Stefan no se movió ni habló durante un buen rato. El corazón le dio un vuelco a Elena, y de repente estaba tan asustada como quedaba claro que lo estaba él. Alargó los brazos y le tomó ambas manos, que temblaban.
«Cariño, no llores —proyectó—. Todavía debe de haber tiempo para salvar Fell's Church. Tiene que haberlo. No puede terminar de este modo. Y además, ¡Shinichi ya no está! Podemos llegar hasta los niños; podemos romper el condicionamiento…» Calló. Fue como si la palabra «condicionamiento» resonara en sus oídos. Los ojos verdes de Stefan llenaban su visión. La mente se le tornaba… se le tornaba borrosa. Todo volvía a convertirse en irreal. En un minuto sería incapaz de…
Apartó violentamente los ojos, respirando con dificultad.
—Me estabas influenciando —dijo, y pudo oír la ira en su propia voz.
—Sí —susurró Stefan—. Te he estado influenciando durante media hora.
«¿Cómo te atreves?», pensó Elena, sólo para que él lo oyera.
—Estoy dejando de hacerlo… ahora —respondió él en voz baja.
—Al igual que yo —añadió Sage, con una voz que sonó exhausta.
Y el universo efectuó un lento giro sobre sí mismo y Elena recordó qué era lo que ellos le estaban ocultando.
Con un violento sollozo, se levantó, esparciendo gotitas de agua, y se quedó de pie como una diosa vengativa. Miró a Sage. Miró a Stefan.
Stefan demostró lo valiente que era, lo mucho que la amaba. Le contó lo que ella ya sabía.
—Damon se ha ido, Elena. Lo siento mucho. Lo siento si…, si te impedí estar con él tanto como querías. Lo siento si me interpuse entre vosotros. No comprendí… lo mucho que os amabais. Lo hago ahora.
Y a continuación hundió el rostro en las manos.
Elena quiso ir hacia él. Reprenderlo, abrazarlo. Decirle a Stefan que le amaba a él con la misma intensidad, gota por gota, grano por grano. Pero el cuerpo se le había quedado entumecido, y volvía a sentir la amenaza de la oscuridad…, todo lo que pudo hacer fue alargar los brazos al mismo tiempo que se desplomaba sobre la hierba. Y entonces de algún modo Bonnie y Stefan estaban ambos allí, y los tres sollozaban. Elena, con la intensidad de algo recién descubierto; Stefan, con un sonido extraviado que Elena no había oído nunca antes; y Bonnie, con un seco y desgarrador agotamiento que parecía querer hacer añicos su cuerpo menudo.
El tiempo perdió todo significado. Elena quería llorar por cada momento de la dolorosa muerte de Damon, y también por cada momento de la vida de éste. Se había perdido tanto. No conseguía que le entrara en la cabeza, y no quería hacer otra cosa que no fuera llorar hasta que la amable oscuridad volviera a acoger su mente.
Fue entonces cuando Sage ya no pudo más.
Agarró a Elena y la puso en pie, y la zarandeó por los hombros, haciendo que la cabeza de la joven oscilara violentamente arriba y abajo.
—¡Tu ciudad está en ruinas! —gritó, como si la culpa la tuviera Elena—. La Medianoche puede o no traer el desastre. Oh, sí, lo he visto todo en tu mente cuando he entrado para influenciarte. La pequeña Fell's Church ya está devastada. ¡Y tú ni siquiera vas a pelear por ella!
Algo llameó a través de Elena, y fundió el aturdimiento, la gelidez.
—¡Sí, pelearé por ella! —chilló—. ¡Pelearé por ella con cada hálito de vida que haya en mi cuerpo, hasta detener a las personas que lo hicieron, o hasta que me maten!
—¿Y cómo, puis-je savoir, regresarás a tiempo? ¡Para cuando hayas desandado el camino por el que vinisteis, todo habrá finalizado!
Stefan se encontraba junto a ella, apuntalándola, hombro con hombro.
—Entonces te obligaremos a enviarnos de algún otro modo… ¡para que podamos regresar a tiempo!
Elena abrió mucho los ojos. No. No. Stefan no podía haber dicho aquello. Stefan no aplicaba la fuerza; y ella no quería que él cambiase. Se volvió rápidamente otra vez en dirección a Sage.
—¡No hay necesidad de pelear! ¡Tengo una llave maestra en mi mochila, y la magia funciona aquí dentro de la Torre de Entrada! —gritó.
Pero Stefan y Sage se miraban fijamente, cada uno furibundo y decidido. Elena quiso ir hacia Stefan, pero el mundo volvía a describir otra de sus lentas volteretas. Temió que Sage fuera a atacar a Stefan, y que ella no pudiera siquiera pelear por él.
Pero en lugar de ello, de improviso, Sage echó la cabeza atrás y rió salvajemente. O a lo mejor fue algo que estaba entre unas carcajadas atronadoras y el llanto. Fue tan sobrecogedor como el sonido de un lobo aullando, y Elena notó cómo el cuerpo menudo y tembloroso de Bonnie la abrazaba… para reconfortarlas a ambas.
—¡Qué diablos! —rugió Sage, y ahora había también una mirada salvaje en sus ojos—. Mais oui, ¿qué diablos? —Volvió a reír—. Al fin y al cabo, yo soy el Guardián de la Entrada y ya he quebrantado las reglas al permitiros cruzar dos puertas distintas.
Stefan respiraba aún pesadamente. Entonces alargó los brazos y agarró a Sage por las amplias espaldas y lo zarandeó con toda la fuerza de un vampiro enloquecido.
—¿De qué hablas? ¡No hay tiempo para charlas!
—¡Ah, sí que lo hay, mon ami! Amigo mío, lo hay. Lo que necesitáis es la potencia de fuego de los cielos para salvar Fell's Church… y para deshacer el daño que ya se ha hecho. Para erradicarlo, para que sea como si jamás hubiera sucedido. Y —añadió Sage con toda deliberación, mirando directamente a Elena—, quizá…, sólo quizá…, deshacer los acontecimientos de este día, también.
De improviso, cada centímetro de la piel de Elena hormigueaba. Todo su cuerpo escuchaba a Sage, inclinándose hacia él, anhelante, mientras los ojos se abrían de par en par con la otra única cuestión que importaba.
Sage dijo, muy despacio, en un tono muy triunfal:
—Sí. Ellas pueden otorgar vida a los muertos. Poseen ese Poder. Pueden traer de vuelta a mon petit tyran Damon… tal y como te trajeron de vuelta a ti.
Stefan y Bonnie sostenían a Elena, que no podía mantenerse en pie por sí misma.
—Pero ¿por qué tendrían que ayudar? —musitó ella penosamente.
No quería permitirse ni un soplo de esperanza, no hasta que lo comprendiera todo.
—A cambio de lo que les fue robado hace milenios —respondió Sage—. Estáis en una fortaleza del Infierno, ya lo sabéis. Es eso lo que es la Torre de Entrada. Las Guardianas no pueden acceder aquí. No pueden tornar por asalto la entrada y exigir que les devuelvan lo que hay dentro…, los siete…, pardon, ahora los seis… tesoros kitsune.
No había ni un soplo de esperanza. Ni uno solo. Pero Elena se oyó proferir una salvaje carcajada.
—¿Cómo les damos un parque? ¿O un campo de rosas negras?
—Les damos los derechos sobre la tierra sobre la que descansan el parque y el campo de rosas.
Ni un soplo, aun cuando los cuerpos a cada lado de Elena temblaban en aquellos momentos.
—¿Y cómo les ofrecemos la Fuente de la Juventud y la Vida Eternas?
—No lo hacemos. Sin embargo, tengo varios recipientes, aguardando a que los recojan como basura. La amenaza de una botella de casi cuatro litros de La Fontaine esparcida al azar por toda vuestra Tierra… eso las dejaría desoladas. Y, por supuesto —añadió Sage—. Conozco las clases de piedras preciosas que contienen los hechizos que más desearían tener. Vamos, ¡dejad que abra todas las puertas a la vez! Cojamos todo lo que podamos…, ¡dejemos las habitaciones totalmente vacías!
Su entusiasmo era contagioso. Elena se volvió a medias, conteniendo la respiración, abriendo los ojos para captar el primer resplandor de la luz de una puerta.
—Aguardad.
La voz de Stefan sonó dura de repente. Bonnie y Elena se volvieron y se quedaron totalmente inmóviles, abrazándose y temblando.
—¿Qué va a hacerte tu… tu padre… cuando descubra que has permitido esto?
—No me matará —repuso Sage con brusquedad, después de que el tono salvaje volviera a su voz—. Incluso puede que lo encuentre tan amusant como yo, y estaremos compartiendo carcajadas mañana.
—¿Y si no lo encuentra divertido? Sage, no creo… Damon no habría querido…
Sage giró en redondo y, por vez primera desde que lo había conocido, Elena pudo creer con toda el alma que era el hijo de su padre. Los ojos incluso habían parecido cambiar de color, para mostrar el amarillo de una llama, con pupilas en forma de diamante como las de un gato. La voz sonó igual que acero astillándose, más dura incluso que la de Stefan.
—Lo que haya entre mi padre y yo es asunto mío… ¡Mío! Quédate aquí si quieres. Él nunca presta atención a los vampiros, de todos modos; dice que ya están malditos. Pero yo voy a hacer todo lo que pueda para traer a mon cheri Damon de vuelta.
—¿Cualquiera que sea el precio para ti?
—¡Al diablo con el precio!
Ante la sorpresa de Elena, Stefan agarró los hombros de Sage un momento y luego simplemente abrazó tanto de él como pudo sujetar.
—Sólo quería asegurarme —dijo en voz baja—. Gracias, Sage. Gracias.
A continuación se volvió y fue con paso decidido hasta la planta de Radhika Real y, de un tirón, la arrancó de su enramada.
Elena, con el corazón latiéndole en los labios, la garganta y las yemas de los dedos, corrió a recoger los recipientes vacíos y las botellas que Sage arrojaba afuera de una novena puerta que había aparecido entre el pozo de la mina y el campo de rosas negras. Agarró un recipiente de unos cuatro litros y una botella de agua mineral, ambos con tapones intactos. Estaban hechos de plástico, lo que era una buena cosa, porque se le cayeron los dos justo cuando cruzaba la habitación hasta la burbujeante fuente. Las manos le temblaban terriblemente; y todo el tiempo elevaba una monótona plegaria: «¡Oh, por favor! ¡Oh, por favor! ¡Oh, por favor!».
Introdujo agua de la Fuente en ambos recipientes y los tapó. Y luego reparó en que Bonnie seguía de pie en mitad de la Torre de Entrada. Parecía perpleja, asustada.
—¿Bonnie?
—¿Sage? —dijo Bonnie—. ¿Cómo llevaremos estas cosas a la Corte Celestial para negociar con ellos?
—No os preocupéis —repuso él afablemente—. Estoy seguro de que las Guardianas estarán esperando justo ahí fuera para arrestarnos. Ellas nos llevarán a la Corte.
Bonnie no dejó de temblar, pero asintió y corrió a ayudar a Sage a coger botellas de Magia Negra… y romperlas.
—Un símbolo —dijo él—. Un signe de lo que haremos a esta zona si los Celestiales no acceden. Ten cuidado de no cortarte esas bonitas manos.
Elena creyó oír la voz áspera de Bonnie entonces, y que no sonaba feliz. Pero el murmullo retumbante de Sage era tranquilizador. Y Elena no quería permitirse ni esperar ni desesperar. Tenía una cosa entre manos, una treta. Estaba haciendo sus propios planes de cara a la Corte Celestial.
Cuando Bonnie y ella tuvieron todo el botín que podían cargar, y también las mochilas llenas, cuando Stefan tuvo dos estrechas cajas negras que contenían títulos de propiedad, y cuando Sage tuvo el aspecto de un cruce entre Santa Claus y un broncíneo Hércules, guapísimo y de largos cabellos, cargado con dos sacos hechos con fundas de almohada, pasearon una última mirada por la saqueada Torre de Entrada.
—De acuerdo —les dijo Sage—. Es hora de enfrentarse a las Guardianas. —Dedicó una sonrisa tranquilizadora a Bonnie.
Como de costumbre, Sage tenía razón. En cuanto salieron con su botín, encontraron a Guardianas de dos dimensiones distintas listas para cogerlos. El primer tipo eran las que tenían un aspecto vagamente parecido al de Elena: cabello rubio, ojos azul oscuro, delgados. Las Guardianas del mundo de las tinieblas parecían algo mayores que aquéllas, y eran mujeres de aspecto ágil con una piel tan oscura que era casi del color del ébano, y cabellos que se enroscaban muy ceñidos en una especie de bonete sobre la cabeza. Detrás de ellas había brillantes coches aéreos.
—Estáis arrestados —dijo una de las mujeres de piel oscura, sin que pareciera gustarle lo que hacía—, por sacar tesoros que pertenecen legítimamente a la Corte Celestial del santuario donde se acordó que estarían guardados, bajo las leyes de nuestras dos dimensiones.
Y luego fue sólo una cuestión de agarrarse a los dorados vehículos aéreos mientras aferraban al mismo tiempo su ilícito botín.
La Corte Celestial era… celestial. De un blanco nacarado con un tenue toque de azul. Minaretes. Había una gran distancia desde la bien custodiada entrada —donde Elena había visto un tercer tipo de Guardiana, una con cabellos rojos y cortos y ojos rasgados y penetrantes de color verde— hasta el palacio en sí, que parecía contener una ciudad.
Pero fue cuando condujeron al grupo de Elena a la sala del trono cuando el auténtico choque cultural se hizo patente. Era mucho más espaciosa y mucho más espléndida que cualquier estancia que Elena hubiese imaginado jamás. Ningún baile o gala en las Dimensiones Oscuras podría haberla preparado lo más mínimo para ello. El techo, alto y vasto como el de una catedral, parecía estar construido enteramente de oro, como lo estaba la doble hilera de columnas majestuosas que recorrían verticalmente el suelo. El suelo mismo era de malaquita profusamente veteada y lapislázuli surcado de hilos de oro, con oro aparentemente utilizado como lechada… y sin economizarlo, además. Las tres fuentes doradas situadas en mitad de la habitación (la central era la más grande y más ornamentada) arrojaban al aire no agua, sino pétalos de flores delicadamente perfumados que centelleaban igual que diamantes al girar sobre sus ápices y luego volvían a caer con suavidad. Vidrieras de colores luminosos que Elena no podía recordar haber visto nunca antes arrojaban luz en forma de arco iris como una bendición desde lo más alto de cada pared, proporcionando calidez al de otro modo frío oro cincelado.
A Sage, a Elena, a Stefan y a Bonnie los sentaron en pequeñas sillas cómodas apartadas justo unos pocos metros de una enorme tarima, recubierta con una fabulosa tela dorada. Los tesoros fueron desplegados frente a ellos, mientras miembros del séquito vestidos con prendas largas y amplias azules y doradas subían los objetos de uno en uno al actual triunvirato gobernante situado al fondo.
Y las soberanas pertenecían a cada uno de los grupos de Guardianas: rubias, morenas y pelirrojas. Los asientos que ocupaban sobre la tarima garantizaban que estuvieran lejos —y muy por encima— de sus peticionarios. Pero con Poder enviado a sus ojos, Elena pudo ver perfectamente que cada una estaba sentada en un trono dorado exquisitamente recubierto de piedras preciosas. Hablaban en voz baja entre ellas, admirando la flor Radhika Real: espuelas de caballero azules en aquel momento. Luego la de tez oscura sonrió y envió a una de sus ayudantes en busca de una maceta con tierra para que la planta pudiera sobrevivir en ella.
Elena clavó una mirada vacua en los otros tesoros. Un galón de agua de la Fuente de la Juventud y la Vida Eternas. Seis botellas sin romper de vino Magia Negra, y los fragmentos de al menos la misma cantidad a su alrededor. Un arco iris llameante, que rivalizaba con las vidrieras, en forma de gemas del tamaño de un puño, algunas en bruto, algunas ya talladas y pulidas, pero la mayoría no tan sólo talladas, sino grabadas a mano con misteriosas inscripciones en oro o plata. Dos cajas negras, largas y forradas de terciopelo, con amarillentos rollos de papiro o papel en su interior, una con una rosa totalmente negra descansando junto a ella, y la otra con un simple ramillete de hojas primaverales de un verde claro. Elena sabía lo que eran los amarillentos documentos con sus sellos de cera agrietados. Las escrituras del campo de rosas negras y del paraíso kitsune.
Cuando uno contemplaba todos los tesoros juntos de aquel modo, casi parecía excesivo, pensó Elena. Cualquier objeto de cualquiera de los Siete —no, ahora Seis— Tesoros kitsune era suficiente para intercambiarlo por mundos. Un ramito de la Radhika Real, que regresaba justo en aquellos momentos (una espuela de caballero rosa que se transformaba en una orquídea blanca) plantada como era debido en una maceta, era infinitamente valiosa. Como lo era una única aterciopelada rosa negra, con su poder para contener la magia más poderosa. Una sola piedra preciosa del tesoro que había en la caverna de la mina, quizá un diamante del tamaño de dos puños que dejaba en ridículo a la Estrella de África y al Golden Jubilee. Un día en el paraíso kitsune, donde un día podía parecer toda una vida. Un sorbo de aquella agua efervescente que podía hacer que un humano viviese tanto como el Antiguo más anciano…
Desde luego, también debería haber estado allí la bola estrella más grande que existía, repleta de Poder sobrenatural, pero Elena tenía la esperanza de que las Guardianas pasarían eso por alto.
¿Esperanza? Se sorprendió ante la idea y sacudió la cabeza a nada, haciendo que Bonnie le oprimiera la mano con fuerza. Nada de esperanza. No se atrevía a tener esperanzas. Ni un hálito aún.
Otra asistente, pelirroja, que les dedicó una veloz y fría mirada de ojos verdes, levantó el recipiente de plástico con el galón de agua en cuya etiqueta ponía «Agua. Sector 3». Sage refunfuñó mientras ella se iba:
—Qu'est-ce qui lui prend? Quiero decir, ¿cuál es su problema? Me gusta el agua del sector de los vampiros. No me gusta el agua que se bombea en el mundo de las tinieblas.
Elena ya había descifrado el código de color de las Guardianas. Las rubias eran todo eficiencia, a las que impacientaban sólo los retrasos. Las morenas eran las más amables; a lo mejor tenían menos trabajo que llevar a cabo en el mundo de las tinieblas. Las pelirrojas de ojos verdes eran sencillamente maliciosas. Por desgracia, la joven en el trono central de allí arriba en la tarima era pelirroja.
—¿Bonnie? —musitó.
Bonnie tuvo que tragar saliva y sorber por la nariz antes de poder decir:
—¿Sí?
—¿Te he dicho alguna vez lo mucho que me gustan tus ojos?
Bonnie le dedicó una larga mirada con sus ojos castaños antes de empezar a temblar de risa. Al menos empezó como risa, y luego Bonnie enterró la cabeza en el hombro de Elena y se limitó a temblar.
Stefan oprimió la mano de Elena.
—Lo ha estado intentando con tanto ahínco… por ti. Ella…, ella le amaba también, ¿sabes? Yo ni siquiera sabía eso. Supongo…, supongo que simplemente he estado ciego en todos los frentes.
Pasó la mano libre por los cabellos ya alborotados. Parecía muy joven, como un muchachito a quien de improviso habían castigado por hacer algo que no le habían dicho que estaba mal. Elena lo recordó en el patio trasero de la casa de huéspedes, danzando con los pies sobre los de él, y luego en su habitación del desván, mientras él le besaba las manos, los nudillos que tenía magullados de tanto dar martillazos, las pulsaciones de la parte anterior de sus muñecas. Quiso decirle que todo iba a salir bien, que la risa regresaría a sus ojos, pero no podía soportar la posibilidad de mentirle.
De improviso, Elena se sintió como una mujer terriblemente anciana, que podía oír y ver sólo vagamente, a la que todo movimiento provocaba un dolor terrible, y sentía frío en su interior. Cada una de sus articulaciones y cada hueso estaban llenos de hielo.
Por fin, una vez que todos los tesoros, incluida la centelleante llave maestra de oro con diamantes incrustados, hubieron sido llevados arriba para que las jóvenes de los tronos los tocaran, sopesaran, examinaran y debatieran, una mujer de mirada cálida y piel oscura se acercó al grupo de Elena.
—Podéis aproximaros a las Juezas Supremas ahora. Y —añadió en una voz tan suave como la caricia del ala de una libélula— están muy, muy impresionadas. Eso no sucede a menudo. Hablad con humildad y mantened las cabezas bajas y creo que obtendréis lo que vuestros corazones desean.
Algo dentro de Elena dio un brinco que la habría hecho saltar para aferrar la túnica de la asistente que retrocedía, pero por suerte Stefan la sujetaba en un férreo abrazo. Bonnie alzó la cabeza del hombro de Elena, y Elena tuvo que contenerla a ella, a su vez.
Anduvieron, la viva imagen de la humildad, hasta donde cuatro almohadones escarlata llameaban sobre la dorada trama de la tela del suelo. En el pasado, Elena habría rehusado humillarse, pero en aquellos momentos, agradecía un blando lugar de descanso para sus rodillas.
Tan de cerca, pudo ver que cada una de las soberanas lucía una diadema de algún metal, de la que colgaba una solitaria piedra sobre la frente.
—Hemos considerado vuestra petición —dijo la de piel oscura, la diadema de oro blanco con el diamante que pendía de ella deslumbrando a Elena con puntitos de luz lila, rojos y azul—. ¡Oh, sí! —añadió, riendo—. Sabemos lo que queréis. Incluso una Guardiana de la calle tendría que ser muy mala en su trabajo para no saberlo. Queréis vuestra ciudad… renovada. Los edificios quemados, reconstruidos. Las víctimas de la pestilencia malach, recreadas; sus almas, envueltas de nuevo en carne, y sus recuerdos…
—Pero, primero —interrumpió la de pelo rubio, agitando una mano—, ¿no tenemos que ocuparnos de mi tema? Esta muchacha… Elena Gilbert… puede no ser elegible como portavoz de su grupo. Si se convierte en una Guardiana, su lugar no está con los peticionarios.
La pelirroja agitó la cabeza como una potranca impaciente, haciendo que el oro rosa de su diadema centelleara y titilara el rubí que colgaba de ella.
—¡Oh, adelante entonces, Ryannen! Si tus niveles de reclutamiento son tan bajos…
La joven rubia hizo caso omiso de aquello, pero se inclinó al frente, con parte del pelo sujeto fuera del rostro por una diadema de oro amarillo con un zafiro como colgante.
—¿Qué te parece, Elena? Sé que nuestro primer encuentro fue… desafortunado. Debes creer que lo lamento. Pero ibas de camino a convertirte en una Guardiana de pleno derecho cuando recibimos órdenes de Arriba de entretejerte en un nuevo cuerpo para que pudieras retomar tu vida como humana.
—¿Ustedes hicieron eso? Claro que lo hicieron. —La voz de Elena era suave, queda y halagadora—. Pueden hacer cualquier cosa. Pero… ¿nuestro primer encuentro? No recuerdo…
—Eras demasiado joven, y viste sólo un destello de nuestro coche aéreo cuando adelantó el vehículo de tus padres. La intención era que fuese un accidente de poca importancia con una sola víctima…: tú. Pero en su lugar…
Bonnie se llevó las manos a la boca. Estaba claro que comprendía algo que Elena no entendía. ¿El «vehículo» de sus padres…? La última vez que había ido en coche con su padre y su madre —y la pequeña Margaret— había sido el día del choque. El día que había distraído a su padre, que era quien conducía…
—¡Mira, papá! Mira esa bonita…
Y entonces había ocurrido el impacto.
Elena olvidó lo de mostrarse humilde y mantener la cabeza baja. De hecho, alzó la cabeza y trabó la mirada con unos ojos azules salpicados de dorado muy parecidos a los suyos. Su propia mirada, sabía, era penetrante y dura.
—¿Vosotras… matasteis a mis padres? —musitó.
—¡No, no! —exclamó la morena—. Fue una operación que salió mal. Sólo teníamos que cruzar la dimensión de la Tierra durante unos pocos minutos. Pero, de un modo totalmente inesperado, tu talento afloró. Viste nuestro coche aéreo. En lugar de un choque con tan sólo una víctima: tú, tu padre volvió la cabeza para mirar y… —La voz se apagó lentamente mientras Elena giraba unos ojos incrédulos hacia ella.
Bonnie tenía la mirada perdida a lo lejos, casi como si estuviera en trance.
—Shinichi —musitó—. Aquella misteriosa adivinanza suya…, o lo que fuera. Que uno de nosotros había asesinado, y que no tenía nada que ver con ser un vampiro o con la eutanasia…
—Yo siempre había supuesto que era yo —dijo Stefan en voz baja—. Mi madre jamás se recuperó del todo tras mi nacimiento. Murió.
—¡Pero eso no te convierte en un asesino! —gritó Elena—. No como yo. ¡No como yo!
—Bien, es por eso que te preguntaba ahora —dijo la mujer rubia—. Fue una misión fallida, pero comprendes que sólo intentábamos reclutarte, ¿sí? Es el método tradicional. Nuestros genes nos han preparado para ser las mejores en lo tocante a manejar a demonios poderosos e irracionales, que no responden a la fuerza tradicional sino que requieren una reestimación instantánea…
Elena se tragó un grito. Un grito de cólera…, angustia…, incredulidad…, culpa…, no sabía qué. Sus planes. Sus estratagemas. El modo en que había manejado a muchachos bullangueros en los viejos malos tiempos; todo era genético. Y… sus padres… ¿para qué habían muerto?
Stefan se puso en pie. Tenía la mandíbula apretada y los ojos verdes ardían con fuerza. No había afabilidad en su rostro. Estrechó la mano de Elena y ésta oyó: «Si quieres pelear, cuenta conmigo».
«Mais non.» Elena giró la cabeza y vio a Sage. Su voz telepática era inconfundible. Se vio forzada a escuchar. «No podemos pelear con ellas en su propio territorio y ganar. Ni siquiera yo puedo. ¡Lo que puedes es hacerles pagar por ello! Elena, mi valiente muchacha, los espíritus de tus padres sin duda han hallado nuevos hogares. Sería cruel arrastrarlos de vuelta. Pero exijamos a las Guardianas cualquier cosa que desees. ¡Remontándonos a un año y un día en el pasado, exige cualquier cosa que desees! Creo que todos nosotros te respaldaremos.»
Elena hizo una pausa. Miró a las Guardianas y miró los tesoros. Miró a Bonnie y a Stefan, que aguardaban. Había permiso en sus ojos.
Luego dijo despacio a las Guardianas:
—Esto realmente os va a salir caro. Y no quiero oír que nada de ello es imposible. A cambio de devolveros todos vuestros tesoros y también la llave maestra… quiero mi antigua vida. No, quiero una vida nueva, con mi auténtica antigua vida tras de mí. Quiero ser Elena Gilbert, exactamente como si hubiese terminado los estudios en el instituto, y quiero ir al Dalcrest College. Quiero despertar en casa de mi tía Judith por la mañana y descubrir que nadie se da cuenta de que no he estado allí durante casi diez meses. Y quiero un promedio de excelente para mi último año en el instituto… por si surge alguna emergencia. Y quiero que Stefan haya vivido pacíficamente en la casa de huéspedes todo ese tiempo, y que todo el mundo lo acepte como mi novio. Y quiero que cada una de las cosas que Shinichi y Misao y quienquiera que fuese la persona para la que trabajaban hicieron, queden deshechas y olvidadas. Quiero a la persona para la que trabajaban muerta. Y quiero que todo lo que Klaus hizo en Fell's Church desaparezca también. ¡Quiero a Sue Carson de vuelta! ¡Y quiero a Vicky Bennett de vuelta! ¡Quiero a todo el mundo de vuelta!
—¿Incluso al señor Tanner? —preguntó Bonnie con voz apenas audible.
Elena comprendió. Si el señor Tanner no hubiera muerto —con toda su sangre misteriosamente desaparecida— entonces jamás habrían llamado a Alaric Saltzman para que fuera a Fell's Church. Elena recordó a Alaric de su viaje astral: cabello rubio rojizo, sonrientes ojos color avellana. Pensó en Meredith y en el casi compromiso de él con ella.
Pero ¿quién era ella para jugar a ser Dios? Para decir: «Sí, esta persona puede morir porque era un hombre desagradable y nadie le quería, pero esta chica tiene que vivir porque era mi amiga».