18

Después del desayuno, Matt se conectó a Internet y localizó dos tiendas, ninguna de las cuales estaba en Fell's Church, que tenían la cantidad de arcilla que la señora Flowers les había dicho que necesitaría y que dijeron que le entregarían. Pero después de eso quedó la cuestión de marcharse de la casa de huéspedes con el coche y pasar por los últimos restos solitarios de lo que había sido el Bosque Viejo. Pasó con el coche por delante de la pequeña espesura a la que Shinichi acudía a menudo igual que un diabólico flautista de Hamelín con los niños poseídos arrastrando los pies tras él; el lugar donde el sheriff Mossberg había ido tras ellos y del que no había salido. Allí de donde, algo más tarde, protegidos por las salvaguardas mágicas de los pósits, Tyrone Alpert y él habían sacado un fémur pelado y masticado.

Mientras conducía, calculó que el único modo de dejar atrás la espesura era conseguir acelerar gradualmente el viejo trasto resollante que era su coche, y lo cierto era que iba a más de noventa cuando pasó volando junto a la espesura, consiguiendo incluso salvar la curva a la perfección. No le cayó ningún árbol encima, ni ningún enjambre de bichos de un palmo de longitud.

Musitó «¡Uf!» en señal de alivio y se encaminó a casa. Le aterraba eso; pero el simple hecho de conducir por Fell's Church fue tan horrible que le pegó la lengua al paladar. Aquella bonita e inocente ciudad en la que había crecido parecía uno de aquellos vecindarios que uno veía en la televisión o en Internet, que habían sido bombardeados, o algo parecido. Y tanto si eran bombas o fuegos catastróficos, una casa de cada cuatro no era más que escombros. Unas pocas de ellas estaban medio reducidas a escombros, con cintas policiales rodeándolas, lo que significaba que lo que fuera que hubiera ocurrido había sucedido lo bastante pronto para que a la policía le importase… o tuviera el valor de hacerlo. Alrededor de los trozos quemados florecía la vegetación de un modo extraño: un arbusto ornamental de una casa había crecido hasta cubrir la mitad del césped del vecino. Enredaderas descendían de un árbol a otro, y a otro, como si se tratara de una antigua jungla.

Su casa estaba justo en el centro de una gran manzana de casas llenas de críos; y en verano, cuando los nietos acudían inevitablemente de visita, aún había más niños. Matt sólo esperó que aquella parte de las vacaciones de verano hubiese finalizado… pero ¿permitirían Shinichi y Misao que los pequeños volviesen a sus casas? Matt no tenía ni idea. Pero ¿y si se iban a casa y seguían propagando la enfermedad en sus propias ciudades? ¿Dónde finalizaría aquello?

No obstante, mientras conducía a lo largo de su manzana, Matt no vio nada espantoso. Había niños jugando en los céspedes de delante de las casas, o en las aceras, acuclillados sobre canicas, trepando por los árboles. No había una sola cosa ostensible que pudiera señalar como extraña.

Seguía sintiendo inquietud. Pero ya había llegado a su casa, la que tenía el espléndido roble viejo dando sombra al porche, así que tenía que salir. Condujo despacio hasta parar justo debajo del árbol y aparcó junto a la acera. Agarró una enorme bolsa de ropa sucia del asiento trasero. Había ido acumulando ropa sucia durante un par de semanas en la casa de huéspedes y no le había parecido justo pedirle a la señora Flowers que la lavara.

Al salir del coche, sacando la bolsa con él, tuvo el tiempo justo de oír cómo el canto de los pájaros cesaba.

Durante un momento después de ello, se preguntó qué era lo que iba mal. Sabía que faltaba algo, interrumpido de golpe; algo que hacía que la atmósfera fuera más pesada. Incluso pareció cambiar el olor de la hierba.

Entonces lo comprendió. Todos los pájaros, incluso los escandalosos cuervos que vivían en los robles, habían callado.

Todos de golpe.

Sintió que se le retorcía el estómago mientras miraba a lo alto y en derredor. Había dos niños en el roble al lado mismo de su coche. Su mente seguía tozudamente intentando aferrarse a «Niños. Jugando. De acuerdo». Su cuerpo fue más listo. La mano estaba ya en el bolsillo, sacando un bloc de pósits: los finos trozos de papel que por lo general frenaban en seco la magia maligna.

Esperó que Meredith recordara pedir más amuletos a la madre de Isobel. Se estaba quedando sin, y…

… y había dos críos jugando en el viejo roble. Salvo que no estaban jugando. Lo miraban fijamente. Un chico estaba colgado con la cabeza debajo de las rodillas y el otro engullía algo… de una bolsa de basura.

El niño colgado lo miraba de hito en hito con ojos extrañamente agudos.

—¿Te has preguntado alguna vez cómo es estar muerto? —preguntó.

Y en aquel momento la cabeza del niño que mascaba se alzó, con una espesa mancha de un rojo brillante alrededor de la boca. Rojo brillante…

… sangre. Y… lo que fuera que estaba en la bolsa de basura se movía. Daba patadas. Se retorcía débilmente. Intentaba escapar.

Una oleada de náusea recorrió a Matt. Notó una sensación ácida en la garganta. Iba a vomitar. El niño que mascaba lo miraba con fijeza con unos ojos glaciales negros como un pozo. El niño colgado del árbol sonreía.

Entonces, como agitados por una ardiente ráfaga de viento, Matt sintió que se le erizaban los pelos del cogote. No eran tan sólo las aves las que habían callado. Todo guardaba silencio. No se oía la voz de ningún niño discutiendo, cantando o hablando.

Giró en redondo y vio el motivo. Lo estaban mirando fijamente. Cada niño de la manzana estaba observándolo en silencio. Entonces, con una precisión escalofriante, mientras se volvía de nuevo para mirar al niño del árbol, todos los demás fueron hacia él.

Salvo que no andaban.

Reptaban. Como lagartos. Era por eso que le había parecido que algunos estaban jugando con canicas en la acera. Todos se movían del mismo modo, con los vientres muy cerca del suelo, los codos alzados, las manos como zarpas delanteras, las rodillas abiertas hacia fuera a los lados.

Ahora sí que sentía el sabor de bilis en la boca. Miró en la otra dirección calle abajo y descubrió a otro grupo que reptaba. Sonriendo con muecas antinaturales. Era como si alguien les tirara de las mejillas desde atrás, tirara con fuerza, de modo que las muecas casi les partían los rostros por la mitad.

Matt reparó en algo más. De repente habían parado, y mientras él los miraba fijamente, permanecían inmóviles. Perfectamente inmóviles, devolviéndole la mirada. Pero en cuanto apartaba la mirada, veía a las figuras reptando con el rabillo del ojo.

No tenía suficientes pósits para todos ellos.

«No puedes huir de esto.» Sonó como una voz externa dentro de su cabeza. Telepatía. Pero a lo mejor era debido a que la cabeza de Matt se había convertido en una turbulenta nube roja que flotaba hacia arriba.

Por suerte, su cuerpo la oyó y de repente estaba subido a la parte posterior de su coche, y había agarrado al niño colgado del árbol. Por un momento sintió un impulso irrefrenable de soltar al muchacho. El niño todavía lo miraba de hito en hito pero con ojos inquietantes y extraños que tenía medio en blanco. En lugar de dejarlo caer, Matt le pegó de un manotazo un pósit en la frente, balanceándolo al mismo tiempo para sentarlo en la parte posterior del coche.

Hubo una pausa y luego llanto. El muchacho debía de tener unos catorce años al menos, pero unos treinta segundos después de que le pegaran de un manotazo el Veto A La Maldad (de tamaño bolsillo) estaba sollozando con auténticos sollozos de niño.

Como uno solo, los niños que reptaban soltaron un siseo. Fue como una locomotora de vapor gigante. Shhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh.

Empezaron a inhalar y a exhalar muy deprisa, como preparándose para pasar a un nuevo estado. El movimiento reptante aminoró y se convirtió en un gateo lento. Pero respiraban tan fuerte que Matt podía ver cómo los costados se les hinchaban y deshinchaban.

Cuando Matt giró para mirar a un grupo de ellos, éstos pararon en seco, a excepción de la anormal respiración. Pero pudo percibir cómo los que tenía detrás se acercaban más.

En aquellos momentos, el corazón le retumbaba ya atronadoramente en los oídos. Podía pelear con un grupo de ellos…, pero no con los que estuvieran a su espalda. Algunos no parecían tener más de diez u once años. Algunos parecían casi de su edad. Algunos eran niñas, por el amor de Dios. Matt recordaba lo que habían hecho unas chicas poseídas la última vez que se las había encontrado y sintió una violenta repugnancia.

Pero sabía que contemplar al niño que mascaba iba a ponerle aún más enfermo. Podía oír cómo se relamía y masticaba…, y podía oír un quedo silbido de dolor impotente y un forcejeo débil en la bolsa.

Giró rápidamente otra vez, para repeler al otro bando de criaturas reptantes, y luego se obligó a alzar los ojos. Con un sordo crujido, la bolsa de basura cayó cuando él la agarró, pero el niño mantuvo sujeto lo que había dentro…

«¡Oh, Dios mío! ¡Se está comiendo un bebé! ¡Un bebé! Un…»

Arrancó al niño del árbol y su mano estampó automáticamente un pósit sobre la espalda del muchacho. Y entonces… entonces, gracias a Dios, vio el pelaje. No era un bebé. Era demasiado pequeño para ser un bebé, aunque fuera un recién nacido. Pero estaba comido.

El niño alzó el rostro cubierto de sangre hacia el de Matt, y Matt vio que era Cole Reece, que sólo tenía trece años y vivía justo al lado. Matt ni siquiera lo había reconocido antes.

Cole tenía la boca abierta de par en par en una expresión horrorizada, y sus ojos estaban desorbitados por el terror y la aflicción, y lágrimas y mocos le corrían por el rostro.

—Me hizo comer a Toby —empezó a decir en un susurro que acabó siendo un alarido—. ¡Me hizo comer mi cobaya! Me hizo… ¿por qué, por qué, por qué me hizo hacer eso? ¡ME HE COMIDO A TOBY! Vomitó sobre los zapatos de Matt. Un vómito rojo como la sangre.

«Una muerte piadosa para el animal. deprisa», pensó Matt. Pero era la cosa más difícil que había intentado hacer nunca. ¿Cómo hacerlo…? ¿Un fuerte pisotón en la cabeza del animal? No podía. Tenía que probar otra cosa primero.

Despegó un pósit y lo colocó, intentando no mirar, sobre el pelaje. E inmediatamente todo terminó. La cobaya se quedó flácida. El hechizo había deshecho lo que fuera que lo había mantenido vivo hasta el momento.

Había sangre y vómito en las manos de Matt, pero se obligó a girar y mirar a Cole. Cole tenía los ojos cerrados con fuerza y emitía pequeños sonidos entrecortados.

Matt tuvo una idea repentina.

—¡¿Queréis uno?! —gritó, alargando el bloc de pósits como si fuera el revólver que había dejado con la señora Flowers; volvió a girar en redondo, gritando—: ¡¿Queréis uno?! ¡¿Qué tal tú?! ¡¿Tú, Josh?! —Reconocía rostros ya—. ¡¿Tú, Madison?! ¡¿Qué tal tú, Bryn?! ¡Ponéoslo! ¡Ponéoslo todos vosotros! PONÉOSLO…

Algo le tocó el hombro. Giró como una exhalación, con el pósit listo. Entonces frenó en seco y el alivio borboteó en él como un sorbo de agua con gas. Miraba directamente al rostro de la doctora Alpert, la doctora rural de Fell's Church. Había aparcado su coche junto al de Matt, en mitad de la calle. Tras ella, protegiéndole la espalda, estaba Tyrone, que iba a ser el siguiente quarterback del Robert E. Lee. Su hermana, una futura estudiante de segundo año de universidad, intentaba salir también del vehículo, pero se detuvo cuando Tyrone la vio.

—¡Jayneela! —rugió éste en una voz que únicamente el Tyreminator podía producir—. ¡Regresa adentro y ponte el cinturóni ¡Ya sabes lo que decía mamá! ¡Hazlo ahora!

Matt descubrió que aferraba las manos color chocolate de la doctora Alpert. Sabía que era una buena mujer y una buena cuidadora, que había adoptado a los hijos de corta edad de su hija cuando la divorciada madre había muerto de cáncer. A lo mejor lo ayudaría también a él. Empezó a farfullar:

—¡Oh, cielos, tengo que sacar a mi madre! Mi madre vive aquí sola. Y yo tengo que llevarla lejos de aquí. —Sabía que estaba sudando, y esperó no estar llorando.

—De acuerdo, Matt —dijo la doctora con su voz ronca—. Voy a sacar de aquí a mi propia familia esta misma tarde. Vamos a quedarnos con unos parientes en Virginia Occidental. Puede venir con nosotros.

No podía ser tan fácil. Matt sabía que tenía lágrimas en los ojos ahora, pero se negó a pestañear y a permitir que descendieran.

—No sé qué decir… pero si usted quisiera… usted es una adulta, ya sabe. Ella no me escuchará a mí. Pero a usted sí. Toda esta manzana está infectada. Este chico, Cole…

No pudo seguir adelante. Pero la doctora Alpert lo vio todo en un abrir y cerrar de ojos: el animal, el muchacho con sangre en los dientes y la boca, todavía con arcadas.

La doctora Alpert mantuvo la calma. Se limitó a hacer que Jayneela le arrojase un paquete de toallitas húmedas desde el coche y sujetó al convulsionado muchacho con una mano, mientras le limpiaba el rostro con energía.

—Vete a casa —le dijo con severidad—. Tienes que dejar que los que están infectados se vayan —dijo a continuación a Matt, con una expresión terrible en los ojos—. Cruel como parece, únicamente se lo transmiten a los pocos que siguen estando bien. —Matt empezó a hablarle sobre la efectividad de los amuletos de los pósits, pero ella gritaba ya—: ¡Tyrone! Ven aquí y vosotros, chicos, enterrad a este pobre animal. Luego quiero que estés preparado para trasladar las cosas de la señora Honeycutt a la furgoneta. Jayneela, tú haz lo que diga tu hermano. Voy a entrar para tener una pequeña charla con la señora Honeycutt ahora mismo.

No alzó demasiado la voz. No necesitaba hacerlo. El Tyreminator obedecía ya, retrocediendo hasta donde estaba Matt, mientras observaba a los últimos de los niños reptantes a los que el estallido de Matt había desperdigado.

«Es rápido —advirtió Matt—. Más rápido que yo. Es como un juego. Mientras los observes no pueden moverse.»

Se turnaron en la tarea de vigilar y manejar la pala. La tierra allí era dura como una roca y atestada de malas hierbas. Pero de algún modo consiguieron cavar un agujero y el trabajo los ayudó mentalmente. Enterraron a Toby, y Matt deambuló por la zona como un monstruo que arrastrase los pies, intentando eliminar el vómito de los zapatos en la hierba.

De repente sonó junto a ellos el ruido de una puerta abriéndose de golpe y Matt corrió, corrió hacia su madre, que intentaba alzar penosamente una maleta enorme, demasiado pesada para ella, para pasarla por la puerta.

Matt se la cogió y se sintió rodeado por su abrazo incluso a pesar de que ella tenía que ponerse de puntillas para hacerlo.

—Matt, no puedo dejarte…

—El será uno de los que sacará a la ciudad de este lío —dijo la doctora Alpert, para convencerla—. Él hará limpieza. Pero nosotras tenemos que marcharnos para no ser una carga para él. Matt, sólo para que lo sepas, oí que los McCullogh también se van. El señor y la señora Sulez no parece que se vayan a marchar todavía, y tampoco los Gilbert-Maxwell. —Pronunció las dos últimas palabras con un claro énfasis.

Los Gilbert-Maxwell eran la tía de Elena, Judith, su esposo, Robert Maxwell, y la hermana pequeña de Elena, Margaret. No existía un motivo real para mencionarlos. Pero Matt sabía por qué lo había hecho la doctora Alpert. Ella recordaba haber visto a Elena cuando había empezado todo aquel lío. A pesar de la purificación que Elena había hecho de los bosques donde había estado la doctora Alpert, la doctora lo recordaba.

—Se lo diré… a Meredith —dijo Matt, y mirándola a los ojos, asintió ligeramente, como para decir, «también se lo diré a Elena».

—¿Algo más que llevar? —preguntó Tyrone.

El muchacho iba cargado con una jaula con un canario, con el pequeño pájaro batiendo frenéticamente las alas dentro, y una maleta más pequeña.

—No, pero ¿cómo puedo darles las gracias? —dijo la señora Honeycutt.

—Las gracias más tarde; ahora, todo el mundo adentro —repuso la doctora Alpert—. Nos vamos.

Matt abrazó a su madre y le dio un empujoncito en dirección al coche, que ya se había tragado la jaula del pájaro y la maleta pequeña.

—¡Adiós! —gritaba todo el mundo.

Tyrone sacó la cabeza por la ventanilla para decir:

—¡Llámame cuando sea! ¡Quiero ayudar!

Y a continuación ya no estaban.

Matt apenas podía creer que hubiera terminado; había sucedido tan deprisa. Cruzó corriendo la puerta abierta de su casa y cogió su otro par de zapatillas de deporte, por si acaso la señora Flowers no podía acabar con el olor de las que llevaba puestas.

Cuando salió como una exhalación de la casa otra vez, tuvo que pestañear. En lugar del coche blanco de la doctora Alpert había un coche blanco diferente aparcado junto al suyo. Paseó una mirada por la manzana. No había niños. Ni uno.

Y el canto de los pájaros había regresado.

Había dos hombres en el coche. Uno era blanco y el otro negro, y los dos tenían más o menos la edad para ser padres preocupados. En todo caso le habían cerrado el paso, del modo en que tenían aparcado el coche. No tenía otra elección que ir hacia ellos. En cuanto lo hizo, los dos salieron del coche, observándole como si fuera tan peligroso como un kitsune.

En el mismo instante en que hicieron eso, Matt supo que había cometido un error.

—¿Eres Matthew Jeffrey Honeycutt?

Matt no pudo hacer otra cosa que asentir.

—Di sí o no, por favor.

—Sí.

Matt podía ver el interior del coche blanco ahora. Era un coche de policía camuflado, uno de esos que llevaban las luces dentro, listas para ser fijadas en el exterior si los agentes querían darse a conocer.

—Matthew Jeffrey Honeycutt, quedas arrestado por agresión con lesiones en la persona de Caroline Beula Forbes. Tienes derecho a permanecer en silencio. Si renuncias a este derecho, cualquier cosa que digas puede y será utilizada en tu contra en un tribunal…

—¡¿No han visto a esos chicos?! —empezó a gritar Matt—. ¡Tienen que haber visto a uno o dos de ellos! ¿No ha significado eso nada para ustedes?

—Inclínate al frente y pon las manos en la parte delantera del coche.

—¡Va a destruir toda la ciudad! ¡Ustedes están ayudando a ello!

—¿Comprendes estos derechos…?

—¿Comprenden ustedes lo que está pasando en Fell's Church?

Hubo una pausa esta vez. Y luego, en tonos perfectamente ecuánimes, uno de los dos dijo:

—Nosotros venimos de Ridgemont.