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Damon tuvo que aguardar algunas horas hasta disponer de otra oportunidad para alimentarse —había demasiadas jóvenes profundamente dormidas— y ello le enfureció. El hambre que la manipuladora criatura le había provocado era real, incluso aunque no hubiese conseguido convertirlo en su marioneta. Necesitaba sangre, y la necesitaba ya.

Únicamente entonces reflexionaría sobre las implicaciones del extraño invitado del espejo de Caroline: aquel auténtico amante demoníaco que la había entregado a Damon para que la matase, al mismo tiempo que fingía hacer un trato con ella.

Las nueve de la mañana lo pillaron conduciendo por la calle principal de la población; pasaba ante una tienda de antigüedades, restaurantes, una tienda de tarjetas de felicitación.

Un momento. Ahí estaba. Un establecimiento nuevo que vendía gafas de sol. Aparcó y salió del coche con un elegante gesto producto de siglos de despreocupados movimientos que no desperdiciaban ni un ergio de energía. Una vez más, Damon mostró su instantánea sonrisa, y luego la borró, admirándose en el oscuro cristal del escaparate. «Sí, no importa cómo se mire, soy guapísimo», pensó distraídamente.

La puerta tenía una campanilla que emitió un tintineo cuando él entró. En el interior había una muchacha regordeta y muy bonita con los cabellos castaños sujetos atrás y enormes ojos azules.

Había visto a Damon y sonreía tímidamente.

—Hola. —Y aunque él no lo había preguntado, añadió, en una voz trémula—: Soy Page.

Damon le dedicó una mirada larga y pausada que finalizó en una sonrisa, lenta y radiante y cómplice.

—Hola, Page —saludó, alargando las palabras.

Page tragó saliva.

—¿Puedo ayudarte?

—Pues sí —repuso él, reteniéndola con la mirada—. Eso creo.

Adoptó una expresión seria.

—¿Sabías —siguió— que realmente tu lugar debería ser el de castellana en un castillo de la Edad Media?

Page palideció, luego enrojeció violentamente… y ello la hizo resultar más atractiva aún.

—Siem… siempre deseé haber nacido en esa época. Pero ¿cómo podías saberlo?

Damon se limitó a sonreír.

Elena miró a Stefan con ojos muy abiertos que tenían el azul oscuro del lapislázuli con una pizca de dorado. El le acababa de decir que ¡iba a tener «visitas»! Durante los siete días de su vida, desde que había regresado de la otra vida, ella nunca —pero nunca— había recibido una «visita».

Lo que tenía que hacer, ante todo, era averiguar qué era una «visita».

Quince minutos después de haber entrado en la tienda de gafas de sol, Damon andaba por la acera, luciendo unas flamantes Ray-Ban nuevas y silbando.

Page echaba un sueñecito en el suelo. Más tarde, su jefe la amenazaría con hacerle pagar las Ray-Ban de su bolsillo. Pero justo en aquellos instantes ella se sentía cómoda y deliciosamente feliz… y con el recuerdo de un éxtasis que jamás olvidaría por completo.

Damon se dedicó a ir de tiendas, aunque no exactamente del modo en que lo haría un humano. Una anciana encantadora tras el mostrador de la tienda de tarjetas de felicitación… no. Un tipo en la tienda de electrónica… no.

Pero… algo lo arrastró de vuelta a la tienda de electrónica. Actualmente inventaban unos artilugios muy ingeniosos. Sentía un gran deseo de adquirir una videocámara de bolsillo. Damon estaba acostumbrado a seguir sus impulsos y no era quisquilloso respecto a donantes en una emergencia. La sangre era sangre independientemente del recipiente en el que viniera. A los pocos minutos de que le hubiesen enseñado cómo hacer funcionar el juguetito, paseaba por la acera con él dentro del bolsillo.

Disfrutaba simplemente con el paseo, aunque los colmillos volvían a dolerle. Era extraño, debería sentirse saciado…, pero de todos modos, apenas había tomado nada el día anterior. Ese debía de ser el motivo de que todavía estuviese hambriento; eso y el poder que había usado contra el detestable parásito del dormitorio de Caroline. Pero entretanto disfrutaba con el modo en que sus músculos funcionaban conjuntamente con soltura y sin esfuerzo, como una máquina bien engrasada, convirtiendo cada movimiento en una delicia.

Se desperezó una vez, por el puro placer animal de hacerlo, y luego volvió a detenerse para estudiarse en el escaparate de la tienda de antigüedades. Ligeramente más despeinado, pero aparte de ello tan hermoso como siempre. Y había tenido razón; las Ray-Ban le quedaban sensacionales. La tienda de antigüedades era propiedad, lo sabía, de una viuda que tenía una sobrina muy bonita y muy joven.

En el interior, la iluminación era tenue y había aire acondicionado.

—¿Sabías —preguntó a la sobrina cuando ésta acudió a atenderle— que me das la impresión de ser alguien a quien le gustaría visitar muchos países extranjeros?

Un poco después de explicarle a Elena que las «visitas» eran sus amigos, sus buenos amigos, Stefan quiso que ella se vistiera. Elena no comprendía el motivo. Hacía calor. Había cedido a llevar un camisón (durante al menos gran parte de la noche), pero durante el día hacía más calor, y ella no tenía una camisola.

Además, las ropas que él le ofrecía —unos vaqueros suyos con los dobladillos enrollados y un polo que le vendría demasiado grande— no eran… apropiadas en cierto modo. Cuando tocó el polo recibió imágenes de cientos de mujeres en habitaciones pequeñas, mal iluminadas, usando máquinas de coser, todas trabajando frenéticamente.

—¿De una fábrica donde explotan a la gente? —inquirió Stefan, sobresaltado, cuando ella le transmitió la imagen que tenía en la mente—. ¿Estas ropas? —Las dejó caer al suelo del armario a toda prisa.

»¿Qué tal ésta? —Stefan le entregó una camisa distinta.

Elena la estudió con seriedad y se la llevó a la mejilla. No había mujeres sudorosas cosiendo frenéticamente.

—¿Está bien? —preguntó Stefan.

Pero Elena se había quedado paralizada. La muchacha fue a la ventana y atisbo al exterior.

—¿Qué sucede?

En esta ocasión, ella le envió una única imagen. La reconoció inmediatamente.

Damon.

Stefan sintió una opresión en el pecho. Su hermano mayor le había estado amargando la vida todo lo posible durante casi medio milenio. Cada vez que Stefan había conseguido alejarse de él, Damon lo había localizado, buscando… ¿qué? ¿Venganza? ¿Alguna otra satisfacción? Se habían matado mutuamente a la vez, allá en la Italia del Renacimiento. Sus espadas de esgrima habían perforado el corazón del otro casi simultáneamente, en un duelo por una muchacha vampiro, y las cosas habían ido de mal en peor a partir de entonces.

«Pero él también te ha salvado la vida unas cuantas veces —pensó Stefan, repentinamente turbado—. Y jurasteis que miraríais el uno por el otro, que os cuidaríais el uno al otro…»

Miró incisivamente a Elena. Ella era quien les había hecho pronunciar aquel juramento… mientras agonizaba. Elena le devolvió la mirada con ojos que eran límpidos estanques de inocencia de un azul intenso.

En cualquier caso, tenía que ocuparse de Damon, que en aquellos momentos aparcaba el Ferrari junto al Porsche de Stefan delante de la casa de huéspedes.

—Quédate aquí dentro y… mantente alejada de la ventana. Por favor —le pidió a Elena a toda prisa.

Salió disparado de la habitación, cerró la puerta y casi corrió escalera abajo.

Encontró a Damon de pie junto al Ferrari, examinando el ruinoso exterior de la casa de huéspedes… primero con las gafas de sol puestas y luego sin ellas. La expresión de Damon indicaba que no existía demasiada diferencia se la mirase como se la mirase.

Pero aquélla no era la principal inquietud de Stefan, sino el aura que emanaba de su hermano y la variedad de aromas distintos que permanecían en él… que ninguna nariz humana sería jamás capaz de detectar, y mucho menos dilucidar.

—¿Qué has estado haciendo? —inquirió Stefan, demasiado escandalizado para ofrecer un saludo rutinario.

Damon le dedicó una sonrisa de 250 vatios.

—Mirando antigüedades —dijo, y suspiró—: Ah, y fui de compras. —Se palpó un nuevo cinturón de cuero, se tocó el bolsillo donde estaba la videocámara y se echó hacia atrás las Ray-Ban—. Puedes creerlo, en este pueblucho hay unas tiendas más que interesantes. Me encanta ir de tiendas.

—Te encanta robar, querrás decir. Y eso no explica ni la mitad de lo que puedo oler en ti. ¿Te estás muriendo o simplemente te has vuelto loco?

En ocasiones, cuando a un vampiro lo envenenaban o caía víctima de una de las pocas maldiciones o enfermedades que afligían a los de su especie, éstos empezaban a alimentarse febrilmente, de un modo incontrolado, de lo que fuera —de quienquiera— que tuviesen a mano.

—Estaba hambriento, sólo eso —respondió Damon cortésmente, inspeccionando aún la casa de huéspedes—. Y ¿qué ha sido de las normas básicas de cortesía, a todo esto? ¿Me molesto en venir hasta aquí y recibo un «Hola, Damon» o un «Me alegra verte?». No. En su lugar oigo: «¿Qué has estado haciendo?». —Proporcionó a la imitación un quejumbroso giro burlón—. Me pregunto qué pensaría el signore Marino de eso, hermanito.

—El signore Marino —dijo Stefan entre los apretados dientes, preguntándose cómo conseguía Damon sacarlo de quicio siempre, esta vez con una referencia a su viejo tutor de etiqueta y baile— lleva cientos de años convertido en polvo… como también deberíamos estarlo nosotros. Lo que no tiene nada que ver con esta conversación, hermano. Te he preguntado qué habías estado haciendo, y sabes a qué me refería con ello; debes de haber tomado sangre de la mitad de las muchachas de la ciudad.

—Muchachas y mujeres —reconvino Damon, alzando un dedo en jocoso ademán—. Debemos ser políticamente correctos, después de todo. Y a lo mejor tú deberías echarle una buena mirada a tu propia dieta. Si bebieses más, tal vez empezarías a engordar un poco. ¿Quién sabe?

—¿Si bebiese más…? —Existían varios modos de finalizar la frase, pero ninguno bueno—. Qué lástima —le dijo en su lugar a Damon— que tú jamás crecerás ni un milímetro más por mucho tiempo que vivas. Y ahora, por qué no me cuentas qué estás haciendo aquí, después de haberme dejado tantos embrollos en la ciudad para que yo los solucione… Como si no te conociera.

—Estoy aquí porque quiero recuperar mi cazadora de cuero —respondió Damon en tono categórico.

—¿Por qué no te limitas a robar otr…?

Stefan se interrumpió al encontrarse de improviso volando brevemente hacia atrás y luego inmovilizado contra las crujientes tablas de la pared de la casa de huéspedes con Damon justo ante su cara.

—No robé estas cosas, chaval. Pagué por ellas… con mi propia moneda. Sueños, fantasías y placer procedentes de más allá de este mundo. —Pronunció las últimas palabras con énfasis, ya que sabía que eran lo que más enfurecería a su hermano.

Stefan, en efecto, se sintió enfurecido… y con un dilema. Sabía que Damon sentía curiosidad respecto a Elena. Aquello de por sí ya era malo. Pero justo en aquel momento pudo ver un destello extraño en los ojos de su hermano. Como si las pupilas hubiesen, por un instante, reflejado una llama. Y lo que fuese que Damon hubiese estado haciendo ese día era anormal. Stefan no sabía qué pasaba, pero sabía exactamente cómo iba a ponerle fin Damon.

—Un vampiro auténtico no debería pagar —decía Damon en el más zahiriente de sus tonos—. Al fin y al cabo, somos tan perversos que deberíamos ser polvo. ¿No es cierto, hermanito?

Alzó la mano en uno de cuyos dedos llevaba el anillo de lapislázuli que le impedía quedar convertido en polvo bajo la dorada luz solar de la tarde. Y entonces, cuando Stefan hizo un movimiento, Damon usó aquella mano para inmovilizar la muñeca de su hermano contra la pared.

Stefan amagó a la izquierda y luego se abalanzó a la derecha para librarse de la sujeción de Damon. Pero Damon se movió rápido como una serpiente; no, más rápido. Mucho más rápido que de costumbre. Veloz y poderoso gracias a toda la fuerza de la energía vital que había absorbido.

—Damon, tú…

Stefan estaba tan furioso que por un breve instante fue incapaz de razonar e intentó desestabilizar las piernas de Damon con el pie y hacerlo caer.

—Sí, soy yo, Damon —dijo éste con exultante veneno—. Y no pago si no tengo ganas de hacerlo; me limito a tomar. Tomo lo que quiero, y no doy nada a cambio.

Stefan clavó la mirada en aquellos acalorados ojos negro sobre negro y volvió a ver el diminuto parpadeo de una llama. Intentó pensar. Damon siempre atacaba a la menor provocación, se ofendía por lo más mínimo. Pero no de aquel modo. Stefan lo había conocido el tiempo suficiente para saber que algo no iba bien; que sucedía alguna cosa. Damon parecía casi febril. Stefan envió una pequeña oleada de poder hacia su hermano, como el barrido de un radar, intentando averiguar qué era diferente.

—Sí, veo que has captado la idea, pero no llegarás a ninguna parte de ese modo —dijo Damon irónicamente, y luego de pronto las entrañas de Stefan, su cuerpo entero, ardieron, atenazados por un dolor insoportable, cuando Damon arremetió contra él con un violento azote de su propio poder.

Y en ese momento, por terrible que fuese el dolor, Stefan tenía que permanecer frío y racional; tenía que seguir pensando, no limitarse tan sólo a reaccionar. Efectuó un leve movimiento, torciendo el cuello a un lado, mirando en dirección a la puerta de la casa de huéspedes. Ojalá Elena permaneciera dentro…

Pero era difícil pensar con Damon asestándole trallazos. Su respiración era rápida y entrecortada.

—Eso es —dijo Damon—. Nosotros los vampiros tomamos… una lección que tienes que aprender.

—Damon, se supone que debemos cuidar el uno del otro… prometimos…

—Sí, y ahora mismo voy a ocuparme de ti.

Entonces Damon le mordió.

Y tomó sangre de él.

Fue aún más doloroso que los latigazos de poder, y Stefan se mantuvo cuidadosamente inmóvil durante el proceso, rehusando forcejear. Los dientes afilados como cuchillas no deberían haberle hecho daño mientras se hundían en su carótida, pero Damon lo sujetaba deliberadamente en ángulo —ahora por los cabellos— para que doliera.

A continuación llegó el auténtico dolor. La agonía de que te extraigan sangre en contra de tu voluntad, en contra de tu resistencia. Era una tortura que los humanos comparaban con que les arrancaran el alma del cuerpo mientras éste estaba vivo. Eran capaces de hacer cualquier cosa para evitarlo. Todo lo que Stefan supo fue que era uno de los suplicios físicos más terribles que había tenido que soportar jamás, y que al final se le formaron lágrimas en los ojos que rodaron por las sienes y descendieron sobre los ondulados cabellos oscuros.

Además, para un vampiro, era una humillación que otro vampiro lo tratara como a un humano, como «alimento». A Stefan el corazón le martilleaba en los oídos mientras se retorcía bajo los dos cuchillos de trinchar que eran los colmillos de Damon, mientras intentaba soportar la humillación de verse usado de ese modo. Al menos —gracias a Dios—, Elena le había escuchado y había permanecido en la habitación.

Empezaba a preguntarse si Damon había perdido realmente el juicio y tenía intención de matarlo cuando —por fin— con un empujón que le hizo perder el equilibrio, su hermano lo soltó. Stefan tropezó y cayó, rodó, y alzó los ojos, encontrándose con Damon de pie otra vez junto a él, observándole fijamente. Oprimió los dedos contra la carne desgarrada de su cuello.

—Y ahora —dijo Damon con frialdad—, subirás y me traerás mi cazadora.

Stefan se puso en pie despacio. Sabía que su hermano debía de estar saboreando aquello: la humillación de Stefan, sus pulcras ropas arrugadas y cubiertas de briznas rotas de hierba y de barro del deslucido parterre de la señora Flowers. Se esforzó por sacudírselo todo con una mano mientras con la otra presionaba aún contra el cuello.

—Qué callado estás —comentó Damon, de pie junto a su Ferrari, pasándose la lengua por labios y encías, con los ojos entrecerrados de placer—. ¿No tienes una respuesta insolente? ¿Ni siquiera una palabra? Creo que ésta es una lección que debería enseñarte más a menudo.

Stefan tenía dificultades para conseguir que las piernas le obedecieran. Bueno, aquello se había resuelto tan bien como era de esperar, se dijo mientras se daba la vuelta en dirección a la casa. Entonces se detuvo.

Elena estaba inclinada fuera de la ventana sin postigos de la habitación sosteniendo la cazadora de Damon. Tenía una expresión muy solemne, que sugería que lo había visto todo.

Fue todo un sobresalto para Stefan, pero éste sospechó que había supuesto un sobresalto aún mayor para Damon.

Y entonces Elena volteó la cazadora en el aire una vez y la arrojó de modo que fuera a aterrizar directamente a los pies de Damon, cubriéndolos.

Ante la estupefacción de Stefan, Damon palideció y recogió la cazadora como si en realidad no quisiera tocarla. Sin apartar los ojos de Elena ni un instante, se metió en el coche.

—Adiós, Damon. No puedo decir que haya sido un placer…

Sin una palabra, dando toda la impresión de un niño travieso al que han dado unos azotes, Damon giró la llave en el contacto.

—Limítate a dejarme en paz —dijo, inexpresivo, en voz baja.

Se marchó en medio de una nube de polvo y grava.

Los ojos de Elena no estaban serenos cuando Stefan cerró la puerta de su habitación detrás de él. Brillaban con una luz que casi lo hizo detenerse en el umbral.

«Te ha hecho daño.»

—Le hace daño a todo el mundo. No parece capaz de poderlo evitar. Pero hoy había algo extraño en él. No sé el qué. Pero ahora mismo no me importa. ¿Has visto cómo estás formando frases?

«Tiene…» Elena hizo una pausa, y por primera vez desde que había abierto los ojos en aquel claro donde la habían resucitado, mostraba una arruga en su ceño. No conseguía crear una imagen. No conocía las palabras correctas. «Algo dentro de él. Creciendo dentro de él. Como… fuego frío, luz oscura —dijo por fin—. Pero oculto. Fuego que arde de dentro a fuera.»

Stefan intentó equiparar aquello con cualquier cosa que hubiese oído y no obtuvo ningún resultado. Todavía le humillaba que Elena hubiese sido testigo de lo que había sucedido.

—Todo lo que yo sé que hay en su interior es mi sangre. La mía y la de la mitad de las chicas de la ciudad.

Elena cerró los ojos y meneó la cabeza lentamente. Luego, como si decidiera no seguir más allá por aquel camino, palmeó la cama que tenía a su lado.

«Ven —ordenó muy segura de sí misma, alzando la mirada. El dorado de sus ojos parecía especialmente luminoso—. Deja que… deshaga… el dolor.»

Al ver que Stefan no acudía inmediatamente, extendió los brazos. El sabía que no debía ir a ellos, pero estaba herido… especialmente en su orgullo.

Fue hacia ella y se inclinó para besarle el cabello.