Meredith por lo general encontraba a sus padres divertidos, tontos y adorables. Eran solemnes respecto a todas las cosas equivocadas como: «Asegúrate, cariño, de que realmente llegas a conocer a Alaric… antes…, antes…». Meredith no sentía la menor duda respecto a Alaric, pero éste era otra de esas personas tontas, adorables y galantes, que daban vueltas a las cosas sin llegar al tema principal.
Esta vez le sorprendió ver que no había ningún grupo de coches alrededor del hogar ancestral. A lo mejor la gente tenía que permanecer en casa para vérselas con sus propios hijos. Cerró el Acura, consciente del valor de lo que le había dado Isobel, y tocó el timbre. Sus padres creían en las cadenas para las puertas.
Janet, el ama de llaves, pareció feliz al verla, pero nerviosa. «Ajá —pensó Meredith—, han descubierto que su obediente hija única ha saqueado el desván. A lo mejor quieren que devuelva el bastón. A lo mejor debería haberlo dejado en la casa de huéspedes.»
Pero sólo advirtió que las cosas eran realmente serias cuando entró en la sala de estar y vio la enorme chaise longue de lujo, el trono de su padre, vacía. Su padre estaba sentado en el sofá, abrazando a su madre, que sollozaba.
Ella había entrado con el bastón, y cuando su madre lo vio, volvió a echarse a llorar desconsoladamente.
—Escuchad —dijo Meredith—, esto no tiene que ser tan trágico. Tengo una idea bastante buena de lo sucedido. Si queréis contarme cómo la abuela y yo resultamos heridas realmente, es cosa vuestra. Pero si fui… contaminada de algún modo…
Calló. Apenas podía creerlo. Su padre alargaba un brazo hacia ella, como si el estado más bien pestilente de sus ropas no importara. Fue hacia él despacio, sintiéndose alarmada, y dejó que la abrazara a pesar de que iba vestido con un traje de Armani. Su madre sostenía un vaso en el que quedaban unos cuantos sorbos de lo que parecía una bebida de cola frente a ella, pero Meredith habría apostado a que no todo era cola.
—Esperábamos que éste fuera un lugar pacífico —peroró su padre.
Cada frase que pronunciaba era una alocución, pero uno acababa acostumbrándose a ello.
—Jamás imaginamos…
Y entonces calló. Meredith estaba atónita. Su padre no se paraba en mitad de una alocución. No hacía pausas. Y desde luego no lloraba.
—¡Papá! ¡Papaíto! ¿Qué sucede? ¿Han venido niños por aquí, niños enloquecidos? ¿Han hecho daño a alguien?
—Tenemos que contarte toda la historia de lo que sucedió hace mucho tiempo —dijo su padre, y habló con tal desesperanza que no pareció en nada una alocución—. Cuando todos… fuisteis atacados.
—Por el vampiro. O por el abuelo. ¿O lo sabéis?
Una larga pausa. Entonces su madre apuró el contenido del vaso y llamó:
—Janet, otro, por favor.
—Vamos, Gabriella… —dijo su padre, reprendiéndola.
—Nando… No puedo soportar esto. Pensar que mi hija inocente…
Meredith tomó la palabra entonces.
—Mirad, creo que puedo haceros esto más fácil. Ya sé… bueno, en primer lugar, que tenía un hermano gemelo.
Sus padres se mostraron horrorizados. Se abrazaron con fuerza, respirando entrecortadamente.
—¿Quién te lo ha contado? —exigió su padre—. En aquella casa de huéspedes, ¿quién podría saber…?
Había llegado el momento de tranquilizarse.
—No, no, papá, yo lo descubrí… Bueno, el abuelo habló conmigo.
Eso tenía su parte de verdad. Lo había hecho. Sólo que no sobre su hermano.
—En cualquier caso, así fue como conseguí el bastón. Pero el vampiro que nos hizo daño está muerto. Era un asesino en serie, el que mató a Vickie y a Sue. Se llamaba Klaus.
—¿Crees que había sólo un vampiro? —soltó su madre.
Pronunció la palabra con acento sureño, lo que a Meredith siempre le resultaba más aterrador.
El universo pareció empezar a moverse despacio alrededor de Meredith.
—Es simplemente una suposición —dijo su padre—. En realidad no tenemos constancia de que hubiera más que aquel tan poderoso.
—Pero conocéis la existencia de Klaus… ¿Cómo?
—Lo vimos. Poseía un gran poder. Mató a los guardas de seguridad de la entrada asestándole un golpe a cada uno. Nos mudamos a una población nueva. Esperábamos que jamás tuvieras que saber que tenías un hermano. —Su padre se pasó las manos por los ojos—. Tu abuelo nos habló, justo después del ataque. Pero al día siguiente… nada. No podía hablar en absoluto.
La madre de Meredith hundió el rostro en las manos, y sólo lo alzó para reclamar su bebida:
—¡Janet! ¡Otro, por favor!
—En seguida, señora.
Meredith alzó la vista hacia los ojos azules del ama de llaves en busca de la solución al misterio y no halló nada: compasión, pero no ayuda. Janet se marchó con el vaso vacío, echándose hacia atrás la rubia trenza francesa.
Meredith volvió a girar la cabeza hacia sus padres, que tenían aquellos ojos y pelo tan oscuros, aquella tez de un tono tan aceitunado. Volvían a estar acurrucados uno en brazos del otro, con los ojos fijos en ella.
—Mamá, papá, sé que esto es realmente duro. Pero voy tras la clase de personas que hicieron daño al abuelo, y a la abuela, y a mi hermano. Es peligroso, pero tengo que hacerlo. —Adoptó una postura de taekwondo—. Quiero decir que vosotros hicisteis que recibiera adiestramiento.
—Pero ¿contra tu propia familia? ¿Podrías hacer eso? —lloró su madre.
Meredith se sentó. Había llegado al final de los recuerdos que Stefan y ella habían encontrado.
—Así que Klaus no lo mató como hizo con la abuela. Se llevó a mi hermano con él.
—Cristian —gimió su madre—. No era más que un bebé. ¡Tres años! Fue cuando os encontramos a los dos…, y la sangre…, ¡oh, la sangre!…
Su padre se levantó, pero no para seguir hablando, sino para posar la mano en el hombro de Meredith.
—Pensamos que sería más fácil no contártelo… que no tendrías recuerdos de lo que sucedía cuando entramos. Y no los tienes, ¿verdad?
Los ojos de Meredith empezaban a llenarse de lágrimas. Miró a su madre, intentando decirle en silencio que era incapaz de comprender aquello.
—¿Estaba bebiendo mi sangre? —adivinó—. ¿Klaus?
—¡No! —exclamó su padre mientras su madre musitaba oraciones.
—Bebía la de Cristian, entonces. —Meredith estaba arrodillada en el suelo ahora, intentando posar la mirada en el rostro de su madre.
—¡No! —volvió a gritar su padre, y se le hizo un nudo en la garganta.
—¡La sangre! —jadeó su madre, cubriéndose los ojos—. ¡La sangre!
—Querida… —sollozó el padre de Meredith, y fue hacia su esposa.
—¡Papá! —Meredith fue tras él y le zarandeó el brazo—. ¡Has excluido todas las posibilidades! ¡No comprendo! ¿Quién bebía sangre?
—¡Tú! ¡Eras tú! —casi aulló su madre—. ¡De tu propio hermano! ¡Oh, nos aterró!
—¡Gabriella! —gimió su padre.
La madre de Meredith se sumió en llanto.
A Meredith la cabeza le daba vueltas.
—¡No soy una vampira! ¡Cazo vampiros y los mato!
—El dijo —musitó su padre con voz ronca—: «Simplemente ocupaos de que obtenga una cucharada a la semana. Si queréis que viva, claro. Probad con un budín de morcilla». Reía.
Meredith no necesitó preguntar si habían obedecido. En su casa, comían morcilla o budín de morcilla al menos una vez por semana. Había crecido con ello. No era nada especial.
—¿Por qué? —musitó con voz ronca ahora—. ¿Por qué no me mató?
—¡No lo sé! ¡Seguimos sin saberlo! Aquel hombre con la parte frontal de la camisa chorreando sangre…, tu sangre, la sangre de tu hermano, ¡no lo sabíamos! Y luego en el último momento intentó agarraros a los dos pero tú le mordiste la mano hasta el hueso —contó su padre.
—Rió… ¡rió!… con tus dientes firmemente cerrados sobre él y con tus manitas empujándolo lejos, y dijo: «Os dejaré a ésta, entonces, y podéis preocuparos por en qué se convertirá. Al chico me lo llevo». Y entonces de improviso parecí salir de un hechizo, porque volvía a alargar la mano hacia ti, listo para pelear con él por vosotros dos. ¡Pero no pude! Una vez que te tuve a ti, no pude moverme ni un centímetro más. Y abandonó la casa riendo todavía…, y se llevó a tu hermano Cristian con él.
Meredith reflexionó. No era de extrañar que no quisieran llevar a cabo ninguna clase de celebración en el aniversario de aquel día. Su abuela muerta, su abuelo volviéndose loco, su hermano perdido, y ella misma…, ¿qué? No era de extrañar que celebraran su cumpleaños una semana antes.
Intentó mantener la calma. El mundo caía a pedazos a su alrededor, pero tenía que mantener la calma. Mantener la calma la había mantenido viva toda su vida. Sin siquiera tener que contar, respiraba profundamente, inspiraba por los orificios nasales y expulsaba el aire por la boca. Respiraciones purificadoras muy, muy profundas. Haciendo que una paz tranquilizadora le recorriera el cuerpo. Únicamente una parte de ella oía a su madre.
—Fuimos a casa pronto aquella noche porque yo tenía dolor de cabeza…
—Chisst, querida… —empezó a decir su padre.
—Llegamos a casa pronto —dijo su madre en tono plañidero—. Oh, virgen bendecida, ¿qué habríamos encontrado de haber llegado tarde? ¡Te habríamos perdido también a ti! ¡Mi bebé! ¡Mi bebé con sangre en su boca…!
—Pero llegamos a casa lo bastante pronto para salvarla —dijo el padre de Meredith con voz ronca, como si tratara de despertar a su madre de un hechizo.
—¡Ah, gracias, princesa divina, virgen pura e impoluta…!
La madre de Meredith no parecía capaz de dejar de llorar.
—Papi —repuso Meredith en tono apremiante, sufriendo por su madre pero necesitando información desesperadamente—. ¿Lo habéis vuelto a ver alguna vez? ¿O habéis sabido de él? ¿De mi hermano, de Cristian?
—Sí —dijo su padre—. Oh, sí, hemos visto algo.
—¡Nando, no! —exclamó la madre de Meredith con un grito ahogado.
—Tiene que averiguar la verdad alguna vez —respondió su padre, y revolvió entre algunos archivadores de cartón que había sobre el escritorio—. ¡Mira! —dijo a Meredith—. ¡Mira esto!
Meredith se lo quedó mirando llena de incredulidad.
En la Dimensión Oscura, Bonnie cerró los ojos. Soplaba mucho viento en la parte superior de la ventana de un edificio alto. Eso fue en todo en lo que su mente pudo pensar cuando salió por la ventana y luego volvió a entrar y el ogro reía y la voz terrible de Shinichi decía:
—¿Realmente creías que te dejaríamos marchar sin interrogarte a fondo?
Bonnie oyó las palabras sin que tuvieran sentido para ella, y luego de improviso lo tuvieron. Sus captores iban a hacerle daño. Iban a torturarla. Iban a quitarle la valentía.
Le pareció que le chillaba algo, pero todo lo que supo, no obstante, fue que hubo una suave explosión de calor tras ella, y entonces —increíblemente—, vestido con una capa e insignias que le daban el aspecto de alguna clase de príncipe militar, ahí estaba Damon.
«Damon.»
Llegaba tan tarde que hacía tiempo que ella había perdido toda esperanza de que acudiera. Pero allí estaba dedicando una centelleante sonrisa vista y no vista a Shinichi, que lo miraba atónito como si se hubiera quedado mudo.
Damon decía:
—Me temo que la señorita McCullough tiene otro compromiso en este momento. Pero yo regresaré para patearte el culo… inmediatamente. Moveos de esta habitación y os mataré a todos, poco a poco. Gracias por vuestro tiempo y consideración.
Y antes de que nadie pudiera recuperarse siquiera de la primera impresión provocada por su llegada, Bonnie y él despegaban abriéndose paso a través de las ventanas. Marchó, no saliendo del edificio hacia atrás como si retrocediera, sino directamente al frente, con una mano por delante de él, envolviéndolos a ambos en un haz negro pero etéreo de Poder. Hicieron añicos el espejo espía de la habitación de Bonnie y casi habían cruzado a la habitación siguiente antes de que la mente de Bonnie colocara la primera etiqueta de «vacía». A continuación se abrían paso con gran estrépito a través de una ventana con un sofisticado sistema de vídeo, construida para que la gente pensara que tenían una vista al exterior, y volaban sobre alguien tumbado en una cama. Luego… simplemente hubo una serie de violentos choques, por lo que se refería a Bonnie, que apenas consiguió vislumbrar qué sucedía en cada habitación. Por fin…
Ya no hubo más ventanas que hacer añicos, lo que dejó a Bonnie aferrada a Damon como si fuera un koala —no era tonta— y además estaban muy, pero que muy arriba en el aire. Y movilizándose frente a ellos, y a los lados, y hasta donde Bonnie podía ver, había mujeres que volaban a su vez, pero en pequeñas máquinas que parecían una combinación de motocicleta y moto acuática. Sin ruedas, por supuesto. Las máquinas eran totalmente doradas, que era también el color del pelo de cada conductora.
De modo que la primera palabra que Bonnie jadeó a su rescatador, después de que éste hubiera abierto un túnel a través de la casa de la propietaria de las esclavas para salvarla, fue: «¿Guardianas?».
—Indispensable, teniendo en cuenta el hecho de que no tenía la menor idea de adónde podrían haberte llevado los malos y sospechaba que podría existir un tiempo límite. De hecho, éste era el último de los vendedores de esclavos que teníamos que comprobar. Finalmente… hemos estado de suerte.
Para ser alguien que había estado de suerte, sonó un poco raro. Casi… con la voz entrecortada.
Bonnie tenía las mejillas mojadas, pero el aire hacía desaparecer la humedad a tal velocidad que ella no tenía que molestarse en secarlas. Damon la sujetaba de tal modo que ella no podía verle el rostro, y la sujetaba muy, muy fuerte.
Realmente era Damon. Había hecho intervenir a la caballería y, a pesar del colapso mental que existía en toda la ciudad, la había encontrado.
—Te han hecho daño, ¿verdad, pajarito de cresta roja? He visto tu rostro —dijo Damon en su nueva voz conmovida.
Bonnie no supo qué decir. Pero de repente no le importó lo fuerte que él la oprimía; incluso descubrió que ella apretaba a su vez.
De improviso, con un gran sobresalto por su parte, Damon la desasió de él, la izó y la besó en los labios con gran delicadeza.
—¡Pajarito de cresta roja! Ahora me iré, y haré que paguen por lo que te han hecho.
Bonnie se oyó decir:
—No, no lo hagas.
—¿No? —repitió él, perplejo.
—No —dijo Bonnie.
Necesitaba a Damon con ella. No le importaba lo que le sucediera a Shinichi. Había una dulzura desplegándose en su interior, pero también había un zumbido en su cabeza. Era una auténtica lástima, pero en unos instantes estaría inconsciente.
Entretanto, tenía tres ideas en la cabeza y todas ellas muy claras. Lo que temía era que estuviesen menos claras más tarde, después de que se hubiese desmayado.
—¿Tienes una bola estrella?
—Tengo veintiocho bolas estrella —respondió Damon, y la miró burlonamente.
No era eso a lo que Bonnie se refería en absoluto; se refería a una en la que grabar.
—¿Puedes recordar tres cosas? —preguntó a Damon.
—Apostaría a que sí. —Esta vez Damon la besó con suavidad en la frente.
—Primero, has estropeado mi valerosa muerte.
—Siempre podemos regresar y lo vuelves a intentar. —La voz de Damon estaba menos entrecortada; era más la suya.
—Segundo, me dejaste en esa horrible posada durante una semana…
Como si pudiera ver dentro de él, vio que aquello le hería igual que si fuese una especie de espada de madera. La sujetaba con tal fuerza que ella realmente no podía respirar.
—No… no era mi intención hacerlo. En realidad fueron sólo cuatro días, pero nunca debería haberlo hecho —dijo él.
—Tercero —la voz de Bonnie descendió hasta ser un susurro—, no creo que se robara ninguna bola estrella. Lo que jamás existió no puede ser robado, ¿no es cierto?
Lo miró. Damon le devolvía la mirada de un modo que normalmente la habría emocionado. Era obvio que estaba ostensiblemente afligido. Pero Bonnie apenas era capaz de mantenerse consciente en aquellos momentos.
—Y… cuarto… —La explicación le llegó lentamente.
—¿Cuarto? Habías dicho que eran tres cosas. —Damon sonrió, sólo un poquitín.
—Tengo que decir esto… —Dejó caer la cabeza sobre el hombro de Damon, reunió toda su energía, y se concentró.
Damon aflojó la sujeción un poco y dijo:
—Puedo oír un leve murmullo en mi cabeza. Simplemente dimelo de un modo normal. Estamos muy lejos de cualquiera.
Bonnie insistió; encogió el diminuto cuerpo y luego, de un modo fulminante, lanzó un pensamiento. Pudo darse cuenta de que Damon lo captaba.
«Cuarto, conozco el camino para llegar a los siete legendarios tesoros kitsune —proyectó Bonnie—. Eso incluye la bola estrella más grande que se haya hecho nunca. Pero si la queremos, tenemos que llegar hasta ella… deprisa.»
Luego, sintiendo que ya había contribuido suficiente a la conversación, se desmayó.