Damon espatarrado en el aire, sostenido literalmente de la rama de un… ¿quién sabía los nombres de los árboles a fin de cuentas? ¿A quién le importaba eso? Era alto, lo que le permitía espiar dentro del dormitorio del tercer piso de Caroline Forbes, y le proporcionaba un respaldo cómodo. Estaba recostado en la conveniente horqueta del árbol, con las manos entrelazadas tras la cabeza y una pierna enfundada en una pulcra bota balanceándose sobre nueve metros de espacio vacío. Estaba tan cómodo como un gato y mantenía los ojos entrecerrados mientras observaba.
Aguardaba la llegada del momento mágico de las 4.44, cuando Caroline llevaría a cabo su estrambótico ritual. Ya lo había contemplado en dos ocasiones y se sentía cautivado.
Entonces recibió la picadura de un mosquito.
Lo cual era ridículo porque los mosquitos no se alimentaban de vampiros. Su sangre no era nutritiva como la sangre humana. Pero ciertamente pareció una diminuta picadura de mosquito en el cogote.
Se volvió para mirar a su espalda, sintiendo la fragante noche de verano a su alrededor… pero no vio nada.
Estupendo. Debía de haber sido la aguja de una conifera. Pero desde luego dolía. Y el dolor aumentaba con el tiempo, en lugar de remitir.
¿Una abeja suicida? Damon se palpó la nuca con cuidado. No encontró saco de veneno ni aguijón. Tan sólo un diminuto bulto blando que dolía.
Al cabo de un momento su atención se vio atraída de nuevo hacia la ventana.
No estaba seguro de qué era exactamente lo que sucedía, pero pudo sentir el repentino zumbido de poder alrededor de la dormida Caroline, como un cable de alta tensión. Varios días atrás, éste le había atraído a aquel lugar, aunque cuando llegó no fue capaz de localizar su origen.
El reloj marcaba las 4.40; sonó una alarma. Caroline despertó y lo envió al otro extremo de la habitación de un manotazo.
«Chica afortunada —pensó Damon, con perversa apreciación—. Si yo fuese un granuja humano en lugar de un vampiro, tu virtud… suponiendo que te quede alguna… podría estar en peligro. Por suerte para ti, tuve que renunciar a esa clase de cosas hará casi medio milenio.»
Damon dibujó una fugaz sonrisa en su rostro, la mantuvo durante la vigésima parte de un segundo y luego la borró, y sus negros ojos se tornaron gélidos. Volvió a mirar al interior de la ventana abierta.
Sí… siempre había tenido la impresión de que el idiota de su hermano menor Stefan no apreciaba lo suficiente a Caroline Forbes. No había duda de que valía la pena contemplar a aquella muchacha: extremidades largas de un moreno dorado, un cuerpo curvilíneo y cabellos color castaño dorado que le caían alrededor del rostro en ondas. Y luego estaba su mente. Retorcida por naturaleza, vengativa, rencorosa. Deliciosa. Por ejemplo, si no estaba equivocado, la muchacha estaba trabajando con muñequitos de vudú que guardaba allí, sobre su escritorio.
Tremendo.
A Damon le encantaba contemplar las artes creativas en acción.
El poder foráneo seguía zumbando, y él seguía sin conseguir establecer su posición. ¿Estaba dentro… dentro de la muchacha? No era posible.
Caroline estaba cogiendo a toda prisa algo que parecía un puñado de sedosas telarañas verdes. Se despojó de la camiseta y —casi demasiado de prisa para que el ojo de un vampiro pudiera verlo— se vistió con una lencería que le confería el aspecto de una princesa de la jungla; luego contempló fijamente su propio reflejo en un espejo de pie de cuerpo entero.
«Ahora, ¿qué es lo que estás esperando, jovencita?», se preguntó Damon.
En fin, sería mejor que intentara no llamar la atención. Hubo un oscuro aleteo, una pluma negrísima cayó al suelo, y a continuación allí ya no hubo nada aparte de un cuervo excepcionalmente grande posado en el árbol.
Damon observó atentamente con un vivaracho ojo de ave cómo Caroline avanzaba de improviso como si hubiese recibido una descarga eléctrica, con los labios entreabiertos y la mirada puesta en lo que parecía ser su propio reflejo.
Luego sonrió como si saludara a alguien.
Damon consiguió entonces ubicar con exactitud la fuente de poder. Estaba dentro del espejo. No en la misma dimensión que el espejo, desde luego, sino contenido en su interior.
Caroline se comportaba… de un modo curioso. Echó hacia atrás su larga melena de color bronce de modo que cayó con espléndido desaliño sobre la espalda; se humedeció los labios y sonrió como si lo hiciera a un amante. Cuando habló, Damon pudo oírla con toda claridad.
—Gracias. Pero hoy llegas tarde.
Seguía sin haber nadie más en el dormitorio, y Damon no oyó ninguna respuesta. Pero los labios de la Caroline del espejo no se movían de modo sincronizado con los labios de la auténtica muchacha.
«¡Bravo! —pensó, siempre dispuesto a apreciar una nueva estratagema sobre los humanos—. ¡Bien hecho, quienquiera que seas!»
Leyendo los labios de la muchacha del espejo, captó algo como «lo siento». Y «preciosa».
Damon ladeó la cabeza. El reflejo de Caroline decía:
—… no tienes que… después de hoy.
La auténtica Caroline respondió con voz ronca.
—Pero ¿y si no puedo engañarlos?
Y el reflejo:
—… tendrás ayuda. No te preocupes, permanece tranquila…
—De acuerdo. Pero nadie resultará, digamos, fatalmente herido, ¿de acuerdo? Quiero decir, no estamos hablando de muerte… para «humanos».
El reflejo:
—¿Por qué deberíamos hacer…?
Damon se sonrió. ¿Cuántas veces había oído conversaciones como aquélla antes? Él mismo había sido araña y conocía el procedimiento: primero conseguías que tu mosca entrase en la sala; luego la tranquilizabas, y, antes de que se diese cuenta, podías sacarle cualquier cosa, hasta que ya no la necesitases más.
Y entonces —sus ojos negros relucieron—, era el momento de buscar una nueva mosca.
Las manos de Caroline se retorcían ahora sobre su regazo.
—Siempre y cuando tú realmente… ya sabes. Lo que me prometiste. ¿De verdad dices en serio eso de amarme?
—… confía en mí. Me ocuparé de ti; y también de tus enemigos. Ya he empezado…
De pronto, Caroline se desperezó, y fue un desperezarse que los muchachos del instituto Robert E. Lee habrían pagado por contemplar.
—Eso es lo que quiero ver —dijo ella—. Es que estoy tan harta de oír «Elena esto, Stefan aquello…» y ahora va a volver a empezar.
Caroline se interrumpió bruscamente, como si alguien le hubiese colgado el teléfono y ella acabara de darse cuenta. Por un momento sus ojos se entrecerraron y sus labios se apretaron. Luego, lentamente, se relajó. Sus ojos permanecieron puestos en el espejo, y alzó una mano hasta posarla suavemente sobre su estómago. Lo contempló fijamente y poco a poco sus facciones parecieron endulzarse, fundirse en una expresión de aprensión y ansiedad.
Pero Damon no había apartado los ojos del espejo ni por un instante. Un espejo normal, un espejo normal, un espejo normal… ¡eso es, ahí! Justo en el último momento, cuando Caroline le dio la espalda, apareció un destello rojo.
¿Llamas?
Vaya, ¿qué podría estarse cociendo? pensó Damon indolentemente, aleteando mientras volvía a pasar de cuervo reluciente a un joven guapísimo repantigado en una rama alta del árbol. Sin duda alguna, la criatura del espejo no era de la zona de Fell's Church. Pero parecía tener intención de crearle problemas a su hermano, y una frágil y hermosa sonrisa apareció fugazmente en los labios de Damon.
No había nada que le gustase más que contemplar cómo el santurrón y mojigato «soy mejor que tú porque no bebo sangre humana» de Stefan tenía dificultades.
Los adolescentes de Fell's Church —y algunos de los adultos— consideraban la historia de Stefan Salvatore y la belleza local Elena Gilbert como un versión moderna de Romeo y Julieta. Ella había entregado su vida para salvar la de él cuando a ambos los había capturado un maníaco, y tras eso él había muerto de desconsuelo. Se rumoreaba incluso que Stefan no había sido del todo humano… sino algo más. Un amante diabólico por cuya redención Elena había muerto.
Damon conocía la verdad. Stefan estaba bien muerto; pero llevaba muerto cientos de años. Y era cierto que era un vampiro, pero llamarle demonio era como afirmar que Campanilla iba armada y era peligrosa.
Entretanto, Caroline parecía no poder parar de hablar a una habitación vacía.
—Espera y verás —musitó, dirigiéndose a los montones de papeles desordenados y libros que cubrían el escritorio.
Revolvió entre los papeles hasta que encontró una videocámara en miniatura que tenía una luz verde brillando hacia ella como un único ojo fijo. Con delicadeza, conectó la cámara a su ordenador y empezó a teclear la contraseña.
La vista de Damon era mucho mejor que la de un humano, y pudo ver con claridad los bronceados dedos con las largas uñas color bronce: «CFMANDA». «Caroline Forbes manda», se dijo. Lastimoso.
Entonces ella se dio la vuelta, y Damon vio aflorar lágrimas en sus ojos. Al cabo de un instante, de modo inesperado, sollozaba.
Se sentó pesadamente en la cama, llorando y balanceándose de un lado a otro, golpeando de vez en cuando el colchón con el puño apretado. Pero fundamentalmente se limitó a sollozar y sollozar.
Damon se alarmó. Pero luego el hábito asumió el control y murmuró:
—¿Caroline? Caroline, ¿puedo entrar?
—¿Qué? ¿Quién?
Miró a su alrededor frenéticamente.
—Soy Damon. ¿Puedo entrar? —preguntó, con una voz que rezumaba fingida simpatía, a la vez que usaba la mente para controlarla.
Todos los vampiros poseían estos poderes de control sobre los mortales. Lo grande que fuese el poder dependía de muchas cosas: la dieta del vampiro (la sangre humana era con mucho la más potente), la fuerza de voluntad de la víctima, la relación entre el vampiro y la víctima, la fluctuación del día y la noche… y tantísimas otras cosas que ni siquiera Damon llegaba a comprender. Sólo sabía cuándo sentía que su propio poder se aceleraba, como le sucedía ahora.
Y Caroline aguardaba.
—¿Puedo entrar? —preguntó con su voz más melódica, más cautivadora, mientras aplastaba la fuerte voluntad de Caroline bajo una voluntad mucho mayor.
—Sí —respondió ella, secándose los ojos a toda prisa, aparentemente sin advertir nada insólito en el hecho de que él entrara por una ventana del tercer piso; los ojos de ambos se encontraron—. Entra, Damon.
Ésa era la invitación que necesitaba un vampiro, así que, con un grácil movimiento, Damon pasó por encima del alféizar. El interior de la habitación olía a perfumes… y no precisamente sutiles. Se sintió realmente salvaje entonces; era sorprendente el modo en que el ansia de sangre había aparecido tan de improviso, de un modo tan irresistible. Los caninos superiores se habían alargado hasta aproximadamente la mitad de su tamaño, y sus bordes eran afilados como cuchillas.
No era momento para conversaciones, para remolonear como acostumbraba hacer. Para un gourmet, una buena parte del placer radica en la expectativa, sin duda, pero justo en aquel momento él sentía una implacable necesidad. Recurrió con fuerza a su poder para controlar el cerebro humano y le dedicó a Caroline una sonrisa deslumbrante.
Era todo lo que hacía falta.
Caroline había estado avanzando hacia él; ahora se detuvo. Sus labios, preparados para hacer una pregunta, permanecieron abiertos; y sus pupilas de improviso se ensancharon como si estuviera en una habitación oscura, y a continuación se contrajeron y permanecieron contraídas.
—Yo… yo… —consiguió decir—. Ahhh…
Ya estaba. Le pertenecía. Y de un modo tan fácil, además.
Sus colmillos vibraban con una especie de dolor placentero, sentía una cierta desazón que le incitaba a atacar tan rápidamente como una cobra, a hundir sus dientes hasta la encía en una arteria. Tenía hambre —no, se moría de hambre— y todo su cuerpo ardía acuciándolo a beber tanto como deseara. Al fin y al cabo, había otras entre las que elegir si apuraba hasta el fondo aquel recipiente.
Con cuidado, sin apartar ni un momento los ojos de ella, alzó la cabeza de Caroline para dejar al descubierto su garganta, con el dulce pulso latiendo en su superficie. Le inundó los sentidos: el palpitar del corazón, el olor de la exótica sangre justo bajo la piel, espesa, al punto y dulce. La cabeza le daba vueltas. Jamás había estado tan excitado, tan ansioso…
Tanto que se sorprendió. Al fin y al cabo, una chica era tan buena como otra, ¿no? ¿Qué diferencia existía en esta ocasión? ¿Qué le estaba pasando?
Y entonces lo supo…
«Quisiera recuperar mi mente, gracias.»
De repente, el intelecto de Damon se tornó gélido; la sensual aura en la que se había visto atrapado se congeló al instante. Soltó la barbilla de Caroline y se quedó muy quieto.
Había estado a punto de caer bajo la influencia de aquello que estaba usando a Caroline. Quienquiera que fuese había intentado tenderle una trampa para que rompiera la palabra dada a Elena.
Y de nuevo, percibió apenas un veloz trazo rojo en el espejo.
Era una de aquellas criaturas atraídas hacia la estrella de Poder en que se había convertido Fell's Church; lo sabía. Lo había estado usando, espoleando, intentando hacer que desangrara totalmente a Caroline. Que se bebiera toda su sangre, que matara a un humano, algo que no había hecho desde que conociera a Elena.
¿Por qué?
Furioso, se concentró, y luego sondeó en todas direcciones con la mente para encontrar al parásito. Debía de seguir allí; el espejo no era más que un portal que le permitía recorrer distancias pequeñas. Y lo había estado controlando a él —a él, Damon Salvatore—, de modo que tenía que estar muy cerca.
Con todo, no consiguió encontrarlo. Eso le enfureció aún más. Palpándose distraídamente el cogote, envió un siniestro mensaje:
«Te lo advertiré una vez, y sólo una. ¡Mantente lejos de MÍ!».
Envió el pensamiento con un estallido de poder que centelleó igual que relámpagos difusos en sus propios sentidos. Debería haber derribado sin vida algo en las cercanías; del tejado, del aire, de una rama… quizá incluso de la casa de al lado. En alguna parte, una criatura debería haber caído en picado al suelo, y él debería haber podido percibirlo.
Pero aunque Damon sí percibió nubes oscureciéndose sobre él en respuesta a su estado de ánimo, y al viento restregando ramas entre sí en el exterior, no hubo ningún cuerpo que cayera, ningún intento de represalia agonizante.
No había podido encontrar nada que estuviera lo bastante cerca para que hubiese penetrado en sus pensamientos, y nada situado a mayor distancia podía ser tan fuerte. Damon podía divertirse a veces fingiendo ser vanidoso, pero en el fondo poseía una capacidad fría y lógica de analizarse. Era fuerte. Lo sabía. Siempre y cuando se mantuviese bien alimentado y libre de sentimientos debilitantes, existían pocas criaturas que pudiesen enfrentarse a él… al menos en aquel plano.
«Hubo dos justo aquí en Fell's Church», dijo un leve contrapunto burlón en su mente, pero Damon lo desechó desdeñosamente con un encogimiento de hombros. Sin duda no podía haber otros vampiros Antiguos en las proximidades, o los habría percibido. Vampiros corrientes, sí, ya empezaban a congregarse. Pero todos eran demasiado débiles para penetrar en su mente.
También estaba igualmente seguro de que no había ninguna criatura en los alrededores que pudiese desafiarle. La habría percibido igual que percibía las resplandecientes líneas de energía mágica sobrenatural que habían formado un nexo bajo Fell's Church.
Volvió a mirar a Caroline, que seguía inmovilizada por el trance en el que la había puesto. Al menos, la muchacha saldría de él gradualmente, sin resultar perjudicada por lo que él le había hecho.
Se volvió y, con la agilidad de una pantera, se balanceó fuera de la ventana, pasó al árbol… y luego se dejó caer tranquilamente nueve metros hasta el suelo.