Mucho más tarde, aquella misma noche, Elena no podía dormir. No quería estar confinada dentro de la Habitación Alta, dijo. Secretamente, a Stefan le preocupaba que quisiera salir y rastrear a los malach que habían atacado el coche. Pero no creía que ella fuese capaz de mentir, en la actualidad, y ella no hacía más que chocar contra la ventana cerrada, repitiéndole monótonamente que tan sólo quería aire. Aire del exterior.
—Deberíamos ponerte algo de ropa.
Pero Elena se mostró desconcertada… y obstinada. «Es de noche… éste es mi vestido para la noche —dijo—. A ti no te gustó mi vestido para el día.» Luego volvió a chocar contra la ventana. Su «vestido para el día» había sido la camisa azul de Stefan, que, atada con un cinturón, se convertía en una especie de camisola muy corta que le llegaba hasta la mitad de los muslos.
En aquellos momentos lo que ella deseaba encajaba con los propios deseos de Stefan tan completamente que éste se sentía… un poco culpable ante la perspectiva. Pero se permitió ser persuadido.
Levitaron sin rumbo, de la mano; Elena, como un fantasma o un ángel con su camisón blanco; Stefan, todo de negro, sintiéndose casi desaparecer allí donde los árboles oscurecían la luz de la luna. Sin saber cómo, acabaron en el Bosque Viejo, donde esqueletos de árboles se mezclaban con las ramas vivas. Stefan expandió sus recientemente mejorados sentidos para cubrir la zona más amplia posible, pero sólo consiguió encontrar a los habitantes normales del bosque, que regresaban lenta y vacilantemente tras haber sido ahuyentados por el latigazo de poder de Damon. Erizos. Ciervos. Zorros, y una pobre raposa con dos cachorros, que no había podido huir debido a sus pequeños. Pájaros. Todos los animales que ayudaban a convertir el bosque en el lugar maravilloso que era.
Nada que pareciera un malach o diera la impresión de que pudiese causar daño.
Empezó a preguntarse si Damon simplemente se había inventado la criatura que le había influenciado. Damon era un mentiroso terriblemente convincente.
«Decía la verdad —tintineó Elena—. Pero o bien es invisible o bien se ha marchado. Debido a ti. A tu poder.»
La miró y la encontró contemplándolo con una mezcla de orgullo y otra emoción que se podía identificar con facilidad…, pero que resultaba alarmante observar al aire libre.
La muchacha ladeó la cabeza hacia arriba, sus líneas clásicas puras y pálidas a la luz de la luna.
Las mejillas estaban sonrojadas por el rubor; y sus labios, levemente fruncidos.
«Ah… diablos», pensó Stefan desenfrenadamente.
—Después de todo por lo que has pasado —empezó a decir, y cometió su primer error.
La sujetó por los brazos. En ese momento, alguna especie de sinergia entre su poder y el de ella empezó a conducirlos hacia arriba, en una espiral muy lenta.
Y podía sentir el calor del cuerpo de Elena. La dulce suavidad de su cuerpo. Ella seguía esperando, con los ojos cerrados, su beso.
«Podemos volver a empezar», sugirió esperanzada.
Y eso era muy cierto. Él deseaba devolverle las sensaciones que ella le había proporcionado en su habitación. Quería abrazarla con fuerza; quería besarla hasta hacerla estremecer. Quería hacer que se derritiera y perdiera el sentido con su beso.
Era capaz de hacerlo. Y no solamente porque uno aprende una o dos cosas sobre las mujeres cuando es un vampiro, sino porque conocía a Elena. Realmente eran uno solo en el fondo, una alma.
«Por favor», tintineó Elena.
Pero ella era tan joven ahora, tan vulnerable con su camisón inmaculadamente blanco, con su piel color crema sonrojándose de antemano. No podía ser correcto aprovecharse de alguien como ella.
Elena abrió los ojos azul violeta, plateados por la luz de la luna, y le miró directamente a la cara.
«¿Quieres comprobar… —Su boca permanecía seria pero había picardía en sus ojos—… cuántas veces puedes hacerme decir por favor?»
«Dios, no.» Pero aquello sonó tan de adulto que Stefan la tomó en sus brazos sin poderse contener. Besó su sedosa cabeza y fue descendiendo, evitando tan sólo su boca de piñón, que seguía crispada en solitaria súplica. «Te amo. Te amo.» Descubrió que casi le estaba aplastando las costillas e intentó soltarse, pero Elena se mantuvo aferrada a él con todas sus fuerzas, sujetando sus brazos sobre ella.
«¿Quieres comprobar —el repiqueteo era el mismo, inocente e ingenuo— cuántas veces puedo hacerte decir por favor a ti?»
Stefan la miró fijamente por un momento. Luego, con una especie de desenfreno en el corazón, cayó sobre su boca y la besó sin aliento, hasta que estuvo tan mareado que tuvo que dejarla ir, uno o dos centímetros.
Luego volvió a mirarla a los ojos. Una persona podía perderse en unos ojos como aquéllos, podía caer para siempre en sus estrelladas profundidades violeta. Quería hacerlo. Pero quería algo más.
—Quiero besarte —musitó, cerca del lóbulo de su oreja derecha, mordisqueándolo.
«Sí.» Ella fue categórica al respecto.
—Hasta que te desmayes en mis brazos.
Percibió cómo todo el cuerpo de la joven se estremecía. Vio cómo los ojos violeta se nublaban, entrecerrándose. Pero ante su sorpresa recibió como respuesta un inmediato, aunque levemente entrecortado, «Sí», pronunciado por Elena en voz alta.
Y eso hizo.
Casi a punto de desmayarse, mientras le recorrían pequeños estremecimientos y grititos que él intentó detener con su propia boca, la besó. Y a continuación, porque era el momento, y porque los estremecimientos empezaban a cobrar un matiz doloroso, y la respiración de Elena era tan rápida y ardua cuando él le permitía respirar que realmente temió que fuese a desmayarse, solemnemente usó su propia uña para abrir una vena en su cuello para ella.
Y Elena, que en una ocasión había sido sólo humana, y le habría horrorizado la idea de beber la sangre de otra persona, se arerró a él con un gemido ahogado de júbilo. Y entonces él sintió su boca cálida sobre la carne del cuello, y la sintió estremecer violentamente, y tuvo la embriagadora sensación de tener a un ser amado succionándole la sangre. Quiso verter todo su ser al exterior ante Elena, darle todo lo que él era o sería jamás. Y supo era así como ella se había sentido al permitirle beber su sangre. Aquél era el vínculo sagrado que compartían.
Le hizo sentir que habían sido amantes desde el principio del universo, desde el primer amanecer de la primera estrella surgida de las tinieblas. Fue algo muy primitivo, y profundamente arraigado en él. Cuando percibió el fluir de su sangre al interior de la boca de Elena, tuvo que sofocar un grito contra los cabellos de la joven. Y luego empezó a musitarle palabras feroces y espontáneas sobre cómo la amaba y cómo jamás se separarían, y expresiones de cariño y otros absurdos que le eran arrancados en una docena de idiomas distintos. Y luego ya no hubo más palabras, únicamente sentimientos.
Y de ese modo ascendieron lentamente en espiral bajo la luz de la luna, con el blanco camisón envolviendo a veces las piernas vestidas de negro de él, hasta que alcanzaron las copas de los árboles, vivos y erguidos pero muertos.
Fue una ceremonia muy solemne y totalmente privada, y se hallaban demasiado sumidos en el gozo para estar atentos a cualquier peligro. Pero Stefan ya lo había comprobado, y sabía que Elena también lo había hecho. No había peligro; sólo estaban ellos dos, flotando y balanceándose con la luna sobre ellos como una bendición.
Una de las cosas más útiles que Damon había aprendido últimamente —más útil que volar, aunque aquello había sido más bien emocionante— era a ocultar por completo su presencia.
Tenía que suprimir todas sus barreras, desde luego. Habrían aparecido en una exploración superficial. Pero eso no importaba, porque si nadie podía verle, nadie podía encontrarle. Y por lo tanto estaba a salvo. Que era lo que había que demostrar.
Pero esa noche, tras salir de la casa de huéspedes, se había marchado al Bosque Viejo para buscar un árbol en el que enfurruñarse.
No era que le importase lo que la escoria humana pensase de él, se dijo con malevolencia. Sería como preocuparse por lo que un pollo pensase de él justo antes de que le retorciera el pescuezo. Y de todas las cosas que menos le importaban, la opininión de su hermano ocupaba el número uno.
Pero Elena había estado allí. E incluso si había comprendido —había hecho esfuerzos para conseguir que los demás comprendieran—, era simplemente demasiado humillante verse expulsado delante de ella.
Así que se había retirado, pensó con amargura, al único refugio al que podía llamar hogar. Aunque eso era un poco ridículo, ya que podría haber pasado la noche en el mejor hotel de Fell's Church (su único hotel) o con cualquier dulce jovencita que hubiera invitado al cansado viajero a entrar a tomar una copa… o un vaso de agua. Habría bastado una oleada de poder para enviar a los padres a la cama, y él podría haber dispuesto de albergue, así como un cálido y bien preparado tentempié, hasta la mañana siguiente.
Pero se sentía en un estado de ánimo malsano, y únicamente quería estar solo. Le asustaba un poco ir de caza. No podría controlarse con un animal aterrorizado en su actual estado anímico. En todo lo que era capaz de pensar era en desgarrar y hacer pedazos, y en hacer que alguien se sintiera muy, pero que muy desdichado.
No obstante, los animales regresaban, advirtió, teniendo buen cuidado de usar sólo sentidos normales y nada que pudiese delatar su presencia. La noche de terror había finalizado para ellos, y tendían a tener una memoria muy corta.
En ese momento, mientras estaba reclinado sobre una rama, deseando que Memo, al menos, hubiese sufrido alguna clase de lesión dolorosa y permanente, «ellos» habían aparecido, Surgidos de la nada, al parecer, Stefan y Elena, cogidos de la mano, flotando como una pareja de felices amantes alados shakespearianos, como si el bosque fuese su casa.
Al principio no había podido creerlo.
Y entonces, justo cuando estaba a punto de invocar truenos y sarcasmos sobre ellos, habían iniciado su escena de amor.
Justo delante de sus ojos.
Ascendiendo incluso hasta su altura, como para restregárselo. Habían empezado a besarse y acariciarse y… más cosas.
Lo habían convertido en un mirón involuntario, aunque, enojado, siguió allí mientras transcurría el tiempo y sus caricias se volvían más apasionadas. Tuvo que apretar los dientes cuando Stefan le ofreció a Elena su sangre. Había querido gritar que hubo un tiempo en que aquella muchacha había sido suya cuando la quería, en que podría haberla dejado sin una gota de sangre y ella habría muerto feliz en sus brazos, en que había obedecido el sonido de su voz instintivamente y el sabor de su sangre la habría hecho alcanzar el cielo en sus brazos.
Como evidentemente le sucedía ahora en los brazos de Stefan.
Aquello fue lo peor. Tuvo que clavarse las uñas en las palmas de las manos cuando Elena se enroscó alrededor de Stefan como una serpiente larga y llena de gracia y apretó la boca contra su cuello, mientras el rostro de Stefan se inclinaba en dirección al cielo, con los ojos cerrados.
«Por el amor de todos los demonios del Infierno, ¿por qué no acaban de una vez?»
Fue entonces cuando advirtió que no estaba solo en su bien elegido y espacioso árbol.
Había alguien más allí, sentado tranquilamente justo a su lado en la enorme rama. Debía de haber aparecido mientras contemplaba absorto la escena de amor y su propia furia, aunque, pese a todo, eso le convertía en muy, muy bueno. Nadie se había acercado a él a hurtadillas de ese modo en más de dos siglos. Tres, tal vez.
La impresión lo hizo caer de la rama… sin poner en acción su capacidad como vampiro para volar.
Un brazo largo y delgado se alargó para atraparlo, para izarlo a lugar seguro, y Damon se encontró mirando a un par de risueños ojos dorados.
«¿Quién diablos eres tú?», envió. No le preocupó la posibilidad de que lo captaran los amantes que retozaban a la luz de la luna. Nada que no fuese un dragón o una bomba atómica podría atraer su atención en aquellos instantes.
«Soy el diablo Shinichi», respondió el otro muchacho. Su pelo era la cosa más rara que Damon había visto desde hacía tiempo. Era liso y brillante, y negro por todas partes excepto por un cerquillo de irregular rojo oscuro. Las puntas del flequillo que se retiró descuidadamente fuera de los ojos finalizaban en un tono carmesí, igual que los pequeños mechones de pelo que le rodeaban el cuello de la camisa…, pues lo llevaba más bien largo. Parecía que lenguas llameantes de fuego le lamieran las puntas, lo que proporcionó un singular énfasis a su respuesta: «Soy el diablo Shinichi». Si alguien podía pasar por un demonio surgido directamente del Infierno, era aquel chico.
Por otra parte, sus ojos eran los ojos totalmente dorados de un ángel. «Casi todo el mundo me llama simplemente Shinichi —añadió con seriedad, mirando a Damon, dejando que aquellos ojos se arrugaran un poco para demostrar que era una broma—. Ahora que tú sabes mi nombre, ¿quién eres tú?»
Damon se limitó a contemplarlo en silencio.