Bonnie estaba trastornada y confusa. Todo era oscuridad.
—De acuerdo —decía una voz que era brusca y tranquilizadora a la vez—. Eso son dos posibles conmociones cerebrales, una herida por punción que necesita una vacuna del tétanos… y… bueno, me temo que voy a tener que sedar a tu chica, Jim. Y voy a necesitar ayuda, pero a ti no se te permite moverte en absoluto. Limítate a permanecer tumbado y manten los ojos cerrados.
Bonnie abrió los ojos. Tenía un vago recuerdo de caer sobre su cama. Pero no estaba en casa; seguía aún en la de los Saitou, tumbada en un sofá.
Como siempre cuando se sentía aturdida o asustada, buscó a Meredith con la mirada. Meredith regresaba justo en aquel momento de la cocina con una bolsa de hielo improvisada. La colocó sobre la frente ya húmeda de Bonnie.
—Sólo me he desmayado —explicó Bonnie, mientras lo deducía por sí misma—. Eso es todo.
—Ya sé que te has desmayado. Te has golpeado la cabeza contra el suelo con bastante fuerza —respondió Meredith, y por una vez su rostro era perfectamente legible: transmitía visiblemente preocupación, simpatía y alivio; incluso le afloraban lágrimas a los ojos—. Ah, Bonnie, no pude sujetarte a tiempo. Isobel estaba en medio, y esas esteras de tatami no acolchan demasiado el suelo… ¡y has permanecido desvanecida durante casi media hora! Me habías asustado.
—Lo siento.
Bonnie sacó como pudo una mano de la manta en la que parecía estar envuelta y oprimió la mano de Meredith. Significaba: «La hermandad de los velocirraptores sigue al pie del cañón». También significaba: «Gracias por preocuparte por mí».
Jim estaba estirado sobre otro sofá apretando una bolsa de hielo contra su nuca. Tenía el rostro de un blanco verdoso. Intentó levantarse, pero la doctora Alpert —era su voz, a la vez malhumorada y amable— lo empujó de vuelta al sofá.
—No necesitas más ejercicio —le dijo la doctora—. Pero yo sí que necesito una ayudante. Meredith, ¿puedes ayudarme con Isobel? Creo que nos dará bastante trabajo.
—Me ha golpeado en la nuca con una lámpara —les advirtió Jim—. No le deis nunca la espalda.
—Tendremos cuidado —dijo la doctora Alpert.
—Vosotros dos quedaos aquí —añadió Meredith con firmeza.
Bonnie observaba los ojos de Meredith. Quería levantarse para ayudarlas con Isobel. Pero su amiga tenía aquella decidida expresión especial que la avisaba de que era mejor no discutir.
En cuanto se fueron, Bonnie intentó ponerse en pie. Pero al instante empezó a ver la palpitante nada gris que le indicaba que iba a desmayarse otra vez.
Volvió a tumbarse, apretando los dientes.
Durante un largo rato les llegaron ruidos de objetos que caían y gritos procedentes de la habitación de Isobel. Bonnie oía la voz autoritaria de la doctora Alpert, y luego la de Isobel, y a continuación una tercera voz; no la de Meredith, que nunca chillaba si podía evitarlo, pero parecida a la voz de Isobel, sólo que ralentizada y distorsionada.
Luego, finalmente, todo quedó en silencio, y Meredith y la doctora Alpert regresaron; llevaban a una inerte Isobel entre ambas. A Meredith le sangraba la nariz, y los cortos cabellos entrecanos de la doctora Alpert estaban erizados, pero de algún modo habían conseguido colocar una camiseta sobre el cuerpo maltratado de Isobel. La doctora Alpert se las había apañado para conservar su maletín negro.
—Los heridos que podáis andar, quedaos donde estáis. Regresaremos para echaros una mano —indicó la doctora en su habitual tono seco.
A continuación, la doctora y Meredith realizaron otro viaje para llevarse a la abuela de Isobel con ellas.
—No me gusta su color —dijo la doctora Alpert sucintamente—. Ni cómo le late el corazón. Lo mejor sería que fuésemos todos a que nos hicieran un reconocimiento.
Al cabo de un minuto regresaron para ayudar a Jim y a Bonnie a subir al vehículo de la médica. El cielo se había encapótalo, y el sol era una bola roja no muy lejos del horizonte.
—¿Quieres que te dé algo para el dolor? —preguntó la doctora, viendo que Bonnie contemplaba el maletín negro.
Isobel estaba en la parte de atrás del SUV, donde habían plegado los asientos.
Meredith y Jim estaban en los dos asientos situados frente a ella, con la abuela Saitou entre ellos, y Bonnie —a instancias de Meredith— iba delante con la doctora.
—Este… no, estoy bien —respondió Bonnie.
En realidad, se había estado preguntando si el hospital podría efectivamente curar a Isobel de la infección mejor de lo que podrían hacer las compresas de hierbas de la señora Flowers.
Pero aunque sentía punzadas en la cabeza y un fuerte dolor y le estaba saliendo un chichón del tamaño de un huevo duro en la frente, no quería ofuscar sus pensamientos. Había algo que la importunaba, algún sueño o algo que había tenido mientras había estado inconsciente como decía Meredith.
¿Qué era?
—De acuerdo, pues. ¿Lleváis puestos los cinturones? Allá vamos. —El vehículo abandonó la casa de los Saitou—. Jim, dijiste que Isobel tiene una hermana de tres años que dormía en el piso de arriba, así que llamé a mi nieta Jayneela para que viniera para aquí. Al menos habrá alguien en la casa.
Bonnie se dio la vuelta de repente para mirar a Meredith. Ambas hablaron a la vez.
—¡No! ¡No puede entrar! ¡En especial no en la habitación de Isobel! Oiga, por favor, tiene que… —balbuceó Bonnie.
—No estoy segura de que eso sea una buena idea, doctora Alpert —dijo Meredith, más coherente—. A menos que realmente se mantenga apartada de esa habitación y tal vez tenga a alguien con ella… un chico iría bien.
—¿Un chico? —La doctora pareció desconcertada, pero la combinación de la angustia de Bonnie y la sinceridad de Meredith parecieron convencerla—. Bueno, Tyrone, mi nieto, estaba viendo la televisión cuando me marché. Intentaré ponerme en contacto con él.
—¡Vaya! —se le escapó a Bonnie—. ¿El Tyrone placador ofensivo del equipo de rugby del año próximo? Oí que le llamaban el Tyre-minator.
—Bueno, digamos que creo que será capaz de proteger a Jayneela —dijo la doctora Alpert tras efectuar la llamada—. Pero nosotros somos los que tenemos a la, bueno, chica «sobreexcitada» en el coche con nosotros. Por el modo en que luchó contra el sedante, yo diría que es toda una «terminator» ella misma.
El teléfono móvil de Meredith sonó y la pantalla iluminada anunció: «Señora T. Flowers». En un santiamén, Meredith ya había presionado la tecla de responder.
—¿Señora Flowers? —dijo.
El zumbido del coche impedía a Bonnie y a los demás oír nada de lo que la señora Flowers pudiera estar diciendo, así que Bonnie volvió a concentrarse en dos cosas: lo que sabía sobre las «víctimas» de las «brujas» de Salem, y cuál había sido aquel pensamiento esquivo mientras estaba inconsciente.
Todo lo cual se desvaneció sin demora cuando Meredith guardó el móvil.
—¿Qué era? ¿Qué? ¿Qué?
Bonnie no podía obtener una imagen clara del rostro de Meredith en la penumbra, pero parecía pálido, y cuando habló sonó lívida, también.
—La señora Flowers estaba ocupada en el jardín y estaba a punto de entrar en la casa cuando advirtió que había algo en las matas de begonias. Dijo que parecía como si alguien hubiese intentado hundir algo entre la mata y una pared, pero un pedazo de tela sobresalía.
Bonnie sintió como si la hubiesen dejado sin respiración de un puñetazo.
—¿Qué era?
—Era una bolsa de lona, llena de zapatos y ropa. Botas. Camisas. Pantalones. Todo de Stefan.
Bonnie profirió un chillido que provocó que la doctora Alpert diera un golpe de volante y luego regresara al carril, con el SUV coleando.
—Oh, Dios mío; oh, Dios mío… ¡no se ha ido!
—Bueno, creo que sí que se ha ido. Sólo que no por su propia voluntad —repuso Meredith en tono lúgubre.
—Damon —jadeó Bonnie, y volvió a dejarse caer en el asiento, con los ojos llenándosele de lágrimas—. No podía evitar querer creer…
—¿La cabeza te duele más? —preguntó la doctora Alpert, haciendo caso omiso, con mucho tacto, de la conversación en la que no la habían incluido.
—No…, bueno, sí, así es —admitió Bonnie.
—Toma, abre el maletín y deja que eche un vistazo dentro. Tengo muestras de esto y aquello… vale, aquí tienes. ¿Alguien ve una botella de agua ahí atrás?
Jim, apático, les pasó una hacia adelante.
—Gracias —dijo Bonnie, tomando la pequeña pildora y un buen trago.
Tenía que conseguir que la cabeza le funcionase. Si Damon había secuestrado a Stefan, entonces debería Llamar a Stefan, ¿verdad? Sólo Dios sabía dónde acabaría él esta vez. ¿Cómo era que ninguno de ellos había considerado siquiera que pudiera darse esa posibilidad?
Bueno, primero porque se suponía que el nuevo Stefan era tan fuerte, y segundo, debido a la nota en el Diario de Elena.
—¡Eso es! —exclamó, sobresaltándose incluso a sí misma.
Todo había regresado como un torrente, todo lo que Matt y ella habían compartido…
—¡Meredith! —dijo, haciendo caso omiso de la mirada de reojo que la doctora Alpert le dedicó—, mientras estaba inconsciente hablé con Matt. Él también estaba inconsciente…
—¿Estaba herido?
—Cielos, sí. Damon debe de haberle estado haciendo algo espantoso. Pero dijo que no hiciera caso, que algo le había estado preocupando respecto a la nota que Stefan dejó para Elena desde el momento en que la vio. Algo sobre Stefan hablando con la profesora de inglés el año pasado sobre cómo escribir correctamente la palabra «discernimiento» y que él no la usaba nunca. Y no dejaba de decir: «Busca la copia de seguridad. Busca la copia de seguridad… antes de que Damon lo haga».
Clavó la mirada en el rostro apenas iluminado de Meredith, consciente mientras circulaban lentamente para detenerse en un cruce de que la doctora Alpert y Jim la contemplaban con sorpresa. El tacto tenía sus límites.
La voz de Meredith rompió el silencio.
—Doctora —dijo—, voy a tener que pedirle algo. Si gira a la izquierda aquí y luego otra vez en la calle Laurel y luego conduce durante cinco minutos hasta el Bosque Viejo, no se desviará demasiado de su camino. Pero ello me permitirá llegar a la casa de huéspedes donde está el ordenador del que habla Bonnie. Puede que piense que estoy loca, pero realmente necesito llegar hasta ese ordenador.
—Sé que no estás loca; ya me he dado cuenta a estas alturas. —La doctora rió tristemente—. Y he oído algunas cosas sobre la joven Bonnie… nada malo, lo prometo, pero un poco difíciles de creer. Tras ver lo que he visto hoy, creo que estoy empezando a cambiar mi opinión sobre ellas. —Giró bruscamente a la izquierda, mascullando—. Alguien se ha llevado la señal de stop de esta carretera, también. —Luego prosiguió, dirigiéndose a Meredith—: Puedo hacer lo que pides. Podría llevaros hasta la vieja casa de huéspedes…
—¡No! ¡Eso sería demasiado peligroso!
—… pero tengo que llevar a Isobel a un hospital tan pronto como sea posible. Por no mencionar a Jim. Creo que tiene una conmoción. Y Bonnie…
—Bonnie —dijo la aludida, vocalizando con claridad— también va a ir a la casa de huéspedes.
—¡No, Bonnie! Voy a correr, Bonnie, ¿lo comprendes? Voy a correr tan de prisa como pueda… y no puedo permitir que me retrases. —La voz de Meredith sonaba sombría.
—No te retrasaré, lo juro. Tú te adelantas y corres. Yo correré también. Tengo la cabeza perfectamente, ahora. Si tienes que ajarme atrás, tú sigue corriendo. Yo iré detrás de ti.
Meredith abrió la boca y luego volvió a cerrarla. Debió de haber algo en la cara de Bonnie que le dijo que cualquier clase de discusión sería inútil, pensó Bonnie. Porque así era como estaban las cosas.
—Hemos llegado —dijo la doctora Alpert unos minutos más tarde—. Esquina de Laurel y Bosque Viejo. —Sacó una linterna pequeña del maletín negro e iluminó con ella uno a uno los ojos de Bonnie—. Bueno, sigue sin dar la impresión de que padezcas una conmoción cerebral. Pero ya sabes, Bonnie, que mi opinión médica es que no deberías correr a ninguna parte. No puedo obligarte a aceptar que recibas tratamiento médico si no lo quieres. Pero puedo hacer que tomes esto. —Entregó a la muchacha la pequeña linterna—. Buena suerte.
—Gracias por todo —respondió Bonnie, posando por un instante la pálida mano sobre la mano oscura de dedos largos de la mujer—. Tenga cuidado usted también… con árboles caídos y con Isobel, y con algo rojo que aparece en la carretera.
—Bonnie, me voy. —Meredith estaba ya fuera del vehículo.
—¡Y poned el seguro a las puertas! ¡Y que no salga nadie hasta que estéis lejos del bosque! —dijo Bonnie, mientras saltaba del vehículo y se colocaba junto a Meredith.
Y a continuación corrieron. Desde luego, lo que Bonnie había dicho sobre que Meredith corriera por delante de ella, dejándola atrás, era una estupidez, y las dos lo sabían. Meredith agarró la mano de Bonnie en cuanto los pies de ésta tocaron la carretera y empezó a correr como un galgo, arrastrando a Bonnie con ella, en ocasiones dando la impresión de hacerla volar por encima de las irregularidades de la calzada.
Bonnie no necesitaba que le dijeran lo importante que era ir aprisa. La muchacha hubiera deseado desesperadamente tener un coche. Hubiera deseado un montón de cosas, principalmente que la señora Flowers hubiera vivido en el centro de la ciudad y no allí en aquella zona deshabitada.
Finalmente, tal y como Meredith había pronosticado, se quedó sin resuello, y su mano estaba tan sudorosa que resbaló de la de Meredith. Se dobló casi hasta el suelo, con las manos en las rodillas, intentando recuperar el aliento.
—¡Bonnie! ¡Sécate la mano! ¡Tenemos que correr!
—Sólo… dame… un minuto…
—¡No tenemos un minuto! ¿No me oyes? ¡Vamos!
—Sólo necesito… recuperar… el aliento.
—Bonnie, mira detrás de ti. ¡Y no chilles!
Bonnie miró detrás de ella, chilló, y luego descubrió que no se había quedado sin resuello después de todo. Salió disparada, agarrando la mano de Meredith.
Podía oírlo, ahora, incluso por encima de su propia respiración sibilante. Era el sonido de un insecto, aunque no era exactamente un zumbido. Sonaba como el batir de un helicóptero, sólo que en un tono mucho más agudo, como si un helicóptero pudiera tener tentáculos parecidos a las antenas de un insecto en lugar de palas. Con aquel único vistazo, había distinguido toda una masa gris de aquellos tentáculos, con cabezas delante; y todas las cabezas estaban abiertas para mostrar bocas llenas de afilados dientes blancos.
Luchó por encender la linterna. Anochecía, y no tenía ni idea de cuánto tiempo faltaba para la salida de la luna. Todo lo que sabía era que los árboles parecían volverlo todo más oscuro, y que aquellos seres las seguían.
Los malach.
El restallido de tentáculos azotando el aire era mucho más ensordecedor. Mucho más cercano. Bonnie no quería darse la vuelta y ver de dónde provenía. El sonido impelía a su cuerpo más allá de todo límite sensato. No podía evitar escuchar una y otra vez las palabras de Matt: «Como meter la mano en un triturador de basura y ponerlo en marcha. Como meter la mano en un triturador de basura…».
Su mano y la de Meredith volvían a estar cubiertas de sudor. Y aquella masa gris les estaba dando alcance. Había reducido la distancia que las separaba a la mitad, y el restallido se tornaba más agudo.
Al mismo tiempo sentía las piernas como si fuesen de goma. Literalmente. No notaba las rodillas. Y en aquellos momentos parecían goma que se disolviera en forma de gelatina.
Vipvipvipvipviii…
Era el sonido de uno de ellos, más cercano que el resto. Más cerca, más cerca, y entonces apareció frente a ellas, con la boca abierta en forma de óvalo y aquellos dientes alrededor de todo el perímetro.
Tal y como Matt había dicho.
Bonnie no tenía aliento con el que chillar. Pero necesitaba chillar. La criatura sin cabeza que carecía de ojos o facciones —sólo aquella boca espantosa— había girado frente a ellas e iba directo hacia ella. Y su respuesta automática —golpearle con las manos— podía costarle un brazo. Cielo santo, iba hacia su cara…
—Ahí está la casa de huéspedes —jadeó Meredith, dándole un tirón que le alzó los pies del suelo—. ¡Corre!
Bonnie se agachó, justo cuando el malach intentó colisionar con ella. Al instante, sintió tentáculos restallando sobre sus cabellos rizados. Tiraron de ella hacia atrás con brusquedad haciéndole dar un doloroso traspié, y la mano de Meredith fue arrancada de la suya. Sus piernas querían doblarse. Sus tripas querían que chillase.
—¡Cielos, Meredith, me tiene atrapada! ¡Corre! ¡No dejes que uno de ellos te coja!
Frente a ella, la casa de huéspedes estaba iluminada como un hotel. Por lo general estaba oscura salvo quizá por la ventana de Stefan y alguna otra. Pero ahora brillaba como una joya, justo fuera de su alcance.
—¡Bonnie, cierra los ojos!
Meredith no la había abandonado. Seguía allí. Bonnie podía sentir tentáculos que eran como enredaderas acariciándole suavemente la oreja, degustando ligeramente la sudorosa frente, avanzando hacia la cara, la garganta… Sollozó.
Y entonces se oyó un agudo y sonoro chasquido mezclado con un sonido parecido al de un melón maduro al estallar, y algo húmedo se esparció por toda su espalda. Abrió los ojos. Meredith dejaba caer una rama gruesa que había estado sosteniendo como si fuese un bate de béisbol. Los tentáculos resbalaban ya fuera de los cabellos de Bonnie.
Bonnie no quiso mirar el revoltijo a su espalda.
—Meredith, has…
—¡Vamos… corre!
Y volvía a correr. A lo largo de todo el camino de entrada de grava de la casa de huéspedes, a lo largo de todo el sendero que conducía a la puerta. Y allí, en la entrada, estaba de pie la señora Flowers con una anticuada lámpara de queroseno.
—Entrad, entrad —dijo, y mientras Meredith y Bonnie frenaban con un patinazo, respirando entre sollozos, cerró la puerta de un portazo tras ellas.
Todas oyeron el sonido que se dejó oír a continuación. Fue como el sonido que había producido la rama: un agudo chasquido acompañado de un estallido, sólo que mucho más fuerte, y repetido muchas veces, como el estallido de palomitas.
Bonnie temblaba mientras apartaba las manos de las orejas y resbalaba para sentarse en la alfombra del vestíbulo.
—¿Qué diantres habéis estado haciendo, chicas? —inquirió la señora Flowers, contemplando la frente de Bonnie, la nariz hinchada de Meredith y su estado general de sudoroso agotamiento.
—Es demasiado… largo para explicarlo —consiguió decir Meredith—. ¡Bonnie! Puedes sentarte… arriba.
Sin saber muy bien cómo, Bonnie consiguió subir la escalera. Meredith fue directamente hacia el ordenador y lo encendió, dejándose caer sobre la silla situada frente a él. Bonnie usó la energía que le quedaba para quitarse el top. La parte posterior estaba manchada de innombrables jugos gástricos de insecto. Hizo una pelota con él y lo arrojó a un rincón.
Luego se dejó caer sobre la cama de Stefan.
—¿Qué te dijo exactamente Matt? —Meredith recuperaba ya el aliento.
—Dijo: «Mira en la copia de seguridad»… o «Busca el archivo de seguridad» o algo así. Meredith, mi cabeza… no está muy bien.
—De acuerdo. Relájate. Lo hiciste estupendamente ahí fuera.
—Lo conseguí porque tú me salvaste. Gracias… otra vez…
—No te preocupes por eso. Pero no comprendo —añadió Meredith, murmurando para sí—. Hay un archivo de seguridad de esta nota en el mismo directorio, pero no hay diferencias. No veo a lo que se refería Matt.
—A lo mejor se sentía confuso —dijo Bonnie a regañadientes—. A lo mejor simplemente sentía mucho dolor y desvariaba un poco.
—Archivo de seguridad, archivo de seguridad… Aguarda un momento. ¿Word no guarda automáticamente una copia de seguridad en algún lugar raro, como en el directorio del administrador o algún sitio así? —Meredith se dedicaba a hacer clic a toda prisa en los directorios; luego dijo con voz decepcionada—. No, no hay nada.
Se sentó hacia atrás, lanzando un resoplido. Bonnie sabía lo que debía de estar pensando. Su larga y desesperada carrera a través del peligro no podía ser en vano. Imposible.
Entonces, lentamente, Meredith dijo:
—Hay una barbaridad de archivos temporales aquí para una simple nota pequeña.
—¿Qué es un archivo temporal?
—Es simplemente un almacenamiento temporal de tu archivo mientras trabajas en él. Por lo general, sin embargo, suele parecer un galimatías. —Los clics volvieron a empezar—. Pero lo mejor será comprobarlo… ¡Oh! —Se interrumpió, y los clics cesaron.
Y a continuación se produjo un silencio sepulcral.
—¿Qué pasa? —preguntó Bonnie con ansiedad. Más silencio.
—¡Meredith! ¡Habíame! ¿Has encontrado el archivo de seguridad?
Meredith no dijo nada. Parecía no oír siquiera. Leía con horrorizada fascinación.