22

—Mamá dijo que no estaba en Fell's Church —repitió la señora Flowers a Stefan—. Y eso significa que tampoco está en la espesura.

—De acuerdo —dijo Stefan—. Si él no está aquí, entonces ¿en qué otro sitio?

—Bueno —dijo Elena lentamente—, es la policía, ¿verdad? Le han cogido. —Sintió un nudo en el estómago.

La señora Flowers suspiró.

—Eso supongo. Mamá debería habérmelo contado, pero la atmósfera está repleta de influencias extrañas.

—Pero la oficina del sheriff está en Fell's Church. Lo que queda de ella —objetó Elena.

—Entonces —dijo la señora Flowers—, ¿qué hay de la policía de otra ciudad próxima? Los que vinieron buscándole antes…

—Ridgemont —repuso Elena con pesadumbre—. Es de ahí de donde venían aquellos policías que registraron la casa de huéspedes. Es de ahí de donde vino aquel tipo llamado Mossberg, como dijo Meredith. —Miró a su amiga, que ni siquiera murmuró—. Es donde el padre de Caroline tiene a todos sus amigos importantes… y donde también los tiene el padre de Tyler. Pertenecen a todos esos clubes que no permiten la entrada a mujeres en los que se usan esos apretones de manos en código y cosas así.

—¿Y tenemos algo parecido a un plan para cuando lleguemos allí? —preguntó Stefan.

—Tengo una especie de plan A —admitió Elena—. Pero no sé si va a funcionar… Puede que tú lo sepas mejor que yo.

—Cuéntame.

Elena se lo contó. Stefan escuchó y tuvo que sofocar una carcajada.

—Creo —dijo luego en tono serio— que sí que podría funcionar.

Elena empezó a pensar de inmediato en planes B y C de modo que no se quedaran atascados en el caso de que el plan A fallara.

Tuvieron que conducir a través de Fell's Church para llegar a Ridgemont. Elena vio las casas quemadas y los árboles ennegrecidos entre lágrimas. Era su ciudad, la ciudad por la que, bajo su forma de espíritu, había velado y protegido. ¿Cómo podía haber llegado a aquello?

Y peor aún, ¿cómo se la podría devolver jamás a su estado anterior?

Empezó a tiritar de un modo incontrolado.

Matt estaba sentado, con semblante sombrío, en la sala de reunión del jurado. La había explorado hacía mucho, y había descubierto que las ventanas estaban tapiadas desde el exterior. No le sorprendió, ya que todas las ventanas que conocía allá en Fell's Church estaban tapiadas, y además, había puesto a prueba las tablas y sabía que podía escapar si quería.

No tenía interés en hacerlo.

Era hora de enfrentarse a su crisis personal. Se habría enfrentado a ella tiempo atrás, antes de que Damon se hubiera llevado a las tres muchachas a la Dimensión Oscura, pero Meredith lo había convencido para que no lo hiciera.

Matt sabía que el señor Forbes, el padre de Caroline, tenía a todos sus amigotes en la policía y el sistema legal de aquel lugar. Y también los tenía el señor Smallwood, el padre del auténtico culpable. No era probable que le ofrecieran un juicio justo. Pero en cualquier clase de juicio, en algún momento dado al menos tendrían que escucharle.

Y lo que oirían sería la verdad lisa y llana. Puede que no la creyeran ahora. Pero más tarde, cuando los gemelos de Caroline mostraran el poco control del que tenían fama los bebés de hombre lobo sobre su forma…, bueno, pensarían en Matt, y en lo que había dicho.

Hacía lo correcto, se aseguró a sí mismo. Aunque en aquel preciso momento sintiera las tripas como si estuvieran hechas de plomo.

«¿Qué es lo peor que pueden hacerme?», se preguntó, y tuvo la desdicha de oír regresar el eco de la voz de Meredith. «Pueden meterte en la cárcel, Matt. Una cárcel de verdad; tienes más de dieciocho años. Y si bien eso podría ser una buena noticia en el caso de algunos viejos delincuentes duros, genuinos y despiadados con tatuajes caseros y bíceps como ramas de árbol, no va a ser una buena noticia para ti.» Y luego, tras una sesión en Internet: «Matt, en Virginia, puede ser cadena perpetua. Y el mínimo son cinco años. Matt, por favor, te lo suplico, ¡no permitas que te hagan esto! En ocasiones es cierto que la discreción es la mejor parte del valor. Ellos tienen todas las cartas y nosotros andamos a ciegas en la oscuridad…».

La joven se había alterado de un modo sorprendente respecto a ello, mezclando las metáforas y todo lo demás, pensó Matt con desaliento. «Pero no es como si me hubiera ofrecido voluntario para esto. Y apuesto a que saben que esas tablas son de lo más endeble y, si escapo, me perseguirán desde aquí hasta quién sabe dónde. Al menos, si me quedo quieto, conseguiré contar la verdad.»

Durante un buen rato no sucedió nada. Matt pudo darse cuenta por el sol que penetraba a través de las rendijas en las tablas de que estaba atardeciendo. Entró un hombre y le ofreció una visita al baño y una bebida de cola. Matt aceptó ambas cosas, pero también exigió un abogado y la llamada telefónica a la que tenía derecho.

—Tendrás un abogado —le dijo el hombre con un gruñido cuando Matt salió del cuarto de baño—. Te asignarán uno.

—No quiero eso. Quiero un auténtico abogado. Uno que yo escoja.

El hombre pareció asqueado.

—Un crío como tú no puede tener dinero. Cogerás el abogado que se te asigne.

—Mi madre tiene dinero. Ella querría que tuviera un abogado que contratásemos, no cualquier crío salido de la Facultad de Derecho.

—¡Ah! —dijo el hombre—, qué encantador. Quieres que mamá cuide de ti. Y ella que está ya en Clydesdale a estas horas, apostaría, con la doctora negra.

Matt se quedó helado.

Encerrado otra vez en la habitación del jurado, intentó frenéticamente pensar. ¿Cómo sabían adónde habían ido su madre y la doctora Alpert? Probó el sonido de «doctora negra» en su lengua y descubrió que sabía muy mal, algo así como a tiempos pasados y malo a rabiar. Si la doctora hubiera sido de raza caucásica y varón, habría sonado estúpido decir: «… marchado con el doctor blanco». Habría parecido una vieja película de Tarzán.

Una cólera enorme empezaba a apoderarse de Matt. Y junto con ella un gran temor. Unas palabras se deslizaron por su mente: vigilancia, espionaje, conspiración y encubrimiento. Y «han sido más listos».

Imaginó que eran más de las cinco, después de que todas las personas que trabajan normalmente en el tribunal se hubieran marchado, cuando lo llevaron a la sala de interrogatorios.

Simplemente jugaban, se figuró, los dos agentes que intentaron hablar con él en una pequeña habitación estrecha con una videocámara en una esquina de la pared, perfectamente evidente aun cuando era pequeña.

Se turnaron, uno chillándole que sería mejor que lo confesara todo, el otro mostrándose comprensivo y diciendo cosas como:

—Las cosas se descontrolaron, ¿verdad? Tenemos una fotografía del chupetón que te hizo. Era una tía buenorra, ¿verdad? —Guiñó un ojo, volvió a guiñarlo—. Yo lo comprendo. Pero luego empezó a darte señales confusas…

Matt llegó al límite de su aguante.

—No, no teníamos una cita, no, no me hizo ningún chupetón, y cuando le diga al señor Forbes que llamó a Caroline tía buenorra, guiñando el ojo, él hará que le despidan, amigo. Y he oído hablar de señales confusas, pero jamás las he visto. Puedo oír un «no» tan bien como usted, ¡e imagino que un «no» significa «no»!

Después de eso le golpearon un poco. Matt se sorprendió, pero teniendo en cuenta el modo en que acababa de amenazarlos y faltarles al respeto, no le sorprendió demasiado.

Y luego parecieron darse por vencidos con él, dejándolo solo en la sala de interrogatorios, que, a diferencia de la sala del jurado, no tenía ventanas. Matt dijo una y otra vez, en consideración a la videocámara: «Soy inocente y se me niega el derecho a mi llamada telefónica y a mi abogado. Soy inocente…».

Al final aparecieron y lo sacaron de allí. Lo llevaron a empujones entre el poli bueno y el poli malo a una sala de juicios completamente vacía. No, no estaba vacía, advirtió. En la primera fila había unos cuantos periodistas, uno o dos con cuadernos de bocetos preparados.

Cuando Matt vio eso, exactamente como un juicio real, e imaginó los dibujos que esbozarían… iguales a los que había visto en la televisión, el plomo que notaba en el estómago se convirtió en una aleteante sensación de pánico.

Pero ¿esto era lo que él quería, verdad, sacar a la luz toda la historia?

Lo condujeron a una mesa vacía. Había otra mesa, con varios hombres bien vestidos, todos con montones de papeles frente a ellos.

Pero lo que retuvo la atención de Matt en aquella mesa fue Caroline. No la reconoció al principio. Llevaba puesto un vestido de algodón gris perla. ¡Gris! Sin ninguna alhaja, y con un maquillaje muy sutil. El único color estaba en su pelo… un caoba descarado. Parecía su antiguo cabello, no el color leonado que tenía al empezar a convertirse en mujer lobo. ¿Había aprendido a controlar su forma por fin? Eso era una mala noticia. Muy mala.

Y finalmente, como si caminasen con pies de plomo, entró el jurado. Tenían que saber lo irregular que era aquello, pero siguieron entrando, doce personas, los suficientes para ocupar los asientos del jurado.

Matt advirtió de improviso que había un juez sentado a la mesa situada muy por encima de él. ¿Había estado allí todo el tiempo? No…

—Todo el mundo en pie, en presencia del juez Thomas Holloway —tronó un alguacil.

Matt se puso en pie y se preguntó si el juicio realmente iba a empezar sin su abogado. Pero antes de que todos pudieran sentarse, hubo un estrépito de puertas que se abrían, y un alto fajo de papeles con piernas entró a toda prisa en la sala, se transformó en una mujer de unos veintipocos, y arrojó los papeles sobre la mesa junto a él.

—Gwen Sawicki, aquí… presente —jadeó la joven.

El cuello del juez Holloway salió disparado como el de una tortuga, para colocar a la recién llegada en su campo visual.

—¿Se la ha designado para la defensa?

—Con la venia de Su Señoría, así es, Su Señoría… Hace treinta minutos exactos. No tenía ni idea de que habíamos pasado a celebrar sesiones nocturnas, Su Señoría.

—¡No sea impertinente conmigo! —le espetó el juez Holloway.

Mientras seguía adelante para permitir que los fiscales se presentasen, Matt reflexionó sobre la palabra «impertinente». Era otra de aquellas palabras, pensó, que jamás se usaban en un varón. Decir que un hombre era impertinente daba risa. Mientras que decir una mujer o joven impertinente sonaba bien. Pero ¿por qué?

—Llámame Gwen —musitó una voz junto a él, y, al mirar, Matt vio a una joven de ojos castaños y cabellos también castaños recogidos atrás en una coleta.

No era exactamente bonita, pero parecía honrada y franca, lo que la convertía en la cosa más bonita de la sala.

—Soy Matt… Bueno, eso es evidente —repuso él.

—¿Es ésta tu chica, Carolyn? —empezó a susurrarle Gwen, mostrándole una foto de la antigua Caroline en algún baile, con tacones altos, y con piernas bronceadas que ascendían y ascendían hasta casi juntarse antes de que una minifalda las sustituyera, negra y de encaje. Llevaba una blusa blanca tan ajustada al busto que apenas parecía capaz de retener sus atractivos naturales. El maquillaje era exactamente lo opuesto de sutil.

—Su nombre es Caroline y jamás ha sido mi chica, pero sí, ésa es ella…, la auténtica ella —musitó Matt—. Antes de que Klaus llegara y le hiciera algo a su novio, Tyler Smallwood.

Pero tengo que contarte lo que sucedió cuando descubrió que estaba embarazada…

Se había vuelto majareta, eso era lo que había sucedido. Nadie sabía dónde estaba Tyler: muerto tras la batalla final contra Klaus, transformado por completo en un lobo y escondido; nadie lo sabía. Así que Caroline había intentado adjudicárselo a Matt… hasta que Shinichi apareció y se convirtió en su novio.

Pero Shinichi y Misao le estaban gastando una broma cruel, fingiendo que Shinichi se casaría con ella. Fue después de que comprendiera que a Shinichi no le importaba en absoluto cuando Caroline realmente se había puesto hecha un basilisco, y realmente había intentado hacer que Matt ocupara el enorme agujero que había en su vida. Matt hizo todo lo posible por explicárselo a Gwen de modo que ella pudiera contárselo al jurado, hasta que la voz del juez lo interrumpió.

—Prescindiremos de los alegatos iniciales —dijo el juez Holloway—, puesto que es tan tarde. ¿Quiere la acusación llamar a su primer testigo?

—¡Aguarde! ¡Protesto! —gritó Matt, haciendo caso omiso de Gwen, que le tiraba del brazo y siseaba:

—¡No puedes oponerte a las resoluciones del juez!

—Y el juez no puede hacerme esto —repuso Matt, retorciendo su camiseta para arrancársela de los dedos—. ¡Ni siquiera he tenido ocasión de reunirme antes con mi abogado de oficio!

—Tal vez deberías haber aceptado un abogado de oficio antes —replicó el juez, tomando un sorbo de un vaso de agua, y luego de improviso alargó la cabeza hacia Matt y le espetó—: ¿Eh?

—Eso es ridículo —exclamó Matt—. ¡No me permitieron hacer mi llamada para conseguir un abogado!

—¿Pidió en algún momento hacer una llamada? —espetó el juez Holloway, paseando los ojos por la estancia.

Los dos policías que habían golpeado a Matt negaron solemnemente con la cabeza. Ante esto, el alguacil, al que Matt reconoció de repente como el tipo que lo había mantenido en la habitación del jurado durante cuatro horas, empezó a mover la cabeza de un lado a otro negativamente. Los tres la movieron, casi al unísono.

—Entonces renunciaste a tu derecho al no pedirlo —respondió el juez en el tono brusco que parecía ser su único modo de hablar—. No puedes exigirlo en mitad de un juicio. Ahora tal y como decía…

—¡Protesto! —gritó Matt aún más fuerte—. ¡Todos ellos mienten! Miren las grabaciones de los interrogatorios. No hice otra cosa que repetir…

—¡Abogada —gruñó el juez a Gwen—, controle a su cliente o se le acusará de desacato al tribunal!

—¡Tienes que callar! —siseó la joven a Matt.

—¡No pueden hacerme callar! ¡No pueden celebrar este juicio mientras quebrantan todas las normas!

—¡Cierra el pico!

El juez berreó las palabras a un volumen sorprendente. Luego añadió:

—La siguiente persona que haga un comentario sin mi consentimiento expreso será acusada de desacato al tribunal y castigada con una noche en la cárcel y quinientos dólares de multa.

Hizo una pausa para mirar a su alrededor y ver si todo el mundo lo había entendido.

—Ahora —dijo—, acusación, llame a su primer testigo.

—Llamamos a Caroline Beula Forbes al estrado.

La figura de Caroline Forbes había cambiado. El estómago ahora tenía una forma parecida a la de un aguacate del revés. Matt oyó murmullos.

—Caroline Beula Forbes, ¿jura que el testimonio que dará será la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad?

En algún lugar en lo más profundo de su ser, Matt temblaba. No sabía si era en su mayor parte cólera o miedo o una combinación equitativa de ambos. Pero se sentía como un géiser a punto de estallar; no necesariamente porque quisiera, sino porque fuerzas más allá de su control estaban apoderándose de él. Matt el Tierno, Matt el Tranquilo, Matt el Obediente; los había dejado a todos atrás en alguna parte. Matt el Rabioso, Matt el Violento, eso era más o menos todo lo que podía ser.

Desde un poco iluminado mundo exterior, fueron filtrándose voces a su ensueño. Y una voz pinchaba y escocía como una ortiga.

—¿Reconoce al muchacho que ha nombrado como su antiguo novio Matthew Jeffrey Honeycutt aquí en esta habitación?

—Sí —dijo quedamente la espinosa voz de ortiga—. Está sentado a la mesa de la defensa, con una camiseta gris.

La cabeza de Matt se alzó veloz. Miró a Caroline directamente a los ojos.

—Sabes que eso es mentira —dijo—. Jamás tuvimos una cita. Nunca.

El juez, que hasta ese momento parecía dormitar, despertó entonces.

—¡Alguacil! —gritó con brusquedad—. Reduzca al acusado al instante.

Matt se puso en tensión. Mientras Gwen Sawicki gemía, Matt se encontró repentinamente inmovilizado al mismo tiempo que le colocaban varias vueltas de cinta adhesiva sobre la boca.

Forcejeó. Intentó levantarse. De modo que lo sujetaron con cinta adhesiva a la silla por la cintura. Cuando por fin lo dejaron en paz, el juez indicó:

—Si sale huyendo con esa silla, usted la pagará de su propio sueldo, señorita Sawicki.

Matt percibió a Gwen Sawicki temblando junto a él. No de miedo. Podía reconocer la expresión de estar a punto de estallar y comprendió que ella iba a ser la siguiente. Y entonces el juez la acusaría de desacato, y ¿quién hablaría por él?

Trabó la mirada con ella y sacudió negativamente la cabeza. Pero también la sacudió ante cada mentira que soltaba Caroline.

—Teníamos que mantener en secreto nuestra relación —decía Caroline recatadamente, estirando el vestido gris—. Porque Tyler Smallwood, mi anterior novio, podría haberlo descubierto. Entonces él habría… quiero decir, yo no quería que hubiera problemas entre ellos.

«Sí —pensó Matt con amargura—: será mejor que te andes con cuidado… porque el papá de Tyler probablemente tiene tantos buenos amigos como los tiene el tuyo. Más.» Matt desconectó hasta que oyó al fiscal decir:

—¿Y sucedió algo inusual la noche en cuestión?

—Bueno, salimos juntos en su coche. Fuimos hasta las proximidades de la casa de huéspedes… nadie nos vería allí… Sí, me… me temo que le hice un… un chupetón. Después de eso quise irme, pero él no paró. Tuve que intentar apartarle. Le arañé…

—La acusación presenta la prueba número dos: una fotografía de las profundas marcas de uñas en el brazo del acusado…

Los ojos de Gwen, encontrándose con los de Matt, estaban apagados. Derrotados. Mostró a Matt una fotografía de lo que él recordaba: las profundas marcas dejadas por los dientes del enorme malach cuando él había sacado el brazo de su boca.

—La defensa alegará…

—Admitida pues.

—Pero por mucho que chillé y peleé… Bueno, él era demasiado fuerte, y no…, no pude…

Caroline agitó la cabeza con el dolor de recordar su vergüenza. Brotaron lágrimas de sus ojos.

—Su Señoría, quizá la testigo necesite una pausa para recomponer su maquillaje —sugirió Gwen con amargura.

—Jovencita, me está atacando los nervios. La acusación puede cuidar de sus propios clientes…, quiero decir testigos…

—Su testigo… —dijo alguien de la acusación.

Matt había garabateado tanto de la auténtica historia como pudo en una hoja de papel en blanco mientras Caroline llevaba a cabo su numerito. Gwen la leía en aquellos momentos.

—Así pues —dijo la abogada—, su ex, Tyler Smallwood, no es y nunca ha sido un… —tragó saliva— un hombre lobo.

Por entre lágrimas de vergüenza Caroline rió levemente.

—Por supuesto que no. Los hombres lobo no existen.

—Como los vampiros.

—Los vampiros tampoco existen, si es eso a lo que se refiere. ¿Cómo podrían? —Caroline miraba al interior de cada sombra de la sala mientras lo decía.

Gwen hacía un buen trabajo, comprendió Matt. La pátina de recato de Caroline empezaba a desportillarse.

—Y las personas jamás regresan de entre los muertos…, en estos tiempos modernos, quiero decir —siguió Gwen.

—Bueno, en cuanto a eso… —la malicia había hecho acto de presencia en la voz de Caroline—, si va a la casa de huéspedes de Fell's Church, podrá ver que hay una chica llamada Elena Gilbert, que se supone que se ahogó el año pasado. El Día del Fundador, después del desfile. Era miss Fell's Church, por supuesto.

Hubo un murmullo entre los periodistas. Lo sobrenatural se vendía mejor que ninguna otra cosa, en especial si había una chica bonita involucrada. Matt pudo ver circular una sonrisita burlona.

—¡Orden! ¡Señorita Sawicki, se atendrá a los hechos en este caso!

—Sí, Su Señoría. —Gwen mostró un semblante frustrado—.

De acuerdo, Caroline, regresemos al día del presunto ataque. Tras los acontecimientos que ha narrado, ¿llamó inmediatamente a la policía?

—Estaba… demasiado avergonzada. Pero entonces comprendí que podría estar embarazada o tener alguna enfermedad horrible, y supe que tenía que contarlo.

—Pero esa enfermedad horrible no era licantropía; ser un ser lobo, ¿verdad? Porque eso no podría ser cierto.

Gwen bajó una ansiosa mirada a Matt y Matt alzó los ojos para mirarla sombrío. Había esperado que si se obligaba a Caroline a seguir hablando sobre seres lobo ésta acabaría por empezar a moverse nerviosamente. Pero ella parecía tener un control total sobre sí misma en aquellos momentos.

El juez parecía furioso.

—¡Jovencita, no permitiré que mi tribunal se convierta en objeto de burla con más tonterías sobrenaturales!

Matt clavó los ojos en el techo. Iba a ir a la cárcel. Durante una larga temporada. Por algo que no había hecho. Por algo que no haría jamás. Y además, ahora, tal vez alguno de aquellos periodistas fuera a la casa de huéspedes para molestar a Elena y a Stefan. ¡Maldita fuera! Caroline había conseguido incluir eso a pesar del juramento de sangre que había hecho de no revelar jamás el secreto que compartían. También Damon había firmado aquel juramento. Por un momento Matt deseó que Damon estuviera de vuelta y justo allí, para vengarse de ella. A Matt no le importaba cuántas veces fueran a llamarlo «Memo» con tal de que Damon apareciera. Pero Damon no apareció.

Advirtió que la cinta adhesiva que le rodeaba la cintura estaba lo bastante baja para permitirle estrellar la cabeza contra la mesa de la defensa. Lo hizo, provocando un pequeño retumbo.

—Si su cliente desea ser inmovilizado por completo, señorita Sawicki, puede…

Pero entonces todos lo oyeron. Como un eco, pero retrasado. Y mucho más fuerte que el sonido de una cabeza golpeando una mesa.

¡BUM !

Y otra vez.

¡BUM !

Y a continuación el lejano e inquietante sonido de puertas abriéndose de golpe como si las hubieran golpeado con un ariete.

En aquel instante, las personas de la sala todavía podrían haberse dispersado. Pero ¿adónde se podía ir?

¡BUM! Otra puerta, más cercana, abriéndose de golpe.

—¡Orden! ¡Orden en la sala!

Sonaron pisadas en el suelo de madera del corredor.

—¡Orden! ¡Orden!

Pero nadie, ni siquiera un juez, podía impedir que toda aquella gente murmurara. Y entrada la tarde, en un juzgado cerrado, tras toda aquella charla sobre vampiros y hombres lobo…

Pisadas acercándose. Una puerta, bastante cerca, estrellándose contra una pared y crujiendo.

Una oleada de… algo… recorrió la sala del tribunal. Caroline lanzó un grito ahogado, sujetándose el abultado vientre.

—¡Atranquen esas puertas! ¡Alguacil! ¡Ciérrelas con llave!

—¿Atrancarlas cómo, Señoría? ¡Si únicamente se cierran por fuera!

Lo que fuera que fuese, estaba muy cerca…

Las puertas de la sala se abrieron, con un crujido. Matt posó una mano tranquilizadora sobre la muñeca de Gwen, torciendo el cuello para mirar detrás de él.

Parado en la entrada estaba Sable, que, como siempre, parecía tan grande como un pequeño poni. La señora Flowers caminaba junto a él; Stefan y Elena cerraban la marcha.

Sonaron unas fuertes pisadas chasqueantes mientras Sable, solo, se acercaba a Caroline, que jadeaba y temblaba.

Reinó un silencio total mientras todo el mundo asimilaba la visión de la gigantesca bestia, con su pelaje negro como el ébano y los ojos oscuros y húmedos mientras paseaba pausadamente la mirada por la sala.

Entonces, en lo más profundo de su pecho, Sable emitió un hummf.

Alrededor de Matt la gente empezó a jadear y a retorcerse, como si les picara todo el cuerpo. Abrió los ojos de par en par y vio a Gwen mirando fijamente con él mientras los jadeos se convertían en un resollar.

Finalmente, Sable alzó el hocico al techo y aulló.

Lo que sucedió después de eso no fue agradable desde el punto de vista de Matt. No fue grato ver cómo la nariz y la boca de Caroline se proyectaban afuera para fusionarse en un hocico. Ni ver cómo los ojos retrocedían para convertirse en profundos agujeros bordeados de pelaje.

Y en las manos, los dedos se encogieron en zarpas que se agitaban impotentes, totalmente abiertas, con garras negras. No fue bonito.

Pero el animal resultante era hermoso. Matt no supo si ella había absorbido el vestido gris o se había desprendido de él o qué. Lo que sí supo fue que un magnífico lobo gris saltó de la silla del testigo para lamer las quijadas de Sable, revolcándose por el suelo para retozar alrededor del enorme animal, que tan obviamente era el lobo alfa.

Sable emitió otro profundo hummf. El lobo que había sido Caroline restregó amorosamente el hocico contra su cuello.

Y sucedía lo mismo en otras partes de la sala. Los dos fiscales, tres de los miembros del jurado…, el propio juez…

Todos cambiaban, no para atacar, sino para forjar sus vínculos sociales con aquel lobo enorme, un lobo alfa, si es que existió alguna vez uno.

—Hemos hablado con él durante todo el camino —explicóElena entre maldiciones dirigidas a la cinta adhesiva que tenía Matt en el pelo—. Sobre no ser agresivo y arrancar cabezas a mordiscos; Damon me contó que hizo eso una vez.

—No queríamos un motón de asesinatos —coincidió Stefan—. Y sabíamos que ningún animal sería tan grande como lo era él. Así que nos concentramos en sacar todo lo que había de lobo en él que pudimos… Espera, Elena… Yo tengo cogida la cinta en este lado. Siento esto, Matt.

Matt sintió un fuerte escozor cuando le arrancaron la cinta… y posó una mano sobre la boca. La señora Flowers cortaba entretanto, a tijeretazos, la cinta adhesiva que lo sujetaba a la silla. De repente quedó totalmente libre y sintió ganas de gritar. Abrazó a Stefan, a Elena y a la señora Flowers, diciendo:

—¡Gracias!

Gwen, por desgracia, vomitaba en una papelera. De hecho, pensó Matt, tenía suerte de haber conseguido una. Un miembro del jurado vomitaba por encima de la barandilla.

—Esta es la señorita Sawicki —la presentó Matt con orgullo—. Ha llegado después de empezar el juicio, y ha hecho realmente un buen trabajo por mí.

—Ella dijo «Elena» —musitó Gwen cuando pudo hablar.

Tenía la vista clavada en un lobo pequeño con zonas en las que escaseaba el pelo, que bajó cojeando de la silla del juez para retozar alrededor de Sable, que aceptaba tales gestos con dignidad.

—Soy Elena —dijo Elena, entre fuertes abrazos a Matt.

—¿La que se… supone que está muerta?

Elena dedicó un momento a abrazar a Gwen.

—¿Parezco muerta?

—No… no sé. No. Pero…

—Pero tengo una bonita lápida en el cementerio de Fell's Church —le aseguró Elena; luego, de improviso, con un cambio en el semblante preguntó—: ¿Te ha contado Caroline eso?

—Se lo ha contado a toda la sala. En especial a los periodistas.

Stefan miró a Matt y sonrió irónicamente.

—Puede que vivas para poder vengarte de Caroline.

—Ya no quiero venganza. Sólo quiero ir a casa. Quiero decir… —Miró a la señora Flowers con consternación.

—Si puedes pensar en mi casa como «tu hogar» mientras tu querida madre está fuera, eso me hace muy feliz —dijo la señora Flowers.

—Gracias —respondió Matt en voz baja—. De verdad que lo digo en serio. Pero Stefan… ¿qué es lo que van a escribir los periodistas?

—Si son listos, no escribirán nada en absoluto.