Cuando Madame la Princesa Jessalyn D'Aubigne hubo bebido la sangre de Damon hasta hartarse —y estaba sedienta, para ser un cosita tan frágil—, le tocó el turno a Damon, que se obligó a mantener la paciencia cuando Jessalyn se estremeció y frunció el ceño ante la visión de su cuchillo de tamarindo. Pero Damon coqueteó y bromeó con ella y jugó a perseguirla a un lado y a otro de la enorme cama, y cuando por fin la atrapó, ella apenas notó el aguijonazo del cuchillo en la garganta.
Damon, sin embargo, colocó inmediatamente la boca sobre la sangre rojo oscuro que empezó a manar. Todo lo que había hecho en las últimas horas, desde servirle Magia Negra a Bonnie hasta verter el líquido de la bola estrella en las cuatro esquinas del Portal y abrirse paso a través de las defensas que aquella diminuta joya de castillo, había tenido un único objetivo: aquello, ese momento en que su paladar humano podía saborear el néctar que era la sangre de vampiro.
Y era… ¡celestial!
Era sólo la segunda vez en su vida que la había probado como humano. Katerina —Katherine, como pensaba en ella en inglés— había sido la primera, desde luego. Aunque jamás comprendería cómo había sido capaz de escabullirse después de aquello y acudir, vestida sólo con su corta enagua de muselina, junto al ingenuo e inexperto muchachito que era su hermano.
Su desasosiego empezaba a contagiar a Jessalyn, y eso no debía suceder. Ella tenía que permanecer calmada y serena mientras él tomaba tanta de su sangre como pudiera. No la lastimaría en absoluto, y era de importancia capital para él.
Obligando a su consciencia a apartarse del puro placer elemental de lo que hacía, empezó, con sumo cuidado, con toda delicadeza, a infiltrarse en la mente de la muchacha.
No fue difícil llegar al meollo de la cuestión. Quien fuera que había arrancado a la delicada joven de huesos menudos del mundo de los humanos y la había dotado de una naturaleza de vampiro no le había hecho ningún favor. No era que ella tuviera ninguna objeción moral al vampirismo; se había adaptado a aquella vida con facilidad, y disfrutaba con ella. Habría sido una buena cazadora en plena naturaleza. Pero ¿en aquel castillo? ¿Con aquellos sirvientes? Era como tener a un centenar de camareros estirados y a doscientos sommeliers condescendientes contemplándola con desdén en cuanto abría la boca para dar una orden.
Aquella habitación, por ejemplo. Ella había querido un poco de color en ella —sólo una pincelada de violeta aquí, un poco de malva allí—, por más que, naturalmente, comprendía que el dormitorio de una princesa vampira tenía que ser negro en su mayor parte. Pero cuando había mencionado tímidamente el tema de los colores a una de las doncellas, la muchacha había efectuado un gesto despectivo y contemplado con desaprobación a Jessalyn como si hubiera pedido que instalaran un elefante al lado mismo de la cama. La princesa no había tenido el valor de mencionarle el tema al ama de llaves, pero en el plazo de una semana habían llegado tres cestos llenos de cojines negros y gris oscuro. Ahí estaba su «color». Y en el futuro, ¿sería tan amable su alteza de consultar con el ama de llaves antes de acudir a la servidumbre con respecto a sus caprichos domésticos?
«Realmente dijo eso sobre mis "caprichos" —pensó Jessalyn mientras arqueaba el cuello atrás y pasaba unas uñas afiladas por los cabellos espesos y suaves de Damon—. Y… ¡oh, no funciona! No sirvo. Soy una princesa vampira, y mi aspecto concuerda con el papel, pero no puedo representarlo.»
«Sois una princesa de pies a cabeza, alteza —la consoló Damon—. Simplemente necesitáis a alguien que haga prevalecer vuestras órdenes. Alguien que no tenga la menor duda sobre vuestra superioridad. ¿Son esclavos vuestros sirvientes?»
«No, son todos libres.»
«Bueno, eso lo vuelve un poco más peliagudo, pero siempre les podéis chillar más fuerte.» Damon se sentía repleto de sangre de vampiro. Dos días más de aquello y sería, no su antiguo yo, pero sí al menos se acercaría a ello: un vampiro completo, libre para deambular por la ciudad a su antojo. Y con el Poder y la posición social de un príncipe vampiro. Era casi suficiente para compensar los horrores por los que había pasado durante el último par de días. Al menos, podía intentar convencerse de ello.
—Escuchad —dijo bruscamente, soltando el ligero cuerpo de Jessalyn para poder mirarla mejor a los ojos—, vuestra gloriosa alteza, dejad que os haga un favor antes de que muera de amor o me matéis por insolente. Dejad que os traiga «color»… y luego dejad que os respalde si cualquiera de vuestros lacayos refunfuña al respecto.
Jessalyn no estaba acostumbrada a aquella clase de decisiones repentinas, pero no puedo evitar dejarse llevar por el fogoso entusiasmo de Damon. Volvió a arquear la cabeza atrás.
Cuando por fin abandonó el precioso palacio, Damon salió por la puerta principal. Llevaba con él un poco del dinero que quedaba después de empeñar las joyas, pero era más que suficiente para el propósito que tenía en mente. Estaba muy seguro de que la próxima vez que saliera, lo haría por el pórtico aéreo.
Paró en una docena de tiendas y gastó hasta que no le quedó ni una moneda. Había tenido intención de efectuar una visita rápida a Bonnie a la vez que efectuaba los recados, pero el mercado estaba en dirección opuesta a donde se encontraba la posada donde la había dejado, y al final simplemente no hubo tiempo.
No le preocupó demasiado mientras caminaba de vuelta a aquella monada de castillo. Bonnie, dulce y frágil como parecía, poseía una gran resistencia interior que estaba seguro la mantendría dentro de su habitación durante tres días. Podía soportarlo. Damon sabía que podía.
Golpeó el pequeño portalón del castillo hasta que un guarda de expresión hosca lo abrió.
—¿Qué quieres? —le soltó el guarda.
Bonnie estaba muerta de aburrimiento. Sólo había transcurrido un día desde que Damon la dejara en aquel lugar; un día que sólo podía contar por el número de comidas que le habían llevado, ya que el enorme sol rojo permanecía siempre en el horizonte y la luz rojo sangre no variaba jamás a menos que lloviera.
Bonnie desearía que estuviera lloviendo. Desearía que nevara, o que hubiera un incendio, un huracán o incluso un pequeño tsunami. Había probado una de las bolas estrella, y halló en ella un culebrón ridículo que no consiguió comprender en absoluto.
En aquellos momentos, deseaba no haber intentado nunca impedir a Damon ir a aquel lugar. Deseaba que él la hubiera desasido antes que ambos cayeran al agujero. Deseaba haber agarrado la mano de Meredith y haber soltado a Damon.
Y no era más que el primer día.
Damon sonrió al hosco guarda.
—¿Qué quiero? Únicamente lo que ya tengo. Una puerta abierta.
No entró, sin embargo. Preguntó qué hacía Madame la Princesa y averiguó que almorzaba. Usando un donante.
Perfecto. Pronto sonó una respetuosa llamada en el portalón, que Damon exigió que se abriera más. A los guardas no les gustaba él; habían relacionado acertadamente la desaparición de quien resultó ser su capitán de la guardia con la intrusión de aquel desconocido. Pero había algo amenazador en él incluso en aquel mundo amenazador, así que le obedecieron.
Poco después de eso llegó otra llamada queda y luego otra, y otra más y siguieron así hasta que doce hombres y mujeres con los brazos llenos de perfumado y húmedo papel marrón hubieron seguido en silencio a Damon escalera arriba al interior del negro dormitorio de Madame la Princesa.
Jessalyn, entretanto, había tenía una larga y pesada reunión tras el almuerzo, en la que había departido con dos de sus consejeros financieros, que le parecieron muy viejos a pesar de que los habían cambiado cuando aún no habían cumplido los treinta. Pensó que tenían la musculatura blanda por falta de uso. Y, naturalmente, iban vestidos de negro con trajes de mangas largas y pantalones amplios a excepción de unos volantes alrededor de las gargantas, blancos en el interior a la luz de las lámparas de gas, escarlata fuera bajo el eterno sol rojo sangre.
En cuanto se hubieron despedido de ella con una reverencia, la princesa inquirió, con cierta irritación, dónde estaba el humano Damon. Varios sirvientes con malicia tras sus sonrisas explicaron que había subido con una docena… de humanos… a su alcoba.
Jessalyn casi voló a la escalera y subió muy deprisa con el paso majestuoso que sabía se esperaba de una auténtica vampira. Llegó a las puertas de estilo gótico, y oyó los apagados sonidos de indignado despecho mientras sus damas de honor murmuraban todas a la vez. Pero antes de que la princesa pudiera preguntar siquiera qué pasaba, quedó envuelta en una enorme y cálida oleada de fragancia. No era el exquisito y vivificante aroma de la sangre, sino algo más ligero, más dulce, y en aquel momento, mientras su ansia de sangre permanecía saciada, aún más embriagador. Abrió de un empujón las dobles puertas. Dio un paso al interior del dormitorio y a continuación se detuvo atónita.
La negra y enorme habitación estaba llena de flores. Había tapices de lirios, jarrones llenos de rosas, tulipanes de todos los colores y tonalidades, y una profusión de toda clase de narcisos, en tanto que fragantes madreselvas y fresias estaban dispuestas en forma de emparrados.
Los vendedores ambulantes de flores habían convertido la lúgubre y convencional habitación negra en aquella extravagante fantasía de color. Los criados más listos y con más visión de futuro de Madame la Princesa los ayudaban activamente aportando grandes urnas ornamentadas.
Damon, nada más ver a Jessalyn entrar en la habitación, cayó inmediatamente de rodillas a sus pies.
—¡Te habías ido cuando desperté! —dijo la princesa, enojada, y Damon sonrió, muy levemente.
—Perdonadme, alteza. Pero puesto que estoy muriendo de todos modos, pensé que debía levantarme y obtener estas flores para vos. ¿Son de vuestro gusto los colores y fragancias?
—¿Las fragancias? —Todo el cuerpo de Jessalyn pareció derretirse—. ¡Es… como… una orquesta para mi nariz! ¡Y los colores son como nada que haya visto nunca!
Prorrumpió en carcajadas, con los ojos verdes iluminándose, la lisa cabellera roja formando una cascada alrededor de los hombros. Entonces empezó a acosar a Damon, empujándolo hacia atrás al interior de la penumbra de una esquina. Damon tuvo que controlarse o se habría echado a reír; era muy parecida a una gatita persiguiendo una hoja otoñal.
Pero una vez que estuvieron en el rincón, enredados en los negros cortinajes y sin ninguna ventana cerca, Jessalyn adoptó un semblante terriblemente serio.
—Voy a hacer que me confeccionen un vestido, del color exacto de esos claveles de intenso violeta oscuro —susurró—. No negro.
—Su alteza estará maravillosa con él —le susurró Damon al oído—. Tan atractiva, tan atrevida…
—Incluso puede que lleve mis corsés por dentro del vestido. —Alzó los ojos para mirarlo a través de gruesas pestañas—. ¿O… eso sería demasiado?
—Nada es demasiado para vos, mi princesa —le musitó Damon a su vez; y calló un momento para reflexionar con semblante serio—. Los corsés… ¿harían juego con el vestido o serían negros?
Jessalyn lo consideró.
—¿Del mismo color? —aventuró.
Damon asintió, complacido. Él, personalmente, no se pondría ni muerto nada que no fuese negro, pero estaba dispuesto a soportar —incluso alentar— las rarezas de Jessalyn. Podrían convertirlo en un vampiro más deprisa.
—Quiero tu sangre —susurró la princesa, como para darle la razón.
—¿Aquí? ¿Ahora? —susurró Damon a su vez—. ¿Delante de todos vuestros sirvientes?
Jessalyn lo sorprendió entonces. Ella, que había sido tan tímida antes, salió de entre las cortinas y dio unas palmadas pidiendo silencio. Éste se hizo al instante.
—¡Todo el mundo fuera! —gritó imperiosamente—. Me habéis hecho un hermoso jardín en mi habitación, y os estoy agradecida. ¡El mayordomo… —indicó con la cabeza a un hombre joven que iba vestido de negro, pero que, muy sensatamente, había colocado una rosa roja en su ojal— se encargará de que a todos se os dé comida… y bebida… antes de que os vayáis!
Tal anuncio provocó un murmullo de alabanzas que hizo ruborizar a la princesa.
—Haré sonar la campanilla cuando te necesite —añadió en dirección al mayordomo.
De hecho, no fue hasta dos días más tarde que alzó la mano y, un tanto de mala gana, hizo sonar la campanilla. Y eso fue simplemente para ordenar que se confeccionase un uniforme para Damon con la mayor rapidez posible. El uniforme de capitán de su guardia.
Al llegar el segundo día, Bonnie tuvo que recurrir a las bolas estrella como su única fuente de distracción. Tras revisar las veintiocho esferas descubrió que veinticinco de ellas eran culebrones de principio a fin, y dos estaban llenas de experiencias tan espeluznantes y repugnantes que las etiquetó mentalmente como «Nunca Jamás». La última se llamaba Quinientos relatos para jovencitos, y Bonnie descubrió en seguida que aquellos relatos podían ser útiles, pues especificaban los nombres de cosas que una persona encontraría en la casa y en la ciudad. El hilo conductor era una serie sobre una familia de seres lobo llamados Baz-Üht-Ra'ah. Bonnie los bautizó rápidamente como los Basura. La serie estaba compuesta de episodios que mostraban la vida diaria de la familia: cómo compraban un esclavo nuevo en el mercado para reemplazar a otro que había muerto, y adónde iban a cazar presas humanas, y cómo Mers Basura tomaba parte en un importante torneo de bashik en la escuela.
Aquel día la última historia fue casi providencial. Mostraba a la pequeña Marit Basura caminando hasta una Tienda de Dulces y comprando un confite de ciruela. La golosina costaba exactamente cinco soli. Bonnie pudo experimentar el comer una parte de ella con Marit, y estaba rica.
Tras leer la historia, Bonnie atisbo con sumo cuidado a través del borde del estor de la ventana y vio un letrero en una tienda situada abajo que a menudo había contemplado. Luego sostuvo la bola estrella contra la sien.
¡Sí! Exactamente la misma clase de letrero. Y sabía no sólo lo que quería, sino cuánto le costaría.
Se moría por salir de su diminuta habitación y poner a prueba lo que acababa de aprender. Pero ante sus ojos, las luces de la tienda de dulces se apagaron. Debía de ser la hora de cerrar.
Bonnie arrojó la bola estrella al otro lado de la habitación. Bajó la intensidad de la lámpara de gas hasta apenas un tenue resplandor, y luego se dejó caer sobre el lecho de juncos, tiró hacia arriba del cobertor… y descubrió que no podía dormir. Buscando a tientas en la penumbra color rubí, localizó la bola estrella con los dedos y volvió a colocarla sobre la sien.
Intercalados con grupos de relatos sobre las aventuras diarias de la familia Basura, había cuentos de hadas. La mayoría eran tan truculentos que Bonnie no era capaz de experimentarlos hasta el final, y cuando llegaba el momento de dormir, yacía tiritando en su jergón. Pero en esta ocasión el relato parecía diferente. Tras el título, La Torre de Entrada de los Siete Tesoros Kitsune, oyó una rima:
En medio de una llanura de hielo y nieve
el paraíso kitsune hallar puedes.
Y justo al lado, un placer vedado:
otras seis puertas con tesoros kitsune guardados
La propia palabra kitsune daba miedo. Pero, pensó Bonnie, la historia tal vez tuviera alguna relevancia.
«Puedo hacerlo», se dijo, y acercó la bola estrella a la sien.
El relato no comenzaba con nada truculento. Trataba de una muchachita y un muchachito kitsune que marchaban a la búsqueda del más sagrado y secreto de los «siete tesoros kitsune», el paraíso kitsune. Un tesoro, averiguó Bonnie, podía ser algo tan pequeño como una única joya o tan grande como todo un mundo. Aquél, según el relato, estaba en una posición intermedia, porque un «paraíso» era una especie de jardín, con flores exóticas floreciendo por todas partes, y riachuelos que caían con un borboteo, en forma de pequeñas cascadas, al interior de estanques transparentes y profundos.
Todo era maravilloso, pensó Bonnie, experimentando el relato como si contemplara una película que se desarrollara a su alrededor, pero una película que incluía las sensaciones del tacto, el gusto y el olfato. El paraíso era un poco parecido a Warm Springs, donde a veces celebraban picnics allá en casa.
En el relato, el chico y la chica kitsune tenían que ir a «la cima del mundo», donde había alguna clase de fisura en la corteza de la Dimensión Oscura más elevada; aquella en la que Bonnie estaba justo en aquellos instantes. De algún modo, los dos jovencitos consiguieron viajar abajo, y aún más abajo, y pasar por varias pruebas de valor e ingenio antes de conseguir penetrar en la siguiente dimensión inferior, el mundo de las tinieblas.
El mundo de las tinieblas era totalmente distinto de la Dimensión Oscura. Era un mundo de hielo y nieve resbaladiza, de glaciares y grietas, todo bañado en una crepuscular luz azul procedente de tres lunas que brillaban en lo alto.
Los niños kitsune casi se murieron de hambre en el mundo de las tinieblas debido a que había muy poca cosa que pudiera cazar un zorro. Tuvieron que apañárselas con diminutos animales que sobrevivían en el frío: roedores y algún que otro insecto («¡Oh, puaj!», pensó Bonnie). Sobrevivieron hasta que, por entre la niebla, vieron un altísimo muro negro. Siguieron el muro hasta que finalmente llegaron a una Torre de Entrada con altas agujas ocultas en las nubes. Escritas encima de la puerta en una lengua antigua que apenas conocían, había las palabras: Las Siete Puertas.
Entraron en una habitación en la que había ocho entradas o salidas. Una era la puerta por la que acababan de entrar. Y mientras observaban, cada puerta se iluminó de modo que pudieron ver que las otras siete puertas conducían a siete mundos distintos, uno de los cuales era el paraíso kitsune. Una de las puertas daba a un campo de flores mágicas, y otra mostraba mariposas revoloteando alrededor de una fuente que chapoteaba. Otra más bajaba a una caverna oscura repleta de botellas del vino místico Magia Negra Clarion Loess. Una puerta conducía a una mina profunda que albergaba joyas del tamaño de un puño. Y luego había una puerta que mostraba la más valiosa de todas las flores: la Radhika Real, que cambiaba de forma de minuto a minuto, de una rosa a un ramillete de claveles, pasando por una orquídea.
A través de la última puerta pudieron ver sólo un árbol gigantesco, pero se rumoreaba que el tesoro final era una bola estrella inmensa.
Entonces el niño y la niña se olvidaron por completo del paraíso kitsune. Cada uno de ellos quería algo de otra de las puertas, pero no conseguían ponerse de acuerdo sobre qué. La norma era que cualquier individuo o grupo que alcanzara las puertas podía entrar en una y luego regresar. Pero mientras que la muchacha quería un retoño de Radhika Real, para demostrar que habían completado su misión, el muchacho quería un poco de vino Magia Negra que los sustentara en el camino de vuelta. Por mucho que discutían no conseguían llegar a un acuerdo. Así que finalmente decidieron hacer trampas: abrirían a la vez una puerta cada uno y saltarían al otro lado, agarrarían lo que querían, y luego volverían a saltar afuera y saldrían de la Torre de Entrada antes de que pudieran atraparlos.
Justo cuando estaban a punto de hacerlo, una voz les advirtió en contra, diciendo: «Una puerta únicamente podéis los dos cruzar, y luego por donde vinisteis regresar».
Pero el muchacho y la muchacha eligieron hacer caso omiso de la voz. Inmediatamente, el muchacho cruzó la puerta que conducía a las botellas de vino Magia Negra y en el mismo instante la muchacha penetró por la puerta de la Radhika Real. Pero cuando cada uno de ellos se dio la vuelta ya no había ni rastro de una puerta o una entrada detrás de ellos. El muchacho tenía mucho que beber, pero quedó abandonado para siempre en la oscuridad y el frío y las lágrimas se le helaron en las mejillas. La muchacha tenía la hermosa flor para contemplarla, pero nada para comer o beber y por lo tanto se consumió bajo el resplandeciente sol amarillo.
Bonnie sintió un escalofrío, el delicioso escalofrío de un lector que ha obtenido lo que esperaba. El cuento, con su moraleja de «no seas codicioso», era parecido a las historias que había leído de niña en los libros de cuentos, sentada en el regazo de su abuela.
Echaba muchísimo en falta a Elena y a Meredith. Tenía una historia que contar, pero nadie a quien contársela.