Damon conducía sin rumbo fijo cuando vio a la chica.
Estaba sola, andando por un lado de la calle; sus cabellos castañorrojizos ondeaban al viento, y llevaba los brazos cargados de paquetes.
Damon actuó inmediatamente como un caballero. Dejó que el coche fuera frenando con suavidad hasta detenerse, aguardó a que la muchacha diera unas cuantas zancadas hasta alcanzarlo —che gambel— y luego saltó fuera y se apresuró a abrir la portezuela del copiloto para ella.
Su nombre, según le dijo ella, era Damaris.
A los pocos instantes el Ferrari volvía a estar en la carretera, a tal velocidad que los cabellos castañorrojizos de Damaris ondeaban tras ella como un estandarte. Era una joven que merecía totalmente los mismos halagos seductores que llevaba dispensando durante todo el día; y eso le iba bien, pensó él lacónicamente, ya que su imaginación se estaba agotando.
Halagar a aquella criatura deliciosa, con su aureola de cabellos de un dorado rojizo y tez tan blanca como la leche, no precisaría de la menor imaginación. No esperaba problemas por parte de ella, y planeó retenerla junto a él hasta la mañana siguiente.
«Veni, vidi, vinci», pensó, y lanzó una sonrisa picara. Luego rectificó: «Bueno, a lo mejor no la he conquistado aún, pero apostaría mi Ferrari a que lo hago».
Pararon junto a una «glorieta con un paisaje pintoresco». Cuando Damaris dejó caer el bolso y se inclinó para recogerlo, él se deleitó observando su nuca, donde aquellos cabellos rojizos resultaban asombrosamente delicados en contraste con la blancura de la piel.
Le había besado la nuca en ese mismo instante, de un modo impulsivo, y la encontró tan suave como la piel de un bebé… y cálida en contacto con los labios. Le había concedido una total libertad de acción, interesado en ver si lo abofetearía, pero en su lugar ella se había limitado a erguirse y tomar unas pocas y trémulas bocanadas de aire antes de permitir que la tomara en sus brazos y la besara, convirtiéndola en una temblorosa, acalorada y vacilante criatura; sus ojos azul oscuro suplicaban e intentaban resistirse al mismo tiempo.
—No debería haberte dejado hacerlo. No vuelvas a hacerlo. Quiero irme a casa ahora mismo.
Damon sonrió. Su Ferrari estaba a salvo.
El consentimiento final de la joven resultaría particularmente agradable, pensó mientras proseguían el viaje. Si resultaba tan bien como parecía estar haciéndolo, incluso podría quedársela unos cuantos días, podría incluso «cambiarla».
En aquellos instantes, sin embargo, se veía afectado por un inexplicable desasosiego interior. Era Elena, por supuesto. Estar tan cerca de ella en la casa de huéspedes y no atreverse a exigir tener acceso a ella, debido a lo que él podría hacerle. «Ah, diablos, lo que debería haber hecho ya», pensó con repentina vehemencia. Stefan tenía razón… percibió algo raro en sí mismo.
Se sentía contrariado hasta un punto que nunca habría imaginado. Lo que debería haber hecho era aplastar la cara de su hermanito contra el polvo, retorcerle el pescuezo como a una ave de corral, y luego subir aquella escalera destartalada y angosta para tomar a Elena, tanto si ésta quería como si no. No lo había hecho antes por algún estúpido motivo, como importarle que ella chillase y forcejease mientras él alzaba su barbilla incomparable y enterraba los inflamados y doloridos colmillos en aquella garganta blanca como una azucena.
Había un ruido constante dentro del coche.
—… ¿no crees? —decía Damaris.
Enojado y demasiado ocupado con su fantasía para revisar lo que su mente podía haber escuchado de lo que ella decía, la desconectó, y ella se quedó callada al instante. Damaris era preciosa pero una stomata… una cabeza de chorlito. Ahora la muchacha permanecía sentada con los cabellos rojizos ondeando al viento, pero con mirada inexpresiva y las pupilas contraídas, totalmente inmóvil.
Y todo para nada. Damon emitió un sonido sibilante de exasperación. No podía regresar a su ensoñación; incluso en silencio, los sonidos imaginados de Elena sollozando se lo impedían.
Pero no habría más sollozos una vez que él la hubiese convertido en vampira, le sugirió una vocecita en su mente. Damon ladeó la cabeza y se recostó en el asiento, con tres dedos sobre el volante. En una ocasión había intentado convertirla en su princesa de la oscuridad… ¿por qué no intentarlo otra vez? Le pertenecería totalmente, y si él tenía que renunciar a la sangre mortal de la joven… bueno, no es que estuviera consiguiendo demasiado en la actualidad, ¿verdad?, dijo la insinuante voz. Elena, pálida y refulgiendo con una aura vampírica de Poder, el pelo de un dorado casi blanco, con un vestido negro sobre la piel lustrosa. Esa era una imagen capaz de acelerar el corazón de cualquier vampiro.
La deseaba más que nunca ahora que había sido un espíritu. Como vampira, incluso, mantendría la mayor parte de su propia naturaleza, y ya podía imaginársela: la luz de la muchacha para su oscuridad, su suave blancura en sus brazos fornidos, enfundados en una chaqueta negra. Acallaría aquella boca exquisita con besos, la silenciaría con ellos…
¿En qué estaba pensando? Los vampiros no besaban de aquel modo por placer; y menos todavía a otros vampiros. La sangre, la caza lo era todo. Besar más allá de lo que fuese necesario para conquistar a la víctima carecía de sentido; no podía conducir a nada. Únicamente idiotas sentimentales como su hermano se molestaban en tales estupideces. Una pareja de vampiros podían compartir la sangre de una víctima mortal, atacando a la vez, controlando juntos la mente de la víctima… y unidos además en un vínculo mental. Ese era su modo de conseguir placer.
Con todo, Damon descubrió que le excitaba la idea de besar a Elena, de obligarla a aceptar sus besos, de sentir cómo su desesperación por huir de él cesaba… con la pequeña vacilación que aparecía justo antes de la respuesta, antes de entregarse completamente a él.
«Quizá me estoy volviendo loco», pensó, intrigado. Encontró cierto atractivo en la idea. Hacía siglos que no sentía aquella clase de excitación.
«Mucho mejor para ti, Damaris», pensó. Había llegado al punto donde la calle Sycamore atravesaba brevemente por el Bosque Viejo, y la carretera allí era sinuosa y peligrosa. A pesar de eso, se encontró girando la cabeza hacia Damaris para volverla a despertar, advirtiendo con aprobación que los labios de la muchacha eran de un suave color cereza natural, sin lápiz de labios. La besó levemente, luego aguardó para evaluar la respuesta.
Placer. Podía ver cómo su mente se tornaba dúctil y predispuesta con el beso.
Echó una ojeada a la carretera, y luego volvió a probarlo, alargando esta vez el beso. Se sintió eufórico con la respuesta, con la de ambos. Resultaba sorprendente. Debía de estar relacionado con la cantidad de sangre que había tomado, más que nunca en un único día, o la combinación…
De pronto tuvo que apartar su atención de Damaris y centrarse en la conducción. Un animal pequeño y rojizo había aparecido como por arte de magia en la carretera frente a él. Damon por lo general esquivaba a conejos, puercoespines o animales parecidos que se cruzaban en su camino, pero aquél le había fastidiado en un momento crucial. Agarró el volante con ambas manos, los ojos negros y fríos como hielo glacial en las profundidades de una caverna, y marchó derecho a por la criatura rojiza.
Tampoco era tan pequeña… Habría un buen topetazo.
—Agárrate —murmuró a Damaris.
En el último instante la criatura de color rojo se hizo a un lado. Damon giró violentamente el volante para seguirla, y a continuación se encontró de cara con una cuneta. Únicamente los reflejos sobrenaturales de un vampiro —y la afinadísima respuesta de un vehículo muy caro— podrían haberlos mantenido fuera de la zanja. Por suerte, Damon poseía ambas cosas, lo que les hizo girar en redondo en un círculo muy cerrado, con los neumáticos chirriando y humeando a modo de protesta.
Y no hubo topetazo.
Damon saltó ágilmente por encima de la portezuela del coche y miró a su alrededor. Fuese lo que fuese, había desaparecido tan misteriosamente como había aparecido.
Sconosciuto. Misterioso.
Deseó no tener que conducir en dirección al sol; la intensa luz de la tarde disminuía mucho su agudeza visual. Pero había alcanzado a ver fugazmente aquello cuando lo tuvo cerca, y le pareció deformado. Puntiagudo en un extremo y en forma de abanico en el otro.
Ah, bueno.
Volvió hacia el coche, donde Damaris padecía un ataque de histeria. No estaba de humor para mostrarse cariñoso con nadie, así que simplemente volvió a dormirla. Ella se desplomó hacia atrás en el asiento; las lágrimas todavía resbalaban por sus mejillas.
Damon subió de nuevo al coche sintiéndose contrariado. Pero ahora sabía lo que quería hacer ese día. Quería encontrar un bar —o un sórdido bar de mala muerte o uno inmaculado y caro— y quería encontrar a otro vampiro. Siendo Fell's Church un lugar tan popular en el mapa de las líneas de energía, eso no tendría que ser difícil de hallar en los alrededores. Vampiros y otras criaturas de la oscuridad se veían atraídos a los lugares que ofrecían alicientes igual que moscas a la miel.
Y además necesitaba una pelea. Una pelea totalmente injusta; Damon sabía que era el vampiro más fuerte que quedaba, y además estaba atiborrado de un cóctel de sangre de las doncellas más refinadas de Fell's Church. No le importaba nada. Tenía ganas de descargar su frustración en algo, y —con aquella sonrisa suya inimitable e incandescente al vacío— supo que algún hombre lobo, vampiro o espíritu necrófago estaba a punto de encontrar su descanso eterno. Tal vez más de uno, si tenía la suerte de encontrarlos. Después de eso cual… aún le quedaría la exquisita Damaris como postre.
La vida era buena, al fin y al cabo. Y la no vida, se dijo Damon, los ojos centelleando peligrosamente tras las gafas de sol, era aún mejor. No iba a quedarse sentado y enfurruñarse porque no podía tener a Elena inmediatamente. Empezaría por salir a divertirse y hacerse más poderoso… y luego sin tardar, se pasaría por la casa del patético gallina de su hermano menor y tomaría a la muchacha.
Por casualidad echó una ojeada al retrovisor del coche y, debido a alguna jugarreta de la luz o inversión atmosférica, le pareció verse los ojos tras las gafas de sol… brillando rojos.