32

—Damon no quiere realmente ser tan… hijo de… —dijo Bonnie sin poderse contener—. Simplemente es… Muy a menudo siente como si estuviéramos los tres contra él… y…, y…

—Bien, pero ¿quién ha empezado cada vez? Incluso cuando íbamos en los thurgs —dijo Stefan.

—Lo sé, pero hay algo más —repuso Bonnie con humildad—. Desde que no hay más que nieve y rocas y hielo… está… no sé. Está muy tenso. Algo no va bien.

—Tiene hambre —dijo Elena, comprendiendo repentinamente.

Desde que había tenido lugar el episodio de los thurgs, no habían encontrado nada que los dos vampiros pudieran cazar, y ellos no podían subsistir, como los zorros, a base de insectos y ratones. Desde luego lady Ulma había proporcionado gran cantidad de vino Magia Negra para ellos, la única cosa que se parecía siquiera a un sustituto de la sangre. Pero sus provisiones menguaban, y por supuesto, tenían que pensar, además, en el viaje de vuelta.

De repente Elena supo lo que le haría bien a ella.

—Stefan —murmuró, tirando de él al interior de un recoveco en la escarpada piedra de la entrada de la cueva. Echó hacia atrás la capucha y desenrolló la bufanda lo suficiente para dejar al descubierto un lado del cuello—. No me hagas decir «por favor» demasiadas veces —le susurró—. No puedo esperar tanto.

Stefan la miró a los ojos, vio que hablaba en serio —y que estaba decidida—, y besó una de las manos cubiertas con mitones.

—Ya ha pasado suficiente tiempo, creo; no, estoy seguro, o jamás intentaría esto siquiera —susurró.

Elena echó la cabeza atrás. Stefan estaba entre ella y el viento y sentía casi calor; notó el leve dolor inicial y a continuación Stefan bebía y sus mentes se deslizaron juntas como dos gotas de lluvia sobre el cristal de una ventana.

El tomó muy poca sangre. Sólo la suficiente para que sus ojos pasaran de ser quietos estanques verdes a centelleantes arroyos efervescentes.

Pero entonces su mirada volvió a aquietarse.

—Damon… —empezó a decir, y a continuación hizo una incómoda pausa.

¿Qué podía decir Elena? «¿Acabo de cortar todos los lazos con él?» Se suponía que debían ayudarse mutuamente durante aquellas pruebas; mostrar su ingenio y coraje. Si rehusaba, ¿volvería a fracasar?

—Hazlo venir deprisa —dijo—. Antes de que cambie de idea.

Cinco minutos más tarde, Elena volvía a estar metida dentro del pequeño recoveco, mientras Damon le giraba la cabeza a un lado y a otro con objetiva precisión, y luego se abalanzaba repentinamente al frente y hundía los colmillos en una vena que sobresalía. Elena sintió que se le abrían los ojos de par en par.

No había experimentado tanto dolor con un mordisco desde los días en que era una estúpida y carecía de preparación y aún forcejeaba con todas sus fuerzas para liberarse.

En cuanto a la mente de Damon, había un muro de acero. Puesto que había tenido que hacer aquello, albergaba la esperanza de ver al muchachito que vivía en lo más recóndito del alma de Damon, el renuente guardián de todos sus secretos, pero ni siquiera pudo derretir un poco el acero.

Al cabo de un minuto o dos, Stefan apartó a Damon de ella… y no precisamente con suavidad. Damon se soltó de mala gana y se limpió la boca.

—¿Estás bien? —preguntó Bonnie con un preocupado susurro, mientras Elena hurgaba en la caja de medicinas de lady Ulma en busca de un trozo de gasa para restañar las heridas sin cerrar del cuello.

—He estado mejor —respondió ella lacónicamente, mientras volvía a enrollarse la bufanda.

Bonnie suspiró.

—Meredith es quien realmente estaría en su ambiente aquí —dijo.

—Sí, pero Meredith en realidad pertenece a Fell's Church, también. Sólo espero que puedan resistir el tiempo suficiente para seguir ahí cuando regresemos.

—Yo sólo espero que podamos regresar con algo que los ayude —musitó Bonnie.

Meredith y Matt aprovecharon el tiempo, desde las dos de la madrugada hasta el amanecer, para verter gotas infinitesimales de la bola estrella de Misao sobre las calles de la ciudad, pidiendo al Poder que —de algún modo— los ayudara a luchar contra Shinichi. Moverse tan rápido de un lugar a otro también había producido una sorprendente bonificación adicional: niños. No niños enloquecidos. Niños normales, a los que aterraban sus hermanos y hermanas, o sus padres, y no osaban ir a casa debido a las cosas terribles que habían visto allí. Meredith y Matt los habían metido en el coche de segunda mano de la madre de Matt y los habían llevado a casa de Matt.

Al final, tenían con ellos a más de treinta niños, de edades que iban de los cinco a los dieciséis, todos demasiado asustados para jugar, charlar, o pedir nada siquiera. Eso sí, comieron todo lo que la señora Flowers pudo encontrar que no se había estropeado en la nevera y la despensa de Matt, y en las despensas de las casas abandonadas a ambos lados de la casa de los Honeycutt.

Matt, contemplando cómo una niña de diez años embutía pan blanco a secas en su boca con un apetito voraz mientras las lágrimas corrían por su rostro mugriento mientras masticaba y tragaba, dijo en voz baja a Meredith:

—¿Crees que tenemos aquí a alguien que no es lo que dice?

—Apostaría la vida a que sí —respondió ella en voz igual de baja—. Pero ¿qué vamos a hacer? Cole no sabe nada que sea de utilidad. Simplemente tendremos que rezar para que los niños no poseídos sean capaces de ayudar cuando los que secundan a Shinichi ataquen.

—Creo que la mejor opción cuando te enfrentas a niños poseídos que tienen armas es correr.

Meredith asintió distraídamente, pero Matt advirtió que llevaba el bastón con ella a todas partes ahora.

—He concebido una pequeña prueba para ellos. Voy a ponerle a cada uno un pósit a ver qué sucede. Los chicos que hayan hecho cosas que lamentan puede que se pongan histéricos, los críos que ya estén tan sólo aterrados puede que sientan un cierto consuelo, y los que no sean lo que dicen o bien nos atacarán o huirán.

—Esto tengo que verlo.

La prueba de Meredith sólo sacó a relucir a dos elementos fraudulentos en todo el conjunto: un chico de trece años y una chica de quince. Ambos lanzaron un alarido y corrieron por toda la casa chillando como locos. Matt no pudo detenerlos. Cuando todo terminó, y mientras los niños mayores se dedicaban a consolar a los más pequeños, Matt y Meredith acabaron de cubrir con tablas las ventanas y pegaron amuletos entre las tablas. Pasaron la tarde explorando en busca de comida, interrogando a los niños sobre Shinichi y la Ultima Medianoche, y ayudando a la señora Flowers a tratar heridas. Intentaron mantener a una persona de guardia en todo momento, pero puesto que habían estado levantados y en movimiento desde la una y media de la madrugada, todos estaban muy cansados.

A las once menos cuarto Meredith fue a ver a Matt, que estaba limpiando los arañazos de un crío de ocho años de pelo rubio.

—Matt —dijo ella en voz baja—, voy a coger mi coche e iré a por los nuevos amuletos que la señora Saitou dijo que tendría hechos ya. ¿Te importa si me llevo a Sable?

Matt negó con la cabeza.

—No, yo lo haré. Conozco a las Saitou mejor, de todas maneras.

Meredith emitió lo que, en una persona menos refinada, podría haberse denominado un resoplido.

—Yo las conozco lo bastante bien como para decir: perdóneme, Inari-Obaasan; perdóneme, Orime-san; somos los alborotadores que no hacen más que pedir grandes cantidades de amuletos contra el mal, sin embargo a ustedes no les importa, ¿verdad?

Matt sonrió débilmente, dejó marchar al pequeño de ocho años, y dijo:

—Bueno, es posible que les importe menos si dices sus nombres correctamente. «Obaasan» significa «abuela», ¿verdad?

—Sí, por supuesto.

—Y «san» es sólo una cosilla que pones al final de un nombre para ser cortés.

Meredith asintió, añadiendo:

—Y «una cosilla al final» se denomina «sufijo honorífico».

—Ya, ya, pero no obstante toda tu elocuencia tienes los nombres mal. Son Orime-abuela y Orime-madre de Isobel. De modo que Orime-Obaasan y Orime-san, también.

Meredith suspiró.

—Oye, Matt, Bonnie y yo las conocimos primero. La abuela se presentó como Inari. Ahora bien, sé que es un poco excéntrica, pero desde luego sabría su propio nombre, ¿no?

—Y se presentó a mí y dijo no tan sólo que la llamaban Orime, sino que su hija se llamaba como ella. Ahora usa tu labia para salir de ésta.

—Matt, ¿quieres que vaya a buscar mi cuaderno? Está en la salita de la casa de huéspedes…

Matt emitió una corta carcajada seca… casi un sollozo. Miró para asegurarse de que la señora Flowers no estaba por allí y luego siseó:

—Está en alguna parte abajo en el centro de la tierra, quizá. Ya no existe ninguna salita allí.

Por un momento Meredith pareció simplemente conmocionada, pero luego frunció el ceño. Matt la miró con cara de pocos amigos. No ayudaba pensar que eran las dos personas de su grupo que menos probabilidades tenían de discutir el uno con el otro. Pero allí estaban ellos, y Matt podía ver prácticamente cómo volaban las chispas.

—De acuerdo —dijo Meredith por fin—. Iré a verlas y preguntaré por Orime-Obaasan, y les diré que es todo culpa tuya cuando se rían.

Matt negó con la cabeza.

—Nadie se va a reír, porque de ese modo lo estarás diciendo como es debido.

—Oye, Matt —dijo Meredith—. He estado leyendo tanto en Internet que incluso conozco el nombre Inari. Me he tropezado con él en alguna parte. Y estoy segura de que habría efectuado… la conexión…

La voz se apagó, y cuando Matt dejó de mirar al techo y volvió los ojos hacia ella, se sobresaltó. El rostro de Meredith estaba blanco y la muchacha respiraba rápidamente.

—Inari… —musitó—. Conozco ese nombre, pero… —Agarró de improviso la muñeca de Matt con tal fuerza que le hizo daño—. Matt, ¿está tu ordenador totalmente muerto?

—Se apagó cuando se fue la electricidad. En estos momentos ya ni siquiera funciona el generador.

—Pero tienes un móvil con conexión a Internet, ¿verdad?

La urgencia en la voz hizo que Matt, por su parte, la tomara en serio.

—Claro —dijo—. Pero la batería lleva agotada al menos un día. Sin electricidad no puedo recargarla. Y mi madre se llevó el suyo. No puede vivir sin él. Stefan y Elena deben de haber dejado sus cosas en la casa de huéspedes… —Sacudió la cabeza ante el semblante esperanzado de Meredith y susurró—: O debería decir, donde antes estaba la casa de huéspedes.

—¡Pero tenemos que encontrar un móvil o un ordenador que funcione! ¡Tenemos que hacerlo! ¡Necesito que funcione sólo un minuto! —dijo Meredith con desesperación, apartándose de él y empezando a dar vueltas como si intentara batir algún récord mundial.

Matt la miraba fijamente, desconcertado.

—Pero ¿por qué?

—Porque tenemos que hacerlo. ¡Lo necesito, aunque sólo sea durante un minuto!

Matt no pudo hacer otra cosa que mirarla, perplejo. Por fin dijo:

—Supongo que podemos preguntar a los chicos.

—¡Los chicos! ¡Alguno de ellos debería tener un móvil que funcione! Vamos, Matt, tenemos que hablar con ellos ahora mismo. —Se detuvo y dijo, con voz más bien ronca—: Rezo para que tú tengas razón y yo esté equivocada.

—¿Eh? —Matt no tenía ni idea de qué sucedía.

—¡Decía que rezo para que esté equivocada! Reza tú también, Matt…, ¡por favor!