21

—Lo cierto es que todo esto cobra un sentido horripilante —dijo Meredith.

Estaban en la sala de estar de la casa de Isobel, esperando la llegada de la doctora Alpert. Meredith estaba sentada ante un hermoso escritorio hecho con alguna clase de madera negra decorada con dibujos en dorado, trabajando en un ordenador que se habían dejado encendido.

—Las jóvenes de Salem acusaron a ciertas personas de hacerles daño… a brujas, desde luego. Decían que las pellizcaban y «pinchaban con alfileres».

—Lo mismo de lo que Isobel nos acusa —repuso Bonnie, asintiendo.

—Y padecían ataques apopléticos y contraían el cuerpo en «posiciones imposibles».

—Caroline daba la impresión de estar padeciendo un ataque epiléptico en la habitación de Stefan —indicó Bonnie—. Y si reptar como un lagarto no es contraer el cuerpo en una posición imposible… A ver, voy a intentarlo.

Se agachó sobre el suelo de los Saitou e intentó sacar los codos y las rodillas como Caroline lo había hecho. No lo consiguió.

—¿Ves?

—¡Ay, Dios mío!

Era Jim desde la puerta de la cocina; sostenía una bandeja de comida y casi la deja caer. El olor a sopa de miso flotaba con intensidad en el aire, y Bonnie no estuvo segura de si ello la hacía sentir hambre o si tenía demasiadas náuseas para volver a sentir hambre jamás.

—No pasa nada —se apresuró a decirle, poniéndose en pie—. Es que estaba… probando algo.

Meredith también se levantó.

—¿Eso es para Isobel?

—No, es para Obaasan… para la abuela de Isa-chan… la abuela Saitou…

—Te he pedido que llames a todo el mundo del modo que te resulte más natural. Obaasan está bien, lo mismo que Isa-chan —le dijo Meredith con suavidad y firmeza.

Jim se relajó un pelín.

—He intentado conseguir que Isa-chan comiera, pero se limita a arrojar las bandejas contra la pared. Dice que no puede comer, que alguien la está ahogando.

Meredith le dirigió una significativa mirada a Bonnie. Luego volvió a girarse hacia Jim.

—¿Por qué no dejas que la lleve yo? Ya has pasado por demasiadas cosas. ¿Dónde está?

—Arriba, segunda puerta a la izquierda. Si… si dice algo raro, no le hagas mucho caso.

—Vale. Quédate cerca de Bonnie.

—Ah, no —se apresuró a decir ésta—. Bonnie te acompaña.

No sabía si era por su propia protección o por la de Meredith pero iba a pegársele como una lapa.

En el piso de arriba, Meredith encendió cuidadosamente la luz del pasillo con el codo. Luego localizaron la segunda puerta a la izquierda, en cuyo interior encontraron a una anciana con aspecto de muñeca. Estaba en el centro exacto de la habitación, descansando sobre un futón. Se incorporó y sonrió cuando entraron. La sonrisa convirtió un rostro arrugado en el rostro de una criatura feliz.

—¡Megumi-chan, Beniko-chan, habéis venido a verme! —exclamó, haciendo una reverencia desde donde estaba sentada.

—Sí —dijo Meredith con cuidado, y depositó la bandeja junto a la anciana—. Hemos venido a verla… señora Saitou.

—¡No juguéis conmigo! ¡Es Inari-chan! ¿O estáis enojadas conmigo?

—Todos estos chans. Pensaba que «Chan» era un hombre chino. ¿No es japonesa Isobel? —susurró Bonnie desde detrás de Meredith.

Lo que no era aquella anciana señora con aspecto de muñeca era sorda. Prorrumpió en carcajadas, alzando las dos manos para taparse la boca como una niña.

—¡Vamos, no me toméis el pelo antes de que coma! ¡Itadaki-masu!

Tomó el cuenco de sopa de miso y empezó a beber.

—Creo que chan es algo que colocas al final del nombre de alguien cuando sois amigos, del modo en que Jimmy decía Isa-chan —dijo Meredith en voz alta—. Y Eeta-daki-mass-u es algo que se dice cuando empieza a comer. Es todo lo que sé.

Una parte de la mente de Bonnie tomó nota de que las «amigas» de la abuela Saitou tenían nombres que empezaban con una M y una B. Otra parte de ella calculaba dónde estaba aquella habitación respecto a las habitaciones que tenía debajo, la de Isobel en especial.

Estaba justo encima.

La diminuta anciana había dejado de comer y la observaba con suma atención.

—No, no, no sois Beniko-chan y Megumi-chan. Lo sé. Pero ellas sí que me visitan a veces, y también lo hace mi querido Nobuhiro. También hacen otras cosas desagradables, pero fui Lriada como doncella del templo… Sé cómo ocuparme de ellas. —Una breve mirada de satisfecha complicidad recorrió su inocente rostro—. Esta casa está poseída, ¿sabéis? —añadió—. Kore ni wa kitsune ga karande isou da ne.

—Lo siento, señora Saitou… ¿qué ha dicho? —preguntó Meredith.

—He dicho que hay un kitsune involucrado de algún modo en esto.

—¿Un kit-su-ni? —repitió Meredith inquisitivamente.

—Un zorro, chica tonta —dijo la anciana alegremente—. Se pueden convertir en lo que deseen, ¿no lo sabes? Incluso en humanos. Vaya, uno podría convertirse en ti y tu mejor amiga no notaría la diferencia.

—¿Así que… una especie de ser zorro, entonces? —preguntó Meredith; pero la abuela Saitou se balanceaba adelante y atrás ahora, con la mirada fija en la pared situada detrás de Bonnie.

—Acostumbrábamos jugar a un juego en corro —dijo—. Todos nosotros en un círculo y uno en el centro, con los ojos vendados. Y cantábamos una canción: Ushiro no shounen daare? ¿A quién tienes detrás? Se lo enseñé a mis hijos, pero creé una cancioncita en inglés para acompañarlo.

Y cantó, con la voz de los muy ancianos o los muy jóvenes, con los ojos clavados inocentemente en Bonnie todo el tiempo.

Zorro y tortuga

una carrera hicieron.

¿Quién es ese que está lejos detrás de ti?

Quienquiera que entrara

en segundo lugar.

¿Quién es ese que está casi detrás de ti?

Sería un buen festín

para el vencedor.

¿Quién es ese que está cerca detrás de ti?

Deliciosa sopa de tortuga

¡para cenar!

¿Quién es ese que está justo detrás de ti?

Bonnie sintió un aliento cálido sobre el cuello. Con una exclamación ahogada, giró en redondo… y chilló. Chilló.

Isobel estaba allí, dejando caer gotas de sangre sobre las esteras que cubrían el suelo. Había conseguido de algún modo evitar que Jim la detuviera y se había escabullido al interior de la tenuemente iluminada habitación del piso de arriba sin que nadie la viera u oyera. En aquellos momentos estaba allí de pie como alguna especie de deformada diosa del piercing, o como la horrenda encarnación de la pesadilla de todos los que se dedicaban al piercing. Llevaba puesta sólo la minúscula parte inferior de un biquini, y, aparte de eso, estaba desnuda salvo por la sangre y las diferentes clases de aros, tachuelas y agujas con que había atravesado los agujeros. Había perforado todas las zonas que Bonnie había oído jamás que pudieran perforarse, y unas cuantas que no se le habrían ocurrido en la vida. Y cada agujero estaba abierto y sangraba.

El aliento de la muchacha era cálido, fétido y nauseabundo… como huevos podridos.

Isobel mostró su rosada lengua y la agitó. No estaba perforada, sino algo peor. Con alguna clase de instrumento había cortado el largo músculo en dos de modo que era bífida como la de una serpiente.

Aquella cosa rosa y bífida lamió la frente de Bonnie.

Bonnie se desmayó.

Matt condujo el coche despacio por el camino casi invisible. No había ningún letrero con el nombre de una calle que lo identificara, advirtió. Ascendieron una pequeña colina y luego descendieron bruscamente al interior de un pequeño claro.

—«Mantente alejado de círculos de hadas —indicó Elena en voz baja, como si efectuara una cita—. Y de viejos robles…»

—¿De qué estás hablando?

—Para el coche.

Cuando lo hizo, Elena fue a colocarse en el centro del claro.

—¿No crees que emite una especie de sensación a hadas?

—No lo sé. ¿Adónde fue esa cosa roja?

—Anda por aquí dentro. ¡La vi!

—También yo… ¿y viste cómo era de mayor tamaño que un zorro?

—Sí, pero no tan grande como un lobo.

Matt soltó un suspiro de alivio.

—Bonnie no quería creerme. Y ¿viste lo de prisa que se movía…?

—Demasiado de prisa para ser algo natural.

—¿Estás diciendo que en realidad no hemos visto nada? —inquirió Matt casi con ferocidad.

—Estoy diciendo que hemos visto algo sobrenatural. Como el insecto que te atacó. Como los árboles, si quieres. Algo que no sigue las leyes de este mundo.

Pero por mucho que buscaron, no pudieron encontrar al animal. Los matorrales y arbustos entre los árboles se alzaban del suelo en un espeso círculo. Pero no había ninguna señal de un agujero o un escondite o una abertura en la espesa maleza.

Y el sol descendía en el cielo. El claro era hermoso, pero no había nada de interés para ellos.

Matt acababa de darse la vuelta para decírselo a Elena cuando vio que ésta se incorporaba a toda prisa, alarmada.

—¿Qué…? —Siguió la dirección de su mirada y entonces se interrumpió.

Un Ferrari amarillo bloqueaba el camino de vuelta a la carretera.

No habían pasado junto a un Ferrari amarillo al entrar. Sólo había espacio para un coche en aquella carretera de un solo carril.

Sin embargo, allí estaba el Ferrari.

Se quebraron ramas a la espalda de Matt. Este giró en redondo.

—¡Damon!

—¿A quién esperabais?

Las Ray-Ban envolventes ocultaban los ojos de Damon por completo.

—No esperábamos a nadie —respondió Matt con un tono agresivo—. Sólo entramos aquí.

Elena sabía que la última vez que él había visto a Damon, cuando habían expulsado a éste del cuarto de Stefan como un perro apaleado, Matt había tenido muchas ganas de darle un puñetazo en la boca. La muchacha pudo percibir que en aquel momento volvía a desearlo.

Pero Damon no era la misma persona que al abandonar la habitación. Elena pudo ver el peligro brotando de él como oleadas de calor.

—Ya veo. Ésta es… vuestra zona privada para… exploraciones privadas —tradujo Damon, y había una insinuación en su voz que a Elena le disgustó.

—¡No! —gruñó Matt.

Elena comprendió que iba a tener que mantenerlo bajo control. Era peligroso hacer enojar a Damon cuando estaba de aquel humor.

—¿Cómo puedes insinuarlo siquiera? —prosiguió Matt—. Elena le pertenece a Stefan.

—Bueno… Nos pertenecemos el uno al otro —contemporizó Elena.

—Por supuesto —dijo Damon—. Un cuerpo, un corazón, una alma.

Por un momento hubo algo allí… una expresión dentro de las Ray-Ban, se dijo ella, que resultaba amenazante.

Sin embargo, el tono de Damon cambió inmediatamente a un murmullo inexpresivo.

—Pero entonces ¿por qué estáis vosotros dos aquí?

Su cabeza, girando para seguir el movimiento de Matt, se movió como un depredador que le sigue la pista a su presa. Había algo más inquietante de lo acostumbrado en su actitud.

—Vimos algo rojo —dijo Matt antes de que Elena pudiera detenerlo—. Algo como lo que vi cuando tuve aquel accidente.

Elena notaba ya un hormigueo corriéndole por los brazos. Sin saber por qué deseó que Matt no hubiese dicho aquello. En aquel claro umbrío y silencioso del bosquecillo de árboles de hoja perenne, se sentía de repente muy pero que muy asustada.

Extendió sus nuevos sentidos al máximo, hasta que los supo distendidos como una prenda de gasa finamente estirada a su alrededor, y percibió la malignidad que había allí, y la sintió ir más allá del alcance de su mente. Al mismo tiempo, percibió cómo los pájaros callaban en un radio muy amplio.

Lo que le resultó más alarmante fue girarse justo entonces, justo cuando cesó el canto de las aves, y encontrarse con que Damon se volvía en ese preciso instante para mirarla. Las gafas de sol le impedían saber qué pensaba él, y el resto de su rostro era una máscara.

«Stefan», pensó sin poderse contener, con nostalgia.

¿Cómo podía haberla dejado… con eso? Sin avisar, sin una idea de cuál era su punto de destino, sin un modo de volver a ponerse en contacto con él jamás… Tal vez tenía sentido para él, con su deseo desesperado de no convertirla en algo que él aborrecía en sí mismo. Pero dejarla con Damon en aquel estado de ánimo, y sin sus anteriores poderes…

«Es culpa tuya —pensó, cortando en seco el torrente de autocompasión—. Fuiste tú la que insistió en lo del sentimiento fraternal. Fuiste tú quien le convenció de que se podía confiar en Damon. Ahora carga con las consecuencias.»

—Damon —dijo—, te he estado buscando. Quería preguntarte… por Stefan. Sin duda sabes que me ha dejado.

—Desde luego. Y diría que por tu propio bien. Me dejó como tu guardaespaldas.

—Entonces ¿le viste hace dos noches?

—Sí.

«Y… por supuesto… no intentaste detenerlo. Las cosas no podrían haber salido mejor para ti», pensó Elena. Jamás había deseado tanto tener las habilidades que poseía como espíritu, ni siquiera cuando fue consciente de que Stefan realmente se había marchado y se encontraba fuera de su tan humano alcance.

—Bueno, pues yo no voy a permitirle que me abandone —dijo, categórica—, por mi propio bien o por cualquier otra razón. Voy a ir tras él; pero primero necesito saber adónde podría haber ido.

—¿Me lo preguntas a mí?

—Sí. Por favor, Damon, tengo que encontrarlo. Le necesito. No… —Empezaba a hacérsele un nudo en la garganta, y tuvo que mostrarse severa consigo misma.

Pero justo entonces reparó en que Matt le susurraba muy quedo:

—Elena, para. Creo que le estamos enfureciendo. Mira al cielo.

La propia Elena lo percibió. A su alrededor el círculo de árboles parecía inclinarse hacia ellos, más oscuros que antes, amenazadores. La joven ladeó la barbilla lentamente, mirando a lo alto. Justo encima de ellos se acumulaban nubes grises, que se amontonaban unas sobre otras, cirrus aplastados por cúmulos, convirtiéndose en nubarrones de tormenta… centrados exactamente sobre el punto en el que estaban ellos.

A ras de suelo habían empezado a formarse pequeños torbellinos que alzaban puñados de pinaza y verdes hojas tiernas de los árboles jóvenes. Elena jamás había visto nada parecido, y aquello inundaba el claro con un olor dulce pero sensual, que recordaba a aceites exóticos y largas y oscuras noches invernales.

Al mirar a Damon, entonces, mientras los torbellinos se alzaban cada vez más altos y el dulce perfume la circundaba, resinoso y aromático, aproximándose hasta que supo que le estaba calando la ropa y estampándose en su misma carne, supo que se había excedido. No podía proteger a Matt.

«Stefan me dijo que confiara en Damon con su nota en mi diario. Stefan sabe más cosas sobre él de las que yo sé —pensó con desesperación—. Pero ambos sabemos lo que Damon quiere, en última instancia. Lo que siempre ha querido. A mí. Mi sangre…»

—Damon —empezó a decir suavemente… y se interrumpió.

Sin mirarla, él extendió una mano con la palma hacia ella.

«Aguarda.»

—Hay algo que tengo que hacer —murmuró.

Se inclinó hacia el suelo, cada movimiento tan inconsciente y económicamente elegante como el de una pantera, y recogió una pequeña rama rota de lo que parecía un vulgar pino de Virginia. La agitó levemente, evaluándola, sopesándola en la mano como para percibir su peso y equilibrio. Parecía más un abanico que una rama.

Elena miraba ahora a Matt, intentando transmitirle con los ojos lo que sentía; principalmente, que lo sentía: sentía haberlo metido en aquello; sentía que él le hubiese importado alguna vez; sentía haberlo mantenido atado a un grupo de amigas que estaban tan íntimamente ligadas a lo sobrenatural.

«Ahora sé un poco de lo que Bonnie debe de haber sentido este último año —pensó—, al ser capaz de ver y predecir cosas sin poseer el menor poder para detenerlas.»

Matt, sacudiendo la cabeza, avanzaba ya sigilosamente hacia los árboles.

«No, Matt. No. ¡No!»

Él no lo comprendía. Ella tampoco, pero intuía que los árboles sólo mantenían las distancias debido a la presencia de Damon allí. Si ella y Matt se aventuraban al interior del bosque; si abandonaban el claro o incluso si permanecían en él demasiado tiempo… Matt pudo ver el miedo en su cara, y su propio rostro reflejó una lúgubre comprensión. Estaban atrapados.

A menos…

—Demasiado tarde —dijo Damon con dureza—. Ya te lo he dicho, hay algo que tengo que hacer.

Aparentemente había encontrado el palo que buscaba. Lo alzó entonces, lo agitó ligeramente, y lo hizo descender con un único movimiento, azotando el aire al hacerlo.

Y Matt se retorció presa de un dolor atroz.

Era una clase de dolor como nunca había imaginado jamás: un dolor que parecía surgir de dentro de sí mismo, pero desde todas partes, cada órgano del cuerpo, cada músculo, cada nervio, cada hueso, liberando una clase distinta de dolor. Los músculos le dolieron y se agarrotaron como si los tensaran hasta la flexión suprema pero los obligaran a flexionarse aún más. En su interior, los órganos le ardían. Sentía cuchillos clavándose en el vientre. Sentía los huesos como cuando se astilló el brazo, a los nueve años, cuando un coche colisionó lateralmente contra el de su padre. Y sus nervios —si existía un interruptor en los nervios con el que se podía pasar de «placer» a «dolor»— habían sido puestos en «suplicio». El contacto de la ropa sobre la piel le resultaba insoportable. Las corrientes de aire, un martirio. Soportó quince segundos de aquello y perdió el conocimiento.

—¡Matt!

Por su parte, Elena había estado paralizada, con los músculos trabados, incapaz de moverse durante lo que pareció una eternidad. Liberada bruscamente, corrió hasta Matt, lo alzó sobre su regazo y lo miró fijamente a la cara.

Luego alzó los ojos.

—Damon, ¿por qué? ¿Por qué?

De improviso reparó en que aunque Matt no estaba consciente, seguía retorciéndose de dolor. Tuvo que controlarse para no chillar las palabras, para limitarse a pronunciarlas con energía.

—¿Por qué haces esto? ¡Damon! Para.

Alzó la vista para mirar al joven vestido totalmente de negro: vaqueros negros con un cinturón negro, botas negras, cazadora de piel negra, cabello negro, y aquellas malditas Ray-Ban.

—Te lo dije —respondió él con indiferencia—. Es algo que necesitaba hacer. Observar. La dolorosa muerte.

—¡Muerte!

Elena se quedó mirando a Damon con incredulidad. Y a continuación empezó a reunir todo su poder, de un modo que le había sido tan fácil e instintivo apenas unos días atrás cuando había estado muda y la gravedad no la afectaba, y que era tan difícil y ajeno a ella en aquellos momentos. Con tono decidido, dijo:

—Si no lo sueltas… ahora mismo… te golpearé con todo lo que tengo.

Él rió. Nunca antes había visto a Damon reír de verdad, no de aquel modo.

—¿Y esperas que note siquiera tu ínfimo poder?

—No me subestimes.

Elena lo sopesó sombría. No era más que el poder intrínseco de cualquier ser humano —el poder que los vampiros tomaban de los humanos junto con la sangre que bebían—, un poder que, desde que se había convertido en un espíritu, sabía cómo usar. Cómo atacar con él.

—Creo que lo notarás, Damon. Suéltalo… ¡AHORA!

—¿Por qué la gente asume siempre que el volumen tendrá éxito donde la lógica no lo tiene? —murmuró Damon.

Elena se lo lanzó.

O al menos se preparó para hacerlo. Efectuó una inhalación profunda, se mantuvo tranquila y se imaginó sosteniendo una bola de fuego blanco, y entonces…

Matt estaba de pie. Parecía que lo hubiesen puesto así a la fuerza y lo sostuviesen allí como un títere; sus ojos se estaban llenando involuntariamente de lágrimas, pero aquello era mejor que verlo retorcerse en el suelo.

—Estás en deuda conmigo —le dijo Damon a Elena con indiferencia—. Me lo cobraré más adelante.

A Matt le habló, con un tono de voz cariñoso, con una de aquellas fugaces.

—Es una suerte para mí que seas un espécimen resistente, ¿verdad?

—Damon.

Elena había visto ya al vampiro con esta postura de «Vamos a jugar con criaturas más débiles», y era el Damon que menos le gustaba. Pero había algo distinto esta vez, algo que no conseguía comprender.

—Vayamos al grano —dijo ella, a la vez que el vello de los brazos y el cabello de la nuca se le volvían a erizar—. ¿Qué es lo que quieres en realidad?

Pero él no le dio la respuesta que esperaba.

—He sido nombrado oficialmente tu guardián. Me ocupo oficialmente de ti. Y, en primer lugar, no creo que debas estar sin mi protección y compañía mientras mi hermano pequeño no está.

—Puedo ocuparme de mí misma —replicó Elena, tajante, haciendo ademán de pasar a la cuestión fundamental.

—Eres una chica bonita. Elementos peligrosos y… —lanzó su fugaz sonrisa— desagradables podrían ir a por ti. Insisto en que tengas un guardaespaldas.

—Damon, justo ahora lo que más necesito es que me protejan de ti. Y lo sabes. ¿De qué va todo esto?

El claro… vibraba. Como si fuese algo orgánico, respiraba. Elena tuvo la sensación de que bajo sus pies —bajo las viejas y resistentes botas de excursionismo de Meredith— el suelo se movía ligeramente, como un enorme animal dormido, y que los árboles eran como un corazón palpitante.

¿De qué? ¿El bosque? Allí había más madera muerta que viva. Y podría jurar que conocía lo bastante bien a Damon como para saber que a él no le gustaban ni los árboles ni los bosques.

Era en momentos como éste cuando Elena deseaba tener alas aún. Alas y el conocimiento: los movimientos de las manos, las Palabras de Poder Blanco, el fuego blanco en su interior que le permitiera saber la verdad sin intentar deducirla, o simplemente lanzar por los aires las cosas molestas de vuelta a Stonehenge.

Parecía que tan sólo conservaba, además de ser una tentación mayor que nunca para los vampiros, su ingenio, que le había funcionado hasta el momento. A lo mejor, si no dejaba que Damon supiese lo asustada que estaba podría suspender el cumplimiento de su sentencia.

—Damon, te agradezco tu preocupación por mí. ¿Te importaría ahora dejarnos a Matt y a mí un momento para que pueda ver si sigue respirando?

Tras el cristal de las Ray-Ban le pareció distinguir un solitario destello rojo.

—Sabía que querrías eso —repuso él—. Y, por supuesto, estás en tu derecho de obtener consuelo tras verte abandonada tan a traición. El boca a boca, por ejemplo.

Elena quiso lanzarle un insulto, pero respondió, con sumo cuidado:

—Damon, si Stefan te nombró mi guardaespaldas, entonces difícilmente podía «abandonarme a traición», ¿verdad? No pueden ser ambas…

—Concédeme tan sólo una cosa, ¿de acuerdo? —dijo Damon con la voz que precede a un «Ten cuidado» o un «No hagas nada que yo no hiciera».

Se hizo el silencio. Las tolvaneras habían dejado de girar. El olor a agujas de pino y resina calentadas por el sol en aquel lugar umbrío hacía que se sintiese lánguida, mareada. El suelo también resultaba cálido, y las agujas de pino estaban todas alineadas, como si el animal que dormitaba tuviese agujas de pino por pelaje. Elena contempló cómo las motas de polvo daban vueltas y centelleaban como ópalos bajo la dorada luz solar. Sabía que no se encontraba en su mejor momento, ni tampoco en el más perspicaz. Finalmente, cuando estuvo segura de que su voz sonaría firme, preguntó:

—¿Qué quieres?

—Un beso.