefan.

Damon no sabía qué significaba poner a cien, pero estaba dispuesto a bendecirlo por hacer que una dama comprendiera una cuestión sumamente delicada.

—Creo —dijo con cuidado— que, más que nada, Stefan querría que estuvieses protegida de los seres malignos atraídos aquí desde todo el globo, y por encima de todas las otras cosas que no te vieses forzada a… a, esto, poner a cien… si no era tu deseo.

—Y ahora me ha abandonado… como un idiota egoísta, estúpido e idealista, teniendo en cuenta a todas las personas del mundo que podrían querer ponerse a cien conmigo.

—Estoy de acuerdo —dijo Damon, teniendo cuidado de mantener la mentira de la partida voluntaria de Stefan intacta—. Y yo ya he prometido toda aquella protección que puede ofrecer. Realmente haré todo lo que pueda, Elena, para ocuparme de que nadie se te acerque.

—Sí —repuso Elena—, pero al mismo tiempo algo como esto… —efectuó un pequeño ademán probablemente para indicar a Shinichi y todos los problemas que había ocasionado su llegada— aparece y nadie sabe cómo ocuparse de ello.

—Cierto —respondió Damon.

Tenía que sacudirse constantemente y recordarse su auténtico propósito en todo aquello. Estaba allí para… bueno, él no estaba del lado de san Stefan. Y lo cierto era que resultaba bastante fácil…

Ahí estaba ella, cepillándose el pelo… una hermosa doncella rubia estaba sentada cepillando sus cabellos… el sol en el cielo no era ni con mucho tan dorado… Damon se sacudió con fuerza. ¿Desde cuándo se había aficionado él a las viejas canciones folclóricas inglesas? ¿Qué era lo que le pasaba?

Para tener algo que decir, preguntó: «¿Cómo te sientes?»… justo, dio la casualidad, en el momento en que Elena alzaba la mano hacia su garganta.

—No muy mal —respondió ella haciendo una mueca.

Y eso los hizo mirarse. Y entonces Elena sonrió y él tuvo que devolverle la sonrisa, al principio simplemente una leve curva en los labios, y luego una sonrisa completa.

Ella era… maldita sea… ella lo era todo. Ingeniosa, encantadora, valerosa, lista… y hermosa. Y él sabía que sus ojos estaban diciendo todo eso y ella no estaba apartando la mirada.

—Podríamos… dar un pequeño paseo —propuso él, y repicaron campanas y sonó música de violines, y cayó una lluvia de confeti y hubo una suelta de palomas…

En otras palabras, ella contestó:

—De acuerdo.

Eligieron un pequeño sendero que salía del claro que a los ojos acostumbrados a la noche de Damon les pareció fácil. Darnon no quería que estuviese de pie mucho rato. Sabía que ella todavía sentía dolor y que no quería que él lo supiese ni que la mimase. Algo dentro de él dijo: «Bien, entonces, aguarda hasta que diga que está cansada y ayúdala a sentarse».

Y alguna otra cosa que estaba fuera de su control, salió disparada ante la primera apenas perceptible vacilación del pie de la joven, y la levantó en brazos, disculpándose en una docena de idiomas distintos, y en general actuando como un idiota hasta que la tuvo sentada sobre un cómodo banco de madera tallada que además tenía respaldo y una muy ligera manta de viaje sobre las rodillas. No dejaba de añadir:

—¿Me lo dirás si hay algo… cualquier cosa… que quieras?

De manera fortuita le envió un fragmento de sus pensamientos sobre diferentes posibilidades: un vaso de agua, él sentado junto a ella, y una cría de elefante, un animal al que, como él había visto anteriormente en la mente de Elena, ella admiraba mucho.

—Lo siento, pero no creo que pueda traerte un elefante —dijo, de rodillas, haciendo que la banqueta de los pies le resultase más cómoda, cuando captó un pensamiento al azar de la muchacha: que él no era tan distinto de Stefan como parecía.

Ningún otro nombre podría haberle hecho hacer lo que hizo entonces. Ninguna otra palabra, o concepto, podía tener tal efecto en él. En un instante la manta ya no estaba, el escabel había desaparecido, y sostenía a Elena inclinada hacia atrás con la fina columna del cuello totalmente expuesta ante él.

«La diferencia —le dijo— entre mi hermano y yo es que él todavía tiene la esperanza de entrar de algún modo, a través de alguna puerta lateral, en el cielo. Yo no lloriqueo tanto sobre mi destino. Yo sé adónde voy. Y —le dedicó una sonrisa con todos los incisivos totalmente extendidos— me importa un comino.»

Ella tenía los ojos muy abiertos; la había sobresaltado. Y el sobresalto le provocó una respuesta involuntaria y totalmente honesta. Sus pensamientos se proyectaron hacia él, fáciles de leer. «Lo sé… y eso me gusta, también. Quiero lo que quiero. No soy tan buena como Stefan. Y no sé…»

Se sintió cautivado. «¿Qué es lo que no sabes, mi vida?»

Ella se limitó a sacudir la cabeza, con los ojos cerrados.

Para romper el impasse, él le susurró al oído:

—¿Qué te parece esto, entonces?

Decid que soy descarado.

Y decid que soy malvado.

Decid… vanidades

… que más vanidoso soy yo.

Pero vosotras, Erinyes, limitaos a añadir

que yo a Elena besé.

Los ojos de la joven se abrieron de golpe.

—¡Oh, no! Por favor, Damon —susurraba—. ¡Por favor! ¡Por vor, ahora no! —Y tragó saliva con abatimiento—. Además, me preguntaste si me apetecería beber algo, y ahora de repente ya no hay bebida. No me importaría ser una bebida si tú lo quisieras, pero primero, estoy tan sedienta… tan sedienta como lo estás tú, ¿quizá?

Volvió a darse aquellos golpecitos bajo la barbilla.

Damon se derritió interiormente.

Extendió la mano y ésta se cerró alrededor del pie de una delicada copa de cristal. Hizo girar el líquido que contenía expertamente, comprobó su bouquet —ah, exquisito—, luego lo hizo rodar por la lengua con delicadeza. Era el auténtico. Vino Magia Negra, hecho a partir de uvas Magia Negra Clarion Loess. Era el único vino que la mayoría de los vampiros beberían… y existían relatos apócrifos sobre cómo los había mantenido en pie cuando su otra sed no podía verse saciada.

Elena bebía el suyo, con los ojos azules muy abiertos por encima del intenso violeta del vino mientras él le contaba algo cerca de la historia de éste. Le encantaba contemplarla cuando se mostraba así: investigando con todos los sentidos totalmente despiertos. Cerró los ojos y recordó algunos momentos exquisitos del pasado. Luego los volvió a abrir y descubrió a Elena, con todo el aspecto de una criatura sedienta, engullendo con fruición…

—¿Tu segunda copa…? —Había descubierto la primera copa a los pies de la joven—. Elena, ¿cómo has conseguido otra?

—He hecho exactamente lo que tú. Extendí la mano. No es como si fuese un licor fuerte, ¿verdad? Sabe a zumo de uvas, y me moría por beber algo.

¿Podía ella ser realmente tan ingenua? Era cierto que el vino Magia Negra no poseía ni el olor ni el sabor ácido de la mayoría de las bebidas alcohólicas. Era sutil, creado para el paladar exigente del vampiro. Damon sabía que las uvas se cultivaban en la tierra, en el loess, que un demoledor glaciar deja tras él. Desde luego, ese proceso era tan sólo para los vampiros longevos, ya que hacía falta una eternidad para acumular suficiente loess. Y cuando el suelo estaba listo, las uvas se cultivaban y procesaban, desde injertos a pulpa pisada con los pies en cubas de madera de tamarindo, sin ver jamás el sol. Eso era lo que le daba su misterioso y delicado sabor a terciopelo negro. Y en aquellos momentos…

Elena tenía un bigote de «zumo de uva». Damon deseó con todas sus fuerzas quitárselo a besos.

—Bueno, algún día podrás decirle a la gente que bebiste dos copas de Magia Negra en menos de un minuto, e impresionarlos —dijo.

Pero ella volvía a darse los golpecitos bajo la barbilla.

—Elena, ¿quieres que te saquen un poco de sangre?

—¡Sí!

Lo dijo con el tono repiqueteante de alguien a quien por fin han hecho la pregunta correcta.

Estaba borracha.

Echó ambos brazos hacia atrás, dejándolos caer sobre el banco, que se adaptaba para aceptar cada nuevo movimiento de su cuerpo. Se había convertido en un sofá de ante negro con un respaldo alto: un diván, y justo en aquel momento, el delgado cuello de Elena descansaba sobre el punto más alto de aquel respaldo, con la garganta expuesta al aire. Damon desvió la mirada con un leve gemido. Quería llevar a Elena a la civilización. Estaba preocupado por su salud, levemente inquieto por… la de Memo; y ahora… no podía tener cualquier cosa que quisiera. No podía sangrarla cuando estaba ebria.

Elena emitió una clase distinta de sonido que podría haber sido su nombre.

—¿D… m… n? —farfulló.

Los ojos se le habían llenado de lágrimas.

Casi cualquier cosa que una enfermera podría tener que hacer por un paciente, Damon lo había hecho por Elena. Pero parecía que ella no quería vomitar dos copas de Magia Negra frente a él.

—Toymreada —soltó Elena, hipando peligrosamente al final.

Agarró la muñeca de Damon.

—Sí, ésta no es la clase de vino que sea bueno engullir. Aguarda, sólo siéntate erguida y deja que intente…

Y tal vez porque dijo las palabras sin pensar, sin pensar en ser grosero, sin pensar en manipularla en una dirección o en otra, no hubo problema. Elena le obedeció y él colocó dos dedos a cada lado de las sienes y presionó ligeramente. Durante una fracción de segundo casi se produjo el desastre, y entonces Elena empezó a respirar despacio y con calma. Seguía afectada por el vino, pero ya no estaba borracha.

Y había llegado la hora. Tenía que contarle la verdad finalmente.

Pero primero, él necesitaba despertar.

—Un expreso triple, por favor —dijo, extendiendo la mano, y éste apareció al instante, aromático y negro como su alma—. Shinichi dice que el expreso sólo es una excusa para la raza humana.

—Quienquiera que sea Shinichi, estoy de acuerdo con él o ella. Un expreso triple, por favor —le pidió Elena a la magia de aquel bosque, aquella esfera de nieve, aquel universo.

Nada sucedió.

—A lo mejor en estos momentos sólo está sintonizada a mi voz —dijo Damon, lanzándole una sonrisa tranquilizadora, y a continuación le consiguió su expreso con un movimiento de la mano.

Ante su sorpresa, Elena fruncía el ceño.

—Has dicho «Shinichi». ¿Quién es?

Nada deseaba menos Damon que involucrar a Elena con el kitsune, pero si quería contárselo todo debía hablarle de él.

—Es un kitsune, un espíritu en forma de zorro —dijo—. Y la persona que me dio aquella dirección web que hizo que Stefan se marchara disparado.

La expresión de Elena se heló.

—Lo cierto es —siguió Damon— que me parece que sería mejor que te llevase a casa antes de dar el siguiente paso.

Elena alzó unos ojos exasperados al cielo, pero dejó que él la tomara en brazos y la llevara de vuelta al coche.

Él acababa de comprender cuál era el mejor lugar para contárselo.

Menos mal que no necesitaban urgentemente ir a ningún lugar situado fuera del Bosque Viejo en aquel momento, porque no encontraron ninguna carretera que no condujera a callejones sin salida, pequeños claros, o árboles. Elena pareció tan poco sorprendida de encontrar el estrecho sendero que conducía a la pequeña pero perfectamente equipada casa que él no dijo nada mientras entraban y él hacía un nuevo inventario.

Tenían un dormitorio con una cama enorme y fastuosa. Tenían una cocina. Y un salón. Pero cualquiera de aquellas habitaciones se podía convertir en cualquier clase de habitación que uno eligiera simplemente pensando en ella antes de abrir la puerta. Por otra parte, tenían las llaves —dejadas por lo que Damon empezaba a comprender era un Shinichi seriamente conmocionado— que permitían que las puertas hiciesen más. Se insertaba una llave en una parte y se anunciaba lo que uno quería y allí estaba; incluso, parecía, aunque ello debiera de estar fuera del territorio de Shinichi en el espacio-tiempo. En tras palabras, parecían realmente enlazar con el mundo exterior real, pero Damon no estaba del todo seguro sobre eso. ¿Era el mundo real o sólo otra de las trampas con las que Shinichi se divertía?

Lo que tenían delante en aquel preciso momento era una larga escalera en espiral a un observatorio al aire libre con una plataforma de observación a su alrededor, igual que el tejado de la casa de huéspedes. Había incluso un cuarto como el de Stefan, advirtió Damon mientras transportaba a Elena escalera arriba.

—¿Subimos hasta arriba del todo? —Elena sonaba perpleja.

—Hasta arriba.

—¿Y qué estamos haciendo aquí? —preguntó ella, cuando él la hubo instalado sobre un sillón con un escabel y una manta fina en el tejado.

Damon se sentó en una mecedora, meciéndose un poco, con los brazos alrededor de una rodilla y el rostro ladeado hacia el cielo cubierto de nubes.

Se meció una vez más, paró, y volvió la cabeza para mirarla.

—Supongo que estamos aquí —dijo, en el tono ligero y de burla de sí mismo que significaba que hablaba muy en serio—, para que pueda contarte la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad.