Bonnie despertó despacio, alzándose de algún lugar oscuro. En seguida deseó no haberlo hecho. Estaba en algún lugar al aire libre; únicamente los edificios impedían ver la línea del horizonte donde el sol flotaba permanentemente. A su alrededor había una gran cantidad de otras muchachas, todas más o menos de su misma edad, lo que resultaba desconcertante, para empezar. Si se cogía de la calle una muestra aleatoria de mujeres, habría niñas pequeñas llorando por sus madres, y habría mujeres con edad para ser madres ocupándose de ellas. Podría haber unas cuantas mujeres de más edad. Aquel lugar parecía más bien un…
… oh, cielos, parecía más bien uno de aquellos lugares para almacenar esclavos por los que habían tenido que pasar la última vez que habían estado en la Dimensión Oscura. Aquellos que Elena les había ordenado que no miraran ni les prestaran atención. Pero ahora Bonnie estaba segura de que ella misma estaba en uno, y no había modo de no mirar los rostros callados, los ojos aterrados, las bocas temblorosas que la rodeaban.
Quiso hablar, hallar el modo —tendría que haber un modo, Elena insistiría en ello— de salir. Pero primero reunió todo el Poder a su disposición, lo envolvió en un grito, y sin emitir ningún sonido chilló: «¡Damon! ¡Damon! ¡Ayuda! ¡Realmente te necesito!».
Todo lo que oyó en respuesta fue silencio.
«¡Damon! ¡Soy Bonnie! ¡Estoy en un almacén de esclavos! ¡Socorro!»
De improviso tuvo un presentimiento, y bajó las barreras psíquicas. Se sintió instantáneamente aplastada. Incluso allí, en el límite de la ciudad, el aire estaba invadido de mensajes largos y cortos: gritos de impaciencia, o camaradería, de saludos, de requerimientos. Conversaciones más largas y menos impacientes sobre cosas, instrucciones, burlas, historias. No podía seguirles el ritmo. Se convirtió en una amenazadora oleada de sonido psíquico enroscado igual que una ola a punto de caer sobre su cabeza, de triturarla en un millón de pedazos.
Y entonces, inopinadamente, el tumulto telepático desapareció. Bonnie consiguió concentrar los ojos en una muchacha rubia, un poco mayor que ella y unos diez centímetros más alta.
—Te preguntaba si estás bien —repetía la muchacha, que evidentemente lo llevaba repitiendo desde hacía un rato.
—Sí —respondió Bonnie automáticamente. «¡No!», pensó.
—Tal vez querrías prepararte para moverte. Ha sonado ya el primer silbato para la cena, pero parecías tan fuera de todo, que he aguardado al segundo.
«¿Qué se supone que debo decir?» Gracias parecía lo más seguro.
—Gracias —dijo Bonnie; luego su boca preguntó por su propia cuenta—: ¿Dónde estoy?
La muchacha rubia pareció sorprendida.
—En el depósito para esclavos fugitivos, claro.
Bueno, allí acababa todo.
—Pero yo no he huido —protestó—. Iba a regresar en cuanto consiguiera un confite de ciruela.
—No sé nada sobre eso. Yo sí intentaba huir, pero finalmente me cogieron. —La muchacha estrelló un puño contra una mano abierta—. Sabía que no debería haber confiado en aquel porteador de litera. Me transportó directamente a las autoridades y yo sin ver ni darme cuenta de nada.
—¿Te refieres a que tenías las cortinas de la litera bajadas…? —preguntaba Bonnie, cuando un silbido agudo la interrumpió.
La muchacha rubia la cogió del brazo y empezó a arrastrarla lejos de la valla.
—Ese es el silbato del segundo servicio para la cena; no debemos perdérnoslo, porque después nos encierran para pasar la noche. Soy Eren. ¿Quién eres tú?
—Bonnie.
Eren lanzó un resoplido y sonrió burlona.
—Por mí está bien.
Bonnie se dejó conducir por una escalera sucia que subía a una cafetería sucia. La muchacha rubia, que parecía considerarse la protectora de Bonnie, le entregó una bandeja, y la empujó para que siguiera andando. Bonnie no tuvo ninguna elección respecto a lo que tenía que comer, ni siquiera para vetar los fideos que se retorcían ligeramente, pero sí que consiguió hacerse con un panecillo extra al final.
«¡Damon!» Nadie le decía que no enviara un mensaje, así que siguió haciéndolo. Si iban a castigarla, pensó desafiante, la castigarían por intentar salir de allí. «¡Damon, estoy en un almacén de esclavos! ¡Ayúdame!»
La rubia Eren agarró un tenedor-cuchara, así que Bonnie también lo hizo. No había cuchillos. Había servilletas finas, lo que fue un alivio para Bonnie, porque era adónde irían a parar los fideos que se retorcían.
Sin Eren, Bonnie jamás habría hallado un lugar en las mesas, que estaban atestadas de muchachas comiendo.
—Apartaos un poco, apartaos un poco —repitió Eren una y otra vez, hasta que hubo sitio para Bonnie y ella.
La cena puso a prueba el coraje de Bonnie… y también lo fuerte que era capaz de chillar.
—¡¿Por qué haces todo esto por mí?! —gritó al oído de su compañera, cuando una pausa en el ensordecedor parloteo le dio una oportunidad.
—Ah, bueno, al ser tú pelirroja y todo eso… me hizo pensar en el mensaje de Aliana, ya sabes. En la auténtica Bonny. —Lo pronunció de un modo curioso, un poco como si se tragara la «y», pero al menos no era Bonna.
—¡¿Cuál? ¿Qué mensaje, quiero decir?! —chilló Bonnie.
Eren le dirigió una mirada que decía: ¿estás de broma?
—Ayuda cuando puedas, da cobijo cuando tengas sitio, guía cuando sepas adónde ir —dijo en una especie de salmodia impaciente; luego pareció mortificada y añadió—: Y sé paciente con los que son lentos. —Atacó su comida con un aire de haber dicho todo lo que había que decir.
«Oh, cielos», pensó Bonnie. Realmente alguien había cogido la pelota y corrido con ella. Elena jamás había dicho ninguna de aquellas cosas.
Ya, pero… pero a lo mejor las había vivido, se dijo Bonnie, y un hormigueo le recorrió todo el cuerpo. Y a lo mejor alguien la había visto e inventado las palabras. Por ejemplo, aquel tipo con aspecto de demente al que ella había dado su anillo, brazalete o lo que fuera. También había regalado sus pendientes a personas que llevaban carteles. Carteles que decían: POESÍAS A CAMBIO DE COMIDA.
El resto de la cena fue una cuestión de coger comida con el tenedor-cuchara y no mirarla, mascarla una vez, y luego decidir si escupirla en la servilleta que seguía retorciéndose, o intentar engullirla sin probarla.
Después de ello a las muchachas las llevaron al interior de otro edificio, éste lleno de jergones, más pequeños y sin un aspecto tan cómodo como el de Bonnie en la posada. En aquellos momentos estaba horrorizada consigo misma por haber abandonado aquella habitación. Allí había tenido seguridad, había tenido comida que realmente podía comer, y había tenido entretenimiento —incluso los Basura ahora estaban envueltos en un resplandor dorado de reminiscencia— y había tenido la posibilidad de que Damon la encontrara. Allí no tenía nada.
Pero Eren parecía ejercer alguna influencia hipnotizante en las chicas que las rodeaban, o todas eran también seguidoras de Aliana, porque cuando gritó:
—¡¿Dónde hay un jergón?! ¡Tengo una chica nueva en mi dormitorio! ¡¿Creéis que va a dormir directamente en el suelo?!
Finalmente, pasaron un jergón polvoriento de mano en mano al interior del «dormitorio» de Eren: un grupo de jergones todos extendidos con los cabezales juntos en el centro. A cambio, Eren entregó la ondulante servilleta que Bonnie le había dado.
—Hay que compartir las cosas —dijo con firmeza, y Bonnie se preguntó si la muchacha pensaba también que Aliana lo había dicho.
Sonó un agudo silbato.
—¡Diez minutos para que se apaguen las luces! —gritó una voz ronca—. Toda chica que no esté en su jergón en diez minutos será castigada. Mañana sube la sección C.
—¡Muy bien! Estaremos sordas como una tapia antes de que nos vendan —masculló Eren.
—¿Antes de que nos vendan? —repitió Bonnie tontamente, aun cuando había sabido lo que sucedería desde el primer momento en que había reconocido aquello como un almacén para esclavos.
Eren volvió la cabeza y escupió.
—Sí —dijo—. Así que puedes tener una crisis nerviosa más y luego se acabó. Sólo dos por cliente, y cuando llegue mañana puede que desees haberte guardado una.
—No iba a tener una crisis nerviosa —replicó Bonnie, con todo el coraje del que pudo disponer—. Iba a preguntar cómo nos van a vender. ¿Es en uno de esos horribles lugares públicos, donde tienes que permanecer de pie frente a una multitud vestida sólo con unas enaguas?
—Sí, eso es lo que la mayoría de nosotras haremos —dijo en voz baja una joven que había estado llorando en silencio durante la cena y todo el tiempo empleado en organizar los jergones—. Pero las que seleccionen como artículos especiales tendrán que esperar. Les darán un baño y ropas especiales, pero es todo simplemente para que tengamos un aspecto más presentable para los clientes. Así los clientes pueden inspeccionarnos más de cerca. —Se estremeció.
—Estás asustando a la chica nueva, Ratón —la reprendió Eren—. La llamamos Ratón porque siempre está muy asustada —explicó a Bonnie.
Bonnie chilló en silencio: «¡Damon!».
Damon estaba ataviado con su nuevo traje de capitán de la guardia. Era bonito, negro sobre negro, con un ribete de un negro más claro (incluso Damon reconocía la necesidad de contraste). Tenía una capa.
Y volvía a ser un vampiro de pies a cabeza, tan poderoso y prestigioso como incluso él podría haber imaginado. Por un momento sencillamente se deleitó en la sensación de un trabajo bien hecho. Luego flexionó sus músculos de vampiro con más fuerza, instando a Jessalyn, que estaba en el piso de arriba, a un sueño más profundo, mientras él enviaba zarcillos de Poder por toda la Dimensión Oscura, sondeando lo que se cocía en distintos distritos.
Jessalyn… Bueno, ahí existía un dilema. Damon tenía la sensación de que debería dejarle una nota o algo, pero no estaba muy seguro de qué decir.
¿Qué podía decirle? ¿Que se había ido? Ella lo vería por sí misma. ¿Que lo sentía? Bueno, era evidente que no lo lamentaba tanto como para optar por no irse. ¿Que tenía responsabilidades que atender en otra parte?
Un momento. Eso realmente podría funcionar. Podría decirle que necesitaba efectuar unas comprobaciones en el territorio de su alteza y que si permanecía en el castillo dudaba que pudiera llegar a hacer nada. Podría decirle que regresaría… pronto. Lo más pronto posible. Lo más pronto que le fuera posible.
Presionó la lengua contra un canino y percibió la rápida y gratificante sensación de agudeza y longitud. Realmente quería probar aquellos legendarios programas sobre tropas de operaciones encubiertas contra vampiros. Quería cazar, punto. Desde luego, había tanto vino Magia Negra en la casa que cuando detuvo a un sirviente y pidió un poco, el sirviente le trajo una botella de litro y medio. Damon había estado tomando copas de él cada dos por tres, pero lo que de verdad quería era salir de caza. Y no para cazar un esclavo ni, desde luego, un animal. Y no parecía precisamente justo deambular por las calles con la esperanza de que hubiera una noble a la que poder conocer mejor.
Fue en aquel momento cuando recordó a Bonnie.
En cuestión de tres minutos más ya tenía resuelto todo lo que necesitaba hacer, incluida la entrega diaria de docenas de rosas a la princesa en su nombre. Jessalyn le había hecho entrega de una asignación muy liberal, y le había adelantado ya el primer mes.
En cinco minutos volaba ya, aunque eso fuera de muy mala educación en la calle, y doblemente en una zona de mercado.
Al cabo de quince minutos rodeaba con las manos el cuello de la patrona a quien tan bien había pagado para que se asegurara de que aquello que había sucedido jamás sucediera.
A los dieciséis minutos, la patrona le ofrecía, sombría, la vida de su joven y no muy inteligente esclavo como recompensa. Él todavía llevaba puesto su traje de capitán de la guardia. Podía tener al muchacho para matarlo, torturarlo, lo que fuera…, podía recuperar su dinero…
—No quiero a tu mugriento esclavo —gruñó—. ¡Quiero recuperar a la mía! Ella vale…
Aquí se detuvo, intentando calcular cuántas chicas corrientes valía Bonnie. ¿Un centenar? ¿Un millar?
—Ella vale infinitamente más… —empezó a decir, cuando la patrona le sorprendió interrumpiéndolo.
—¿Y por qué tendríais que dejarla en un lugar de mala muerte como éste, entonces? —dijo—. ¡Oh, sí, sé cómo son las habitaciones que alquilo! Si era tan condenadamente valiosa, ¿por qué tuvisteis que dejarla aquí?
«¿Por qué la había dejado en este lugar?» Damon era incapaz de pensar ahora. Había sentido pánico, estaba medio fuera de sí; eso era lo que ser humano le había hecho. Había estado pensando sólo en sí mismo, mientras que la pequeña Bonnie —la frágil Bonnie, su pajarito de cresta roja— había quedado encerrada en aquel lugar inmundo. No quería seguir pensando en ello. Le hacía sentir un fuego abrasador y un frío gélido a la vez.
Exigió que se llevara a cabo un registro de todos los edificios del vecindario. Alguien tenía que haber visto algo.
A Bonnie la habían despertado demasiado pronto y la habían separado de Eren y de Ratón. Inmediatamente sintió el impulso de perder el control y tener una crisis nerviosa sin demora. Tiritaba de pies a cabeza. «¡Damon! ¡Ayúdame!»
En ese momento vio a una muchacha que no parecía capaz de levantarse de su jergón y a una mujer con brazos como los de un hombre que se acercaba con una vara de fresno blanco para castigarla.
Y entonces algo pareció quedar en blanco en la mente de Bonnie. Elena o Meredith hubieran intentado detener a la mujer, o incluso aquella enorme maquinaria en la que estaban atrapadas, pero Bonnie no podía. Lo único que podía hacer era intentar no sufrir una crisis nerviosa. Tenía una canción metida en la cabeza; ni siquiera era una canción que le gustara, pero se la repetía incesantemente una y otra vez mientras las esclavas que la rodeaban eran deshumanizadas, convertidas en cuerpos mecánicos, pero limpios e incapaces de pensar.
La restregaban sin clemencia dos mujeres fornidas cuya vida consistía sin duda en restregar a mugrientas muchachas de la calle hasta obtener una limpia piel rosada… al menos durante una noche. Pero finalmente sus protestas llevaron a las mujeres a contemplarla de verdad —con su piel clara, casi transparente, tan restregada que estaba casi en carne viva— y a concentrarse en su lugar en lavarle el pelo, que dio la impresión que le arrancaban de raíz. Por fin, no obstante, acabaron con ella y le entregaron una toalla adecuada con la que secarse. A continuación, en lo que empezaba a darse cuenta de que era una cadena de montaje gigante, aparecieron mujeres rollizas más amables que la despojaron de la toalla y procedieron a colocarla en un diván y a darle un masaje con aceite. Justo cuando empezaba a sentirse mejor, la obligaron a ponerse en pie a empujones para retirar el aceite, a excepción del que ya le había empapado la piel. Acto seguido aparecieron mujeres que le tomaron medidas, gritando los números mientras lo hacían, y para cuando Bonnie fue a parar al departamento de vestuario, había tres vestidos esperándola sobre una barra. Uno era negro; otro, verde; y el tercero, gris.
«Seguro que me darán el verde debido a mi pelo», pensó Bonnie inexpresivamente. Sin embargo, después de que se hubiera probado los tres, una mujer se llevó el verde y el gris, dejando a Bonnie vestida con un pequeño vestido abullonado de color negro, sin tirantes, con un resplandeciente toque de tejido blanco en el escote.
A continuación llegó un aseo gigantesco, donde le taparon el vestido cuidadosamente con una bata de papel blanco que no hacía más que romperse. Allí la condujeron a una silla donde había un secador y un rudimentario material de maquillaje, que una mujer con una camisa blanca usó para embadurnarle en exceso la cara. Luego le colocaron el secador encima de la cabeza, y Bonnie, con un pañuelo de papel robado, retiró tanto maquillaje como se atrevió. No quería tener buen aspecto, no quería que la vendieran. Cuando terminó tenía los párpados plateados, un toque de colorete, y pintalabios de un aterciopelado rojo rosado que no había modo de quitar.
Después de eso se limitó a permanecer sentada y se peinó los cabellos con los dedos hasta que estuvieron secos, lo que la antigua máquina anunció con un sonido metálico.
El siguiente lugar era un poco parecido al primer día de rebajas en una gran zapatería. Las muchachas más fuertes o más decididas conseguían arrancarles zapatos a sus camaradas más débiles y se los calzaban en un pie, para volver a empezar luego todo el proceso al cabo de un minuto. Bonnie tuvo suerte. Vio un diminuto zapato negro que tenía un lazo tenuemente plateado descendiendo por la rampa y mantuvo la vista puesta en él mientras pasaba de chica en chica hasta que alguien lo dejó caer al suelo, y entonces ella lo recogió a toda velocidad y se lo probó. No sabía qué habría hecho en caso de que no le hubiera ido bien. Pero le iba bien, y pasó al siguiente punto en busca de su pareja. Mientras permanecía sentada, aguardando, otras muchachas probaban perfumes. Bonnie vio dos botellas enteras desaparecer en los corpiños de unas jóvenes y se preguntó si tendrían intención de venderlas o de intentar envenenarse con ellas. También había flores. Bonnie ya estaba mareada por el perfume y había decidido no llevar ninguna, pero una mujer alta rugió por encima de su cabeza y le sujetaron una guirnalda de fresia para enmarcar sus rizos, sin que nadie le pidiera permiso.
El último lugar fue el más difícil de soportar. No tenía ninguna joya y habría llevado sólo un brazalete con el vestido; pero le dieron dos delgados brazaletes de plástico irrompible, cada uno con un número en él; su identidad a partir de aquel momento, le dijeron.
Brazaletes de esclava. La habían lavado, envuelto y colocado el sello, de modo que pudiera ser convenientemente vendida.
«¡Damon!», chilló en silencio, pero algo había muerto en su interior, y ahora sabía que sus llamadas no obtendrían respuesta.
—La cogieron como esclava fugada y la confiscaron —dijo el hombre de la tienda de dulces a Damon en tono impaciente—. Y eso es todo lo que sé.
Damon se quedó con una sensación que no tenía a menudo. Terror escalofriante. Realmente empezaba a creer que en esta ocasión había apurado demasiado el margen de tiempo; que llegaría demasiado tarde para salvar a su pajarito de cresta roja. Que cualquiera de varios supuestos atroces podría tener lugar antes de que consiguiera llegar hasta ella.
No podía soportar visualizarlos con detalle. Que era lo que probablemente sucedería si no la encontraba a tiempo…
Alargó el brazo y sin el menor esfuerzo agarró al hombre de la tienda de dulces por el cuello, alzándolo del suelo.
—Tú y yo vamos a tener una pequeña charla —dijo, dirigiendo toda la fuerza de sus amenazadores ojos oscuros sobre los ojos desorbitados de su presa—. Sobre precisamente cómo resultó confiscada. No forcejees. Si no has hecho daño a la muchacha, no tienes nada que temer. Si lo has hecho…
Tiró del hombre haciéndolo pasar totalmente por encima del mostrador y dijo en voz muy baja:
—Si lo has hecho, entonces, no dudes en forcejear. No servirá de nada al final… ¿Captas a lo que me refiero?
Colocaron a las muchachas en los carruajes más enormes que Bonnie había visto hasta el momento en la Dimensión Oscura, tres chicas delgadas en cada asiento y dos juegos de asientos en cada carruaje. No obstante, recibió un desagradable sobresalto cuando en lugar de ir hacia adelante como un carruaje, todo ello fue alzado directamente por sudorosos esclavos que tiraban de varas. Era una litera gigantesca. Bonnie se arrancó inmediatamente la guirnalda de fresia y enterró la nariz en ella, lo que le permitió además ocultar sus lágrimas.
—¿Tienes alguna idea de cuántos hogares, salas y salones de baile y teatros hay en los que se están vendiendo muchachas esta noche?
La Guardiana de rubios cabellos le dirigió una mirada sardónica.
—Si lo supiera —dijo Damon con una sonrisa fría y de malagüero—, no estaría aquí preguntándotelo.
La Guardiana encogió los hombros.
—Nuestra tarea en realidad sólo es intentar mantener la paz aquí… y ya puedes ver el éxito que tenemos. Somos demasiado pocas; tenemos una demencial carencia de personal. Pero puedo darte una lista de los lugares donde se están vendiendo chicas. Con todo, como te decía, dudo que puedas localizar a tu fugitiva antes de la mañana. Y a propósito, te vigilaremos, debido a tu pequeña consulta. Si tu fugitiva no era una esclava, pasará a ser propiedad imperial; no hay humanos libres aquí. Si lo era, y la liberaste, como informó el panadero del otro lado de la calle…
—Vendedor de dulces.
—Lo que fuera. Entonces él tenía derecho a usar una arma paralizante cuando ella huyó. Es mejor para ella, en realidad, que ser propiedad imperial; tienden a carbonizarse, ya me entiendes. Ese nivel está muy abajo.
—Ya le he dicho que era una esclava, mi esclava…
—Entonces puedes tenerla. Pero existe un cierto castigo obligatorio fijado antes de que puedas recuperarla. Queremos desalentar esta clase de cosa.
Damon la miró con ojos que la hicieron encogerse y desviar la mirada, perdiendo bruscamente su autoridad.
—¿Por qué? —exigió—. Pensaba que afirmabais pertenecer a la otra Corte. Ya sabes. ¿La Celestial?
—Queremos disuadir a las fugitivas porque ha habido muchas desde que una chica llamada Alianna estuvo por aquí —respondió la Guardiana, con su asustado pulso visible en la sien—. Y luego las atrapan y tienen aún más motivos para intentarlo otra vez…, y eso acaba por desgastar a la muchacha.
No había nadie en el Gran Salón cuando sacaron a empujones a Bonnie y a las demás de la litera gigante y las introdujeron en el edificio.
—Este sitio es nuevo, de modo que no está en las listas —dijo Ratón, que apareció inesperadamente a su espalda—. No tanta gente lo conocerá, de modo que no se llenará hasta más tarde, cuando la música suene muy fuerte.
Ratón parecía aferrarse a ella en busca de consuelo. Eso estaba bien, pero Bonnie necesitaba también algo de consuelo. Al cabo de un minuto vio a Eren y, arrastrando a Ratón tras ella, fue directa hacia la rubia muchacha.
Eren estaba de pie con la espalda apoyada en la pared.
—Bueno, podemos quedarnos por ahí de florero —dijo, mientras entraban unos cuantos hombres—, o podemos dar la impresión de que nos lo estamos pasando bomba sin ellos justo aquí por nuestra cuenta. ¿Quién sabe una historia?
—Yo sé una —respondió Bonnie distraídamente, pensando en la bola estrella y sus Quinientos relatos para jovencitos.
Se produjo un clamor al instante.
—¡Cuéntala!
—¡Sí, por favor, cuenta!
Bonnie intentó pensar en los cuentos que había experimentado.
Claro. El que hablaba del tesoro kitsune.