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—No hay problema —dijo la soberana rubia, Ryannen, inesperadamente—. Podemos hacer que vuestro señor Tanner repeliera el aparente ataque de un vampiro y vuestra escuela llamara a Alaric Saltzman para que ocupara su lugar e investigara. ¿De acuerdo, Idola? —Eso fue dirigido a la pelirroja, y luego a la morena—: ¿De acuerdo, Susure?

Pero a Elena no le valía. A pesar del ejemplo que acababa de recibir de un modo ingenioso y maquinador de darle la vuelta a la tortilla, apenas escuchaba. Todo lo que sabía era que su voz había enronquecido y que las lágrimas le empañaban los ojos.

—Y… por la llave maestra… quiero…

Stefan le oprimió la mano. Elena reparó de repente en que estaban todos de pie, los tres, junto a ella. Y la expresión de cada rostro era la misma. Una total resolución.

—Quiero a Damon de vuelta.

Elena no había oído aquel tono en su voz desde el día en que le habían dicho que sus padres habían muerto. Si hubiera habido una mesa, habría puesto los puños apretados sobre ella y hecho todo lo posible por alzarse amenazadora ante las mujeres. Puesto que no era así, se limitó a inclinarse hacia ellas, hablando en voz baja y chirriante.

—Si hacéis eso…, traedlo de vuelta, exactamente como era antes de que entrara en la Torre de Entrada… Entonces obtendréis la llave maestra y los tesoros. Negaos… y lo perderéis todo. Todo. Esto no es negociable, ¿entendido?

Mantuvo la vista fija en los ojos verdes de Idola. Rehusó ver a la morena Susure dejar caer la frente sobre las yemas de tres dedos y empezar a frotarla en pequeños círculos. No quiso dirigir ni una ojeada a la rubia Ryannen, que la miraba con atención, habiendo pasado a la modalidad de gestión de personal. Clavó la vista directamente en aquellos ojos verdes bajo las obstinadas cejas. Idola profirió un pequeño resoplido y sacudió la espléndida cabeza.

—Mira, está claro que alguien la ha fastidiado al prepararte para esta entrevista. —Dirigió una veloz mirada a Susure—. Las otras cosas que has pedido, todas juntas, forman un muy buen rescate. ¿Comprendes eso? ¿Comprendes que implica cambiar los recuerdos de todas las personas en kilómetros a la redonda de tu ciudad, cambiarles cada uno de los días de los últimos diez meses? ¿Qué significa cambiar todo lo que esté publicado sobre Fell's Church… y que hay una barbaridad de cosas publicadas… por no mencionar otros medios de comunicación? Significa suplicar la entrega de tres espíritus humanos y tejer carne a su alrededor otra vez. No estoy segura de que tengamos siquiera el personal para esto…

La rubia Ryannen posó una mano sobre el brazo de la pelirroja.

—Lo tenemos. Las mujeres de Susure tienen poco que hacer en el mundo de las tinieblas. Puedo prestarte tal vez el treinta por ciento de las mías; al fin y al cabo, vamos a tener que enviar una petición a una Corte más elevada para obtener esos espíritus…

La pelirroja Idola la interrumpió:

—De acuerdo. Lo que yo decía es que podríamos ser capaces de conseguirlo… si incluyes la llave. No obstante, en cuanto a vuestro compañero vampiro… no podemos devolver la vida a los que no tienen vida. No podemos trabajar con vampiros. Una vez que se han ido…, se han ido.

—¡Eso es lo que nos decís! —gritó Stefan, intentando colocarse delante de Elena—. Pero ¿por qué estamos tan particularmente condenados, de entre todas las criaturas? ¿Cómo sabéis que es imposible? ¿Lo habéis intentado siquiera?

La pelirroja Idola estaba efectuando un gesto de hastío, cuando Bonnie interrumpió, con voz temblorosa:

—¡Eso es ridículo! ¿Pueden reconstruir una ciudad, matar a la persona que realmente está detrás de todo lo que Shinichi y Misao hicieron, pero no pueden traer de vuelta a un vampiro insignificante? ¡Trajeron a Elena de vuelta!

—La muerte de Elena como vampira le permitió convertirse en la Guardiana que originalmente tenía que haber sido. En cuanto a la persona que dio las órdenes a Shinichi y a Misao: fue Inari Saitou… Obaasan Saitou, como la conocéis vosotros… y ya está muerta, gracias a vuestros amigos de Fell's Church, quienes la debilitaron; y a vosotros, que destruisteis su bola estrella.

—¿Inari? ¿Se refiere a la abuela de Isobel? ¿Está diciendo que era su bola estrella la que estaba en el tronco del Gran Árbol? ¡Eso es imposible! —gritó Bonnie.

—No, no lo es. Es la verdad —respondió con sencillez la rubia Ryannen.

—¿Y está muerta ahora?

—Tras una larga batalla que casi mató a vuestros amigos. Sí; pero lo que realmente acabó con ella fue la destrucción de su bola estrella.

—De modo que —dijo la morena Susure en voz baja— si seguís la curva…, en cierto modo vuestro Damon sí murió para salvar Fell's Church de otra masacre como la de aquella isla japonesa. No dejaba de decir que era eso lo que había ido a hacer al mundo de las tinieblas. ¿No creéis que estaría… satisfecho? ¿En paz?

—¿En paz? —escupió Stefan amargamente, y Sage gruñó.

—Mujer —dijo Sage—, evidentemente jamás has conocido a Damon Salvatore.

El tono de la voz —más resonante, más amenazador de algún modo— hizo que Elena interrumpiera por fin su duelo de miradas con la pelirroja Idola. Giró la cabeza y miró…

… y vio la enorme estancia ocupada por las alas extendidas de Sage.

No eran como ninguno de sus efímeros Poderes de Alas. Eran claramente parte de Sage. Eran aterciopeladas y parecidas a las de un reptil, y, desplegadas de aquel modo, se extendían desde una lejana pared a otra, y tocaban el magnífico techo dorado. También demostraban por qué Sage no acostumbraba a llevar camisa.

Resultaba hermoso de aquel modo, con la piel y los cabellos de color bronce en contraste con aquellos gigantescos arcos correosos de aspecto blando. Pero Elena, tras dedicarle una mirada, supo que había llegado el momento de sacar el as que guardaba en la manga. Se volvió de nuevo para ir directamente al encuentro de la mirada verde de Idola.

—Todo este tiempo hemos estado negociando por una Torre de Entrada llena de tesoros —dijo—, y… una llave maestra.

—Una llave maestra, robada por los kitsune hace una eternidad —explicó Susure en voz baja, alzando los oscuros ojos.

—Y habéis dicho que no es suficiente para traer a Damon de vuelta. —Elena se obligó a no titubear.

—Y no lo sería aunque fuera vuestra única petición. —Ryannen arrojó un dorado mechón de pelo atrás por encima del hombro.

—Eso decís. Sin embargo… ¿y si arrojara en el saco… otra llave maestra?

Hubo una pausa, y el corazón de Elena empezó a latir con fuerza presa de angustioso terror. Porque era la clase equivocada de pausa. No hubo exclamaciones ahogadas de sorpresa; ni miradas atónitas de una soberana Guardiana a otra; ni expresiones de incredulidad.

Al cabo de otro instante, Idola dijo con aire de suficiencia:

—Si te refieres a la otra llave robada que tenían tus amigos en la Tierra, fue confiscada en cuanto la escondieron. Era propiedad robada. Nos pertenecía a nosotras.

«Lleva demasiado tiempo en las Dimensiones Oscuras —pensó Elena con una parte de la mente—. Está disfrutando.»

Idola se inclinó hacia ella, como para confirmar la suposición de Elena.

—Sencillamente…, no es… posible —dijo con rotundidad.

—De verdad que no lo es —añadió rápidamente la rubia Ryannen—. No sabemos qué les sucede a los vampiros. Pero no pasan por nuestro ámbito. Jamás los vemos tras la muerte. La explicación más simple es que, sencillamente…, se extinguen. —Chasqueó los dedos.

—¡No creo eso! —Elena fue consciente de que su voz había aumentado de volumen—. ¡No lo creo ni por un momento!

Voces, que no estaban vinculadas a nadie en particular, estallaron en un clamor de discusiones alrededor de Elena, formando una especie de poema:

«No es posible. ¡Sencillamente, no es posible! (Pero, por favor…) ¡No! Damon se ha ido, y preguntar adónde es como preguntar adónde va la llama de una vela cuando la apagan. (Pero ¿no deberíais intentar traerlo de vuelta, como mínimo?) ¿Qué le ha sucedido a la gratitud? Vosotros cuatro tendríais que estar agradecidos de que otras cosas que pedisteis sí puedan llevarse a cabo. (Pero a cambio de las dos llaves maestras…) ¡Ningún Poder del que podamos disponer podría traer de vuelta a Damon! Elena debe intentar resignarse a la realidad. ¡Ya la han mimado demasiado! (Pero ¿qué daño puede hacer volver a intentarlo?) ¡De acuerdo! Si es necesario que lo sepáis, Susure ya nos ha obligado a intentarlo. ¡Y nada resultó de ello! ¡Damon… se ha… ido! ¡No se pudo encontrar su espíritu en ninguna parte del éter! ¡Eso es lo que les sucede a los vampiros, y todo el mundo lo sabe!».

Elena se encontró bajando la mirada hacia sus propias manos, que estaban muy limpias pero con las uñas rotas y cada nudillo sangrando. El mundo exterior se había vuelto irreal otra vez, y ella estaba dentro de sí misma, luchando con su pena, luchando con la información de que Idola, la soberana central de las Guardianas, ni siquiera había mencionado antes que habían buscado el espíritu de Damon. Y que… no estaba.

De improviso, la habitación empezó a ejercer presión sobre ella. No había aire suficiente. Solamente estaban aquellas mujeres: aquellas poderosas y mágicas Guardianas; que con todo no poseían suficiente poder o magia para salvar a Damon… o como mínimo ni siquiera sentían el interés suficiente para intentarlo por segunda vez.

No estaba segura de qué le estaba sucediendo a ella. Sentía la garganta inflamada, el pecho era a la vez enorme y tirante. Cada latido sonaba a través de ella como si intentara zarandearla hasta matarla.

Matarla. Mentalmente, vio una mano que alzaba una copa de Magia Negra Clarion Loess.

Y entonces, Elena supo que tenía que permanecer de pie de un modo concreto, y mantener los brazos de un modo concreto, y susurrar ciertas palabras concretas mentalmente. Pero lo último, el dar nombre al hechizo, sólo tenía que decirse en voz alta al final.

Al final…, cuando las cosas fueron más despacio. Cuando Idola, la de los ojos verdes —qué nombre tan perfecto para alguien que se idolatraba a sí misma, pensó Elena—, y la eficiente Ryannen, con su tez pálida, y la maternal Susure… se la quedaron mirando todas ellas boquiabiertas, demasiado anonadadas para mover un dedo siquiera mientras, en voz baja y con calma, Elena decía:

—Alas de Destrucción…

Fue una soldado, una normal y corriente de la tropa, una de las mujeres de piel oscura, quien lo detuvo. Saltó sobre la tarima, y, con una velocidad inhumana, colocó violentamente la mano sobre la boca de Elena, de modo que la sílaba final fue un farfullo, y la sala dorada, verde y azul no voló en pedazos con metal ardiente discurriendo en riachuelos como si fuera lava, y la fuente de flores no se vaporizó, y las vidrieras no se hicieron añicos y quedaron convertidas en partículas minúsculas.

A continuación hubo más brazos alrededor de Elena, sujetándola contra el suelo, sin apenas permitirle respirar, incluso cuando se quedó flácida por falta de aire. Elena peleó como un animal, con uñas y dientes, para escapar. Pero al final fue totalmente reducida, inmovilizada contra el suelo. Pudo oír la profunda voz de Sage gritando enfurecida y a Stefan, entre desesperadas ráfagas de telepatía hacia ella, suplicando y explicando:

—¡Todavía no es consciente de la realidad! ¡Ni siquiera sabe lo que hace!

Pero más altas, pudo oír las voces de las Guardianas.

—¡Nos habría matado a todas!

—¡Esas Alas… jamás he visto nada tan letal!

—¡Una humana! ¡Y con sólo tres palabras, podría habernos eliminado a todas!

—Si Lenea no la hubiese derribado…

—O si hubiese estado unos cuantos metros más lejos…

—¡Destruyó una luna, ya sabes! ¡No hay la menor vida allí ahora, y siguen cayendo cenizas del cielo!

—Ésa no es la cuestión. La cuestión es que no debería poseer poderes de Alas en absoluto. Hay que cortárselas.

—Es cierto…, ¡cortadle las Alas! ¡Hacedlo!

Elena reconoció las voces de Ryannen y de Idola en las últimas frases. Todavía intentaba pelear, pero la sujetaban con tanta fuerza y se amontonaban sobre ella tan despiadadamente que se había convertido en una lucha tan sólo para conseguir aire, y todo lo que hizo fue agotarse.

Y entonces le cortaron las Alas. Fue rápido, al menos, y Elena no sintió gran cosa. Lo que más le dolió fue el corazón, pues la pelea había sacado a relucir alguna faceta orgullosa y tozuda, y ahora le avergonzaba sentir cómo le cortaban cada par de ellas. Primero desaparecieron las Alas de Redención, aquellos grandes arcos con los colores del arco iris. Luego las Alas de Purificación, blancas e iridiscentes como telarañas heladas. Alas del Viento, que eran como vilanos de color miel. Alas de Recuerdo, de un violeta tenue y un negro azulado. Y a continuación las Alas de Protección: verde esmeralda y doradas, las Alas que habían salvado a sus amigos del frenético ataque de Blodwedd sobre ellos la primera vez que habían entrado en las Dimensiones Oscuras.

Y, finalmente, las Alas de Destrucción: arcos altos y de color ébano con bordes delicados como encaje negro.

Elena intentó permanecer en silencio mientras le quitaban cada poder. Pero después de que los primeros hubieron caído a sus costados, en forma de sombras que quizá únicamente ella podía ver, oyó un pequeño jadeo y advirtió que era su propia voz. Y con el siguiente corte, un involuntario gritito.

Por un momento todo estuvo en silencio. Y luego de improviso hubo un ruido abrumador. Elena pudo oír a Bonnie emitiendo agudos lamentos y a Sage rugiendo, y a Stefan, al dulce Stefan, gritando blasfemias e improperios a las Guardianas. Adivinó por el sonido sofocado de su voz que peleaba con ellas, que peleaba por llegar hasta ella.

De algún modo, él consiguió llegar a su lado, justo cuando las letales y delicadas Alas de Destrucción eran retiradas de los hombros y la mente de Elena, y caían como altas sombras al suelo. Fue una gran cosa que llegara junto a ella entonces, porque por fin, cuando Elena era con mucho menos peligrosa de lo que había sido desde que los Poderes de Alas habían empezado a despertar en ella, de repente las Guardianas parecieron sentir miedo. Se apartaron de ella, aquellas mujeres fuertes y peligrosas, y únicamente estuvo Stefan allí para sujetarla y abrazarla.

Estupefacta, aturdida, era una muchacha de dieciocho años corriente. Excepto por su sangre. También querían robarle su sangre…, «purificarla». Las tres soberanas y sus ayudantes ya se había reunido en un decidido triángulo multicolor a su alrededor y llevaban a cabo su magia cuando Sage gritó a voz en cuello:

—¡Deteneos!

Elena, desfallecida sobre el hombro de Stefan, pudo verlo vagamente, con las aterciopeladas alas negras todavía extendidas de pared a pared, tocando todavía el techo dorado. Bonnie estaba aferrada a él como un trocito vagabundo de pelusa de diente de león.

—Ya le habéis reducido el aura a casi nada —gruñó—. Si «purificáis» la sangre de esta pauvre petite por completo, ella morirá… y luego despertará. Habréis creado un vampire, Mesdames. ¿Es eso lo que deseáis?

Susure retrocedió tambaleante. Para ser quien gobernaba un reino tan cruel e implacable, parecía casi demasiado delicada; «pero no demasiado blanda para quebrarme las Alas», se dijo Elena, moviendo los hombros para aliviarlos. «A lo mejor ella no sabía lo mucho que dolería», sugirió vagamente otra parte de su cerebro.

Entonces toda su mente se unió en una reunión de emergencia. Algo cálido y refrescante le resbalaba por el cogote, en gotitas diminutas. No era sangre. No, era infinitamente más precioso que lo que las Guardianas se habían llevado. Las lágrimas de Stefan.

Se balanceó con energía, intentando colocar el propio peso sobre sus pies y, de algún modo, temblorosamente, lo consiguió. Sólo advirtió lo temblorosa que estaba cuando intentó alzar una mano y secarle las lágrimas a Stefan de las mejillas con el pulgar. Toda la mano se bamboleó como si estuviera llevando a cabo una broma infantil. El pulgar golpeó la mejilla de Stefan con fuerza suficiente para provocar una mueca de dolor en cualquiera. Lo miró con una muda disculpa, demasiado conmocionada para intentar emitir sonido alguno.

Stefan hablaba. Sin parar.

—No importa —decía—. Toda va bien, amor. ¡Oh, mi dulce amor, todo irá bien!

Le secó los ojos a ella con una mano firme como una roca, y todo el tiempo la miraba sólo a ella, y —ella lo sabía— pensaba sólo en ella.

Sabía eso porque también supo el momento en que aquello cambió.

Había cabellos rojos en el campo visual de Elena, borrosos a través de nuevas lágrimas. Cabellos rojos y ojos verdes entornados, demasiado cerca de ella. Fue entonces cuando Elena notó que Stefan recordaba que había otras cosas en el mundo aparte de Elena.

El rostro del muchacho mudó. No gruñó ni alzó la barbilla. El cambio fue una alteración completa, pero quedó centrado en el entorno de los ojos, que se tornaron letalmente duros en tanto que todo lo demás adquiría un aspecto anguloso y feroz.

—Si vuelves a tocarla, zorra sanguinaria, te desgarraré la garganta —dijo Stefan, y cada palabra fue como una esquirla de hierro helado arrojada al suelo.

Las lágrimas de Elena cesaron ante el impacto de aquellas palabras. Stefan no hablaba de aquel modo a mujeres. Ni siquiera Damon lo hacía… lo había hecho. Pero las palabras seguían resonando en el repentino silencio de la vasta sala. La gente retrocedía.

Idola retrocedía también, pero tenía una mueca en los labios.

—¿Crees que porque somos Guardianas no podemos hacerte daño…? —empezó a decir, cuando la voz de Stefan la interrumpió limpiamente.

—Creo que precisamente porque sois «Guardianas», podéis matar mojigatamente y quedar impunes —repuso Stefan, y su labio efectuó una mueca más convincente, y aterradora, que la de Idola—. Habríais matado a Elena si Sage no os hubiera detenido. Malditas seáis —añadió en voz baja, pero con una convicción tal que Idola retrocedió otro paso—. Sí, será mejor que congregues a tus amiguitas a tu alrededor —añadió—. Podría decidir matarte de todos modos. Maté a mi propio hermano, como estoy seguro que sabéis.

—Pero, sin duda…, eso sólo fue tras recibir un golpe mortal tú mismo. —Susure estaba entre los dos, intentando interceder.

Stefan se encogió de hombros. La miró con el mismo desdén con que había mirado a la otra soberana.

—Todavía era capaz de utilizar el brazo —dijo con intención—. Podría haber decidido dejar caer mi espada, o simplemente herirle. En su lugar elegí atravesarle el corazón con mi arma. —Mostró los dientes en una sonrisa claramente hostil—. Y ahora ni siquiera necesito una arma.

—Stefan —consiguió musitar Elena por fin.

—Lo sé. Es más débil que yo y no quieres verme matarla. Es por eso que todavía está viva, amor. Esa es la única razón.

Mientras Elena alzaba unos ojos medio asustados hacia él, Stefan añadió en una voz que sólo ella podía oír: «Desde luego, hay algunas cosas sobre mí que no conoces, Elena. Cosas que había esperado que jamás tendrías que ver. Conocerte…, amarte…, casi me hizo olvidarlas».

La voz de Stefan en su mente despertó algo dentro de Elena, que alzó la cabeza y miró la masa borrosa de Guardianas que los rodeaban. Vio rizos de un rubio rojizo suspendidos en el aire. Bonnie. Bonnie peleando; haciéndolo débilmente, pero sólo porque un par de las Guardianas rubias y otro par de las de tez oscura la sostenían en el aire, una agarrando cada extremidad. Al mismo tiempo que Elena la miraba fijamente, ella pareció recuperar energías y forcejeó con más fuerza. Y Elena pudo oír… algo. Era tenue y distante, pero casi sonaba como… su nombre. Como su nombre pronunciado por el susurrar de ramas o el runruneo de las ruedas de una bicicleta al pasar.

Ley… na… eee… ley…

Elena intentó ponerse en contacto interiormente con el sonido. Intentó captar lo que fuera que vino después, pero nada sucedió. Probó un truco que le habría resultado fácil el día anterior: canalizar Poder al centro de su telepatía. No funcionó. Probó con su telepatía.

«¡Bonnie! ¿Puedes oírme?»

No hubo ni el más ligero cambio en el semblante de la muchacha menuda.

Elena había perdido su conexión con Bonnie.

Contempló cómo Bonnie comprendía lo mismo, contempló cómo la combatividad abandonaba el pequeño cuerpo. El rostro de la muchacha, vuelto hacia arriba en desconcertada desesperación, estaba indescriptiblemente triste, y en cierto modo indescriptiblemente virginal y hermoso, todo a la vez.

«Eso jamás nos sucederá a nosotros —dijo la voz de Stefan en su mente con ferocidad—. ¡Jamás! Te doy mi…»

«¡No!», proyectó Elena en respuesta, supersticiosamente aterrada de que aquello trajera mala suerte. Si Stefan efectuaba un juramento, algo podría suceder —ella podría tener que convertirse en vampira o en espíritu— para asegurarse de que él no rompía su palabra.

Él calló, y Elena supo que la había oído. Y en cierto modo saber eso, que Stefan había oído una sola palabra de las suyas, la apaciguó. Sabía que él no había estado espiando, que lo había oído porque ella le había enviado el pensamiento. No estaba sola. Podría volver a ser alguien normal; podrían haberle quitado sus alas y la mayor parte del Poder de su sangre, pero no estaba sola. Se inclinó hacia él, apoyando la frente en la barbilla de Stefan.

—Nadie está solo.

Había dicho eso a Damon. A Damon Salvatore, un ser que ya no existía; pero que todavía requería de ella una palabra más, un grito final. Su nombre.

«¡Damon!»

Había muerto a cuatro dimensiones de distancia. Pero podía percibir a Stefan respaldándola, amplificando la transmisión, enviándola como una última baliza luminosa a través de la multitud de mundos que los separaban de su cuerpo frío y sin vida.

«¡Damon!»

No hubo el menor destello de una respuesta. Claro que no. Elena estaba haciendo el ridículo.

De improviso, algo más fuerte que la pena, más fuerte que la autocompasión, incluso más fuerte que la culpa, la dominó. Damon no habría querido que la sacaran en brazos de aquella sala; ni aunque lo hiciera Stefan. En especial Stefan. Habría querido que ella no mostrara ningún signo de debilidad ante aquellas mujeres que la habían despojado y humillado.

«Sí.» Era Stefan. Su amor, pero no su amante, dispuesto a amarla castamente a partir de aquel momento y hasta que ella muriera…

¿Hasta que… ella muriera?

Elena se alegró repentinamente de no poder proyectar pensamientos telepáticamente a desconocidos, y de que Stefan hubiera colocado escudos alrededor de ambos cuando la había abrazado. Volvió la cabeza hacia Ryannen, que observaba… con recelo, pero todavía con la expresión de quien quiere acabar de una vez con aquello.

—Me gustaría marcharme ahora, si no le importa —dijo, recogiendo su mochila y colgándosela al hombro con el gesto más arrogante del que fue capaz.

Sintió un aguijonazo de dolor cuando el peso de la correa golpeó el lugar del que habían brotado la mayoría de sus alas, pero mantuvo el rostro desdeñoso e indiferente.

Bonnie, devuelta al suelo, ya que había dejado de pelear, siguió el ejemplo de Elena. Stefan había dejado su mochila en la Torre de Entrada, pero colocó con suavidad una mano alrededor del codo de Elena, no guiándola, pero sí mostrando que estaba allí si lo necesitaba. Las alas de Sage se plegaron sobre sí mismas y desaparecieron.

—Comprendes que a cambio del retorno de estos tesoros que eran nuestros por derecho… pero que se nos impedía recuperar… se te concederán tus peticiones con la excepción de lo imposi…

—Lo comprendo —respondió Elena en tono tajante, al mismo tiempo que Stefan decía, con mucha más brusquedad:

—Lo comprende. Sólo hacedlo, ¿queréis?

—Ya está siendo organizado. —Los ojos de Ryannen, azul oscuro con salpicaduras doradas, se cruzaron con los de Elena con una expresión no del todo antipática.

—Lo mejor —añadió Susure a toda prisa— sería que te hiciéramos dormir y te enviáramos a tu… tu antigua, nueva morada. Para cuando despiertes, todo se habrá realizado.

Elena obligó a su rostro a no demudarse.

—¿Enviarme a la calle Maple? —preguntó, mirando a Ryannen—. ¿A casa de tía Judith?

—Mientras estás dormida, sí.

—No quiero estar dormida. —Elena se pegó aún más a Stefan—. ¡No dejes que me duerman!

—Nadie va a hacerte nada que tú no quieras —dijo Stefan, y la voz era como el filo de una cuchilla.

Sage gruñó para mostrar su apoyo, y Bonnie miró fijamente a la mujer rubia con semblante duro.

Ryannen inclinó la cabeza.

Elena despertó.

Estaba oscuro, y había estado dormida. No podía recordar con exactitud cómo se había quedado dormida, pero sabía que no estaba en el palanquín, ni tampoco en un saco de dormir.

«¿Stefan? ¿Bonnie? ¿Damon?», pensó automáticamente, pero había algo extraño en su telepatía; parecía casi como si estuviese confinada a su propia cabeza.

¿Estaba en la habitación de Stefan? Tenía que estar oscuro como boca de lobo fuera, ya que ni siquiera veía el contorno de la trampilla que conducía al mirador.

—¿Stefan? —susurró, mientras varios retazos de información se acumulaban en su mente.

Había un olor, a la vez familiar y desconocido. Descansaba sobre una cómoda cama de matrimonio, que no era uno de los fastuosos lechos de seda y terciopelo de lady Ulma, pero que tampoco era una cama de plumas llena de bultos de la casa de huéspedes. ¿Estaba en un hotel?

Mientras aquella diversidad de pensamientos se juntaba en su cerebro, sonó un suave golpeteo rápido. Nudillos sobre cristal.

El cuerpo de Elena tomó el control. La joven arrojó la colcha a un lado y corrió a la ventana, esquivando misteriosamente los obstáculos sin siquiera pensar en ellos en absoluto. Las manos descorrieron violentamente unas cortinas que de algún modo sabía que estaban allí y el disparado corazón llevó un nombre a sus labios.

—¡Da…!

Y entonces el mundo paró y efectuó su más lento salto mortal. La visión de un rostro, fiero y preocupado y afectuoso y sin embargo extrañamente frustrado justo al otro lado de la ventana del segundo piso, hizo que Elena recordara.

Que lo recordara todo.

Fell's Church estaba salvada.

Damon estaba muerto.

Inclinó despacio la cabeza hasta que la frente tocó la fresca hoja de vidrio.