23

En el coche, Matt se sentó junto a la dormida Meredith con Sable apretujado a sus pies, escuchando conmocionado y horrorizado la historia de Meredith. Cuando ellos terminaron, pudo hablar de sus propias experiencias.

—Voy a tener pesadillas toda la vida sobre Cole Reece —admitió—. Y aun cuando le pegué un amuleto, y él lloró, la doctora Alpert dijo que seguía infectado. ¿Cómo podemos luchar contra algo que está tan fuera de control?

Elena sabía que la miraba, y clavó las uñas en las palmas de las manos.

—No es que no haya intentado usar las Alas de Purificación sobre la ciudad. Lo he intentado con tanta fuerza que me siento como si fuera a estallar. Pero no sirve de nada. ¡No puedo controlar en absoluto ninguno de los Poderes de Alas! Creo… tras lo que he averiguado sobre Meredith… que puedo necesitar adiestramiento. Pero ¿cómo lo consigo? ¿Dónde? ¿De quién?

Hubo un largo silencio en el coche. Por fin Matt dijo:

—Estamos todos a oscuras. ¡Fijaos en esa sala del tribunal! ¿Cómo puede haber tantos hombres lobo en una sola ciudad?

—Los lobos son sociables —repuso Stefan en voz baja—. Da la impresión de que hay toda una comunidad de seres lobo en Ridgemont. Sembrada entre los varios Lions Clubs y otros, desde luego. Para espiar a las únicas criaturas a las que temen: los humanos.

Una vez en la casa de huéspedes, Stefan llevó en brazos a Meredith al dormitorio de la planta baja y Elena la tapó con las mantas. Luego fue a la cocina, donde proseguía la conversación.

—¿Qué pasa con las familias de esos hombres lobo? ¿Las esposas? —inquirió mientras le frotaba los hombros a Matt donde sabía que los músculos debían de dolerle por haber estado esposado a la espalda.

Los suaves dedos de la joven aliviaron las magulladuras, pero las manos eran fuertes, y siguieron masajeando sin parar hasta que los músculos de sus propios hombros empezaron a maldecirla… y más allá.

Stefan la detuvo.

—Aparta, cariño, yo poseo diabólica magia de vampiro. Esto es un tratamiento médico necesario —añadió con severidad a Matt—. Así que tienes que aceptarlo sin importar lo mucho que duela.

Elena todavía podía percibirlo, aunque débilmente, a través de la conexión entre ellos y vio cómo anestesiaba la mente de Matt y luego hundía los dedos en los agarrotados hombros como si amasara una masa blanda, proyectando entretanto sus Poderes curativos.

La señora Flowers apareció entonces con tazas de té de canela caliente y dulce. Matt vació la suya y la cabeza le cayó ligeramente hacia atrás. Tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Elena sintió cómo una enorme oleada de dolor y tensión fluía lejos de él. Y entonces abrazó a sus dos chicos y lloró.

—Me cogieron en el camino de entrada de mi propia casa —admitió Matt mientras Elena sorbía por la nariz—. Y lo hicieron de acuerdo con las normas, pero ni siquiera quisieron mirar el… el caos que había a su alrededor.

La señora Flowers volvió a aproximarse, con expresión seria.

—Querido Matt, has tenido un día terrible. Lo que necesitas es un largo descanso.

Dirigió una ojeada a Stefan, como para ver en qué modo le afectaría eso, con tan pocos donantes de sangre; pero él le sonrió tranquilizador. Matt, al que seguían relajando con un masaje, acababa de limitarse a asentir. Tras eso empezó a recuperar el color y una leve sonrisa le curvó los labios.

—Ahí está mi hombre principal —dijo, cuando Sable se abrió paso a cabezazos por entre el tráfico para ir a jadear directamente sobre el rostro de Matt—. Amigo, me encanta tu aliento de perro —declaró—. Me has salvado. ¿Puede darle un premio, señora Flowers? —preguntó, girando ligeramente hacia ella unos ojos azules de mirada vaga.

—Sé justo qué le gustaría. Me queda medio asado en la nevera que sólo necesita que lo calienten un poco. —Presionó botones y, al poco rato, dijo—: Matt, ¿querrías hacer los honores? Acuérdate de sacar el hueso… Podría atragantarse con él.

Matt cogió el enorme pedazo de carne estofada, que, calentado, olía tan bien que le hizo ser consciente del hambre que tenía. Sintió flaquear sus buenos propósitos.

—Señora Flowers, ¿cree que podría prepararme un bocadillo antes de que le dé esto a él?

—¡Oh, mi pobre muchacho! —exclamó ella—. ¿Cómo no lo había pensado? Seguro que no te han dado ni almuerzo ni cena.

La señora Flowers sacó pan y Matt estuvo más que contento con eso, pan y carne, el bocadillo más sencillo imaginable; y tan bueno que se le hizo la boca agua.

Elena lloró un poquitín más. Era tan fácil hacer felices a dos criaturas con algo tan simple. A más de dos, pues todos estaban felices de ver a Matt a salvo y de contemplar cómo Sable obtenía su recompensa.

El enorme perro había seguido cada movimiento de aquel asado con los ojos, mientras la cola barría el suelo de un lado a otro. Pero cuando Matt, mascando todavía, le ofreció el gran pedazo de carne que quedaba, Sable se limitó a ladear la cabeza y a mirarlo como para decir: «Debes de estar bromeando».

—Sí, es para ti. Vamos, cógelo ahora —dijo la señora Flowers con firmeza.

Finalmente, Sable abrió la enorme boca para agarrar el extremo del asado, con la cola girando igual que las aspas de un helicóptero. El lenguaje corporal del animal era tan claro que Matt rió en voz alta.

—Por esta vez en el suelo con nosotros —añadió la señora Flowers con magnificencia, extendiendo una alfombra grande sobre las tablas del suelo de la cocina.

El júbilo de Sable sólo lo sobrepasaron sus buenos modales. Depositó el asado sobre la alfombra y luego trotó hasta cada uno de los humanos para presionar un hocico húmedo contra una mano, cintura o bajo una barbilla, y acto seguido trotó de vuelta y atacó su premio.

—¿Me pregunto si echa en falta a Sage? —murmuró Elena.

—Yo echo en falta a Sage —dijo Matt ininteligiblemente—. Necesitamos toda la ayuda mágica que podamos conseguir.

Entretanto la señora Flowers iba de un lado para otro de la cocina, preparando bocadillos de queso y jamón y metiéndolos en bolsas como si fueran almuerzos escolares.

—Cualquiera que despierte esta noche con hambre tendrá algo que comer —dijo—. Queso y jamón, ensalada de pollo, buenas zanahorias crujientes y un buen trozo de tarta de manzana.

Elena fue a ayudarla. No sabía el motivo, pero quería llorar un poco más. La señora Flowers le dio unas palmaditas.

—Todos nos sentimos… esto, extenuados —anunció con gravedad—. Cualquiera que no tenga ganas de irse directamente a dormir probablemente tiene la adrenalina demasiado disparada. Mi ayuda para dormir servirá con eso. Y creo que podemos confiar en nuestros amigos animales y en las salvaguardas del tejado para que nos mantengan a salvo esta noche.

Matt, prácticamente, ya estaba dormido de pie.

—Señora Flowers…, algún día se lo pagaré…, pero por ahora, no puedo mantener los ojos abiertos.

—En otras palabras, es hora de irse a la cama, niños —dijo Stefan.

Cerró los dedos de Matt con fuerza alrededor de un almuerzo empaquetado, luego lo encaminó hacia la escalera. Elena agarró varios almuerzos más, besó dos veces a la señora Flowers, y subió a la habitación de Stefan.

Había alisado la cama del desván y abría ya una de las bolsas de plástico cuando Stefan entró después de meter a Matt en la cama.

—¿Está bien? —preguntó ella con ansiedad—. Quiero decir, ¿estará bien mañana?

—Su cuerpo estará perfectamente. Le he curado la mayor parte de los daños.

—¿Y su mente?

—Eso es más peliagudo. Acaba de darse de bruces con la vida real. Arrestado, consciente de que podían lincharlo, sin saber si alguien sería capaz de adivinar lo que le había sucedido. Pensó que incluso aunque le localizáramos la cosa acabaría en una pelea, que habría sido difícil de ganar… siendo nosotros tan pocos, y sin que nos quedara demasiada magia.

—Pero Sable se ocupó de ellos —dijo Elena.

Contempló pensativamente los bocadillos que había dispuesto sobre la cama.

—Stefan, ¿quieres ensalada de pollo o jamón? —preguntó.

Hubo un silencio. Pero transcurrió algún rato antes de que Elena alzara los ojos hacia él con estupefacción.

—Oh, Stefan… Yo…, yo…, lo cierto es que lo había olvidado; hoy ha sido un día tan extraño; había olvidado…

—Me siento halagado —repuso él—. Y estás adormilada. Lo que sea que la señora Flowers pone en su té…

—Me parece que al gobierno le interesaría —sugirió Elena—. Para espías y todo eso. Pero por ahora… —Alargó los brazos, con la cabeza inclinada atrás y dejando el cuello al descubierto.

—No, amor. Me acuerdo de esta tarde, si no lo haces tú. Además, juré que empezaría a cazar, y voy a hacerlo —dijo Stefan con firmeza.

—¿Vas a dejarme? —dijo ella, arrancada repentinamente de su cálida satisfacción.

Se miraron mutuamente.

—No te vayas —siguió Elena, apartando los cabellos del cuello—. Lo tenía todo planeado, cómo beberás, y cómo dormiremos abrazados. Por favor, no te vayas, Stefan.

Sabía lo mucho que le costaba a él dejarla. Aun cuando ella estuviera mugrienta y agotada, aun cuando llevara puestos unos vaqueros asquerosos y tuviera suciedad bajo las uñas. Ella era infinitamente hermosa e infinitamente poderosa y misteriosa para él. Él la deseaba. Elena podía percibirlo a través del vínculo entre ambos, que empezaba a zumbar, empezaba a animarse, empezaba a atraerlo más.

—Pero, Elena… —dijo él.

¡Intentaba mostrarse sensato! ¿Es que no sabía que ella no quería sensatez en aquel momento concreto?

—Justo aquí. —Elena dio golpecitos en el punto blando de su cuello.

El vínculo zumbaba ahora como una línea eléctrica. Pero Stefan era terco.

—Tú misma necesitas comer. Tienes que mantener las energías.

Elena cogió al instante un bocadillo de ensalada de pollo y le dio un mordisco. «Hummm… ¡qué rico! Realmente bueno. Tendría que hacerle un ramo de flores silvestres a la señora Flowers.» Los cuidaban muy bien allí. Tenía que pensar en más modos de ayudar.

Stefan la observaba comer. Hacía que sintiera hambre, pero era debido a que estaba acostumbrado a que lo alimentaran las veinticuatro horas del día, y no estaba habituado al ejercicio. Elena podía oírlo todo a través de la conexión entre ellos y lo oyó pensar que le alegraba ver a Elena reponiendo fuerzas; que había aprendido a tener disciplina ya; que no le haría ningún daño acostarse una noche sintiendo hambre. Abrazaría a su adormilada y adorable Elena toda la noche.

¡No! Elena estaba horrorizada. Desde que él había estado encarcelado en la Dimensión Oscura, cualquier cosa que diera a entender que Stefan pasaba privaciones la llenaba de un terror atroz. De repente tuvo problemas para tragar el bocado que había cogido.

—Justo aquí, justo aquí…, ¿por favor? —le suplicó.

No quería tener que seducirlo para que lo hiciera, pero lo haría si él la obligaba. Se lavaría las manos hasta dejarlas impolutamente limpias, y se pondría un camisón largo y ceñido, y le acariciaría los tozudos caninos entre besos, y los tocaría suavemente con la punta de la lengua, justo en la base, donde no la herirían a medida que respondían y crecían. Y para entonces él estaría aturdido, fuera de control, sería totalmente suyo.

«¡De acuerdo, de acuerdo! —le transmitió Stefan—. ¡Misericordia!»

—No quiero ser misericorde contigo. No quiero que me sueltes —dijo ella, tendiéndole los brazos, y oyó su propia voz suave, tierna y anhelante—. Quiero que me abraces y me tengas así eternamente, y quiero abrazarte y tenerte así eternamente.

El rostro de Stefan había cambiado. La miró con la misma expresión que había mostrado en la prisión cuando ella había acudido a visitarlo con un conjunto —muy distinto a las ropas mugrientas que llevaba ahora— y él había dicho, perplejo: «¿Todo esto… es para mí?».

Había habido alambre de cuchillas entre ellos entonces. Ahora no había nada que los separase y Elena podía ver lo mucho que Stefan deseaba ir hacia ella. Alargó los brazos un poco más y entonces él penetró en el círculo de aquellos brazos y la abrazó con fuerza pero con un cuidado infinito para no usar tanta fuerza que la lastimara. Cuando se relajó y apoyó la frente en la de ella, Elena comprendió que jamás estaría cansada o triste o asustada sin ser capaz de pensar en aquel sentimiento y que éste la sustentaría durante el resto de su vida.

Por fin se dejaron caer juntos sobre las sábanas, confortándose mutuamente en igual medida; intercambiando besos dulces y cálidos. Con cada beso, Elena notaba que el mundo exterior y todos sus horrores se alejaban lentamente más y más. ¿Cómo podía nada estar mal cuando ella misma sentía que el cielo estaba tan cerca? Matt y Meredith, Damon y Bonnie estarían también sin duda todos a salvo y felices. Entretanto, cada beso la acercaba más al paraíso, y sabía que Stefan sentía lo mismo. Eran tan felices juntos que Elena supo que pronto todo el universo resonaría con la dicha que sentían, que se desbordaba como luz pura y transformaba todo lo que tocaba.

Bonnie despertó y advirtió que sólo había estado inconsciente unos pocos minutos. Empezó a tiritar, y una vez que empezó no parecía capaz de parar. Sintió que la envolvía una oleada de calor y supo que Damon intentaba calentarla, pero los temblores seguían sin querer desaparecer.

—¿Qué sucede? —preguntó Damon, y su voz era distinta de lo acostumbrado.

—No lo sé —respondió Bonnie, y no lo sabía—. A lo mejor es porque no hacían más que simular la intención de arrojarme por la ventana todo el tiempo. Yo no iba a chillar por eso —añadió a toda prisa, por si acaso él asumía que ella lo haría—. Pero entonces, cuando hablaron sobre torturarme…

Sintió cómo una especie de espasmo recorría a Damon, que la sujetaba con demasiada fuerza.

—¡Torturarte! ¿Te amenazaron con eso?

—Sí, porque, ya sabes, la bola estrella de Misao había desaparecido. Sabían que alguien había vertido el contenido; yo no les dije eso. Pero tuve que decirles que fue culpa mía que se vertiera la última mitad, y entonces se pusieron furiosos conmigo. ¡Oh, Damon, me haces daño!

—De modo que fue culpa tuya que se vertiera el contenido, ¿verdad?

—Bueno, imagino que sí. No lo habrías hecho si no me hubiera emborrachado, y… ¿qu… qué sucede, Damon? ¿También tú estás furioso?

Realmente la sujetaba de tal modo que lo cierto era que no podía respirar.

Lentamente, notó cómo él aflojaba un poco la presión de los brazos.

—Un consejo, pajarito de cresta roja. Cuando la gente te amenaza con torturarte y matarte, podría resultar más… conveniente… decir que es culpa de algún otro. En especial si resulta que ésa es la verdad.

—¡Lo sé! —exclamó ella con indignación—. Pero iban a matarme de todos modos. Si les hubiera hablado de ti, te habrían hecho daño también a ti.

Damon la apartó con brusquedad entonces, de modo que ella tuviera que mirarlo a la cara. Bonnie también pudo percibir el delicado roce de una exploración mental telepática. No se resistió; estaba demasiado ocupada preguntándose por qué tenía él sombras color ciruela bajo los ojos. Entonces él la zarandeó un poco, y ella dejó de hacerse preguntas.

—¿Es que no comprendes siquiera los fundamentos de la supervivencia? —dijo, y ella pensó que parecía enojado otra vez.

Desde luego actuaba de un modo distinto a cualquier otra vez que ella lo hubiera visto; salvo una, pensó, y ésa había sido cuando habían «castigado» a Elena por salvar la vida de lady Ulma, cuando Ulma aún era una esclava. El había mostrado la misma expresión entonces, tan amenazadora que incluso Meredith le había tenido miedo, y con todo tan llena de culpa que Bonnie había anhelado consolarlo.

Pero tenía que existir algún otro motivo, le explicó la mente a Bonnie. «Porque tú no eres Elena, y él jamás te tratará del modo en que trata a Elena.» Una imagen de la habitación marrón surgió ante ella, y entonces tuvo la certeza de que él jamás habría dejado a Elena allí. Elena no se lo habría permitido, para empezar.

—¿Tengo que regresar? —preguntó, advirtiendo que estaba actuando de un modo despreciable y estúpido y que la habitación marrón había parecido casi como un lugar de asilo hacía muy poco tiempo.

—¿Regresar? —dijo Damon, un poco demasiado deprisa, y ella tuvo la impresión de que él había visto también la habitación marrón, en aquel momento, a través de sus ojos—. ¿Por qué? La patrona me entregó todo lo que había en la habitación. Así que tengo tus auténticas ropas y también un montón de bolas estrella ahí abajo, por si acaso te faltaba terminar de ver alguna. Pero ¿por qué razón deberías creer que tendrías que regresar?

—Bueno, sé que buscabas una dama con clase, y yo no lo soy —respondió ella con sencillez.

—Eso fue simplemente para poder volver a convertirme en un vampiro —repuso Damon—. ¿Y qué crees que te está sosteniendo en el aire en este mismo instante?

Pero esta vez Bonnie supo de algún modo que las sensaciones procedentes de las bolas estrella «Nunca Jamás» seguían en su mente y que Damon también las veía. Volvía a ser un vampiro. Y el contenido de aquellas bolas estrella era tan abominable que el pétreo exterior de Damon finalmente se resquebrajó. Bonnie casi pudo adivinar lo que pensaba de ellas, y de ella, temblando en soledad bajo una única manta cada noche.

Y entonces, para su total estupefacción, Damon, el flamante nuevo vampiro, siempre sereno, soltó:

—Lo siento. No pensé en cómo sería ese lugar para ti. ¿Hay algo que pueda hacerte sentir mejor?

Bonnie pestañeó. Se preguntó, muy en serio, si estaría soñando. Damon no pedía disculpas. Damon era famoso, precisamente, por no pedir disculpas, dar explicaciones o hablar con tanta amabilidad a las personas, a menos que quisiera algo de ellas. Pero una cosa parecía real. Ya no tenía que dormir en la habitación marrón.

Resultaba tan excitante que se ruborizó un poco, y osó decir:

—¿Podríamos bajar al suelo? ¿Despacio? Porque la verdad es que sencillamente me aterran las alturas.

Damon pestañeó, pero respondió:

—Sí, creo que puedo conseguir eso. ¿Hay alguna cosa más que te gustaría?

—Bueno… hay un par de chicas que serían donantes… de buen grado… si…, bueno…, si queda algo de dinero… Si pudieras salvarlas…

—Desde luego que queda algo de dinero —replicó Damon con una brusquedad un poco excesiva—. Incluso obligué a aquella bruja de patrona a devolver tu parte.

—Bien, pues, está el secreto que te conté, pero no sé si lo recuerdas.

—¿Cuánto crees que tardarás en sentirte lo bastante bien para que podamos ponernos en marcha? —preguntó Damon.