Pero tras un tiempo interminable en la suave y amable oscuridad, algo obligaba a Elena a regresar a la luz. A la luz real. No la terrible media luz verde del Árbol. Incluso a través de los párpados cerrados podía verla, sentir su calor. Un sol amarillo. ¿Dónde estaba? No podía recordar.
Y no le importaba. Algo le decía en su interior que la benévola oscuridad era mejor; pero entonces recordó un nombre.
Stefan.
¿Stefan era…?
Stefan era a quien…, a quien amaba. Pero él no había comprendido nunca que amor no era una palabra en singular. Nunca había comprendido que ella podía estar enamorada de Damon y que ello no cambiaría jamás ni un átomo de su amor por él. O que su falta de comprensión había sido tan desgarradora y dolorosa que se había sentido dividida en dos personas distintas a veces.
Pero ahora, incluso antes de abrir los ojos, comprendió que estaba bebiendo. Estaba bebiendo la sangre de un vampiro, y ese vampiro no era Stefan. Había algo único en aquella sangre. Era más intensa y más especiada y más densa, todo a la vez.
No pudo evitar abrir los ojos. Por alguna razón que no comprendió, se abrieron de golpe e intentó al instante concentrarse en el aroma, tacto y color de quienquiera que estaba inclinado sobre ella, sosteniéndola.
Tampoco pudo comprender su sensación de decepción cuando entendió poco a poco que era Sage quien estaba inclinado sobre ella, sosteniéndola suavemente pero con seguridad contra su cuello, con el pecho de color bronce desnudo y caliente por la luz del sol.
Pero ella estaba tumbada plana, sobre hierba, por lo que notaban sus manos…, y por algún motivo su cabeza estaba fría. Muy fría.
Fría y mojada.
Dejó de beber e intentó incorporarse. La suave sujeción se tornó más firme, y oyó decir a la voz de Sage, y percibió el retumbo en su pecho cuando lo dijo:
—Ma pauvre petite, tienes que beber más dentro de un momento más o menos. Y en tu pelo todavía queda algo de las cenizas.
¿Cenizas? ¿Cenizas? No se colocaba uno cenizas en la cabeza para… Veamos, ¿en qué había estado pensando ella? Era como si existiera un bloqueo en su cabeza, que le impedía acercarse a… algo. Pero no iba a permitir que le dijeran qué hacer.
Elena se incorporó.
Se hallaba —sí, estaba muy segura de ello— en el paraíso kitsune, y hasta hacía un momento su cuerpo había estado arqueado hacia atrás, de modo que el pelo había descansado en el pequeño arroyo de aguas transparentes que había visto antes. Stefan y Bonnie habían estado lavando algo negro como el azabache de su pelo. Los dos asimismo se habían manchado de negro: Stefan tenía toda una gran franja sobre un pómulo, y Bonnie tenía tenues rayas grises bajo los ojos.
Llorando. Bonnie había estado llorando. Seguía llorando, en pequeños sollozos que intentaba reprimir. Y ahora que miraba con más atención, Elena pudo ver que los párpados de Stefan estaban hinchados y que también él había estado llorando.
Elena tenía los labios entumecidos. Cayó hacia atrás sobre la hierba, alzando la vista hacia Sage, que se secaba los ojos furtivamente. A ella le dolía la garganta, no sólo dentro, donde sollozos y jadeos podrían hacer que le doliera, sino también fuera. Tuvo una visión de sí misma cortándose el cuello con un cuchillo.
Entre los entumecidos labios, musitó:
—¿Soy una vampira?
—Pas encore —dijo Sage con voz insegura—. No aún. Pero Stefan y yo hemos tenido que darte los dos grandes cantidades de sangre. Tienes que tener mucho cuidado durante los próximos días. Estás justo en la frontera.
Eso explicaba cómo se sentía. Probablemente Damon estaba deseando que se convirtiera en uno, el muy pícaro.
—Sencillamente no vamos a hacer nada durante un tiempo —dijo ella—. No tenéis que estar tristes.
Pero ella misma seguía sintiendo que algo no iba bien, y no se había sentido de aquel modo desde que había visto a Stefan en prisión y pensado que éste moriría en cualquier momento.
No… Era peor…, porque con Stefan había existido esperanza y Elena tenía la sensación de que ahora la esperanza había desaparecido, que todo había desaparecido. Estaba hueca: era una muchacha que parecía sólida, pero que no tenía nada por dentro.
—Me estoy muriendo —musitó—. Lo sé… ¿Vais a despediros todos ahora?
Y al oír eso, a Sage —¡Sage!— se le hizo un nudo en la garganta y empezó a sollozar. Stefan, todavía con aquel aspecto curiosamente desaliñado, con restos de hollín en el rostro y los brazos y con el pelo y las ropas empapadas, dijo:
—Elena, no vas a morir. No a menos que elijas hacerlo.
Jamás había visto a Stefan con aquel semblante. Ni siquiera en prisión. La llama, el fuego interior que no mostraba a casi nadie que no fuera Elena, se había apagado.
—Sage nos salvó —explicó él despacio, con cuidado, como si le costara un gran esfuerzo hablar—. La ceniza que caía… Tu y Bonnie habríais muerto si hubieseis tenido que respirarla. Pero Sage puso una puerta de vuelta a la Torre de Entrada justo frente a nosotros. Yo apenas podía verla; mis ojos estaban tan llenos de la lluvia de cenizas, y no hace más que empeorar en aquella luna.
—Lluvia de cenizas —musitó Elena.
Había algo en el fondo de su mente, pero una vez más la memoria le falló. Era casi como si la hubiesen influenciado para que no recordara. Pero eso era ridículo.
—¿Por qué caían cenizas? —preguntó, advirtiendo que tenía la voz áspera, ronca; como si hubiese lanzado vítores durante demasiado tiempo en un partido de rugby.
—Has usado las Alas de Destrucción —dijo Stefan con voz serena, mirándola con ojos hinchados—. Salvaste nuestras vidas. Pero mataste al Árbol… y la bola estrella se desintegró.
Alas de Destrucción. Debía de haber perdido los estribos. Y había matado un mundo. Era una asesina.
Y ahora la bola estrella se había perdido. Fell's Church. ¡Oh, cielos! ¿Qué le diría Damon? Elena lo había hecho todo… todo mal. Bonnie sollozaba en aquellos momentos, con el rostro vuelto.
—Lo siento —dijo Elena, sabiendo lo inadecuado que era aquello.
Por vez primera, miró a su alrededor con abatimiento.
—¿Damon? —susurró—. ¿No quiere hablarme? ¿Por lo que hice?
Sage y Stefan se miraron.
Elena sintió un gélido escalofrío en la espalda.
Empezó a incorporarse, pero sus piernas no eran las piernas que recordaba; querían soltarse a la altura de las rodillas. Permaneció contemplándose a sí misma, sus propias ropas mojadas y sucias…, y entonces algo parecido a barro le bajó por la frente. Barro o sangre que se coagulaba.
Bonnie emitió un sonido; seguía sollozando, pero también hablaba, con una nueva voz ronca que la hacía parecer mucho mayor.
—Elena… No te hemos quitado aún las cenizas que había sobre tu cabeza, en el pelo. Sage ha tenido que darte una transfusión de emergencia.
—Yo misma me quitaré las cenizas —dijo Elena, tajante.
Dejó que las rodillas se doblaran, y cayó sobre ellas, haciendo que su cuerpo se estremeciera. Luego, retorciéndose, se inclinó hacia el pequeño arroyo y dejó que la cabeza cayera al frente. A través de la impresión provocada por el agua helada, pudo oír vagamente exclamaciones de los que estaban por encima del agua, y el agudo «¿Elena, estás bien?» de Stefan en su cabeza.
«No —respondió mentalmente—. Pero tampoco me estoy ahogando. Me estoy lavando el pelo. A lo mejor Damon me querrá ver por fin si estoy presentable. A lo mejor vendrá con nosotros y peleará por Fell's Church.»
«Deja que te ayude a levantarte», proyectó Stefan quedamente.
Elena se había quedado sin aire, así que sacó la pesada cabeza del agua y la echó hacia atrás con energía, empapada pero limpia, de modo que el pelo le cayó por la espalda. Miró fijamente a Stefan.
—¿Por qué razón? —preguntó… Y luego, con un repentino pánico, interrogó—: ¿Se ha ido ya? ¿Estaba enfadado… conmigo?
—Stefan.
Era Sage, que hablaba en tono cansado. Stefan, cuyos ojos verdes tenían la mirada de un animal acosado, emitió un sonido débil.
—La influencia no está funcionando —dijo Sage—. Acabará recordando por sí misma.