Cuando Damon despertó, estaba forcejeando con el volante del Ferrari. Se encontraba en una carretera estrecha, dirigiéndose casi directamente hacia una puesta de sol gloriosa… y la portezuela del pasajero estaba abierta y se balanceaba.
Una vez más, sólo la combinación de unos reflejos casi instantáneos y un automóvil perfectamente diseñado le permitió mantenerse fuera de las amplias y enlodadas cunetas de ambos lados de aquella carretera de un solo carril. Pero lo consiguió y acabó con la puesta de sol a la espalda, contemplando las largas sombras que caían sobre la carretera y preguntándose que diablos le acababa de suceder.
¿Acaso conducía en sueños ahora? La portezuela del pasajero… ¿por qué estaba abierta?
Y entonces algo sucedió. Un largo y fino hilo ligeramente ¡pndulado, casi como un hilo de gasa, se iluminó al ser alcanzado por la rojiza luz del sol. Se balanceaba de la parte superior de la ventanilla del copiloto, que estaba cerrada.
No se molestó en parar el coche a un lado, sino que se detuvo en medio de la calzada y giró el coche para observar aquel cabello.
En sus dedos, sostenido hacia la luz, se volvió blanco. Pero al orientarlo en dirección al oscuro bosque, mostró su color auténtico: dorado.
Un largo pelo dorado ligeramente ondulado.
Elena.
En cuanto lo hubo identificado, volvió a entrar en el coche y empezó a dar marcha atrás. Algo había arrancado a Elena directamente del coche sin dejar ni tan sólo un arañazo en la pintura. ¿Qué podía haberlo hecho? ¿Y cómo había conseguido que Elena fuese a dar una vuelta con él? ¿Y por qué no podía recordar? ¿Los habían atacado a ambos…?
Al dar marcha atrás, no obstante, las señales en el lado del pasajero de la carretera le contaron toda la truculenta historia. Por algún motivo, Elena se había asustado tanto que había saltado fuera del coche… o algún poder la había sacado de él. Y Damon, que en aquellos momentos se sentía como si le hirviera la piel, sabía que en todo el bosque había únicamente dos criaturas que podían haber sido responsables.
Envió una sonda exploradora, un simple círculo que estaba concebido para ser indetectable, y casi volvió a perder el control del coche.
«Merda!» Aquel estallido había surgido como un mortífero bombardeo en forma de esfera; caían pájaros del cielo. El estallido se abrió paso a través del Bosque Viejo, a través de Fell's Church, que lo rodeaba, y penetró en zonas situadas más allá, antes de extinguirse finalmente a cientos de kilómetros de distancia.
¿Poder? Ya no era un vampiro, era la Muerte Personificada. Damon tuvo un vago pensamiento de parar en el arcén y aguardar hasta que la agitación de su interior hubiese cesado. ¿De dónde había salido tal Poder?
Stefan se habría detenido, habría vacilado indeciso, haciéndose preguntas. Damon se limitó a sonreír salvajemente, dio un acelerón, y envió miles de sondas que cayeron desde el cielo, todas ellas sintonizadas para atrapar a una criatura con forma de zorro que corriese o se ocultase en el Bosque Viejo.
Localizó lo que buscaba en una décima de segundo.
Allí. Bajo un matorral de cimicifuga racemosa, si no se equivocaba; bajo algún arbusto de nombre impronunciable, en todo caso. Y Shinichi sabía que iba a por él.
Bien. Damon envió una oleada de poder directamente al zorro, cogiéndolo en un kekkai, una especie de invisible barrera de cuerda que apretó deliberada y lentamente, alrededor del forcejeante animal. Shinichi se defendió, con una fuerza demoledora. Damon usó el kekkai para levantarlo físicamente y estrellar a la ágil criatura contra el suelo. Tras unos cuantos porrazos como aquél Shinichi decidió dejar de luchar y se hizo el muerto. A Damon eso le pareció perfecto. Era el modo en que consideraba que Shinichi estaba mejor, a excepción de los momentos dedicados a jugar.
Al final tuvo que ocultar el Ferrari entre dos árboles y correr a toda velocidad hasta el matorral en el que Shinichi peleaba ahora con la barrera que lo rodeaba para adoptar forma humana.
Manteniéndose a distancia, con los brazos cruzados sobre el pecho, Damon contempló el forcejeo durante un rato. Luego aflojó el campo del kekkai lo suficiente para permitir el cambio.
Y en cuanto Shinichi se volvió humano, Damon le rodeó la garganta con las manos.
—¿Dónde está Elena, kono bakayarou?
A lo largo de una vida como vampiro se aprendían una barbaridad de palabrotas. Damon prefería usar las que pertenecían a la lengua nativa de la víctima. Lo insultó tanto como supo, porque Shinichi se debatía y llamaba telepáticamente a su hermana. Damon tenía unas cuantas palabras selectas que decir al respecto en italiano, donde ocultarse tras la gemela más joven era… bueno, útil para maldecir de un modo de lo más creativo.
Percibió a otra forma de zorro abalanzándose sobre él… y comprendió que Misao tenía intención de matar. Mostraba su auténtica forma de kitsune: exactamente como la criatura de color rojizo que él había intentado atrepellar cuando iba en el coche con Damaris. Un zorro, sí, pero un zorro con dos, tres… seis colas en total. Las colas extra por lo general eran invisibles, dedujo, al atraparla también limpiamente en un kekkai. Pero ella estaba dispuesta a mostrarlas, dispuesta a usar todo su poder para rescatar a su hermano.
Damon se contentó con sujetarla mientras forcejeaba inútilmente dentro de la barrera, a la vez que le decía a Shinichi:
—Tu hermanita pelea mejor que tú, bakayarou. Ahora, dame a Elena.
Shinichi cambió bruscamente de forma y saltó sobre la garganta de Damon, con afilados dientes blancos bien visibles, arriba y abajo. Ambos estaban demasiado excitados, demasiado cargados de testosterona —y Damon, de su nuevo poder— para dejarlo estar.
Damon incluso sintió cómo los dientes le arañaban la garganta antes de conseguir volver a rodear el cuello del zorro con las manos. Pero en esa ocasión Shinichi mostraba las colas, un abanico que Damon no se molestó en contar.
En su lugar, dejó caer una pulcra bota sobre el abanico y tiró con las otras dos manos. Misao, que observaba, aulló de rabia y angustia. Shinichi se retorció y arqueó, con los ojos dorados fijos en Damon. Dentro de un minuto su columna se partiría.
—Me gustará —le dijo Damon con dulzura—. Porque apuesto a que Misao sabe todo lo que tú sabes. Será una lástima que no vayas a estar aquí para verla morir.
Shinichi, rabioso, parecía dispuesto a morir y condenar a Misao a quedar a merced de Damon simplemente para evitar la derrota. Pero entonces sus ojos se oscurecieron bruscamente, el cuerpo quedó flácido, y aparecieron unas tenues palabras en la cabeza de Damon.
«… duele… no puedo… pensar…»
Damon lo contempló muy serio. Desde luego, Stefan, en aquel punto, habría aflojado en gran medida la presión sobre el kitsune de modo que el pobre zorrillo pudiese pensar. Damon, por su parte, aumentó la presión brevemente y luego la aflojó de vuelta al anterior nivel.
—¿Mejor así? —preguntó, solícito—. ¿Puede pensar ahora el lindo zorrito?
«… bastardo…»
Enojado como estaba, Damon recordó de pronto el motivo de todo ello.
—¿Qué le ha sucedido a Elena? Su rastro finaliza contra un árbol. ¿Está dentro de él? Te quedan segundos de vida. Habla.
—Habla —secundó otra voz, y Damon apenas alzó la mirada hacia Misao.
La había dejado relativamente sin vigilancia y ella había encontrado poder y espacio para cambiar a su forma humana. El la evaluó al instante, desapasionadamente.
Era menuda y de huesos finos, y tenía el aspecto de cualquier escolar japonesa, excepto que su pelo era igual que el de su hermano: negro con los extremos rojos. La única diferencia era que el rojo de su cabello era más claro y brillante, un escarlata realmente luminoso. El flequillo que le caía sobre los ojos terminaba en puntas llameantes, y lo mismo sucedía con el sedoso cabello oscuro que le caía sobre los hombros. Resultaba llamativa, pero la mente de Damon sólo percibió el fuego, el peligro y el engaño.
«Podría haber caído en una trampa», consiguió decir Shinichi.
«¿Una trampa? —Damon frunció el ceño—. ¿Qué clase de trampa?»
«Te llevaré a donde puedes inspeccionarlas», repuso Shinichi en tono evasivo.
—Así que el zorro vuelve a pensar. ¿Sabes qué? No eres demasiado listo —murmuró Damon antes de dejarlo caer al suelo.
Shinichi se alzó violentamente en forma humana, y Damon bajó la guardia el tiempo suficiente para permitirle intentar arrancarle la cabeza de un puñetazo. Se desvió de su trayectoria con facilidad, y respondió con un golpe que derribó a Shinichi hacia atrás contra el árbol con tanta fuerza que rebotó. Entonces, mientras el kitsune seguía aturdido y con la mirada vidriosa, lo levantó del suelo, se lo echó sobre un hombro, e inició el regreso al automóvil.
«¿Y qué pasa conmigo?» Misao intentaba dominar su furia y parecer patética, pero no se le daba nada bien.
—Tú tampoco eres demasiado lista —replicó Damon temerariamente; podía acabar gustándole aquello del superpoder—. Si lo que quieres es saber cuándo vas a salir de ahí, tendrás que esperar que recupere a Elena. A salvo y con buena salud, con todo en su sitio.
La dejó maldiciendo. Quería llevar a Shinichi a donde fuera que tuviesen que ir mientras seguía estando aturdido y dolorido.
Elena contaba. «Ve recto uno, ve recto dos… Desenreda la muleta de la planta trepadora, tres, cuatro, recto cinco —definitivamente empezaba a oscurecer más—, recto seis, algo se me ha enredado en el pelo, da un tirón, siete, ocho, recto… ¡Maldición! Un árbol caído.» Era demasiado alto para pasar por encima. Tendría que rodearlo. «De acuerdo, a la derecha, uno, dos, tres… un árbol largo… siete pasos. Siete pasos atrás… ahora, un giro brusco a la derecha y sigue andando. A pesar de que te encantaría, no puedes contar ninguno de estos pasos. Así que vas por el nueve. Ve más a la derecha porque el árbol era perpendicular… Cielo santo, está totalmente oscuro. Di que eso son once y…» Salió despedida por los aires. No sabía qué había provocado que la muleta resbalara, no podía asegurarlo. Estaba demasiado oscuro para andar brincando por ahí, y quizá acabara víctima de un roble venenoso. Lo que tenía que hacer era mantenerse distraída, de modo que aquel omnipresente dolor infernal en la pierna izquierda se calmara. Tampoco había ayudado a su brazo derecho… aquel brusco movimiento instintivo para intentar agarrarse a algo y salvarse. Cielos, aquella caída le había dolido. Todo el costado del cuerpo le dolía tanto…
Pero tenía que llegar a la civilización porque creía que era el único modo de ayudar a Matt.
«Tienes que levantarte otra vez, Elena.»
«¡Ya lo hago!»
En aquellos momentos… no podía ver nada, recordaba bastante bien en qué dirección marchaba cuando había tropezado. Y si estaba equivocada, acabaría en la carretera y podría desandar el camino desde allí.
Doce, trece… siguió contando, hablando consigo misma. Cuando llegó a veinte sintió alivio y júbilo. En cualquier momento ya, daría con el camino.
En cualquier momento.
Estaba oscuro como las fauces de un lobo, pero tenía buen cuidado de arrastrar los pies sobre el suelo, de modo que lo sabría en cuanto llegara a él.
En cualquier… momento… ya.
Cuando Elena llegó a cuarenta supo que tenía problemas.
Pero ¿dónde podía haberse equivocado tanto? Cada vez que algún pequeño obstáculo la había hecho girar a la derecha, ella había girado cuidadosamente a la izquierda en seguida. Y luego estaba toda aquella línea de puntos de referencia en su camino, la casa, el granero, el pequeño campo de maíz. ¿Cómo podía haberse perdido? ¿Cómo? Había sido tan sólo medio minuto en el bosque… únicamente unos pocos pasos dentro del Bosque Viejo.
Incluso los árboles estaban cambiando. Al borde de la carretera, la mayoría de los árboles eran nogales o tuliperos. Ahora se encontraba en un bosquecillo de robles blancos y rojos… y de coniferas.
Robles viejos… y en el suelo, pinaza y hojas que amortiguaban el ruido de los pasos volviéndolos totalmente silenciosos.
Silenciosos… ¡pero ella necesitaba ayuda!
—¡Señora Dunstan! ¡Señor Dunstan! ¡Kristin! ¡Jake!
Lanzó los nombres a un mundo que hacía todo lo posible por amortiguar su voz. De hecho, en la oscuridad podía distinguir ciertos tenues remolinos grises que parecían ser —sí—, era niebla.
—¡Señora Dunstaa… a… aan! ¡Señor Dunstaa… aa… an! ¡Kriiiisss… tiiiinnn! ¡Jaaa… aaake!
Necesitaba cobijo; necesitaba ayuda. Todo le dolía, sobre todo la pierna izquierda y el hombro derecho. Podía imaginar qué aspecto tendría: cubierta de barro y hojas de tanto caer cada pocos pasos, el pelo hecho una maraña enredada a causa de los árboles, sangre por todas partes…
El lado positivo era que ciertamente no se parecía a Elena Gilbert. Elena Gilbert tenía un cabello largo y sedoso que estaba siempre perfectamente peinado o deliciosamente deshabillé. Elena Gilbert marcaba la moda en Fell's Church y jamás se dejaría ver con una camisola desgarrada y vaqueros cubiertos de barro. Quienquiera que pensaran que era la desamparada desconocida, jamás creerían que fuese Elena.
Pero aquella desamparada desconocida sentía una repentina aprensión. Había paseado por los bosques toda su vida y jamás se le había enredado el pelo ni una sola vez. Había claridad, era cierto, pero no recordaba haberse tenido que desviar de su camino para evitarlo.
En aquellos momentos, parecía que los árboles bajaran deliberadamente sus ramas para engancharle el cabello. Tenía que mantener el cuerpo torpemente quieto e intentar sacudir la cabeza para soltarla en los peores casos; no podía conseguir mantenerse erguida y arrancarse a la vez las ramas.
Pero aunque eran dolorosos los tirones que recibían sus cabellos, nada la asustaba tanto como notar que le intentaban agarrar las piernas.
Elena había crecido jugando en aquel bosque, y siempre había encontrado mucho espacio para andar sin hacerse daño. Pero ahora… había ramas que se alargaban, zarcillos fibrosos que le agarraban el tobillo justo donde más le dolía. Intentar arrancar con los dedos aquellas raíces gruesas, punzantes y cubiertas de savia le provocaba un dolor atroz.
«Tengo miedo», pensó, poniendo en palabras por fin la avalancha de sentimientos que la había invadido desde que penetrara en la oscuridad del Bosque Viejo. Estaba empapada de rocío y sudor, y tenía el pelo mojado como empapado de lluvia. ¡Estaba tan oscuro! Y ahora su imaginación empezó a funcionar, y al contrario que el resto de la gente poseía información genuina y sólida sobre la que basarse. Una mano de vampiro pareció enredarse en sus cabellos. Tras unos instantes interminables de dolor atroz en el tobillo y el hombro, consiguió apartar la «mano» de su pelo… encontrándose con que otro tallo se enroscaba ya.
De acuerdo. Haría caso omiso del dolor y se orientaría a partir de ese punto, donde había un árbol notable, un enorme pino blanco que tenía un gran agujero en el centro, lo bastante grande para que Bonnie se metiera dentro. Lo dejaría a su espalda y luego andaría recto hacia el oeste; no podía ver estrellas debido a la capa de nubes, pero «sentía» que el oeste estaba a su izquierda. Si estaba en lo cierto, aquello la conduciría a la carretera. Si estaba equivocada y se trataba del norte, la conduciría a casa de los Dunstan. Si era el sur, acabaría por llevarla a otra curva en la carretera. Si era el este… bueno, sería una larga caminata, pero acabaría conduciéndola al arroyo.
Pero primero reuniría todo su poder, todo el poder que había estado usando inconscientemente para calmar el dolor y darse fuerzas; lo reuniría e iluminaría el lugar de modo que pudiese ver si la carretera —o, mejor, una casa— resultaba visible desde donde ella estaba. No era más que un poder humano pero, de nuevo, saber cómo usarlo era lo más importante, se dijo. Reunió el poder en una compacta esfera blanca y luego lo soltó, retorciendo el cuerpo para mirar en derredor antes de que se desvaneciera.
Árboles. Árboles. Árboles.
Robles y nogales americanos, pinos blancos y hayas. No había ninguna zona elevada a la que acceder. En todas direcciones, nada excepto árboles, como si estuviese perdida en un bosque tétricamente encantado y no pudiera salir de él jamás.
Pero saldría. Cualquiera de aquellas direcciones la acabaría conduciendo a un lugar habitado… incluso yendo hacia el este, pues en ese caso podría limitarse a seguir el arroyo hasta que la condujera a alguna casa.
Deseó tener una brújula.
Deseó poder ver las estrellas.
Temblaba de pies a cabeza, y no era sólo de frío. Estaba herida; estaba aterrorizada. Pero tenía que olvidarlo. Meredith no lloraría. Meredith no estaría aterrorizada. Meredith encontraría un modo inteligente de salir de allí.
Tenía que conseguir ayuda para Matt.
Apretó los dientes para ignorar el dolor, y se puso en marcha. Si hubiese sufrido alguna de aquellas heridas aisladamente, habría armado un buen alboroto, sollozando y retorciéndose de dolor. Pero con tantos dolores distintos, aquello se había convertido en una agonía terrible.
«Ahora ten cuidado. Asegúrate de ir en línea recta y no desviarte oblicuamente. Elige tu próximo objetivo en tu campo directo de visión.»
El problema era que en aquellos momentos estaba demasiado oscuro para poder ver gran cosa. Apenas pudo distinguir una corteza recorrida por surcos profundos justo delante de ella. Un roble rojo, probablemente. «De acuerdo, ve hasta él.» Dio un saltito —«vaya, duele»—, otro —las lágrimas le corrían por las mejillas—, otro —«sólo un poco más allá»—, saltito —«puedes hacerlo»—, y un último saltito. Posó la mano sobre la amplia corteza rugosa.
Y luego volvió a hacerlo.
Y otra vez.
Y otra vez. Y otra. Y otra.
—¿Qué es eso? —inquirió Damon.
Se había visto obligado a dejar que Shinichi lo guiara una vez que volvieron a salir del coche, pero todavía mantenía el kekkai flojamente a su alrededor y aún vigilaba cada movimiento que hacía el zorro. No confiaba en él tanto como para…, bueno, lo cierto era que no confiaba en él en absoluto.
—¿Qué hay detrás de la barrera? —volvió a preguntar, con más aspereza, apretando el dogal alrededor del cuello del kitsune.
—Nuestra pequeña cabaña… de Misao y mía.
—Es totalmente imposible que sea una trampa, ¿verdad?
—¡Si eso piensas, estupendo! Entraré solo…
Shinichi había adquirido finalmente una forma medio de zorro, medio humana: pelo negro hasta la cintura, con llamas rojo rubí en las puntas, una cola sedosa con la misma coloración detrás de él, agitándose a su espalda, y dos orejas también sedosas, de puntas carmesí y que se movían sin pausa en lo alto de la cabeza.
Damon lo aprobó estéticamente, pero lo que era más importante, ahora tenía un lugar por donde cogerlo. Agarró a Shinichi por la cola y la retorció.
—¡Suéltame!
—Te soltaré cuando tenga a Elena… a menos que la hayas atacado deliberadamente. Si está herida, voy a coger a quien le haya hecho daño y lo cortaré en rodajitas. Le costará la vida.
—¿Sin importar quién fue?
—Sí.
Shinichi se estremecía levemente.
—¿Tienes frío?
—… sólo… admiraba tu determinación.
Hubo más estremecimientos involuntarios. Le agitaban casi todo el cuerpo. ¿Risas?
—Según el deseo de Elena, los mantendría con vida. Pero sufrirían atrozmente. —Damon le retorció la cola con más fuerza—. ¡Muévete!
Shinichi dio otro paso y una encantadora cabana apareció ante ellos, con un sendero de grava que conducía hasta ella entre enredaderas colgantes silvestres que cubrían el porche y descendían hacia el suelo.
Era exquisita.
Al mismo tiempo que el dolor aumentaba, Elena empezó a perder la esperanza. No importaba hasta qué punto hubiese perdido el sentido de la orientación, tenía que salir del bosque. Tenía que conseguirlo. El suelo era sólido; el terreno no era blando ni presentaba ninguna inclinación. No se dirigía hacia el arroyo. Iba en dirección a la carretera. Podía darse cuenta de ello.
Fijó la mirada en un lejano árbol de corteza lisa. Luego avanzó a saltos hacia él, olvidando casi el dolor ante aquella nueva sensación de certeza.
Cayó sobre el enorme árbol gris ceniza que se descortezaba. Estaba recostada en él cuando algo la preocupó. La pierna que oscilaba al aire. ¿Por qué no golpeaba dolorosamente contra el tronco? Había golpeado continuamente contra todos los otros árboles cuando se paraba para descansar. Se apartó del árbol, y, como si supiese que era importante, reunió todo su poder y lo soltó en un estallido de luz blanca.
El árbol con el gran agujero, el árbol desde el que había iniciado la marcha, estaba delante de ella.
Por un momento, Elena permaneció completamente inmóvil, malgastando poder para mantener la luz. A lo mejor había alguna diferencia…
No. Estaba en el otro lado del árbol, pero era el mismo. Aquello era su cabello enganchado en la corteza que se desprendía. Aquella sangre seca era la huella de su mano. Abajo estaba el lugar donde la pierna ensangrentada había dejado una marca… reciente.
Había andado en línea recta desde allí y había regresado en línea recta a aquel árbol.
—¡Nooooooooooooo!
Fue el primer sonido vocálico que había emitido desde que había caído fuera del Ferrari. Había soportado todo el dolor en silencio, con pequeños jadeos o inhalaciones agudas, pero todavía no había proferido improperios ni había chillado. En aquellos momentos quería hacer ambas cosas.
A lo mejor no era el mismo árbol…
«¡Nooooooo, nooooooo, noooooooooooo!»
A lo mejor su poder regresaría y se daría cuenta de que había sido una simple alucinación…
«¡No, no, no, no, no, no!»
Sencillamente no era posible…
«¡Nooooooo!»
La muleta le resbaló de debajo del brazo. Se había clavado en su axila tan profundamente que el dolor allí rivalizaba con los demás dolores. Todo le dolía. Pero lo peor era su mente. En la mente tenía la imagen de una esfera como las bolas de nieve de Navidad que uno agitaba para hacer que la purpurina cayera a través del líquido. Pero esa esfera tenía árboles por todo su interior. De arriba abajo, de lado a lado, todo árboles, todos apuntando hacia el centro. Y ella, deambulando dentro de esa solitaria esfera… sin importar adonde fuera, encontraría más árboles, porque eso era todo lo que había en aquel mundo al que había ido a parar.
Era una pesadilla, pero había algo de real en ella.
Además, los árboles eran inteligentes, comprendió. Las pequeñas enredaderas reptantes, la vegetación; en aquellos mismos instantes ésta tiraba de la muleta para alejarla de ella. La muleta se movía como si unas personas muy pequeñas se la estuviesen pasando de mano en mano. Alargó el brazo y consiguió agarrar el extremo a duras penas.
No recordaba haber caído al suelo, pero ahí estaba. Reconoció un olor, un dulce aroma resinoso a tierra. Y había enredaderas que la examinaban, la probaban. Con delicados toquecitos, se le enredaron en la cabellera de modo que no pudiera levantar la cabeza. Luego las notó probando su cuerpo, el hombro, la rodilla ensangrentada. Nada de ello importaba.
Cerró los ojos con fuerza; su cuerpo se agitaba entre sollozos. Las enredaderas tiraban ya de la pierna herida, e instintivamente la apartó de un tirón. Por un momento el dolor la despertó y pensó: «Tengo que llegar hasta Matt», pero al cabo de un instante también aquel pensamiento quedó sofocado. El dulce olor resinoso permaneció. Las enredaderas avanzaron a tientas por su pecho agitado, por sus pechos. Le rodearon el estómago.
Y entonces empezaron a apretar.
Para cuando Elena advirtió el peligro, le restringían ya la respiración. No podía expandir el pecho. Cuando soltaba aire, se limitaban a volver a apretar, trabajando juntas: aquellas pequeñas enredaderas actuaban como una anaconda gigante.
No podía arrancárselas de encima. Eran resistentes y elásticas y sus uñas no conseguían romperlas. Introduciendo como pudo los dedos bajo un puñado de ellas, tiró con todas sus fuerzas, arañándolas con los dedos y retorciéndolas. Finalmente, una fibra se soltó con el sonido de la cuerda de una arpa al romperse y dando un salvaje latigazo en el aire.
El resto de enredaderas apretó aún más.
Tenía que luchar ya para poder respirar, luchar para no contraer el pecho. Algunas enredaderas le tocaban con delicadeza los labios, balanceándose sobre su cara como delgadas cobras, para atacar luego de improviso y enrollarse con fuerza alrededor de la mejilla y la cabeza.
«Voy a morir.»
Sintió un gran pesar. Le habían dado la oportunidad de una segunda vida —una tercera vida, si se contaba su vida como vampira— y no había hecho nada con ella. Nada aparte de perseguir su propio placer. Y ahora Fell's Church estaba en peligro y a Matt le acechaba un peligro inminente, y ella no sólo no iba a ayudarlos, sino que iba a rendirse y morir allí mismo.
¿Cuál sería la acción correcta? ¿La acción espiritual? ¿Cooperar con el mal ahora, y esperar a tener la oportunidad de destruirlo más tarde? Quizá. Quizá todo lo que necesitaba era pedir ayuda.
La sensación de carencia de aire la estaba mareando. Jamás habría creído aquello de Damon, que la hiciera pasar por todo eso, que permitiera que la mataran. Apenas hacía unos días ella lo había estado defendiendo ante Stefan.
Damon y los malach. A lo mejor Elena era su ofrenda a ellos. Ciertamente exigían mucho.
O a lo mejor tan sólo quería que ella suplicase ayuda. Podría estar aguardando en la oscuridad a poca distancia, con la mente concentrada en la suya, aguardando un susurrado «por favor».
Intentó hacer chisporrotear el poder que le quedaba. Estaba casi agotado, pero igual que una cerilla, con golpes repetidos, consiguió obtener una diminuta llama blanca.
Visualizó a continuación la llama yendo al interior de su frente. Al interior de su cabeza. Dentro. Ahí.
Ahora.
A pesar del abrasador dolor provocado por la falta de aire, pensó: «Bonnie. Bonnie. Óyeme».
Ninguna respuesta… pero ella no era capaz de oírlas.
«Bonnie, Matt está en un claro en un camino que sale del Bosque Viejo. Es posible que necesite sangre o alguna otra ayuda. Búscalo. En mi coche. No te preocupes por mí. Es demasiado tarde para mí. Encuentra a Matt.»
«Y eso es todo lo que puedo decir», pensó Elena, cansada. Tenía la vaga y triste intuición de que no había conseguido que Bonnie la oyera. Los pulmones le estallaban. Era un modo terrible de morir. Iba a poder exhalar una vez más, y luego ya no habría más aire…
«Maldito seas, Damon», pensó, y luego concentró todos sus pensamientos, todo el alcance de su mente, en recuerdos de Stefan. En la sensación de ser abrazada por Stefan, en la repentina sonrisa espectacular de Stefan, en el contacto de Stefan.
Ojos verdes, verde hoja, un color como el de una hoja sostenida en alto a la luz del sol…
La decencia que de algún modo él había conseguido retener, sin mancha…
Stefan… te amo…
Siempre te amaré…
Te he amado…
Te am…