38

Damon se había detenido y estaba arrodillado detrás de una enorme rama de árbol rota. Stefan tiró de ambas muchachas hacia él y las agarró de modo que los tres aterrizaron justo detrás de su hermano.

Elena se encontró contemplando un enorme tronco de árbol. De todos modos, a pesar de lo grande que era, no era ni con mucho tan inmenso como había estado esperando. Era cierto; desde luego los cuatro no habrían podido darse las manos alrededor de él; pero en el fondo de su mente habían estado acechando imágenes de lunas y árboles y troncos que eran altos como rascacielos, en los que una bola estrella podía estar oculta en cualquier «piso», en cualquier «habitación».

Aquél era simplemente un espléndido tronco de roble descansando en una especie de corro de brujas, quizá de unos seis metros de diámetro, sobre el que no había ido a caer ninguna hoja seca. Era de un color más pálido que el mantillo sobre el que habían estado corriendo, e incluso centelleaba en algunos lugares. En conjunto, Elena estaba aliviada.

Lo que era más, incluso podía ver la bola estrella. Había temido —entre otras cosas— que pudiera estar demasiado alta para trepar, que pudiera estar tan enredada en raíces o ramas que en la actualidad, ciertamente tras cientos o incluso miles de años, fuese imposible cortarlas. Pero ahí estaba, la bola estrella más grande que había existido nunca, del tamaño de una pelota de playa, y descansando libremente en la primera horqueta del árbol.

Las ideas se agolpaban en su mente. Lo habían conseguido; habían encontrado la bola estrella. Pero ¿cuánto tiempo necesitarían para llevarla de vuelta a donde estaba Sage? Automáticamente, echó una ojeada a la brújula y vio con sorpresa que la aguja señalaba ahora al sudoeste; en otras palabras, de vuelta a la Torre de la Entrada. Era un detalle muy considerado por parte de Sage. Y a lo mejor no tendrían que pasar por las pruebas al ir de regreso; podrían limitarse a usar su llave maestra para regresar a Fell's Church, y entonces… bueno, la señora Flowers sabría qué hacer con ella.

Bien mirado, a lo mejor podían simplemente chantajearla, quienquiera que «ella» fuera, para que se marchara para siempre a cambio de quedarse con la bola estrella. Aunque… ¿podrían vivir pensando que ella podría repetirlo una y otra vez en otras ciudades?

Al mismo tiempo que hacía planes, Elena observaba las expresiones de sus compañeros: el asombro infantil en el rostro en forma de corazón de Bonnie; la aguda evaluación en los ojos de Stefan; la sonrisa peligrosa de Damon.

Contemplaban su duramente ganada recompensa, por fin.

Pero no podían quedarse mirando demasiado tiempo. Las cosas tenían que hacerse. Incluso mientras observaban, la bola estrella se tornó más brillante, mostrando unos colores tan radiantes e incandescentes que Elena quedó medio cegada. Se protegió los ojos justo mientras oía cómo Bonnie inhalaba con fuerza.

—¿Qué? —preguntó Stefan, con una mano delante de los ojos, que, desde luego eran mucho más sensibles a la luz que los ojos humanos.

—¡Alguien la está utilizando en este momento! —respondió Bonnie—. ¡Cuando se iluminó de ese modo, envió Poder! ¡Muy, muy lejos!

—Las cosas se están caldeando en lo que queda de la pobre Fell's Church —dijo Damon, que miraba atentamente hacia arriba a las ramas situadas por encima de él.

—¡No hables de ese modo! —exclamó Bonnie—. Es nuestro hogar. ¡Y ahora por fin podemos defenderlo!

Elena pudo ver prácticamente en lo que pensaba Bonnie: familias abrazándose; vecinos volviendo a sonreír a vecinos; toda la ciudad trabajando para reparar la destrucción.

Así es como suceden grandes tragedias a veces. Personas con un único objetivo, pero que sin embargo no están en sintonía. Suposiciones. Presunciones. Y, quizá, lo más importante de todo, el no ser capaces de sentarse y hablar.

Stefan lo intentó, aun cuando Elena pudo ver que seguía cegado por el resplandor de la bola estrella. Dijo con calma:

—Discutámoslo un momento y aportemos ideas sobre cómo cogerla…

Pero Bonnie se reía ya de él, aunque sin mala intención. Dijo:

—Yo puedo subir ahí tan deprisa como una ardilla. Todo lo que necesito es a alguien fuerte que la atrape cuando la deje caer. Sé que no puedo descender con ella. No soy tan estúpida. ¡Vamos, chicos, en marcha!

Así fue como sucedió. Personalidades diferentes, modos de pensar diferentes. Y una exaltada muchacha que reía, que no tuvo una precognición cuando era necesaria.

Elena, que en aquellos momentos envidiaba a Meredith el bastón de combate, ni siquiera vio el principio. Observaba a Stefan, que pestañeaba con rapidez para recuperar la visión.

Y Bonnie gateaba con la ligereza de la que se había jactado, a lo alto de la rama seca del árbol que los resguardaba. Incluso les dedicó un pequeño saludo risueño justo antes de saltar al círculo yermo y centelleante que rodeaba el árbol.

Entonces los microsegundos se alargaron infinitamente. Elena notó los ojos abriéndose más, poco a poco, aun cuando sabía que se estaban abriendo de golpe. Vio a Stefan alargando tranquilamente el brazo por delante de ella para intentar cerrar los dedos alrededor de la pierna de Bonnie, aun cuando sabía que lo que veía era un movimiento veloz como el rayo para atrapar el tobillo de la jovencita menuda. Incluso oyó el instantáneo mensaje telepático de Damon: «¡No, pequeña idiota!», como si él pronunciara las palabras en su acostumbrado tono lánguido de superioridad.

Entonces, todavía a cámara lenta, las rodillas de Bonnie se doblaron y se lanzó al aire por encima del círculo.

Pero jamás llegó a tocar el suelo. De algún modo, un rayo negro, asombrosamente veloz incluso en la película de terror a cámara lenta que Elena contemplaba, aterrizó donde Bonnie habría caído. Y a continuación Bonnie estaba siendo lanzada, arrojada a demasiada velocidad para que los ojos de Elena pudieran seguirlo, fuera del círculo yermo, y a continuación sonó un golpe sordo… demasiado deprisa para que la mente de Elena pudiera rastrearlo como el sonido de Bonnie al aterrizar.

Con toda claridad, oyó a Stefan gritar «¡Damon!» en un tono de voz terrible. Y entonces Elena vio los delgados objetos negros —como lanzas que se curvaban— que salían ya disparados hacia abajo. Otra cosa que sus ojos no pudieron seguir. Cuando su visión se ajustó, vio que eran ramas negras, largas y curvas, espaciadas uniformemente alrededor del árbol igual que treinta patas de araña, treinta lanzas largas pensadas para o bien encerrar a alguien dentro de ellas como los barrotes de una celda, o… inmovilizarlo en la extraña arena bajo sus pies.

«Inmovilizar» era una buena palabra. A Elena le gustó cómo sonaba. Al mismo tiempo que contemplaba con fijeza las afiladas púas que se curvaban sobre sí mismas en las ramas, pensadas para mantener a cualquier cosa atrapada por ellas retenida permanentemente en el suelo, pensaba en la irritación de Damon si una saeta le había perforado la chaqueta de cuero. Los maldeciría, y Bonnie intentaría fingir que él no lo había hecho… y…

Elena estaba lo bastante cerca en aquellos momentos para ver que no era tan simple como eso. La rama, que tenía el tamaño de una auténtica jabalina, había atravesado el hombro de Damon, lo que debía de doler una barbaridad, además de haberle salpicado una gota de sangre justo en la comisura de la boca. Pero lo que era mucho más irritante que eso era que él había cerrado los ojos para no mirarla. Eso fue lo que pensó ella. Él los dejaba fuera deliberadamente; quizá porque estaba enojado; quizá debido al dolor en el hombro. Pero le recordó la sensación de muro de acero que había obtenido la última vez que había intentado tocarle la mente… y, maldita fuera, ¿es que él no se daba cuenta de que los estaba asustando?

—Abre los ojos, Damon —dijo, ruborizándose, porque eso era lo que él quería que dijese.

La verdad es que era el mayor manipulador del mundo.

—¡Abre los ojos, he dicho! —Ahora sí que estaba realmente irritada—. ¡No te hagas el muerto, porque no estás engañando a nadie, y la verdad es que ya hemos tenido suficiente!

Estaba a punto de zarandearlo con fuerza cuando algo la alzó en el aire, dentro del campo de visión de Stefan.

Stefan sufría, pero sin duda no tanto como Damon, así que volvió a mirar atrás para lanzar una imprecación a Damon cuando Stefan dijo con voz ronca:

—¡Elena, no puede!

Durante justo el más minúsculo de los instantes, las palabras le resultaron absurdas. No tan sólo incomprensibles, sino sin sentido, como decir que alguien no podía impedir que su apéndice hiciera… lo que fuera que hiciera un apéndice. Ésa fue toda la tregua que obtuvo, y luego tuvo que lidiar con lo que los ojos le mostraban.

Damon no estaba inmovilizado a través del hombro. Le habían clavado una estaca, sólo ligeramente a la izquierda de la parte central del torso.

Justo donde tenía el corazón.

Unas palabras regresaron lentamente a ella. Palabras que alguien había dicho en una ocasión…, aunque en aquel preciso instante no podía recordar quién había sido. «No puedes matar a un vampiro con tanta facilidad. Sólo morimos si nos atraviesas el corazón con una estaca…»

¿Morir? ¿Morir Damon? Aquello era alguna especie de equivocación…

—¡Abre los ojos!

—¡Elena, no puede!

Pero sabía, sin saber cómo, que Damon no estaba muerto. No le sorprendía que Stefan no lo supiera; era un zumbido en una frecuencia privada entre ella y Damon.

—Vamos, deprisa, dame tu hacha —dijo, tan desesperadamente, y con tal aire de sabiduría, que Stefan se la entregó sin decir palabra, y la obedeció cuando ella le dijo que mantuviera inmóvil la rama curva en forma de pata de araña por arriba y por abajo.

Luego, con unos cuantos golpes rápidos del hacha, cercenó la negra rama cuya circunferencia era tan gruesa que no podría haber cerrado los dedos a su alrededor. Lo llevó a cabo en un arranque de adrenalina, pero supo que dejó sobrecogido a Stefan y permitió que la dejara seguir haciéndolo.

Cuando terminó, tenía un pata de araña suelta que se encorvó hacia el árbol, anclada a nada… y algo que se parecía más a una estaca auténtica en Damon.

No fue hasta que empezó a tirar hacia arriba de la estaca que un Stefan horrorizado la detuvo.

—¡Elena! ¡Elena, no te mentiría! Esto es justo para lo que están pensadas estas ramas. Para intrusos que son vampiros. Oye, amor… mira.

Le mostraba otra de las patas de araña que estaba anclada en la arena, y las púas que tenía. Igual que dientes vueltos hacia dentro en una primitiva punta de flecha de piedra.

—Estas ramas están pensadas para ser así —explicaba Stefan—. Y si tirases lo bastante fuerte de ella, simplemente…, simplemente acabarías extrayendo pedazos de… su corazón.

Elena se quedó petrificada. No estaba segura de que podía, de verdad, comprender las palabras; no podía permitirse hacerlo, o podría imaginárselo. Pero no importaba.

—La destruiré de algún otro modo —dijo secamente, mirando a Stefan pero sin poder ver el auténtico verde de sus ojos debido a la luz olivácea—. Espera. Sólo espera y observa. Encontraré un poder de Alas que disolverá esta… esta… maldita abominación.

Podía pensar en muchos otros nombres que darle a la estaca, pero tenía que mantener alguna clase de control.

—Elena.

Stefan musitó su nombre como si apenas pudiera pronunciarlo. Incluso en la penumbra ella pudo ver las lágrimas de sus mejillas. Él siguió diciendo sin palabras: «Elena, mira sus ojos cerrados. Este Árbol es un asesino despiadado, con madera que no se parece a nada que haya visto jamás, pero he oído hablar de ella. Se está… se está extendiendo. Dentro de él».

—¿Dentro de él? —repitió ella, estúpidamente.

«Por sus arterias y venas… y sus nervios… por todo lo que está conectado a su corazón. Está… ¡Oh, Dios mío, Elena, simplemente mírale los ojos!»

Elena miró. Stefan se había arrodillado y, con ternura, alzó los párpados de los ojos de Damon y Elena se puso a chillar.

Muy dentro de las insondables pupilas que habían contenido incontables cielos nocturnos llenos de estrellas, había un destello; no de luz de estrellas, sino verde. Parecía resplandecer con su propia luminiscencia diabólica.

Stefan la miró con un gran dolor y compasión. Y, entonces, con un suave movimiento, Stefan empezó a cerrar aquellos ojos… para siempre, supo ella que él pensaba.

Todo se había vuelto extraño e irreal. Nada tenía sentido ya. Stefan estaba depositando con cuidado la cabeza de Damon en el suelo… Dejaba que Damon se fuera.

Incluso en su confuso mundo absurdo, Elena supo que ella jamás podría hacer eso.

Y entonces, sucedió un milagro. Elena oyó una voz en su mente que no era la suya.

«Todo esto resulta bastante inesperado. Por una vez, he actuado sin pensar. Y ésta es mi recompensa.» La voz era un zumbido en su frecuencia privada, la de Damon y ella.

Elena se soltó violentamente de Stefan, que intentaba contenerla, y cayó, agarrando los hombros de Damon con las manos. «¡Lo sabía! ¡Sabía que no podías estar muerto!»

No fue hasta entonces que advirtió que tenía el rostro empapado de lágrimas, y usó el suave cuero de la manga para limpiárselo. «¡Oh, Damon, qué susto me has dado! ¡Jamás, jamás vuelvas a hacer eso!»

«Creo que puedo darte mi palabra sobre eso —proyectó Damon, en tonos distintos a los que tenía por costumbre; más serio pero al mismo tiempo juguetón—. Pero tú tienes que darme algo a cambio.»

«Sí, desde luego —repuso Elena—. Sólo deja que retire una parte del pelo del cuello. Funcionaba mejor así cuando Stefan estaba tumbado… cuando lo transportábamos en su jergón desde la prisión…»

«No es eso —le dijo Damon—. Por una vez, ángel, no quiero tu sangre. Necesito que me des tu promesa más solemne de que intentarás ser valiente. Si sirve de algo, sé que el sexo femenino es mejor que el masculino en esta clase de cosas. Son menos cobardes cuando hay que enfrentarse… a lo que tienes que enfrentarte ahora.»

A Elena no le gustó el tono de aquellas palabras. La sensación de mareo que le entumecía los labios estaba viajando por todo su cuerpo. No había nada sobre lo que ser valiente. Damon podía soportar el dolor. Ella encontraría un Poder de Alas que destruiría toda aquella madera que lo envenenaba. Podría doler, pero le salvaría la vida.

«¡No me hables de ese modo!», le soltó con aspereza, antes de poder recordar que tenía que ser tierna. Todo había empezado a flotar, y ni siquiera podía recordar por qué tenía que mostrar ternura, pero existía una razón. Con todo, era difícil, cuando utilizaba cada gramo de concentración y energía en busca de un Poder de Alas del que jamás había oído hablar. ¿Purificación? ¿Eliminaría eso la madera o simplemente dejaría a Damon sin su sonrisa traviesa? No pasaba nada por probarlo, de todos modos, y empezaba a sentirse desesperada… porque el rostro de Damon estaba muy pálido.

Pero incluso la postura para las Alas de Purificación la eludía.

De repente, un estremecimiento enorme —una convulsión— recorrió todo el cuerpo de Damon. Elena oyó palabras entrecortadas a su espalda.

—Amor, amor…, realmente tienes que dejarlo marchar. Está viviendo con…, con un dolor insoportable, simplemente porque tú lo estás manteniendo aquí —dijo una voz, la voz de Stefan.

Stefan, que jamás le mentiría.

Durante un solo instante Elena titubeó, pero entonces una violenta colera ascendió arrolladora por su cuerpo. Le proporcionó la fuerza para gritar con voz ronca:

—¡No… lo haré! ¡Jamás lo dejaré marchar! ¡Maldita sea, Damon, tienes que pelear! ¡Deja que te ayude! Mi sangre… es especial. Te dará fuerzas. ¡Tú bébela!

Buscó a tientas su cuchillo. Su sangre era mágica. A lo mejor si le daba suficiente, Damon reuniría la fuerza necesaria para repeler las fibras de madera que todavía se extendían por su cuerpo.

Se hizo un corte en la garganta. Tal vez subconscientemente evitó hacer algo más que efectuar un pequeño corte en la carótida, pero de ser así fue del todo subconsciente. Simplemente alargó la mano abajo, encontró un cuchillo de metal, y con un rápido movimiento hizo que la sangre saliera a borbotones. Sangre arterial de un rojo intenso, que incluso en la semioscuridad tenía el color de la esperanza.

—Toma, Damon. ¡Toma! Bebe esto. Tanta como quieras… Toda la que necesites para curarte.

Se colocó en la mejor posición que pudo, oyendo pero sin oír la horrorizada exclamación ahogada de Stefan detrás de ella ante lo temerario de la cuchillada, y sin prestar atención a sus manos, que la sujetaban.

Pero… Damon no bebió. Ni siquiera la sangre embriagadora de su Princesa de la Oscuridad; ¿y qué decía la frase? Era como combustible para cohetes comparada con la gasolina que uno hallaba en las venas de otras muchachas. Ahora ésta se limitó a discurrir por las comisuras de sus labios y fluyó sobre el pálido rostro, empapando la camisa negra y acumulándose en la chaqueta de cuero.

No…

«Damon —envió Elena—, por favor. Te lo… suplico. Por favor. Te lo suplico por mí, por Elena. Por favor, bebe. Podemos lograrlo… juntos.»

Damon no se movió. La sangre se derramó dentro de la boca que ella había abierto, la llenó y volvió a derramarse fuera. Era como si Damon se burlara de ella, diciendo: «¿No querías que renunciara a la sangre humana? Bueno, pues lo he hecho… para siempre».

«¡Oh, Dios mío, por favor…»

Elena estaba más mareada que nunca. Los acontecimientos exteriores pasaban de un modo vago a su alrededor, como un océano que sólo hiciera cabecear levemente a una persona allí fuera en lo más profundo de la marejada. Estaba concentrada por completo en Damon.

Pero una cosa sí la sintió. Su valentía; Damon se había equivocado respecto a eso, porque unos sollozos enormes se alzaban de algún lugar en lo más profundo de su ser. Había hecho que Stefan la soltara y ahora ya no pudo seguir manteniéndose erguida.

Cayó justo sobre su sangre y el cuerpo de Damon. La mejilla cayó sobre la de él.

Y la mejilla de Damon estaba fría. Incluso bajo la sangre, estaba fría.

Elena no fue consciente de cuándo empezó el ataque de histeria. Sencillamente descubrió que chillaba y sollozaba, golpeando los hombros de Damon, maldiciéndolo. Nunca antes lo había maldecido como era debido, no directamente a la cara. En cuanto a los chillidos, no eran sólo un sonido. Volvía a chillarle para encontrar algún modo de pelear.

Y por fin, empezó con las promesas. Promesas que en lo más profundo de su corazón, ahora sabía que eran mentiras. Iba a encontrar un modo de ponerlo bien en un momento. Ya sentía un nuevo Poder de Alas acudiendo para salvarlo.

Cualquier cosa con tal de no enfrentarse a la verdad.

—¿Damon? ¿Por favor?

Fue un interludio en los chillidos, en el que le habló con suavidad en su nueva voz ronca.

—Damon, haz una sola cosa por mí. Sólo oprime mi mano. Sé que puedes hacerlo. Sólo oprime mis manos.

Pero no hubo presión en las manos. Unicamente sangre que se volvía pegajosa.

Y entonces el milagro sucedió y volvió a oír la voz de Damon —muy débilmente— en su cabeza.

«¿Elena? No… llores, cariño. No es… tan malo como dice Stefan. No siento gran cosa, excepto en mi cara. Sí… siento tus lágrimas. No más llanto…, por favor, ángel.»

Debido al milagro, Elena se sosegó. Había llamado a Stefan «Stefan» y no «hermanito». Pero ella tenía otras cosas en las que pensar en aquel preciso momento. ¡Él todavía podía sentir cosas en la cara! Era información importante, información valiosa. Elena le cogió al instante las mejillas entre las manos y le besó en los labios.

«Te acabo de besar. Te estoy volviendo a besar. ¿Sientes esto?»

«Por siempre, Elena —dijo Damon—, llevaré… esto conmigo. Es parte de mí ahora… ¿lo ves?»

Elena no quería ver. Le besó los labios —helados— una vez. Y otra vez.

Quería darle algo más. Algo bueno en lo que pensar. «Damon ¿recuerdas cuando nos conocimos? En la escuela, después de que las luces se apagaran, cuando yo tomaba medidas para las decoraciones de la Casa Encantada. Casi dejé que me besaras entonces…, antes de saber siquiera tu nombre…, cuando simplemente surgiste de la oscuridad.»

Damon la sorprendió respondiendo de inmediato. «Sí…, y tú…, tú me dejaste asombrado al ser la primera chica a la que no podía influenciar al instante. Nos… divertimos juntos…, ¿no es cierto? ¿Algunos buenos ratos? Fuimos a una fiesta… y bailamos juntos. Me llevaré eso conmigo también.»

En medio de su ofuscación, Elena pensó una única cosa: «No le confundas más». Ellos habían ido a aquella «fiesta» únicamente para salvar la vida de Stefan. Le dijo: «Nos divertimos. Eres un buen bailarín. ¡Imagínatelo: nosotros bailando un vals!».

Damon proyectó lentamente, de un modo confuso: «Lo siento… He sido tan horrible últimamente. Di… dile eso. A Bonnie. Díselo…».

Elena hizo acopio de serenidad. «Se lo diré. Te estoy besando otra vez. ¿Sientes cómo te beso?»

Fue una pregunta retórica, así que se llevó toda una sorpresa cuando Damon solamente respondió despacio y con voz adormilada. «¿Hice… un juramente de decirte la verdad?»

«Sí», mintió Elena al instante. Necesitaba la verdad de él.

«Entonces… no, para ser sincero… no puedo. No parezco tener… un cuerpo ahora. Estoy a gusto y caliente, y ya no me duele nada. Y… casi siento como si no estuviera solo. No te rías.»

«¡No estás solo! Oh, Damon, ¿es que no sabes eso? Yo nunca jamás permitiré que estés solo.» Elena sintió un nudo en la garganta, preguntándose cómo hacer que él la creyera. Sólo durante unos pocos segundos… ya.

«Oye —envió en un susurro telepático—, te confiaré mi precioso secreto. Jamás se lo diré a nadie más. ¿Recuerdas el motel donde estuvimos en nuestro viaje por carretera, y cómo todo el mundo…, incluso tú…, se preguntaba qué sucedió esa noche?»

«¿Un… motel? ¿Un viaje por carretera? —Sonaba muy inseguro ahora—. ¡Oh…, sí! Lo recuerdo. Y… a la mañana siguiente… me hacía preguntas sobre ello.»

«Porque Shinichi se llevó tus recuerdos», contestó Elena, esperando que aquel nombre odioso reviviera a Damon. Pero no lo hizo. Al igual que Shinichi, Damon ya había dejado para siempre el mundo.

Elena apoyó la mejilla sobre la fría y ensangrentada mejilla de Damon. «Te tuve abrazado, cariño, justo así…, bueno casi así. Toda la noche. Eso era todo lo que querías, no sentirte solo.» Hubo una larga pausa y Elena empezó a sentir pánico en las pocas partes del cuerpo que aún no estaban entumecidas o histéricas. Pero entonces las palabras le llegaron poco a poco.

«Gracias…, Elena. Gracias… por contarme tu precioso secreto.»

«Sí, y te diré algo aún más precioso. Nadie está solo. No en realidad. Nadie está nunca solo.»

«Tú estás conmigo… Es tan confortable… Nada de lo que preocuparse nunca más…»

«Nada —le prometió Elena—. Y yo estaré siempre contigo. Nadie está solo; te lo prometo.»

«Elena… las cosas empiezan a parecer extrañas ahora. No hay dolor. Pero tengo que decirte… lo que sé que tú ya sabes… Cómo me enamoré de ti… Lo recordarás, ¿verdad? ¿No me olvidarás?»

«¿Olvidarte? ¿Cómo podría olvidarte jamás?»

Pero Damon seguía hablando y de improviso Elena supo que no podía oírla, ni siquiera ya mediante la telepatía.

«¿Lo recordarás? ¿Por mí? Sólo que… amé una vez; sólo una vez, en realidad, en toda mi vida. ¿Podrás recordar que te amé? Eso hace que mi vida… tenga algún… valor…» La voz se apagó.

Elena estaba tan mareada… Sabía que seguía perdiendo sangre con rapidez. Con demasiada rapidez. No tenía la mente clara. Y se vio sacudida de improviso por un nuevo torrente de sollozos. Al menos jamás volvería a vociferar; no habría nadie a quien chillarle. Damon se había ido. Había huido sin ella.

Quiso seguirle. Nada era real. ¿Es que él no lo comprendía? Era incapaz de imaginar un universo, sin importar cuántas dimensiones hubiera, sin Damon en él. No existía un mundo para ella, si no existía Damon.

El no podía hacerle aquello.

Sin saber ni importarle lo que hacía, se sumergió más profundamente en la mente de Damon, empuñando su telepatía como una espada y acuchillando las conexiones de madera que encontraba por todas partes. Y, por fin, se halló sumergiéndose en la parte más recóndita de él… donde a un niño pequeño, la metáfora que representaba el inconsciente de Damon, lo habían cargado de cadenas una vez y puesto a custodiar la gran piedra en cuyo interior Damon mantenía encerrados sus sentimientos.

«¡Oh, cielos, debe de estar tan asustado! —pensó—. Cueste lo que cueste, no debe permitírsele que se marche asustado…»

Entonces lo vio. Al Damon niño. Como siempre, pudo ver en el rostro dulcemente redondeado, al joven de mejillas prominentes en que Damon se convertiría, en los grandes ojos negros, el potencial para su mirada de insondable oscuridad.

Pero aunque no sonreía, la mirada del niño era franca y cordial, de un modo como no lo había sido nunca la del Damon de más edad. Y las cadenas… las cadenas habían desaparecido. La gran piedra también había desaparecido.

—Sabía que vendrías —musitó el niño, y Elena lo tomó en sus brazos.

«Despacio —se dijo Elena—. Despacio. No es real. Es lo que queda de la mente de Damon, la parte más profunda de la parte posterior de su cerebro. Pero con todo, es incluso más joven que Margaret, y es igual de tierno y cálido. No importa qué suceda, por favor, Señor, no permitas que sepa lo que le sucede en realidad.»

Pero había conocimiento en los ojos muy abiertos y oscuros del niño que se alzaron hacia su rostro.

—Me alegro tanto de verte —le confió—. Pensaba que tal vez no volvería a hablar contigo. Y… él…, ya sabes…, dejó algunos mensajes conmigo. No creo que pudiera decir nada más, así que me los envió.

Elena comprendió. Si había algún lugar que la madera no había alcanzado, era aquella última parte del cerebro. La parte más primitiva. Damon todavía podía hablarle… a través de aquella criatura.

Pero antes de que ella misma pudiera hablar, vio que había lágrimas en los ojos del niño y entonces el cuerpo tuvo un espasmo y él se mordió el labio muy fuerte… para no chillar, adivinó ella.

—¿Duele? —preguntó, intentando creer que no era así; desesperada por creerlo.

—No mucho.

Pero mentía, comprendió ella. Con todo, no había derramado ni una lágrima. Tenía su orgullo, aquel Damon niño.

—Tengo un mensaje especial para ti —dijo él—. Me pidió que te dijera que siempre estará contigo. Y que nunca estarás sola. Que nadie está realmente solo.