Líneas de energía. Stefan había hablado de ellas, y con la influencia del mundo de los espíritus todavía en ella, las había visto sin intentarlo. Ahora, todavía caída sobre el costado, canalizando lo que quedaba de aquel poder a los ojos, miró a la tierra.
Y fue eso lo que hizo que su mente se tornara gris de terror.
Hasta donde podía ver había líneas convergiendo allí desde todas direcciones. Líneas gruesas que resplandecían con una fosforescencia fría, líneas de tamaño medio que tenían el brillo apagado de champiñones pasados en un sótano, y líneas diminutas que parecían perfectas grietas rectas en la capa exterior de la superficie del mundo. Eran como venas y arterias y nervios justo bajo la piel de la bestia del claro.
No era extraño que pareciese vivo. Estaba tumbada sobre una convergencia enorme de líneas de energía. Y si el cementerio era peor que aquello… no podía ni imaginar qué aspecto tendría.
Si Damon había encontrado de algún modo una manera de acceder a aquel Poder… no era nada raro que pareciese distinto, arrogante, invencible. Desde el momento en que él la había soltado para beber la sangre de Matt, ella no había dejado de sacudir la cabeza, intentando quitarse de encima la humillación al hacerlo. Pero ahora finalmente paró mientras intentaba calcular un modo de hacer uso de aquel Poder. Tenía que existir un modo de hacerlo.
La tonalidad gris se negaba a desaparecer de su visión. Finalmente, Elena comprendió que no se debía a que estuviese mareada, sino a que oscurecía; anochecía fuera del claro, la auténtica oscuridad iba penetrando en él.
Intentó alzarse de nuevo, y en esta ocasión lo consiguió. Casi inmediatamente una mano se extendió hasta ella y, de un modo automático, la tomó, dejando que la izara.
Frente a ella estaba… quienquiera que fuese, Damon o lo que fuese que usaba sus facciones o su cuerpo. A pesar de la casi oscuridad, todavía llevaba puestas las gafas de sol envolventes. No pudo distinguir nada del resto de su cara.
—Ahora —dijo la cosa que llevaba las gafas de sol—, tú vas a venir conmigo.
No faltaba mucho para que oscureciera del todo, y estaban en aquel claro que era una bestia.
El lugar… era malsano. Elena temía al claro como jamás había temido a una persona o criatura. Retumbaba con malevolencia, y ella no podía cerrar los oídos a aquello.
Tenía que seguir pensando, y seguir pensando con claridad, se dijo.
Estaba terriblemente asustada por Matt; asustada de que Damon hubiese tomado demasiada sangre o jugado demasiado violentamente con su juguete, rompiéndolo.
Y sentía miedo de aquella cosa que se hacía pasar por Damon. También le preocupaba la influencia que aquel lugar podría haber ejercido sobre el auténtico Damon. Los bosques que los rodeaban no deberían tener ningún efecto sobre los vampiros, salvo para lastimarlos. ¿Estaría Damon mal? Si era capaz de comprender lo que estaba sucediendo, ¿podría diferenciar aquel dolor de lo dolido y furioso que estaba con Stefan?
No lo sabía. Lo que sí sabía era que había visto una expresión terrible en sus ojos cuando Stefan lo había echado de la casa de huéspedes. Y sabía que había criaturas en el bosque, los malach, que podían influir la mente de una persona. Temía, temía profundamente, que los malach estuviesen usando a Damon en aquellos momentos, ennegreciendo sus deseos más siniestros y retorciendo su mente para convertirlo en alguien horrible, alguien que jamás había sido ni siquiera en sus peores momentos.
Pero ¿cómo podía estar segura? ¿Cómo podía saber si había o no algo más tras los malach, algo que los controlaba a ellos? Su alma le decía que aquello era posible, que Damon podría no ser en absoluto consciente de lo que su cuerpo estaba haciendo, pero eso podría sólo ser lo que a ella le gustaría que fuese.
Todo lo que podía percibir a su alrededor eran pequeñas criaturas malvadas. Podía percibirlas rodeando el claro, extraños seres parecidos a insectos como el que había atacado a Matt. Estaban presas de gran excitación, haciendo girar violentamente los tentáculos para crear un ruido parecido al zumbido de un helicóptero.
¿Estaban influyendo a Damon en aquellos momentos? Ciertamente, él jamás había lastimado a ninguno de los otros humanos que ella conocía del modo en que lo había hecho hoy. Tenía que conseguir que los tres abandonasen el lugar. Era un lugar enfermo, contaminado. Volvió a sentir otra vez una oleada de anhelo por Stefan, que tal vez sabría qué hacer en aquella situación.
Se volvió despacio para mirar a Damon.
—¿Puedo llamar a alguien para que venga y ayude a Matt? Temo dejarlo aquí; me da miedo que ellos lo cojan.
Era mejor hacerle ver que sabía que ellos se ocultaban en la hepática y en los rododendros y los acebos de los alrededores.
Damon vaciló; pareció meditarlo. Luego negó con la cabeza.
—No nos gustaría darles demasiadas pistas sobre dónde estáis —dijo alegremente—. Será un experimento interesante ver si los malach realmente lo cogen… y cómo lo hacen.
—Para mí no sería un experimento interesante. —La voz de Elena era categórica—. Matt es mi amigo.
—Sin embargo, lo dejaremos aquí por ahora. No confío en ti… ni siquiera para que me des un mensaje para Meredith o Bonnie… y enviarlo con mi teléfono.
Elena no dijo nada. A decir verdad, él tenía razón al no confiar en ella, ya que Meredith, Bonnie y ella habían elaborado un complicado código de frases de aspecto inocente en cuanto supieron que Damon iba tras Elena. Hacía una eternidad de eso para ella —literalmente—, pero todavía las recordaba.
En silencio, se limitó a seguir a Damon al Ferrari.
Ella era responsable de Matt.
—No estás poniendo demasiadas objeciones esta vez, me pregunto qué estás tramando.
—Estoy tramando que podríamos seguir con esto. Si me dices qué es «esto» —respondió ella, con más valor del que sentía.
—Bueno, lo que es «esto», ahora depende de ti.
Damon le asestó a Matt una patada en las costillas al pasar. En aquellos momentos paseaba en círculo por el claro, que parecía más pequeño que nunca, un círculo que no la incluía a ella. Elena dio unos cuantos pasos hacia él… y resbaló. No supo cómo. A lo mejor no fue más que la resbaladiza pinaza bajo sus botas.
Pero el hecho era que un momento antes se dirigía hacia Matt y de repente sus pies habían perdido apoyo y caía al suelo sin nada a lo que agarrarse.
Y entonces, suavemente y sin precipitación, estaba en los brazos de Damon. Con siglos de protocolo virginiano tras ella, dijo automáticamente.
—Gracias.
—Ha sido un placer.
«Sí —pensó—. Eso es todo lo que significa. Se trata de su placer, y no importa nada más.»
Fue entonces cuando advirtió que se dirigían a su Jaguar.
—Oh, no, ni hablar —dijo ella.
—Oh, sí… si yo quiero —dijo él—. A menos que quieras ver a tu amigo Matt sufrir de ese modo otra vez. En algún punto su corazón no aguantará.
—Damon. —Se desasió de sus brazos de un empujón, deteniéndose sobre sus propios pies—. No te comprendo. Tú no eres así. Coge lo que quieras y márchate.
El se limitó a seguir mirándola.
—Estaba haciendo justo eso.
—No tienes que… —por mucho que lo intentó, no pudo mantener el temblor fuera de su voz— llevarme a ninguna parte especial para tomar mi sangre. Y Matt no lo sabrá. Está inconsciente.
Durante un largo instante reinó el silencio en el claro. Un silencio total. Las aves nocturnas y los grillos dejaron de emitir su música. De improviso, Elena sintió como si estuviese en alguna especie de vertiginosa atracción de feria que descendía en picado, dejándole estómago y órganos todavía arriba. Entonces Damon lo expresó en palabras.
—Te quiero. Para mí solo.
Elena hizo acopio de fortaleza, intentando mantener la mente clara a pesar de la niebla que parecía estarla invadiendo.
—Sabes que eso no es posible.
—Sé que era posible para Stefan. Cuando estabas con él, no pensabas en nada que no fuese él. Eras incapaz de ver, incapaz de oír, incapaz de percibir nada que no fuese él.
Elena tenía todo el cuerpo en carne de gallina. Hablando con cuidado a través del nudo que sentía en la garganta, dijo:
—Damon, ¿le has hecho algo a Stefan?
—Vaya, ¿por qué iba yo a querer hacer algo así?
En voz muy baja, Elena respondió:
—Tú y yo sabemos por qué.
—Quieres decir —Damon empezó a hablar con tranquilidad, pero la voz se tornó más intensa a la vez que le agarraba los hombros— ¿para que tú no me vieras más que a mí, no me oyeras más que a mí, no pensaras en nada que no fuese yo?
Todavía en voz baja, todavía controlando su terror, Elena dijo:
—Quítate las gafas de sol, Damon.
Damon echó una ojeada a lo alto y en derredor como para asegurarse de que ningún último rayo solar del atardecer podía penetrar en el mundo gris verdoso que los rodeaba. Luego, con una mano, se despojó de las gafas.
Elena se encontró contemplando unos ojos que eran tan negros que no parecía existir diferencia entre el iris y la pupila. La muchacha… pulsó un interruptor en su cerebro, hizo algo de modo que todos sus sentidos estuviesen sintonizados en la cara de Damon, su expresión, el poder que circulaba a través de él.
Los ojos de éste eran todavía tan negros como las profundidades de una cueva inexplorada. No había rojo. Pero de todos modos, había tenido tiempo, esta vez, de prepararse para ella.
«Creo en lo que vi antes —pensó Elena—. Con mis propios ojos.»
—Damon, haré cualquier cosa, cualquier cosa que quieras. Pero tienes que decírmelo. ¿Le has hecho algo a Stefan?
—Stefan estaba todavía bajo los efectos de tu sangre cuando te dejó —le recordó él, y antes de que ella pudiera hablar para negarlo—… y, para responder a tu pregunta con precisión, no sé dónde está. Tienes mi palabra. Pero en cualquier caso, es cierto lo que pensabas antes —añadió, mientras Elena intentaba alejarse, zafarse de las manos con las que él le sujetaba la parte superior de los brazos—. Soy el único, Elena. El único al que no has conquistado. El único al que no puedes manipular. Intrigante, ¿verdad?
De improviso, a pesar de su miedo, ella se enfureció.
—Entonces ¿por qué lastimar a Matt? No es más que un amigo. ¿Qué tiene él que ver con esto?
—Sólo un amigo.
Y Damon empezó a reír del modo en que lo había hecho antes, de un modo extraño e inquietante.
—Bueno, estoy segura de que él no tuvo nada que ver con la marcha de Stefan —le espetó Elena.
Damon se revolvió contra ella, pero para entonces el claro estaba tan oscuro que no pudo interpretar su expresión en absoluto.
—¿Y quién ha dicho que yo sí? Pero eso no significa que no vaya a aprovechar la oportunidad.
Levantó a Matt con facilidad y sostuvo en alto algo que brilló plateado desde su otra mano.
Las llaves de Elena. Del bolsillo de los vaqueros de la joven. Extraídas, sin duda, cuando yacía inconsciente en el suelo.
Ella no pudo determinar nada por su voz, salvo que era amarga y lúgubre; todo como de costumbre en el caso de hablar de Stefan.
—Con tu sangre en él, no podría haber matado a mi hermano aunque lo hubiese intentado, la última vez que le vi —añadió entonces.
—¿Lo intentaste?
—En realidad, no. Puedes creerme.
—¿Y no sabes dónde está?
—No. —Se echó a Matt al hombro.
—¿Qué haces?
—Llevarlo con nosotros. Es un rehén para que te portes bien.
—Ah, no —dijo Elena, categórica, empezando a moverse—. Esto es entre tú y yo. Ya le has hecho suficiente daño a Matt. —Parpadeó y una vez más casi chilló al encontrar a Damon demasiado cerca de ella, con demasiada rapidez—. Haré lo que quieras que haga. Lo que quieras que haga. Pero no aquí al aire libre y no con Matt cerca.
«Vamos, Elena —pensaba—. ¿Dónde está ese comportamiento de vampiresa cuando lo necesitas? Eras capaz de seducir a cualquier chico y, ahora, simplemente porque él es un vampiro, ¿no puedes?
—Llévame a alguna parte —dijo con suavidad, entrelazando el brazo con el brazo libre de él—, pero en el Ferrari. No quiero ir en mi coche. Llévame en el Ferrari.
Damon retrocedió hasta el maletero del Ferrari, lo abrió, y miró el interior. Luego miró a Matt. Estaba claro que el alto y fornido muchacho no iba a caber en el maletero… al menos no con todas las extremidades en su sitio.
—Ni se te ocurra —dijo Elena—. Limítate a colocarlo en el Jaguar con las llaves y estará a salvo… Enciérralo dentro. —Elena rezó fervientemente para que lo que decía fuese cierto.
Por un momento Damon no dijo nada, luego alzó los ojos con una sonrisa tan radiante que ella pudo verla en la penumbra.
—De acuerdo —dijo, y volvió a soltar a Matt en el suelo—. Pero si intentas huir mientras muevo los coches, le atropello.
«Damon, Damon, ¿es qué nunca lo comprenderás? Los humanos no le hacen eso a sus amigos», pensó Elena mientras él sacaba el Ferrari para poder entrar el Jaguar, de modo que pudiera arrojar a Matt dentro de él.
—De acuerdo —dijo ella con un hilo de voz, y temiendo mirar a Damon—. Ahora… ¿qué quieres?
Damon se inclinó en una reverencia llena de gracia, indicando el Ferrari. Elena se preguntó qué sucedería una vez que ella se subiese a él. Si Damon fuese un atacante corriente, si no tuviera que pensar en Matt, si no temiera al bosque aún más de lo que lo temía a él…
Vaciló y luego montó en el coche de Damon.
Una vez dentro, se sacó la camisola por fuera de los pantalones para ocultar el hecho de que no llevaba puesto el cinturón de seguridad. Dudaba de que Damon llevase nunca puesto el cinturón o cerrara las puertas con el seguro o hiciera nada parecido. Las precauciones no eran lo suyo. Y en aquellos momentos, rezó para que él tuviese otras cosas en la cabeza.
—En serio, Damon, ¿adónde vamos? —preguntó cuando él subió al Ferrari.
—Primero, ¿qué tal un traguito antes de ponernos en marcha? —sugirió él, con la voz fingidamente jocosa.
Elena había esperado algo así. Permaneció sentada pasivamente mientras Damon le sujetaba la barbilla con dedos que temblaban ligeramente, y la inclinaba hacia arriba. Cerró los ojos al sentir el pellizco de la doble mordedura de unos afilados colmillos que le perforaban la piel. Mantuvo los ojos cerrados mientras su atacante pegaba la boca a la sangrante carne y empezaba a beber profundamente. La idea de Damon de «un traguito para el camino» fue justo lo que ella habría esperado: suficiente para ponerlos a ambos en peligro. Pero hasta que realmente empezó a sentir que podía desvanecerse en cualquier momento no le dio un empujón en el hombro.
Él siguió aferrado unos cuantos y dolorosos segundos más sólo para demostrar quién era el jefe allí. Luego la soltó, lamiéndose los labios con avidez, con los ojos brillando realmente al mirarla a través de las Ray-Ban.
—Exquisito —dijo—. Increíble. Vaya pero si eres…
«Eso, dime que soy una botella de whisky de malta —pensó ella—. Ese es el camino a mi corazón.»
—¿Podemos irnos ahora? —preguntó en una clara indirecta.
Y entonces, al recordar de improviso el modo de conducir de Damon, añadió deliberadamente:
—Ten cuidado; esta carretera está llena de curvas.
Consiguió el efecto que pretendía. Damon apretó el acelerador y salieron disparados del claro a toda velocidad. A continuación empezaron a tomar las cerradas curvas del Bosque Viejo a más velocidad de a la que Elena había conducido jamás por allí; más de prisa de lo que nadie se había atrevido nunca antes a ir con ella de pasajera.
Pero, con todo, eran las carreteras de Elena. Desde la infancia había jugado allí. Sólo había una familia que vivía justo en el perímetro del Bosque Viejo, pero su camino de acceso estaba en el lado derecho de la carretera —el lado de Elena—, y se preparó. El giraría a la izquierda justo antes de la segunda curva que era el camino de acceso a la casa de los Dunstan… y en la segunda curva ella saltaría.
No existía ninguna acera que bordeara la carretera del Bosque Viejo, desde luego, pero en aquel punto había una gruesa mata de rododendros y otros matorrales. Todo lo que podía hacer era rezar. Rezar para no partirse el cuello con el impacto. Rezar para no romperse un brazo o una pierna antes de poder cojear a lo largo de los pocos metros de bosque que había hasta el camino de acceso. Rezar para que los Dunstan estuvieran en casa cuando aporreara su puerta y rezar para que la escucharan cuando les dijera que no dejaran entrar al vampiro que iba tras ella.
Vio la curva. No sabía por qué Damon no podía leerle la mente, pero al parecer no podía. No hablaba y su única precaución para impedir que ella intentara salir parecía ser la velocidad.
Iba a hacerse daño, lo sabía. Pero lo peor del daño era el miedo, y ella no sentía miedo.
En el momento en que él tomaba la curva, ella tiró de la manija e intentó abrir violentamente la portezuela con una fuerte patada. Ésta se abrió de golpe, quedando rápidamente atrapada por la fuerza centrífuga, como les sucedió a las piernas de Elena. Como le sucedió a Elena.
La patada sola la sacó ya a medias del coche. Damon alargó el brazo para sujetarla pero sólo consiguió atrapar un mechón de pelo. Por un momento, ella pensó que la retendría dentro, incluso sin tenerla cogida. Giró y giró por los aires, flotando, permaneciendo unos sesenta centímetros por encima del suelo, a la vez que alargaba las manos para agarrarse a frondas, ramas de arbustos, cualquier cosa que pudiese usar para reducir su velocidad. Y en aquel lugar donde magia y física se encontraban, fue capaz de hacerlo, de aminorar la velocidad mientras seguía flotando en el poder de Damon, aunque la llevó mucho más lejos de la casa de los Dunstan de lo que quería.
Luego golpeó por fin el suelo, rebotó e hizo todo lo posible por retorcerse en el aire, por recibir el impacto en las nalgas o en la parte posterior de un hombro, pero algo salió mal y el talón izquierdo golpeó primero —«¡Cielos!»— y se enredó, haciéndola girar completamente sobre sí misma, estrellando su rodilla contra el hormigón —«¡Cielos, cielos!»—, arrojándola por los aires y derribándola luego sobre el brazo derecho con tanta fuerza que parecía estar intentando hundírselo en el hombro.
Se quedó sin resuello con el primer golpe y se vio obligada a inhalar aire con un siseo con el segundo y el tercero.
A pesar del universo que giraba y volaba, había una señal que no podía pasar por alto… una inusitada pícea que crecía en la carretera y que había advertido tres metros por detrás de ella cuando había salido disparada del coche. Las lágrimas le corrían incontrolables por las mejillas mientras tiraba de los zarcillos de arbusto que habían atrapado su tobillo… y no eran pocos, además. Unas cuantas lágrimas podrían haber empañado su visión, haberle hecho temer —como le había sucedido con los dos últimos estallidos de dolor— que podría perder el conocimiento. Pero estaba fuera, en la carretera, la visión despejada por las lágrimas, y podía ver la pícea y la puesta de sol justo delante, y estaba totalmente consciente. Y eso significaba que si marchaba en dirección a la puesta de sol pero en un ángulo de cuarenta y cinco grados a la derecha, no podía pasar por alto la casa de los Dunstan; camino de acceso, casa, granero y campo de maíz estaban todos allí para guiarla tras tal vez veinticinco pasos dentro del bosque.
Apenas había dejado de rodar cuando ya tiraba del matorral que había frustrado el salto y se ponía en pie a la vez que se arrancaba los últimos tallos que tenía enmarañados en los cabellos. El cálculo sobre la casa de los Dunstan fue instantáneo, a la vez que se daba la vuelta y contemplaba la senda de matas aplastadas que había abierto a través de la vegetación y la sangre de la carretera.
Al principio se contempló las manos peladas con perplejidad; no podían haber dejado un rastro tan sangriento. Y no lo habían hecho. Una rodilla había quedado pelada —despellejada, en realidad— justo a través de los vaqueros… y tenía una pierna realmente fastidiada, menos ensangrentada pero que le provocaba oleadas de dolor que eran como relámpagos blancos incluso cuando no intentaba moverla. A los dos brazos les faltaba una buena cantidad de piel.
No había tiempo para descubrir cuánta o averiguar qué se había hecho en el hombro. Un chirrido de frenos más adelante. «Dios, qué lento es. No, yo soy rápida, impelida por el dolor y el terror. ¡Úsalo!»
Ordenó a sus piernas que marcharan disparadas al interior del bosque. La pierna derecha obedeció, pero cuando giró la izquierda y ésta golpeó el suelo, estallaron fuegos artificiales detrás de sus ojos. Estaba en un estado de alerta máxima; vio el palo incluso mientras caía. Rodó sobre sí misma una o dos veces, lo que provocó el estallido de sordas llamaradas de dolor en su cabeza, y luego consiguió agarrarlo. Era como si hubiese sido diseñado especialmente como muleta, más o menos alto hasta el sobaco y romo en un extremo pero afilado en el otro. Lo introdujo bajo el brazo izquierdo y de algún modo se obligó a levantarse de donde había caído en el barro: impulsándose con la pierna derecha y apoyándose en la muleta de modo que apenas tenía que tocar el suelo con el pie izquierdo.
Había girado en redondo al caer y tuvo que retorcerse para volver a colocarse correctamente; pero allí lo vio, los últimos restos del ocaso y la carretera a su espalda. «Marcha cuarenta y cinco grados a la derecha desde ese resplandor», se dijo. Gracias a Dios, era el brazo derecho el que estaba en malas condiciones; de ese modo podía apoyarse con el hombro izquierdo en la muleta. Todavía sin un momento de vacilación, sin dar a Damon un milisegundo extra para seguirla, se precipitó en la dirección elegida al interior del bosque.
Al interior del Bosque Viejo.