Sobre la luna más pequeña del mundo de las tinieblas caía una fina ceniza. Caía sobre dos cuerpos cubiertos ya de ceniza. Caía sobre agua anegada de cenizas. Cerraba el paso a la luz del sol de modo que una noche interminable cubría la superficie recubierta de cenizas de la luna.
Y algo más caía. En forma de las gotitas más pequeñas que podían imaginarse, caía un líquido opalino, con colores arremolinándose como para intentar compensar la fealdad de las cenizas. Eran gotas diminutas, pero eran trillones y trillones de ellas, cayendo sin pausa, concentradas sobre el punto donde en una ocasión habían sido parte del mayor recipiente de Poder en bruto que había existido en tres dimensiones.
Había un cuerpo en el suelo en aquel punto; no exactamente un cadáver. El cuerpo no tenía ritmo cardíaco; no respiraba, y no había actividad cerebral. Pero en alguna parte dentro de él había una pulsación lenta, que se aceleraba de un modo apenas perceptible a medida que las diminutas gotas de Poder caían sobre él.
La pulsación no la componía otra cosa que un recuerdo. El recuerdo de una muchacha de ojos azul oscuro y cabellos dorados y de un rostro menudo con enormes ojos castaños. Y el sabor: el sabor de las lágrimas de dos doncellas. Elena. Bonnie.
La unión de ambas cosas formaba lo que era no exactamente un pensamiento, no exactamente una imagen. Pero para alguien que sólo comprendiera palabras, se podría traducir por:
«Me están esperando. Si puedo averiguar quién soy».
Y eso encendió una feroz determinación.
Tras lo que parecieron siglos pero fueron sólo unas pocas horas, algo se movió en la ceniza. Un puño se cerró.
Y algo se agitó en el cerebro, un descubrimiento sobre sí mismo. Un nombre.
Damon.