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—Os hemos alimentado y atendido lo mejor que podemos —dijo Meredith, mirando todos los jóvenes rostros tensos y asustados vueltos hacia ella en el sótano—. Y ahora hay tan sólo una cosa que necesito pediros a cambio. —Hizo un esfuerzo y serenó la voz—. Quiero saber si alguien sabe de algún móvil que pueda conectarse a Internet, o de un ordenador que todavía funcione. Por favor, por favor…, aunque sólo creáis que sabéis dónde podría haber uno, decídmelo.

La tensión era como una gruesa cuerda de goma, arrastrando a Meredith hacia cada uno de los rostros pálidos y crispados, arrastrándolos a ellos hacia ella.

Era una gran cosa que Meredith fuera esencialmente una persona equilibrada. Unas doce manos se alzaron al instante, y la única criatura de cinco años que había entre ellas musitó:

—Mi mamá tiene uno. Y mi papá.

Hubo una pausa antes de que Meredith pudiera decir: «¿Conoce alguien a esta pequeña?», y una niña de más edad habló antes de que ella pudiera hacerlo.

—Simplemente quiere decir que los tenían antes del Hombre que Arde.

—¿Se llama Shinichi el Hombre que Arde? —preguntó Meredith.

—Claro. A veces hacía que las partes rojas de su cabeza ardieran muy por encima de su cabeza.

Meredith archivó aquel pequeño dato bajo «Cosas que no quiero ver, de verdad, lo juro por mi vida, jamás».

Luego se sacudió para librarse de la imagen.

—Chicos y chicas, por favor, por favor, pensad. Solamente necesito uno, un móvil con acceso a Internet que todavía tenga batería en estos momentos. Un portátil o un ordenador que todavía funcione, a lo mejor porque un generador todavía esté produciendo electricidad. Sólo una familia con un generador en casa que todavía funcione. ¿Alguien?

Las manos habían bajado ahora. Un muchacho que le pareció reconocer como uno de los hermanos Loring, de unos diez u once años, dijo:

—El Hombre que Arde nos contó que los móviles y los ordenadores son malos. Fue por eso que mi hermano tuvo una pelea a puñetazos con mi papá. Arrojó todos los móviles de casa al váter.

—De acuerdo. De acuerdo, gracias. Pero ¿hay alguien que haya visto un móvil que funcione o un ordenador? O un generador casero…

—Pues claro, querida, yo tengo uno.

La voz llegó desde lo alto de la escalera. La señora Flowers estaba allí de pie, vestida con un chándal limpio. Curiosamente, llevaba en la mano su voluminoso monedero.

—¿Usted tenía…, tiene un generador? —preguntó Meredith, cayéndosele el alma a los pies.

¡Qué desperdicio! ¿Y si la catástrofe sucedía debido a que ella, Meredith, no había acabado de leer su propia investigación? Transcurrían los minutos, y si todo el mundo en Fell's Church moría, sería por su culpa. Su culpa. No creía que pudiera vivir con eso.

Meredith había intentado, toda su vida, alcanzar el estado de calma, concentración y equilibrio que era el otro lado de la moneda de las técnicas de combate que sus distintas disciplinas le habían enseñado. Y había llegado a ser buena en ello, una buena observadora, una buena hija, incluso una buena estudiante a pesar de pertenecer a la activa y ambiciosa camarilla de Elena. Las cuatro: Elena, Meredith, Caroline y Bonnie habían encajado como cuatro piezas de un rompecabezas, y Meredith a veces todavía echaba en falta los viejos tiempos y sus temerarios y dominantes chanchullos falsamente sofisticados que en realidad jamás hacían daño a nadie… excepto a los estúpidos muchachos que se habían arremolinado alrededor de ellas como hormigas en una merienda campestre.

Pero ahora, mirándose a sí misma, estaba desconcertada. ¿Quién era ella? ¿Una chica hispana bautizada con el nombre de la mejor amiga galesa de su madre en la universidad? Una cazadora-eliminadora de vampiros que tenía caninos de gatito, un gemelo vampiro, y cuyo grupo de amigos incluía a Stefan, un vampiro; a Elena, una ex vampira…, y posiblemente a otro vampiro, aunque tenía serias dudas sobre llamar «amigo» a Damon.

¿Qué daba eso como resultado?

Una muchacha que hacía todo lo posible por mantener su equilibrio y concentración en un mundo que se había vuelto loco. Una muchacha a la que todavía le daba todo vueltas por lo que había averiguado sobre su propia familia, y que ahora se bamboleaba debido a la necesidad de confirmar una sospecha atroz.

«Para de pensar. ¡Para! Pienes que decirle a la señora Flowers que su casa de huéspedes ha sido destruida.»

—Señora Flowers…, sobre la casa de huéspedes…, tengo que decirle…

—¿Por qué no usas mi BlackBerry primero?

La señora Flowers bajó la escalera del sótano con cuidado, vigilando dónde ponía los pies, y a continuación los niños se separaron ante ella como olas en el mar Rojo.

—¿Su…? —Meredith abrió los ojos de par en par, atragantándose.

La señora Flowers había abierto su enorme bolso y le ofrecía en aquellos momentos un objeto más bien grueso y completamente negro.

—Todavía tiene batería —explicó la anciana mientras Meredith lo tomaba con dos manos temblorosas, como si recibiera un objeto sagrado—. Acabo de encenderlo y funcionaba. ¡Y ahora estoy conectada a Internet! —anunció orgullosamente.

El mundo de Meredith había quedado engullido por la pequeña pantalla grisácea y anticuada; estaba tan sorprendida y emocionada de ver aquello que casi olvidó por qué lo necesitaba. Pero su cuerpo lo sabía. Los dedos lo agarraron con fuerza; los pulgares danzaron sobre el miniteclado. Fue a su página de búsqueda favorita y entró la palabra «Orime». Obtuvo páginas de coincidencias; la mayoría en japonés. Luego, sintiendo un temblor en las rodillas, tecleó «Inari».

6.530.298 resultados.

Fue al primero y vio una página web con una definición. Las palabras clave parecieron abalanzarse sobre ella como buitres.

Inari es la deidad sintoísta del arroz… y… los zorros. En la entrada de un santuario dedicado a Inari están., las estatuas de dos kitsune…, uno macho y otro hembra…, cada uno con una llave o joya sostenida en la boca o pata… Estos espíritus zorro son los sirvientes y mensajeros de Inari. Llevan a cabo sus órdenes…

También había una imagen de un par de estatuas de kitsune, en sus formas de zorro. Cada uno tenía una pata delantera descansando sobre una bola estrella.

Tres años atrás, Meredith se había fracturado la pierna mientras esquiaba con sus primos en las montañas Blue Ridge. Había chocado de frente con un árbol pequeño. Ninguna habilidad de las artes marciales pudo salvarla en el último minuto; sabía que esquiaba fuera de las zonas preparadas para ello, donde podía topar con cualquier cosa: nieve en polvo, porquería o surcos recubiertos de hielo. Y, por supuesto, árboles. Gran cantidad de árboles. Era una esquiadora avanzada, pero iba demasiado deprisa, mirando en la dirección equivocada, y lo siguiente que supo era que esquiaba directamente hacia el árbol en lugar de rodearlo.

Ahora tuvo la misma sensación de despertar tras un topetazo de cabeza contra madera. El impacto, el mareo y la náusea que eran, inicialmente, peores que el dolor. Meredith podía soportar el dolor; pero el martilleo en la cabeza, la espantosa comprensión de que había cometido un gran error y que iba a tener que pagar por él eran insoportables. Además existía una curiosa sensación de horror al saber que sus propias piernas no querían sostenerla en pie. Incluso las mismas preguntas inútiles le pasaron por el subconsciente, como: «¿Cómo he podido ser tan estúpida? ¿Es posible que esto sea un sueño?» y, «Por favor, Señor, ¿puedo pulsar la tecla de Deshacer?».

Advirtió de repente que la sostenían por cada lado la señora Flowers y la joven de dieciséis años Ava Wakefield, que formaba parte de los acogidos allí. El móvil estaba en el suelo de cemento del sótano. Sin duda había empezado a perder el conocimiento. Varios de los chicos más jóvenes gritaban el nombre de Matt.

—No… puedo…, puedo ponerme en pie sola…

Todo lo que quería en el mundo era sumirse en la oscuridad y huir de aquel horror. Quería dejar sus piernas flácidas y la mente en blanco, escapar…

Pero no podía huir. Había cogido el bastón; había asumido la Tarea de su abuelo. Cualquier cosa sobrenatural que anduviese por allí para hacer daño a Fell's Church mientras ella estaba de guardia era su problema. Y el problema era que su guardia no finalizaba nunca.

Matt bajó la escalera con gran estrépito, llevando al pequeño Hailey, de siete años, que temblaba continuamente debido a una crisis de ausencia.

—¡Meredith! —La joven pudo oír la incredulidad en su voz—. ¿Qué sucede? ¿Qué has encontrado, por el amor de Dios?

—Ven… Mira.

Meredith recordaba en aquellos momentos un detalle tras otro que debería haber disparado alarmas en su cabeza. De algún modo, Matt estaba ya a su lado, en el mismo instante en que ella recordaba la primera descripción de Bonnie de Isobel Saitou.

—Del tipo tranquilo. Difícil de llegar a conocer. Tímida. Y… simpática.

Y aquella primera visita a la casa de la familia Saitou. El horror en que aquella tranquila, tímida y simpática Isobel Saitou se había convertido: la Diosa del Piercing, sangre y pus rezumando por todos los agujeros. Y cuando habían intentado llevar la cena a su anciana, muy anciana abuela, Meredith había advertido distraídamente que la habitación de Isobel estaba justo debajo de la de la anciana con aspecto de muñeca. Tras ver a Isobel llena de perforaciones y claramente desequilibrada, Meredith había asumido que cualquier influencia maligna debía de estar intentando viajar arriba, y se había preocupado subconscientemente por la pobre, anciana y pequeñísima abuela. Pero el mal podía con la misma facilidad haber viajado hacia abajo. A lo mejor no había sido Jim Bryce quien le había transmitido la locura del malach a Isobel, después de todo. A lo mejor era ella quien se la había transmitido a él, que a su vez se la había pasado a Caroline y a su hermana.

¡Y aquel juego infantil! Aquella canción tan cruel que Oba-asan, que Inari-Obaasan había canturreado. «Zorro y tortuga una carrera hicieron…» Y sus palabras: «Hay un kitsune involucrado en esto en alguna parte». ¡Se había estado riendo de ellas, divirtiéndose a su costa! Bien mirado, era de Inari-Obaasan de quien Meredith había oído por primera vez la palabra «kitsune».

Y una crueldad adicional, que Meredith sólo había sido capaz de excusar anteriormente al asumir que Obaasan tenía una visión muy deficiente. Aquella noche, tanto Meredith como Bonnie estaban de espaldas a la puerta, concentradas en la «pobre y decrépita abuela». Pero Obaasan estaba de cara a la puerta, y ella era la única que podía haber visto —debería haber visto— a Isobel acercándose a hurtadillas por detrás de Bonnie. Y entonces, justo cuando la cruel canción juego dijo a Bonnie que mirara a su espalda… Isobel hizo su aparición allí acurrucada, lista para lamer la frente de Bonnie con una lengua bífida y rosada…

—¿Por qué? —Meredith pudo oír que decía su propia voz—. ¿Por qué fui tan estúpida? ¿Cómo es posible que no lo viera desde el principio?

Matt había recuperado el teléfono y había leído la página web. Hecho esto, se limitó a permanecer en pie, petrificado, con los ojos azules muy abiertos.

—Tenías razón —dijo, al cabo de un buen rato.

—Deseaba tanto estar equivocada…

—Meredith… Shinichi y Misao son los sirvientes de Inari… Si esa anciana es Inari, hemos estado dando vueltas como locos tras la gente equivocada, los matones a sueldo…

—Las malditas tarjetas —soltó Meredith con voz estrangulada—. Las hechas por Obaasan. Son inútiles, defectuosas. Todas esas balas que bendijo no deberían haber servido para nada; o a lo mejor sí las bendijo…, como un juego. Isobel incluso vino a mí y cambió todos los caracteres que la anciana había hecho para las vasijas que tenían que contener a Shinichi y a Misao. Dijo que Obaasan estaba casi ciega. Dejó una lágrima en el asiento de mi coche. Yo no alcanzaba a comprender por qué tendría que llorar.

—Yo sigo sin hacerlo. Es la nieta; ¡probablemente la tercera generación de un monstruo! —estalló Matt—, ¿Por qué debería llorar? ¿Y por qué funcionan los pósits?

—Porque están hechos por la madre de Isobel —dijo la señora Flowers en voz baja—. Querido Matt, lo cierto es que dudo que la anciana tenga algún parentesco con las Saitou. Como una deidad…, o incluso como una persona con una magia poderosa que lleva el nombre de una deidad…, e indudablemente una kitsune ella misma, sin duda se mudó a vivir con ellas y las utilizó. La madre de Isobel e Isobel no tuvieron otra elección que mantener la farsa por miedo a lo que les haría si no lo hacían.

—Pero señora Flowers, cuando Tyrone y yo sacamos aquel hueso de una pierna de la espesura, ¿no dijo que las Saitou hicieron unos amuletos excelentes? ¿Y no dijo que podíamos hacer que las Saitou ayudasen a traducir las palabras de las vasijas de arcilla cuando Alaric envió sus fotografías desde aquella isla japonesa?

—En cuanto a mi fe en las Saitou, bueno, tendré que mostrarme un poco quisquillosa aquí —dijo la señora Flowers—. No podía saber que esta Obaasan era malvada, y todavía hay dos de ellas que son amables y buenas, y que nos han ayudado enormemente… con un gran riesgo para ellas mismas.

Meredith pudo notar el gusto amargo de la bilis en la boca.

—Isobel podría habernos salvado. Podría haber dicho: «Mi falsa abuela es en realidad un demonio».

—¡Oh! Mi querida Meredith, los jóvenes son tan implacables. Esta tal Inari probablemente se instaló en su casa cuando ella era una niña. Todo lo que sabe en un comienzo es que esta anciana es una tirana, con un nombre de diosa. Luego tal vez asistiera a alguna demostración de poder; ¿qué le sucedió al esposo de Orime, me pregunto, para hacerle regresar a Japón…, si es que de verdad fue allí? Puede muy bien estar muerto. Y luego Isobel empieza a crecer: tímida, pacífica, introvertida…, asustada. Esto no es Japón; no hay otras sacerdotisas aquí a quienes confiarse. Y ya viste las consecuencias cuando Isobel intentó dirigirse a alguien de fuera de la familia…, a su novio, Jim Bryce.

—Y también a nosotros…, bueno, a ti y a Bonnie —dijo Matt a Meredith—. Os arrojó encima a Caroline.

Sin apenas saber lo que hacían, hablaban cada vez más deprisa.

—Tenemos que ir allí ahora mismo —dijo Meredith—. Puede que Shinichi y Misao sean los que traerán la Ultima Medianoche, pero es Inari quien les da órdenes. ¿Y quién sabe? Puede ser la que reparta los castigos al mismo tiempo. No sabemos lo grande que es su bola estrella.

—O dónde está —indicó la anciana.

—Señora Flowers —dijo Matt a toda prisa—, será mejor que permanezca aquí con los chicos. Ava es de confianza, y ¿dónde está Jacob Lagherty?

—Aquí —dijo un muchacho que parecía tener más de quince años; era tan alto como Matt, pero desgarbado.

—Muy bien. Ava, Jake, ambos estáis al mando bajo la supervisión de la señora Flowers. Dejaremos a Sable con vosotros también. —El perro era muy popular entre los niños, se estaba portando divinamente, incluso cuando los más pequeños le mordían la cola—. Vosotros dos limitaos a hacer caso a la señora Flowers, y…

—Matt, querido, yo no estaré aquí. Pero los animales sin duda ayudarán a protegerlos.

Matt la miró fijamente. Meredith supo lo que pensaba. ¿Iba la señora Flowers, tan de fiar hasta aquel momento, a marcharse a alguna parte a esconderse sola? ¿Los abandonaba?

—Y necesitaré que uno de vosotros me lleve en coche a casa de las Saitou… ¡en seguida!… Pero el otro puede quedarse y proteger también a los niños.

Meredith sintió a la vez alivio y preocupación, y estaba claro que Matt también.

—Señora Flowers, esto va a ser una auténtica batalla. Podría resultar herida o ser cogida como rehén con tanta facilidad…

—Querido Matt, ésta es mi batalla. Mi familia ha vivido en Fell's Church durante generaciones, remontándonos a los tiempos de los pioneros. Creo que ésta es la batalla para la que nací. Ciertamente la última de mi vejez.

Meredith se la quedó mirando. En la tenue luz del sótano, la señora Flowers parecía de repente distinta de algún modo. Su voz estaba cambiando. Incluso su cuerpo menudo parecía estar cambiando, adquiriendo firmeza, irguiéndose.

—Pero ¿cómo peleará? —preguntó Matt, aturdido.

—Con esto. Aquel simpático joven, Sage, lo dejó para mí con una nota en la que se disculpaba por utilizar la bola estrella de Misao. Yo había sido muy buena con estas cosas cuando era joven.

Del amplísimo bolso, la señora Flowers sacó algo pálido, largo y delgado a medida que se desenrollaba, y la anciana lo hizo girar y restallar con un fuerte chasquido en dirección a la mitad vacía del sótano. El extremo alcanzó una pelota de ping-pong, se enroscó a su alrededor, y la llevó hasta la mano abierta de la señora Flowers.

Un látigo largo. Hecho de algún material plateado. Indudablemente mágico. Incluso Matt pareció tenerle miedo.

—¿Por qué Ava y Jake no enseñan a los niños a jugar a ping-pong en nuestra ausencia?; debemos irnos ya, queridos. No hay un minuto que perder. Se aproxima una tragedia terrible; mamá no deja de repetirlo.

Meredith había estado observando; se sentía tan aturdida como parecía estarlo Matt. Pero ahora dijo:

—Yo también tengo una arma. —Cogió el bastón y dijo—: Voy a pelear, Matt. Ava, los niños quedan a tu cuidado.

—Y al mío —dijo Jacob, y demostró al instante su utilidad añadiendo—: ¿No es una hacha eso que cuelga ahí cerca de la caldera?

Matt corrió y la agarró. Meredith pudo ver por su expresión en qué pensaba. ¡Sí! Una pesada hacha, un poquitín oxidada, pero todavía lo bastante afilada. Ahora si los kitsune enviaban plantas o madera contra ellos, lo encontrarían armado.

La señora Flowers subía ya la escalera del sótano. Meredith y Matt intercambiaron una veloz mirada y luego corrieron a alcanzarla.

—Tú conduce el coche de tu madre. Yo me sentaré atrás. Todavía estoy un poco… bueno, mareada, supongo.

A Meredith no le gustaba reconocer sus debilidades, pero era mejor eso que estrellar el vehículo.

Matt asintió y tuvo la amabilidad de no hacer comentarios sobre por qué se sentía ella mareada. Meredith seguía sin poderse creer su propia estupidez.

La señora Flowers dijo únicamente una cosa:

—Matt, querido, infringe las normas de tránsito.