39

Elena estrechó al niño contra ella. Damon había comprendido, aun en su estado aturdido y confuso. Todo el mundo estaba conectado. Nadie estaba solo.

—Y pidió otra cosa más. Me dijo que te pidiera que me abrazaras, justo así…, si me adormilo. —Unos aterciopelados ojos negros escudriñaron el rostro de Elena—. ¿Harías eso?

Elena trató de mantener la serenidad.

—Te abrazaré —prometió.

—¿Y no me soltarás nunca?

—Y no te soltaré nunca —le dijo ella, porque era un niño y de nada servía asustarlo si no sentía miedo.

Y porque a lo mejor aquella parte de Damon —aquella parte pequeña e inocente— tendría alguna clase de «eternidad». Había oído decir que los vampiros no regresaban, que no se reencarnaban como lo hacían los humanos. Los vampiros en lo alto de la Dimensión Oscura todavía estaban «vivos»; aventureros o buscadores de fortunas, o condenados a estar allí como en una prisión por la Corte Celestial.

—Te abrazaré —volvió a prometer—. Por siempre jamás.

Justo entonces el pequeño cuerpo del niño sufrió otro espasmo, y vio lágrimas en las oscuras pestañas y sangre en sus labios. Pero antes de que ella pudiera decir una palabra, él añadió:

—Tengo más mensajes. Los sé de memoria. Pero… —sus ojos suplicaron perdón— tengo que dárselos a otros.

«¿Qué otros?», pensó Elena en un principio, perpleja. Luego recordó a Stefan y a Bonnie. Eran otros seres queridos.

—Puedo… decírselos por ti —dijo con cierta vacilación, y él le dedicó una sonrisa diminuta, la primera, justo alzando la comisura de un labio.

—Me dejó un poco de telepatía, también —repuso él—. La guardé por si tenía que llamarte.

Todavía ferozmente independiente, pensó Elena, y todo lo que dijo fue:

—Adelante, pues.

—El primero es para mi hermano, Stefan.

—Puedes decírselo dentro de un instante —indicó Elena.

Mantuvo apretado contra sí al niño que había en el alma de Damon, sabiendo que era la última cosa que le quedaba para darle. Podía sacrificar unos pocos segundos valiosísimos, de modo que Stefan y Bonnie pudieran despedirse. Efectuó una especie de enorme reajuste a su cuerpo real; el cuerpo que estaba fuera de la mente de Damon, y se encontró abriendo los ojos e intentando enfocar la mirada.

Vio el rostro de Stefan, blanco y afligido.

—¿Está…?

—No. Pero pronto. Puede oír la telepatía, si piensas con claridad, como si hablases. Quiere hablar contigo.

—¿Conmigo?

Stefan se inclinó despacio y posó la mejilla sobre la de su hermano. Elena cerró los ojos otra vez, guiándolo abajo a través de la oscuridad hasta donde todavía brillaba una luz pequeña. Sintió cómo Stefan se maravillaba al verla allí, abrazando aún al niño de cabellos oscuros.

Elena no se había dado cuenta de que a través de su vínculo con el niño, podría oír cada palabra pronunciada. O que los mensajes de Damon llegarían en las palabras de un niño.

El pequeño dijo:

—Imagino que piensas que soy un estúpido.

Stefan dio un respingo. Jamás había visto u oído al Damon niño con anterioridad.

—Jamás podría pensar eso —dijo lentamente, maravillándose.

—Pero no fue muy propio de… él, ya sabes. De… mí.

—Creo —dijo Stefan con voz insegura— que es terriblemente triste… que jamás os conocí realmente a ninguno de vosotros muy bien.

—Por favor, no estés triste. Eso es lo que me ha pedido que te dijera. Que no deberías estar triste… ni asustado. Me ha dicho que es un poco parecido a dormirse, y un poco como volar.

—Recordaré… eso. Y… gracias…, hermano mayor.

—Creo que eso es todo. Ya sabes que hay que cuidar de nuestras chicas…

Otro de aquellos terribles espasmos dejó al niño sin aliento. Stefan habló a toda prisa.

—Desde luego. Me ocuparé de todo. Tú vuela.

Elena pudo sentir cómo la pena hendía el corazón de Stefan, pero la voz del joven era serena.

—Vuela lejos ahora, hermano. Vuela lejos.

Elena percibió algo a través del vínculo: Bonnie, que tocaba el hombro de Stefan. Este se levantó rápidamente para que ella pudiera tumbarse. Bonnie sollozaba casi histérica, pero había hecho una buena cosa, vio Elena. Mientras Elena había estado en su propio mundo pequeño con Damon, Bonnie había cogido una daga y cortado un mechón del pelo de Elena. Luego había cortado uno de sus propios rizos color cereza, y había depositado los mechones —uno ondulado y dorado, el otro rizado y de un rojo dorado— sobre el pecho de Damon. Era todo lo que podían hacer en aquel mundo sin flores para honrarlo, para estar con él eternamente.

Elena también pudo oír a Bonnie, a través del vínculo con Damon, pero al principio todo lo que Bonnie pudo hacer fue sollozar:

—¡Damon, por favor! ¡Oh, por favor! ¡No sabía…, jamás pensé… que alguien fuese a resultar lastimado! ¡Tú me salvaste la vida! Y ahora… ¡Oh, por favor! ¡No puedo decir adiós!

No comprendía, pensó Elena, que se dirigía a un niño muy pequeño. Pero Damon había enviado al niño un mensaje que repetir.

—Se supone que debo decirte adiós. —Por primera vez el niño parecía intranquilo—. Y…, y se supone que tengo que decirte también «lo siento». Él ha pensado que tú sabrías lo que eso significaba y me perdonarías. Pero… si no es así…, no sé qué sucederá… ¡oh!

Otro de los odiosos espasmos recorrió al niño. Elena lo abrazó con fuerza, mordiéndose el propio labio hasta hacerlo sangrar; intentando al mismo tiempo proteger por completo al niño de lo que ella sentía. Y en lo más profundo de la mente de Damon, vio que la expresión de Bonnie cambiaba, de llorosa penitencia a estupefacto temor y luego a un control cuidadoso. Como si Bonnie hubiera crecido de golpe.

—¡Desde luego… desde luego que comprendo! Y te perdono… pero tú no has hecho nada malo. Soy una chica tan estúpida… que…

—Nosotros no pensamos que seas un chica estúpida —dijo el niño, pareciendo enormemente aliviado—. Pero gracias por perdonarme. Hay un nombre especial por el que debería llamarte, también…, pero… —Se apretó contra Elena—. Supongo… que me… estoy adormilando…

—¿Era «pajarito de cresta roja»? —preguntó Bonnie con cautela, y el pálido rostro del niño se iluminó.

—Eso era. Tú ya lo sabías. Sois todos… tan amables y tan listos. Gracias… por hacerlo tan fácil… Pero ¿puedo decir una cosa más?

Elena estaba a punto de responder, cuando de repente fue arrancada violentamente y por completo de la mente de Damon y devuelta a la realidad. El Árbol había dejado caer otra serie de ramas en forma de patas de araña, atrapándolos a ellos y al cuerpo de Damon entre dos círculos de barrotes de madera.

A Elena no se le ocurría ningún plan. Ninguna idea de cómo conseguir la bola estrella por la que Damon había muerto. O bien el Árbol era inteligente, o estaba programado para tener unas defensas tan eficientes que era como si lo fuera. Descansaban sobre la prueba de que muchas, muchas personas habían intentado hacerse con aquella bola estrella… y dejado atrás sus huesos para que se pulverizaran y acabaran convertidos en arena.

«Ahora que lo pienso —reflexionó—, me pregunto por qué no ha ido a por nosotros, también… En especial a por Bonnie. Ella ha estado dentro, y luego fuera, y vuelto a entrar, lo que no debería haberle dejado hacer salvo que estábamos todos pensando en Damon. ¿Por qué no ha vuelto a ir a por ella?

Stefan intentaba ser fuerte, intentaba organizar algo a partir de aquel desastre que era tan apabullante que Elena se limitó a permanecer sentada. Bonnie volvía a sollozar, emitiendo sonidos desgarradores.

Entre ambos conjuntos circulares de barrotes empezaba a extenderse una malla de madera… demasiado tupida incluso para que Bonnie pudiera introducirse a través de ella. El grupo de Elena estaba eficientemente separado de cualquier cosa que estuviera fuera del foso de arena, y con la misma eficiencia separado de la bola estrella.

—¡El hacha! —le gritó Stefan—. Arrójame…

Pero no hubo tiempo. Una raíz pequeña se había enroscado a ella y la arrastraba con rapidez al interior de las ramas superiores.

—¡Stefan, lo siento! ¡He sido demasiado lenta!

—¡Esa cosa ha sido demasiado rápida! —corrigió él.

Elena contuvo la respiración, aguardando a que cayera el último ataque desde lo alto, el que los mataría a todos. Cuando no llegó, comprendió algo. El Árbol no era tan sólo inteligente, sino sádico. Iban a quedar atrapados allí, apartados de sus provisiones, para que murieran despacio de hambre y sed, o enloquecieran contemplando morir a los demás.

Lo mejor que podían esperar era que Stefan las matara tanto a Bonnie como a ella; pero ni siquiera él podría escapar jamás. Aquellas ramas de madera caerían violentamente una y otra vez, tan a menudo como el Árbol creyera necesario, hasta que los huesos aplastados de Stefan se unieran a los otros que habían sido molidos hasta convertirlos en arena fina.

Eso fue lo que lo logró, el pensar en todos ellos, atrapados con Damon, con aquello haciendo burla de su muerte. La cosa que ya había estado creciendo dentro de Elena durante semanas, al oír relatos sobre niños que se comían a sus mascotas, de criaturas que gozaban causando dolor, había, con el sacrificio de Damon, alcanzado por fin tal tamaño que ella ya no podía contenerla.

—Stefan, Bonnie…, no toquéis las ramas —jadeó—. Aseguraos de que no tocáis ninguna parte de las ramas.

—No lo hago, amor, y Bonnie tampoco. Pero ¿por qué?

—¡No puedo contenerlo más tiempo! Tengo que colocarme de este modo…

—¡Elena, no! Ese hechizo…

Elena ya no podía pensar. La odiosa semiluz la estaba volviendo loca, le recordaba el puntito verde en las pupilas de Damon, la horrible luz verde del Árbol.

Comprendía a la perfección el sadismo del Árbol hacia sus amigos… y con el rabillo del ojo podía ver un trocito de negro… como una muñeca de trapo. Salvo que no era una muñeca; era Damon. Damon con todo su espíritu salvaje e ingenioso hecho pedazos. Damon…, que debía de haber abandonado ya aquel y todos los mundos en aquellos momentos.

La sangre de Elena cubría el rostro de Damon, y no había nada de apacible o señorial en él. No había nada que el Árbol no le hubiera arrebatado.

Elena enloqueció.

Con un alarido que se desprendió crudo y sangrante de su espinazo y surgió ronco por la garganta, Elena agarró una rama del Árbol que había matado a Damon, que había asesinado a su amado, y que la asesinaría a ella y a aquellas otras dos personas a las que también amaba.

No pensaba. Era incapaz de pensar; pero instintivamente sujetó una rama alta de la jaula del Árbol y dejó que la furia surgiera como un estallido de su interior, la furia de un amor asesinado.

Alas de Destrucción.

Sintió cómo las Alas describían un arco a su espalda, igual que encaje de color ébano y perlas negras, y por un momento se sintió como una diosa aniquiladora, sabiendo que aquel planeta no volvería a albergar vida jamás.

El estallido convirtió el crepúsculo que la rodeaba en un negro mate. «Qué color tan apropiado. A Damon le gustará», pensó azorada, y luego volvió a recordar, y el Poder volvió a golpear abrasador, surgiendo de ella, el Poder para destruir el Árbol por todo aquel mundo pequeño. La hacía pedazos por dentro, pero dejó que siguiera acudiendo. Ningún dolor físico podía compararse con lo que había en su corazón, con el dolor de perder lo que había perdido. Ningún dolor físico podía expresar cómo se sentía.

Las enormes raíces del suelo por debajo de ellos daban sacudidas como si hubiera un terremoto, y entonces…

El ruido fue ensordecedor cuando el tronco del Gran Árbol estalló directamente hacia arriba como un cohete, desintegrándose en finas cenizas a medida que ascendía. Los barrotes en forma de patas de araña que los rodeaban simplemente desaparecieron junto con el dosel de hojas de lo alto. Algo en la mente de Elena observó que a una gran distancia aquella destrucción continuaba, y convertía ramas y hojas en trozos infinitesimales de materia que flotaban en el aire como una neblina.

—¡La bola estrella! —gritó Bonnie en el espectral silencio, angustiada.

—¡Vaporizada! —Stefan atrapó a Elena cuando ésta caía de rodillas, mientras se desvanecían las etéreas alas negras—. Pero jamás la habríamos conseguido de todos modos. ¡Ese Árbol la había estado protegiendo durante miles de años! Todo lo que habríamos obtenido habría sido una muerte lenta.

Elena había vuelto la cabeza hacia Damon. No había estado tocando la estaca que lo atravesaba; en segundos aquél sería el único resto del Árbol en aquel mundo. Apenas se atrevía a esperar que aún quedara una chispa de vida en él, pero el niño había querido hablar con ella y ella haría eso posible o moriría en el intento. Casi no notaba los brazos de Stefan rodeándola.

Una vez más, se sumergió hasta lo más recóndito de la mente de Damon. Esta vez sabía con exactitud adónde ir.

Y allí, por un milagro, estaba él, aunque era evidente que presa de un atroz dolor. Le corrían lágrimas por las mejillas por más que intentaba no sollozar. Se había mordido los labios hasta dejarlos en carne viva. Las Alas de Elena no habían podido destruir la madera que tenía dentro —ésta ya había efectuado su ponzoñoso daño— y no había modo de invertir eso.

—¡Oh, no, oh cielos!

Elena tomó al niño entre sus brazos. Una lágrima cayó sobre su mano. Lo acunó, sin apenas saber qué decía:

—¿Qué puedo hacer para ayudar?

—Estás aquí otra vez —dijo él, y en su voz, ella oyó la respuesta.

Aquello era todo lo que él quería. Era un niño sin la menor afectación.

—Estaré aquí… siempre. Siempre. Nunca te soltaré.

No tuvo el efecto que quería. El muchacho jadeó, intentando sonreír, pero lo desgarró un espasmo terrible que casi le arrancó el cuerpo de los brazos al arquearlo.

Y Elena comprendió que estaba volviendo lo inevitable en una tortura lenta y atroz.

—Te abrazaré —modificó las palabras para él—, hasta que tú quieras que te suelte. ¿De acuerdo?

El asintió. La voz jadeaba por el dolor.

—¿Podrías…, podrías dejarme cerrar los ojos? ¿Sólo…, sólo por un momento?

Elena sabía, como quizá aquel niño no adivinaba, lo que sucedería si ella dejaba de darle la lata y le dejaba dormir. Pero ya no podía soportar verlo sufrir durante más tiempo, y nada volvía a ser real, y no había nadie más en el mundo para ella, y no le importaba siquiera si hacerlo de aquel modo significaba que ella lo seguiría a la muerte.

Manteniendo la voz cuidadosamente serena, dijo:

—A lo mejor… podemos cerrar ambos los ojos. No durante mucho rato; ¡no! Sólo por un momento.

Siguió acunando el pequeño cuerpo en sus brazos. Todavía podía percibir un tenue pulso de vida… no un latido, pero con todo, una cadencia. Sabía que él no había cerrado los ojos aún, que seguía luchando contra la tortura.

Por ella. No por nada más. Sólo por ella.

Acercando los labios a su oído, musitó:

—Vamos a cerrar los ojos juntos, ¿de acuerdo? Cerrémoslos… a la de tres. ¿De acuerdo?

Había tal alivio en la voz del niño y tanto amor…

—Sí. Juntos. Estoy listo. Puedes contar ahora.

—Uno. —Nada importaba aparte de abrazarlo y mantenerse a sí misma serena—. Dos. Y…

—¡Elena!

Se sobresaltó. ¿Había dicho el niño su nombre alguna vez anteriormente?

—¿Sí, cariño?

—Elena…, te… amo. No sólo debido a él. Yo también te amo.

Elena tuvo que ocultar el rostro en el pelo del niño.

—Yo también te amo, pequeño. Siempre lo has sabido, ¿verdad?

—Sí…, siempre.

—Sí. Siempre has sabido eso. Y ahora… cerraremos los ojos… un momento. Tres.

Aguardó hasta que el último leve movimiento cesó, y la cabeza del niño cayó hacia atrás, y él tenía los ojos cerrados y la sombra del sufrimiento había desaparecido. Parecía, no apacible, sino simplemente dulce… y amable, y Elena pudo ver en su rostro el aspecto que un adulto con las facciones de Damon y aquella expresión tendría.

Pero en aquellos instantes incluso el pequeño cuerpo se evaporaba de los brazos de Elena. Oh, era una idiota. Había olvidado cerrar los ojos con él. Estaba tan aturdida, incluso a pesar de que Stefan había parado la hemorragia de su cuello. Cerrando los ojos… a lo mejor ella hubiera tenido el aspecto que él había tenido. Elena estaba tan contenta de que se hubiera ido dulcemente al final.

A lo mejor la oscuridad sería amable con ella, también.

Todo estaba silencioso ahora. Era hora de guardar los juguetes y correr las cortinas. Hora de acostarse. Un último abrazo… y ahora tenía los brazos vacíos.

No quedaba nada que hacer, nada por lo que pelear. Había hecho todo lo que había podido. Y, al menos, el niño no había estado asustado.

Hora de apagar la luz, ya. Hora de cerrar los propios ojos.

La oscuridad fue muy buena con ella, y Elena penetró en ella con suavidad.