Matt infringió una barbaridad de normas de tráfico de camino a la calle donde vivía la familia Saitou. Meredith se apoyó sobre la consola entre los dos asientos delanteros para poder ver cómo el reloj digital avanzaba hacia la medianoche, y para poder contemplar la transformación de la señora Flowers. Por fin su mente últimamente cuerda y sensata obligó a las palabras a emerger.
—Señora Flowers… Está cambiando.
—Sí, Meredith, querida. Algo de ello es debido al regalito que Sage me dejó. Algo de ello es debido a mi propia voluntad… de regresar a los días cuando estaba en la flor de la vida. Creo que ésta será mi última pelea, así que no me importa utilizar toda mi energía en ella. Fell's Church debe ser salvada.
—Pero… señora Flowers… las personas de aquí… bueno, no siempre han sido… exactamente agradables… —tartamudeó Matt mientras llegaba a una señal de stop.
—La gente de aquí es como la gente de todas partes —respondió la señora Flowers con calma—. Trátala como te gustaría que te trataran a ti y todo irá bien. No fue hasta que me permití a mí misma convertirme en una anciana solitaria y amargada, siempre resentida por el hecho de haber tenido que transformar mi hogar en una casa de huéspedes simplemente para poder llegar a fin de mes, que la gente empezó a tratarme…, bueno, en el mejor de los casos, como una vieja chiflada.
—¡Oh, señora Flowers…, y nosotros hemos sido una molestia tan grande para usted! —Meredith descubrió que las palabras surgían por voluntad propia.
—Vosotros habéis sido mi salvación, criatura. El querido Stefan fue el principio, pero como podéis imaginar, no quería explicarme todas sus pequeñas diferencias, y yo recelaba de él. Pero siempre fue cordial y respetuoso y Elena fue como la luz del sol, y Bonnie como la risa. Al final, cuando dejé caer mis barreras retrógradas, también lo hicisteis vosotros, jovencitos. No diré más sobre aquellos de vosotros que estáis presentes para no poneros en una situación embarazosa, pero me habéis hecho un bien inmenso.
Matt se pasó otra señal de stop y carraspeó. Luego, con el volante temblando ligeramente, volvió a carraspear.
Meredith tomó la iniciativa.
—Creo que lo que tanto Matt como yo queremos decir es…, bueno, es que se ha convertido en alguien muy especial para nosotros, y que no queremos verla lastimada. Esta batalla…
—Es una batalla por todo lo que me importa. Por todos mis recuerdos. Retrocediendo a cuando era una niña y se construyó la casa de huéspedes; era simplemente un hogar, entonces, y yo fui muy feliz. De joven, fui muy feliz. Y ahora que he vivido lo suficiente para ser una anciana… bueno, además de vosotros, criaturas, todavía tengo amigas como Sophia Alpert y Orime Saitou. Ambas son sanadoras, y muy buenas en lo que hacen. Todavía charlamos sobre distintos usos para mis hierbas.
Matt chasqueó los dedos.
—Ésa es otra razón de que estuviera confuso —dijo—. Porque la doctora Alpert dijo que usted y la señora Saitou eran unas personas tan buenas. Pensé que se refería a la vieja señora Saitou…
—Quien no es una «señora Saitou» en absoluto —repuso la señora Flowers, casi con acritud—. No tengo ni idea de cuál es su nombre en realidad; a lo mejor sí que es Inari, una diosa que se volvió perversa. Hace diez años, no supe qué había hecho que Orime Saitou fuera de repente tan apocada y callada. Ahora me doy cuenta de que empezó justo por la época en que su «madre» se mudó a vivir con ella. Me caía muy bien la pequeña Isobel, pero de improviso se tornó… distante…, de un modo muy poco propio para una niña. Ahora lo comprendo. Y estoy decidida a pelear por ella… y por vosotros… y por una ciudad que vale la pena salvar. Las vidas humanas son muy, pero que muy valiosas. Y ahora… aquí estamos.
Matt acababa de girar en la manzana donde vivía la familia Saitou. Meredith dedicó un momento a mirar descaradamente la figura que ocupaba el asiento del copiloto.
—¡Señora Flowers! —exclamó.
Eso hizo que Matt volviera la cabeza para mirar a su vez y lo que vio hizo que golpeara levemente a un vehículo aparcado junto a la acera.
—¿Señora… Flowers?
—Por favor, aparca, Matt. No es necesario que me llaméis señora Flowers si no queréis. He regresado a la época en que era Theophilia… cuando mis amigos me llamaban Theo.
—Pero… ¿cómo…?, ¿por qué…? —tartamudeó Matt.
—Ya os lo he dicho. Siento que había llegado el momento. Sage me dejó un regalo que me ayudó a cambiar. Ha surgido un enemigo que está más allá de vuestros poderes para combatirlo. Lo percibí allá en la casa de huéspedes. Éste es el momento que he estado esperando. La última batalla con el auténtico enemigo de Fell's Church.
Meredith sentía como si el corazón estuviese a punto de saltarle del pecho. Tenía que tranquilizarse…, mantener la calma y la lógica. Había visto magia muchas veces. Conocía su aspecto, la sensación que producía. Pero con frecuencia había estado demasiado ocupada consolando a Bonnie, o demasiado preocupada por ayudar a Bonnie para asimilar a lo que se enfrentaba.
En aquellos momentos estaban sólo ella y Matt; y Matt tenía un semblante acongojado y estupefacto, como si no hubiese visto magia suficiente en otras ocasiones. Como si pudiera venirse abajo.
—Matt —llamó en voz alta, y luego en voz aún más alta—: ¡Matt!
Él se volvió entonces, para mirarla, con los ojos azules desorbitados y oscuros.
—¡La matarán, Meredith! —dijo—. Shinichi y Misao; tú no sabes lo que se siente…
—Vamos —dijo Meredith—. Tenemos que asegurarnos de que ello no la mata.
La mirada aturdida desapareció de los ojos del joven.
—Tenemos que hacerlo —convino con sencillez.
—Correcto —repuso Meredith, soltándolo por fin.
Juntos salieron del coche para colocarse al lado de la señora Flowers; no, al lado de Theo.
Theo tenía un pelo que le caía casi hasta la cintura; tan rubio que parecía de plata a la luz de la luna. Su rostro era… electrizante. Era joven, joven y orgullosa, con facciones clásicas y una expresión de tranquila determinación.
De algún modo, durante el trayecto, también las ropas habían cambiado. En lugar de un sobretodo cubierto de pedazos de papel, llevaba puesto un vestido blanco largo y sin mangas, que terminaba en una pequeña cola. En estilo, recordó a Meredith un poco el vestido de «sirena» que ella misma había lucido para asistir a un baile en la Dimensión Oscura. Pero el vestido de Meredith sólo la había hecho parecer sensual. Theo estaba… espléndida.
En cuanto a los amuletos en forma de pósit…, de algún modo el papel había desaparecido y la escritura había aumentado de tamaño una barbaridad, convirtiéndose en grandes garabatos que envolvían todo el vestido blanco. Theo estaba literalmente envuelta en una protección arcana de alta costura.
Y aunque era delgada como un junco, era alta. Más alta que Meredith, más alta que Matt, más alta que Stefan, donde fuera que éste estuviera en las Dimensiones Oscuras. Era así de alta no tan sólo porque había crecido tanto, sino porque la cola del vestido rozaba apenas el suelo. Había vencido por completo la gravedad. El látigo, el regalo que le había hecho Sage, estaba arrollado en un círculo y sujeto a la cintura, brillando tan plateado como sus cabellos.
Matt y Meredith cerraron a la vez las portezuelas del coche. Matt dejó el motor en marcha para poder efectuar una huida rápida si era necesario.
Dieron la vuelta al garaje para poder ver la entrada principal de la casa. Meredith, sin importarle qué aspecto tuviera o si parecía serena y dueña de sí misma, se secó las manos, primero una y luego la otra, en los vaqueros. Era la primera —y posiblemente la única— batalla auténtica que libraría el bastón. Lo que contaba no era el aspecto, sino el resultado.
Tanto Matt como ella se detuvieron en seco al ver la figura parada al pie de los peldaños, delante del porche. No era nadie que pudieran identificar como miembro de la casa. Pero entonces los labios carmesí se abrieron, las delicadas manos ascendieron raudas a cubrirlos, y una risa que era como campanillas movidas por el viento surgió de algún lugar tras las manos.
Durante un momento sólo pudieron abrir mucho los ojos, fascinados, ante aquella mujer vestida totalmente de negro. Era tan alta como Theo, igual de delgada y elegante en sus movimientos, y flotaba a una altura idéntica por encima del suelo. Pero lo que hacía que Meredith y Matt tuvieran los ojos tan abiertos por el asombro era que su pelo era como el de Misao y Shinichi… pero a la inversa. Mientras que ellos tenían el pelo negro con un borde carmesí al final, aquella mujer tenía el pelo carmesí; metros y metros de él, con un reborde negro alrededor. No sólo eso, sino que tenía delicadas orejas negras de zorro emergiendo del cabello carmesí, y una larga cola carmesí, lacia y brillante, con la punta negra.
—¿Obaasan? —jadeó Matt con incredulidad.
—¡Inari! —soltó Meredith.
La preciosa criatura ni siquiera los miró. Contemplaba fijamente a Theo con desprecio.
—Diminuta bruja de una diminuta ciudad —dijo—. Has usado casi todo tu Poder sólo para alzarte a mi nivel. ¿Qué vales tú?
—Tengo Poderes muy pequeños —convino Theo—. Pero si la ciudad carece de valor, ¿por qué has necesitado tanto tiempo para destruirla? ¿Por qué has contemplado cómo otros lo intentaban…, o eran todos ellos tus peones, Inari? Katherine, Klaus, el pobre y joven Tyler… ¿eran tus peones, diosa kitsune?
Inari rió; todavía con aquella risita tintineante y aniñada, desde detrás de los dedos.
—¡No necesito peones! ¡Shinichi y Misao están sometidos a mí como sirvientes, como lo están todos los kitsune! Si les he dado algo de libertad, ha sido para que cojan experiencia. Iremos a ciudades mayores ahora, y las devastaremos.
—Tienes que hacerte con Fell's Church primero —dijo Theo con voz firme—. Y no te permitiré hacer eso.
—Todavía no lo comprendes, ¿verdad? ¡Eres una humana, a la que apenas le queda Poder! ¡La mía es la bola estrella más grande de los mundos! ¡Soy una diosa!
Theo bajó la cabeza, luego la alzó para mirar a Inari a los ojos.
—¿Quieres saber cuál creo que es la verdad, Inari? —dijo—. Creo que has llegado al final de una vida muy larga, pero no inmortal. Creo que has menguado hasta el punto de que ahora necesitas usar una gran cantidad de Poder de tu bola estrella, dondequiera que esté, para aparecer de esta forma. Eres una mujer viejísima y has estado poniendo a niños contra sus propios padres, y a padres contra sus hijos, a través del mundo, porque envidias la juventud de los niños. Incluso has llegado a envidiar a Shinichi y a Misao, y dejado que resulten lastimados, como venganza.
Matt y Meredith se miraron el uno al otro con ojos abiertos como platos. Inari respiraba muy deprisa, pero parecía que no podía pensar en nada que decir.
—Incluso fingiste haber entrado en una «segunda niñez» para comportarte como una jovencita. Pero nada de eso te satisface, porque la triste y pura verdad es que has llegado al final de tu larguísima existencia; sin importar lo grande que sea tu Poder. Todos debemos realizar ese viaje final, y es tu turno ahora.
—¡Embustera! —chilló Inari, pareciendo por un momento más soberbia…, más radiante que antes.
Pero entonces Meredith vio el motivo. La cabellera escarlata realmente había empezado a arder a fuego lento, enmarcándole el rostro en una danzarina luz roja. Y por fin, la mujer habló llena de malevolencia.
—Bien, pues, si piensas que ésta es mi última batalla, debo estar segura de causar todo el dolor que pueda. Empezando contigo, bruja.
Meredith y Matt lanzaron ambos una exclamación ahogada. Temían por Theo, en especial ya que el pelo de Inari empezaba a trenzarse en gruesas sogas parecidas a serpientes que flotaban alrededor de su cabeza como si fuera Medusa.
Las exclamaciones fueron un error; atrajeron la atención de Inari, aunque ésta no se movió. Se limitó a decir:
—¿Oléis ese dulce aroma que lleva el viento? ¡Un sacrificio asado! Creo que el resultado será oishii… ¡delicioso! Pero a lo mejor vosotros dos querríais hablar con Orime o Isobel por última vez. Me temo que ellas no pueden salir a veros.
A Meredith el corazón le empezó a latir violentamente en la garganta cuando reparó en que la casa estaba en llamas. Parecía como si hubiera varios fuegos pequeños ardiendo, pero le aterró la implicación de que Inari ya había hecho algo a la madre y la hija.
—¡No, Matt! —gritó, agarrando el brazo del muchacho.
Él habría arremetido directamente contra la mujer vestida de negro, que reía a carcajadas, y le habría intentado atacar los pies… y los segundos eran preciosos.
—¡Ven a ayudarme a encontrarlas!
Theo acudió en su ayuda. Alzando el blanco látigo, lo hizo girar una vez alrededor de la cabeza y luego lo hizo restallar con precisión sobre las manos alzadas de Inari, dejando un sangriento tajo en una de ellas. Mientras una Inari furiosa se volvía de nuevo hacia ella, Meredith y Matt echaron a correr.
—La puerta trasera —dijo Matt mientras doblaban a toda velocidad la esquina de la casa.
Al frente vieron una valla de madera, pero ninguna cancela. Meredith consideraba ya usar el bastón como pértiga, cuando Matt jadeó:
—¡Aquí! —e hizo una sillita con las manos para que ella subiera—. ¡Te impulsaré por encima!
Meredith vaciló sólo un instante. Luego, mientras él frenaba con un patinazo, ella saltó para colocar un pie en los dedos entrelazados del joven. De improviso se encontró volando hacia arriba. Sacó todo el provecho que pudo del impulso, aterrizando, como un gato, sobre la parte superior plana de la valla, y saltando luego al suelo. Pudo oír cómo Matt trepaba por la valla al mismo tiempo que se veía repentinamente rodeada de humo negro. Saltó hacia atrás un metro y chilló:
—¡Matt, el humo es peligroso! Agáchate; contén la respiración. ¡Quédate fuera para ayudarlas cuando las saque!
No tenía ni idea de si Matt le haría caso o no, pero ella obedeció sus propias normas, agachándose muy pegada al suelo, a la vez que contenía la respiración y abría brevemente los ojos para intentar localizar la puerta.
Entonces casi se muere del susto al oír el sonido de una hacha estrellándose contra madera, el de madera al convertirse en astillas y el de una hacha que volvía a golpear. Abrió los ojos y vio que Matt no le había hecho caso, claro, pero se alegró porque él había encontrado la puerta. El joven tenía el rostro negro de hollín.
—Estaba cerrada —explicó, levantando el hacha.
Cualquier optimismo que Meredith pudiera haber sentido se hizo astillas igual que la puerta cuando miró dentro y sólo vio llamas y más llamas.
«Dios mío —pensó—, cualquiera que esté ahí dentro se está asando, probablemente esté muerto ya.»
Pero ¿de dónde había salido aquella idea? ¿De lo que sabía o de su miedo? Meredith no podía detenerse justo en aquel momento. Dio un paso al interior del abrasador calor y gritó:
—¡Isobel! ¡Señora Saitou! ¿Dónde están?
Oyó un grito débil y sofocado.
—¡Eso es la cocina! —dijo—. ¡Matt, es la señora Saitou! ¡Por favor, ve a por ella!
Matt obedeció, pero le espetó por encima del hombro:
—No entres más.
Meredith tenía que adentrarse más. Recordaba muy bien dónde estaba la habitación de Isobel. Justo debajo de la de su «abuela».
—¡Isobel! ¡Isobel! ¿Puedes oírme?
Su voz era tan apagada y ronca debido al humo, que sabía que tenía que seguir adelante. Isobel podría estar inconsciente o demasiado ronca para contestar. Cayó de rodillas, gateando por el suelo, donde el aire era ligeramente más fresco y claro.
Muy bien. La habitación de Isobel. No quería tocar el pomo de la puerta con la mano, así que la envolvió con la camiseta. El pomo no giraba. Cerrada. No se molestó en investigar cómo, simplemente se dio la vuelta y dio una patada hacia atrás a la puerta justo al lado del pomo. La madera se astilló. Otra patada y, con un chirrido de la madera, la puerta cedió.
Meredith estaba mareada ya, pero necesitaba ver toda la habitación. Dio dos zancadas al interior, y… ¡allí!
Sentada sobre la cama de la pequeña habitación llena de humo y en la que hacía un calor insoportable, pero por otra parte escrupulosamente ordenada, estaba Isobel. Al acercarse a la cama Meredith vio —enfurecida— que la muchacha estaba atada al cabezal de latón con cinta adhesiva industrial. Dos cuchilladas del bastón se ocuparon de aquello. Entonces, sorprendentemente, Isobel se movió, alzando un rostro ennegrecido hacia el de Meredith.
Fue entonces cuando la cólera de Meredith alcanzó su punto máximo. La muchacha tenía cinta adhesiva sobre la boca, para impedirle emitir ningún grito pidiendo ayuda. Haciendo una mueca de dolor ella misma para mostrar que sabía que iba a doler, Meredith agarró la cinta adhesiva y la arrancó. Isobel no chilló; en su lugar tomó una bocanada tras otra de aire lleno de humo.
Meredith fue a trompicones hacia el armario, cogió dos camisetas blancas de aspecto idéntico, y se volvió de nuevo a toda prisa hacia Isobel. Había un gran vaso lleno de agua junto a ella, en la mesilla de noche. Meredith se preguntó si lo habrían puesto allí deliberadamente para aumentar la agonía de Isobel, pero no vaciló en utilizarlo. Dio a la muchacha un rápido sorbo, tomó uno ella misma, y luego empapó cada camiseta. Sostuvo una contra su propia boca e Isobel la imitó, sosteniendo la camiseta mojada sobre nariz y boca. Luego Meredith la agarró y la condujo de vuelta a la puerta.
Después de eso, aquello simplemente se convirtió en un trayecto de pesadilla, en el que no hacía más que arrastrarse, caer de rodillas y toser medio asfixiada, sin dejar de tirar de Isobel en todo momento. Meredith pensó que aquello no llegaría nunca a su fin, ya que cada centímetro que avanzaban resultaba más y más arduo. El bastón era un peso insoportable que llevar con ella, pero rechazó soltarlo.
«Es valiosísimo —le dijo la mente—, pero ¿vale tu vida?»
«No —pensó Meredith—. No mi vida, sin embargo ¿quién sabe qué más habrá allí fuera si consigo sacar a Isobel a la fría oscuridad?»
«Jamás conseguirás llevarla allí si mueres debido a… un objeto.»
«¡No es un objeto! —Penosamente, Meredith usó el bastón para apartar algunos restos humeantes de su camino—. Pertenecía al abuelo en la época en que estaba cuerdo. Encaja en mi mano. ¡No es sólo una cosa!»
«Como tú quieras», dijo la voz, y desapareció.
Meredith empezaba a tropezar con más restos ya. No obstante la sensación de asfixia en los pulmones, estaba segura de que podría llegar a la puerta trasera. Sabía que debía haber un lavadero a la derecha. Deberían poder palpar un espacio allí.
Y entonces, de repente en la oscuridad algo se alzó y le asestó un golpe en la cabeza. Su mente debilitada necesitó un buen rato para conseguir darle un nombre a la cosa que la había lastimado. Sillón.
De algún modo, habían gateado demasiado lejos. Aquello era la sala de estar.
El horror invadió a Meredith. Habían ido demasiado lejos; y no podían salir por la puerta principal en medio de una batalla mágica. Tendrían que volver por donde habían llegado, y esta vez asegurarse de encontrar el lavadero, su puerta a la libertad.
Meredith dio la vuelta, tirando de Isobel y esperando que la muchacha comprendiera lo que tenían que hacer.
Dejó el bastón en el suelo de la sala de estar en llamas.
Elena sollozó para recuperar aliento, aun cuando permitía a Stefan que la ayudara ahora. El corría, sujetando a Bonnie con una mano y a Elena con la otra. Damon estaba en algún lugar al frente… explorando.
«No puede estar lejos ya —no dejaba de pensar—. Bonnie y yo hemos visto el resplandor; las dos lo hemos visto.» Justo entonces, como un farol colocado en una ventana, Elena volvió a verlo.
«Es grande, ése es el problema. No hago más que pensar que deberíamos alcanzarlo porque tengo una idea equivocada de su tamaño en la cabeza. Cuanto más nos acercamos, más grande se hace.»
Y eso es bueno para nosotros. Necesitaremos muchísimo Poder. Pero necesitamos llegar allí pronto, o aunque fuera todo el Poder del universo ya no importaría. Llegaríamos demasiado tarde.»
Shinichi les había dicho que llegarían demasiado tarde; pero Shinichi era un mentiroso de nacimiento. Con todo, sin duda justo más allá de aquella rama baja había…
«¡Oh, santo cielo! —pensó—. Es una bola estrella.»