10

Elena se sentía serenamente feliz. Ahora le tocaba a ella.

Stefan usó un afilado abrecartas de madera de encima de su escritorio para hacerse un corte. Elena odiaba verle hacer aquello, así que cerró los ojos con firmeza y sólo volvió a mirar cuando un hilillo de sangre manaba ya de un corte pequeño en su cuello.

—No necesitas tomar mucha… y tampoco deberías —susurró Stefan, y ella sabía que él le decía tales cosas ahora que aún podía decirlas—. ¿No te estoy sujetando demasiado fuerte ni haciéndote daño?

Él estaba siempre tan preocupado. En esta ocasión, fue ella quien le besó.

Y percibió lo extraño que a él le resultaba desear sus besos más de lo que deseaba que ella tomara su sangre. Riendo, Elena lo tumbó de espaldas y revoloteó sobre él. Sabiendo que él pensaba que iba a hacerle rabiar, volvió a centrarse en su cuello. Pero esta vez se fijó a la herida como una lapa y succionó con fuerza, con fuerza, hasta que le hizo decir «por favor» mentalmente. Pero no se dio por satisfecha hasta que le hubo obligado a pronunciar «por favor» también en voz alta.

En la penumbra del coche, a Matt y a Meredith se les ocurrió la idea al mismo tiempo. Ella fue más rápida, pero hablaron casi a la vez.

—¡Soy una idiota! Matt, ¿dónde está el botón para reclinar el respaldo?

—¡Bonnie, tienes que echarle el asiento hacia atrás! ¡Hay una asa pequeña, deberías poder alcanzarla y tirar hacia arriba!

La voz de Bonnie surgía entrecortada.

—Mis brazos… es como si me aguijonearan… los brazos…

—Bonnie —dijo Meredith con voz apagada—, sé que puedes hacerlo. Matt… ¿el asa está justo… debajo… del asiento delantero o…?

—Sí. En el borde. A la una… no, a las dos en punto.

Matt no tuvo aliento para más. Una vez que hubo agarrado el árbol, descubrió que si aflojaba la presión por un instante, éste le presionaba con más fuerza el cuello.

No había elección, se dijo. Aspiró tan profundamente como pudo, empujó hacia atrás sobre la rama, oyendo cómo Meredith gritaba, y se retorció, sintiendo cómo astillas afiladas igual que finos cuchillos de madera le desgarraban la garganta, la oreja y el cuero cabelludo. Se había liberado de la presión en la parte posterior del cuello, pero estaba asombrado de ver cómo aumentaba el volumen del árbol que penetraba en el coche. Su regazo estaba repleto de ramas, y había agujas de árbol amontonadas en gruesas capas por todas partes.

No era de extrañar que Meredith estuviese tan frenética, pensó aturdido, volviendo la cabeza hacia ella. La muchacha estaba casi sepultada por las ramas, y su mano luchaba con algo que tenía en la garganta, pero le vio.

—¡Matt… hazlo… con tu asiento! ¡Rápido! Bonnie, sé que puedes.

Matt hurgó y se abrió paso por entre las ramas, luego buscó a tientas el asa que haría caer hacia atrás el respaldo de su asiento. El asa no quería moverse a causa de las ramitas duras que la rodeaban, mullidas y difíciles de partir. Las retorció y las quebró salvajemente.

El respaldo de su asiento cayó, y él se escabulló por debajo del enorme brazo-rama… si es que aún podía llamarlo así, ya que el coche estaba ahora lleno de enormes ramas similares. Entonces, justo cuando alargaba la mano para ayudar a Meredith, el asiento de ésta se reclinó también hacia atrás.

Ella cayó con él, lejos del árbol, dando boqueadas. Por un instante se limitó a permanecer inmóvil. Luego acabó de arrastrarse por completo al asiento trasero, llevándose con ella a una figura envuelta en agujas de árbol. Cuando habló, su voz era ronca y su enunciación, todavía lenta.

—Matt. Bendito seas… por tener… este rompecabezas… de coche.

Pateó el asiento delantero para que volviera a su posición, y Matt la imitó.

—Bonnie —dijo Matt aturdido.

Bonnie no se movió. Muchas diminutas ramas seguían enroscadas a ella, atrapadas en la tela de la camisa, enredadas en sus cabellos.

Meredith y Matt empezaron a estirar de ellas. Allí donde las ramas se soltaban, dejaban verdugones o diminutas heridas de pinchazos.

—Parece que estuviesen intentando introducirse en ella —dijo Matt, mientras le arrancaba una larga rama que dejaba agujeritos ensangrentados tras ella.

—¿Bonnie? —llamó Meredith; ella trataba de desenredar las ramas de los cabellos de la muchacha—. ¿Bonnie? Vamos, arriba. Mírame.

Los temblores volvieron a empezar en el cuerpo de Bonnie, pero ésta dejó que Meredith la girara hacia arriba.

—No creí que pudiera hacerlo.

—Me has salvado la vida.

—Estaba tan asustada…

Bonnie se puso entonces a llorar sobre el hombro de Meredith.

Matt miró a Meredith en el preciso instante en que la luz del techo parpadeó hasta apagarse. Lo último que vio fueron los ojos oscuros de la muchacha, que tenían una expresión que de repente le produjo aún más ganas de vomitar. Miró por las tres ventanas que ahora podía ver desde el asiento trasero.

Habría sido difícil ver nada. Pero aquello que buscaba presionaba directamente contra el cristal. Agujas de pino. Ramas. Todo bien compacto sobre cada centímetro de las ventanas.

Sin embargo, Meredith y él, sin necesidad de decir nada, alargaron sus manos hasta las manecillas de las portezuelas traseras, que chasquearon, se abrieron apenas un centímetro, y luego volvieron a cerrarse violentamente.

Meredith y Matt se miraron. Meredith volvió a mirar abajo y empezó a arrancarle más ramitas a Bonnie.

—¿Te duele?

—No. Sólo un poco…

—Estás temblando.

—Hace frío.

Hacía frío ahora. A través de las ramas que cubrían la ventanilla, Matt pudo oír el viento que soplaba en el exterior. Silbaba como si atravesara muchas ramas. También se oía el crujido de madera, sorprendentemente fuerte y absurdamente rnuy por encima de sus cabezas. Parecía una tormenta.

—¿Qué diablos ha sido eso? —estalló, pateando el asiento delantero con ferocidad—. ¿Eso que me ha obligado a dar ese brusco volantazo en la carretera?

La oscura cabeza de Meredith se alzó despacio.

—No lo sé; yo estaba a punto de subir la ventanilla. Sólo lo vi fugazmente.

—Apareció justo en medio de la carretera.

—¿Un lobo?

—No había nada y de repente estaba allí.

—Los lobos no son de ese color. Era rojo —dijo Bonnie, rotunda, alzando la cabeza del hombro de Meredith.

—¿Rojo? —Meredith sacudió la cabeza negativamente—. Era demasiado grande para ser un zorro.

—Creo que tiene razón: era rojo —dijo Matt.

—Los lobos no son rojos… ¿Qué hay de los hombres lobo? ¿Tiene Tyler Smallwood parientes pelirrojos?

—No era un lobo —repuso Bonnie—. Estaba… al revés.

—¿Del revés?

—Su cabeza estaba en el lugar equivocado. O eso o tenía una cabeza en cada extremo.

—Bonnie, me estás asustando, en serio —dijo Meredith.

Matt no quería admitirlo, pero la muchacha también lo estaba asustando a él. Porque lo poco que había visto del animal se parecía a la misma clase de figura deforme que Bonnie describía.

—Tal vez es sólo que lo vimos desde un ángulo extraño —dijo, mientras Meredith indicaba:

—Podría haber sido tan sólo algún animal asustado por…

—Por ¿qué?

Meredith alzó los ojos hacia el techo del coche. Matt siguió su mirada. Muy despacio, con un crujido metálico, el techo se abolló. Y una segunda vez. Daba la impresión de que algo muy pesado se estuviera apoyando en él.

Matt se maldijo.

—Mientras estaba en el asiento delantero, ¿por qué no apreté el acelerador a fondo…? —Miró con ansiedad a través de las ramas, intentando distinguir el acelerador y el contacto—. ¿Podéis ver si las llaves aún están ahí?

—Matt, hemos caído en una zanja. Y además, si hubiese servido de algo, yo te habría dicho que pisaras el acelerador.

—¡Esa rama te habría arrancado la cabeza!

—Es cierto —se limitó a responder Meredith.

—¡Te habría matado!

—Si hubiese servido para conseguir sacaros a vosotros dos, lo habría sugerido. Pero estabais atrapados mirando de lado; yo estaba mirando al frente. Ya estaban aquí; los árboles. Por todas partes.

—¡Eso… no es… posible!

Matt golpeó el asiento delantero para dar más énfasis a cada palabra.

—¿Es esto posible?

El techo volvió a crujir.

—¡Dejad de pelear… vosotros dos! —dijo Bonnie, y la voz se le quebró en un sollozo.

Sonó una explosión parecida a un disparo y el coche se hundió de improviso hacia atrás y a la izquierda.

Bonnie dio un respingo.

—¿Qué ha sido eso?

Silencio.

—… un neumático al reventarse —dijo Matt por fin.

No confiaba en su propia voz. Miró a Meredith.

Lo mismo hizo Bonnie.

—Meredith…, las ramas están ocupando el asiento delantero. Apenas puedo ver la luz de la luna. Todo está quedando muy oscuro.

—Lo sé.

—¿Qué vamos a hacer?

Matt podía ver la tremenda tensión y frustración que asolaba el rostro de Meredith. Sin embargo, su voz sonó sosegada cuando dijo:

—No lo sé.

Con Stefan todavía estremeciéndose, Elena se enroscó como un gato flotando sobre la cama. Le sonrió, una sonrisa drogada de placer y amor. El pensó en agarrarla por los brazos, tirar de ella hacia abajo, y volver a empezar.

Hasta ese punto lo había enloquecido ella. Porque él sabía —muy bien, y por experiencia— el peligro con el que coqueteaban. Si seguían así, Elena sería el primer espíritu-vampiro, igual que había sido el primer vampiro-espíritu que él había conocido.

«¡Pero mírala!» Se escabulló de debajo de ella como hacía en ocasiones y se limitó a contemplarla, sintiendo cómo su corazón latía violentamente ante aquella visión. Su cabello, auténticamente dorado, caía como seda sobre la cama. Su cuerpo, a la luz de la única y pequeña lámpara de la habitación, parecía perfilado en oro. Verdaderamente parecía flotar y moverse y dormir en una neblina dorada. Era aterrador. Para un vampiro, era como haber llevado un sol vivo a su cama.

Se encontró reprimiendo un bostezo. También le provocaba eso, como una inconsciente Dalila arrebatándole la fuerza a Sansón. Hipercargado como debía de estar por su sangre, también se sentía deliciosamente adormilado. Pasaría una cálida noche en —o bajo— sus brazos.

En el coche de Matt la oscuridad no hacía más que aumentar a medida que los árboles seguían impidiendo el paso a la luz de la luna. Durante un tiempo intentaron chillar pidiendo ayuda. No sirvió de nada, y además, como señaló Meredith, necesitaban conservar el oxígeno del coche. Así que volvieron a permanecer sentados y callados.

Finalmente, Meredith introdujo la mano en el bolsillo de sus vaqueros y sacó un llavero del que colgaba una linterna diminuta. Su luz era azul. La encendió y todos se inclinaron al frente. Que una cosa tan pequeña significase tanto, se dijo Matt.

Los asientos delanteros empezaban a presionarlos.

—Bonnie —dijo Meredith—; nadie nos oirá chillar aquí. Si alguien pudiese oírnos, habría oído el neumático y habría pensado que era un disparo.

Bonnie sacudió la cabeza como si no quisiera escuchar. Seguía quitándose agujas de pino de la carne.

«Tiene razón. Estamos a kilómetros de nadie», pensó Matt.

—Hay algo muy malo aquí —dijo Bonnie.

Habló con voz calmada, pronunciando las palabras una a una, como guijarros arrojados a un estanque.

Matt se sintió repentinamente más lúgubre.

—¿Cómo… de malo?

—Es tan malo que es… Nunca antes había percibido nada como esto. Ni cuando mataron a Elena, ni de Klaus, ni en ningún otro momento. Jamás he sentido nada tan malo como esto. Es tremendamente malo, y fuerte. No creía que nada pudiese ser tan fuerte. Ejerce presión sobre mí, y tengo miedo…

Meredith la interrumpió.

—Bonnie, sé que las dos sabemos que sólo existe un modo de salir de esto…

—¡No hay modo de salir de esto!

—… sé que tienes miedo…

—¿A quién podemos llamar? Podría hacerlo… si hubiese alguien a quien llamar. Puedo contemplar fijamente tu pequeña linterna e intentar fingir que es una llama y hacerlo…

—¿Entrar en trance? —Matt dirigió una aguda mirada a Meredith—. Se supone que no debe volver a hacer eso nunca más.

—Klaus está muerto.

—Pero…

—¡No hay nadie que pueda oírme! —chilló Bonnie y luego prorrumpió por fin en enormes sollozos—. ¡Elena y Stefan están demasiado lejos, y probablemente estén dormidos ya! ¡Y no hay nadie más!

Los tres estaban siendo ya empujados unos contra otros, a medida que las ramas presionaban los asientos hacia atrás sobre ellos. Matt y Meredith estaban lo bastante cerca como para mirarse directamente por encima de la cabeza de Bonnie.

—Esto—dijo Matt, sobresaltado—. Esto… ¿estamos seguros de eso?

—No —respondió Meredith, y sonó a la vez lúgubre y esperanzada—. ¿Recuerdas esta mañana? No podemos estar seguros. De hecho, yo estoy convencida de que sigue por ahí en alguna parte.

Ahora fue Matt quien sintió náuseas, y Meredith y Bonnie no tenían buen aspecto en la ya irreal luz azul.

—Y… justo antes de que esto sucediera, estábamos hablando sobre aquello…

—… básicamente, sobre lo que sucedió para cambiar a Elena…

—… fue todo culpa suya.

—En el bosque.

—Con una ventanilla abierta.

Bonnie siguió sollozando.

Matt y Meredith, no obstante, habían efectuado un silencioso acuerdo mediante contacto visual. Meredith dijo, con gran dulzura:

—Bonnie, lo que dijiste que harías; bien, pues vas a tener que hacerlo. Intenta ponerte en contacto con Stefan, o despertar a Elena o… o disculparte con… Damon. Probablemente lo último, me temo. Él jamás ha parecido querer vernos a todos muertos, y debe de saber que no le ayudará con Elena matar a sus amigos.

Matt gruñó, escéptico:

.—Puede que no nos quiera matar a todos, pero podría aguardar hasta que alguno de nosotros esté muerto para salvar a los otros. Jamás he conf…

Tú jamás le has deseado ningún daño —interpuso Meredith en voz más alta.

Matt la miró con un pestañeo y luego calló. Se sentía como un idiota.

—Así que, bueno, la linterna está encendida —dijo Meredith, e incluso en aquella crisis, su voz era firme, rítmica, hipnótica.

La patética luz era tan preciosa, además. Era todo lo que tenían para impedir que la oscuridad se volviera absoluta.

Porque en ese momento, se dijo Matt, sería cuando a toda la luz, a todo el aire, a todo lo procedente del exterior se le hubiera cerrado totalmente el paso, por la presión de los árboles. Y para entonces la presión habría hecho pedazos sus esqueletos.

—¿Bonnie?

La voz de Meredith era la voz de una hermana mayor que acude al rescate de su hermana pequeña. Tierna. Controlada.

—¿Puedes intentar fingir que es la llama de una vela… la llama de una vela… la llama de un vela… y luego intentar entrar en trance?

—Ya estoy en trance.

La voz de Bonnie era más bien distante: lejana y casi resonante.

—Entonces pide ayuda —dijo Meredith con suavidad.

Bonnie susurraba ya, una y otra vez, a todas luces ajena al mundo que la rodeaba:

—Por favor, ven a ayudarnos. Damon, si puedes oírme, por favor acepta nuestras disculpas y ven. Nos diste un susto terrible, y estoy segura de que lo merecíamos, pero, por favor, por favor, ayúdanos. Duele, Damon. Nos duele tanto que podría gritar. Pero en vez de eso estoy poniendo toda esa energía en llamarte. Por favor, por favor, por favor, ayúdanos…

Durante cinco, diez, quince minutos siguió con ello, mientras las ramas crecían, encerrándolos con su dulce aroma a resina. Se mantuvo en trance durante mucho más tiempo del que Matt había creído jamás que ella pudiese aguantar.

Entonces la luz se apagó. Después de eso no se oyó más sonido que el susurro de los pinos.

Aquella técnica era digna de admiración.

Damon volvía a estar repantigado en el aire, aún más alto en esta ocasión que cuando había penetrado por la ventana del tercer piso de Caroline. Seguía sin conocer los nombres de los árboles, pero eso no lo detuvo. La rama en la que estaba era como tener un asiento de palco sobre el drama que se desarrollaba abajo. Empezaba a sentirse un poco aburrido, ya que nada nuevo sucedía en el suelo. Había abandonado a Damaris un poco antes, aquella misma noche, cuando ella se había vuelto aburrida, hablando sobre matrimonio y otros temas que él deseaba evitar. Como el actual esposo de la muchacha. Aburrido. Se había marchado sin comprobar realmente si ella se había convertido en vampiro; se inclinaba a pensar que sí, pero ¿no sería eso toda una sorpresa cuando su maridito regresara a casa? Sus labios temblaron casi a punto de esbozar una sonrisa.

A sus pies, la representación casi había alcanzado su punto culminante.

Y realmente había que admirar aquella técnica. Cazando en grupo. No tenía ni idea de qué clase de pequeñas criaturas desagradables estaban manipulando los árboles, pero, como los lobos y las leonas, parecían haberlo convertido en un arte. Trabajando juntas para capturar una presa que era demasiado veloz y demasiado bien acorazada para que ellas solas pudiesen conseguirlo. En este caso, un coche.

El bello arte de la cooperación. «Es una lástima que los vampiros seamos tan solitarios —pensó—. Si pudiésemos cooperar, seríamos los amos del mundo.»

Pestañeó somnoliento, y luego lanzó una sonrisa radiante a nada en absoluto. «Desde luego, si pudiésemos hacer eso… digamos, tomar una ciudad y repartirnos a los habitantes… acabaríamos repartiéndonos unos a otros. Dientes, uñas y Poder se blandirían igual que la hoja de una espada, hasta que no quedase otra cosa que jirones de carne estremecida y entrañas manando sangre.»

«Una imaginería agradable, no obstante», se dijo, y dejó que los párpados se cerraran para apreciarla. Artístico. Sangre en charcos escarlata, mágicamente lo bastante líquida aún para descender por los escalones de blanco mármol de… bueno, digamos, el Kalimarmaro de Atenas. Toda una ciudad silenciada, purgada de humanos ruidosos, caóticos e hipócritas, dejando sólo sus partes necesarias: unas cuantas arterias para extraer el dulce material rojo en cantidad. La versión vampírica de la tierra de la leche y la miel.

Volvió a abrir los ojos irritado. Las cosas se tornaban ruidosas allí abajo. Humanos que chillaban. ¿Por qué? ¿De qué servía? El conejo siempre chilla en las fauces del zorro, pero ¿cuándo ha corrido jamás otro conejo a salvarlo?

«Ahí está, un nuevo proverbio, y prueba de que los humanos son tan estúpidos como los conejos», pensó, pero le habían estropeado el estado de ánimo. Su mente se abstrajo, pero no era simplemente el ruido lo que le molestaba. Leche y miel, eso había sido… un error. Pensar en eso había sido un error garrafal. La piel de Elena había sido leche pura aquella noche, hacía una semana, de un blanco cálido, tibio, incluso a la luz de la luna. Los brillantes cabellos en sombras habían sido como miel derramada. A Elena no le gustaría ver el resultado de la caza en jauría de esa noche. Vertería lágrimas que serían como cristalinas gotas de rocío, y que olerían a sal.

De improviso Damon se puso en tensión. Envió una furtiva sonda de Poder a su alrededor, un círculo de radar.

Pero no rebotó nada en respuesta, sólo los estúpidos árboles a sus pies. Lo que fuera que orquestaba aquello era invisible.

«Bien, pues. Probemos esto», pensó. Concentrándose en toda la sangre que había bebido en los últimos días, emitió una avalancha de Poder puro, como el Vesubio entrando en erupción con una mortífera explosión piroclástica. Le rodeó por completo, en todas direcciones; una burbuja de Poder moviéndose a ochenta kilómetros por hora igual que gas sobrecalentado.

Porque estaba de vuelta. Increíblemente, el parásito intentaba volverlo a hacer, penetrar en su mente. Tenía que ser eso.

Arrullándolo, supuso, masajeándole la nuca con distraída furia, mientras sus compañeros de jauría acababan con la presa que tenían en el coche. Musitándole cosas en la mente para mantenerlo quieto, tomando sus propios pensamientos oscuros y devolviéndoselos un tono o dos más oscuros, tratando de que volviera a matar por el puro y siniestro placer aterciopelado de hacerlo.

Ahora la mente de Damon estaba fría y furiosamente sombría. Se incorporó, desperezando los doloridos brazos y hombros, y luego buscó con cuidado, no con un simple círculo de radar, sino con un estallido de Poder tras cada estocada, sondeando mentalmente para localizar al parásito. Tenía que estar allí fuera; los árboles seguían con su tarea. Pero no consiguió encontrar nada, incluso a pesar de que había usado el método más rápido y eficiente de explorar que conocía: un millar de estocadas al azar por segundo en una pauta de búsqueda en zigzag. Debería haber localizado un cuerpo muerto al instante. Pero no había encontrado nada.

Eso lo enfureció aún más, pero había un dejo de excitación en su furia. Había querido una pelea, una oportunidad de matar en la que la cacería hubiese valido la pena. Y ahora tenía un adversario que reunía todos los requisitos… y no podía matarlo porque no era capaz de encontrarlo. Envió un mensaje, que titilaba lleno de ferocidad, en todas direcciones.

«Ya te he advertido en una ocasión. Ahora TE DESAFÍO. Muéstrate… ¡O SI NO MANTENTE ALEJADO DE MÍ!»

Acumuló poder, más y más poder, pensando en todos los mortales que habían contribuido a él. Lo retuvo, nutriéndolo, moldeándolo para el propósito que quería darle, y aumentando su poder con todo lo que su mente conocía sobre pelear y el arte y la pericia de la guerra. Retuvo el poder hasta que pareció que sostuviera una bomba nuclear en los brazos. Y luego lo soltó todo a la vez, una explosión que marchaba a toda velocidad en la dirección opuesta, alejándose, acercándose a la velocidad de la luz.

Ahora, sin duda, percibiría los últimos estertores de alguna cosa enormemente poderosa y astuta; algo que se las había arreglado para sobrevivir a sus bombardeos anteriores diseñados únicamente para criaturas sobrenaturales.

Damon expandió los sentidos hasta su máximo alcance, aguardando para oír o percibir algo que se hacía añicos, que entraba en combustión; algo quedándose ciego con su propia sangre, que caía a poca distancia, de una rama, del aire, de alguna parte. En algún lugar una criatura debería haberse desplomado al suelo o haberlo arañado con enormes zarpas parecidas a las de un dinosaurio; una criatura medio paralizada y completamente condenada a la muerte, cocida de dentro a fuera. Pero aunque pudo percibir cómo el viento se elevaba hasta convertirse en un aullido y enormes nubes negras se congregaban sobre él en respuesta a su propio estado de ánimo, siguió sin poder percibir ninguna criatura siniestra lo bastante cerca como para haberse introducido en sus pensamientos.

¿Hasta qué punto era fuerte aquella cosa? ¿De dónde procedía?

Justo por un momento, un pensamiento pasó raudo por su mente. Un círculo. Un círculo con un punto en el centro. Y el círculo era el estallido que él había lanzado en todas direcciones, y el punto era el único lugar que su estallido no había alcanzado. Dentro de él ya…

¡Un chasquido! De improviso sus pensamientos se quedaron en blanco. Y luego empezó, indolentemente, un tanto desconcertado, a intentar juntar los pedazos rotos. Había estado pensando en el estallido de poder que había lanzado, ¿sí? Y en el modo en que había esperado sentir que algo caía y moría.

Diablos, ni siquiera podía percibir en el bosque animales corrientes más grandes que un zorro. Aunque su barrido de poder se había efectuado con cuidado para afectar únicamente a criaturas de su clase de oscuridad, los animales corrientes se habían asustado tanto que habían huido enloquecidos de la zona. Atisbo el suelo. Hum. Salvo los árboles alrededor del coche; y éstos no iban a por él. Además, fuesen lo que fuesen, no eran más que peones de un asesino invisible. No eran realmente conscientes… no dentro de los límites que había dispuesto con tanto cuidado.

¿Podría haber estado equivocado? La mitad de su furia había sido para sí mismo, por ser tan descuidado, estar tan bien alimentado y seguro de sí mismo que había bajado la guardia.

Bien alimentado… «Eh, a lo mejor estoy borracho —pensó, y volvió a sonreír al vacío, sin siquiera pensar en ello—. Borracho y paranoico y con los nervios en tensión. Bebido y cabreado.»

Se relajó contra el árbol. El viento chillaba ahora, arremolinado y helado; el cielo estaba lleno de negros nubarrones que no dejaban pasar ni una pizca de luz de la luna o las estrellas. Ujsto la clase de tiempo que le encantaba.

Seguía estando tenso, pero no podía encontrar ningún motivo para estarlo. La única alteración en el aura del bosque eran los grititos de una mente que chillaba dentro del coche, como una ave atrapada con una única nota. Esa sin duda era la chica menuda, la pelirroja con aquel cuello delicado. La que había estado gimoteando sobre que la vida cambiaba demasiado.

Damon se apoyó un poco más contra el árbol. Había seguido el coche con la mente debido a un ausente interés. No era culpa suya que los hubiese pescado hablando de él, aunque ello sí rebajaba un tanto sus posibilidades de rescate.

Pestañeó lentamente.

Era curioso que hubiesen tenido un accidente intentando no atrepellar a una criatura aproximadamente en la misma zona en la que él había estado a punto de estrellar el Ferrari intentando atrepellar a una. Era una lástima que no hubiese podido alcanzar a ver la criatura de aquellos chicos, pero los árboles eran demasiado espesos.

La pelirroja volvía a llorar.

«Bien, ¿quieres un cambio ahora o no, brujita? Decídete. Tienes que pedirlo amablemente.

»Y luego, claro, yo tengo que decidir qué clase de cambio obtienes.»