10

Damon ascendía por el hermoso enrejado cubierto de rosas situado bajo la ventana del dormitorio de Madame la Princesa Jessalyn D'Aubigne, una joven muy rica, hermosa y sumamente admirada, con una sangre más azul que cualquier vampiro de la Dimensión Oscura, según los libros que había comprado. De hecho, había prestado oídos a los vecinos del lugar y se rumoreaba que el mismo Sage la había convertido hacía dos años, y le había entregado aquella monada de castillo para que residiera en él. No obstante el aspecto de gema delicada que tenía, el pequeño castillo ya había obsequiado a Damon con varios problemas. En primer lugar, aquella valla de alambre de cuchillas, en la que se había desgarrado la chaqueta de cuero; después, un guarda excepcionalmente diestro y tozudo al que había sido una auténtica lástima tener que estrangular; más tarde, un foso interior que casi lo había cogido por sorpresa; y, por último, unos cuantos perros a los que había aplicado el mismo tratamiento sedante que había usado con Sable; utilizando los polvos de dormir de la señora Flowers, que había llevado con él desde la Tierra. Habría sido más fácil envenenarlos, pero Jessalyn tenía fama de sentir un gran cariño por los animales y la necesitaba durante al menos tres días, que deberían ser suficientes para convertirlo en un vampiro; si no hacían nada más durante esos días.

Ahora, mientras se izaba sin hacer ruido por el enrejado, añadió mentalmente rosas de largas espinas a la lista de inconvenientes. También ensayó su primer discurso a Jessalyn. Ella había tenido…, tenía…, tendría para siempre… dieciocho años. Pero eran unos dieciocho años jóvenes, ya que sólo tenía dos años de experiencia como vampira. Se consoló con eso mientras trepaba en silencio a una ventana.

Todavía sin hacer ruido, moviéndose despacio por si la princesa tenía animales guardianes en el aposento, Damon apartó una capa tras otra de vaporosas cortinas negras traslúcidas que impedían que la luz rojo sangre del sol brillara en el interior de la estancia. Las botas se hundieron en el tupido pelo de una alfombra negra. Una vez fuera de las envolventes cortinas, Damon vio que toda la habitación estaba decorada en un sencillo patrón cromático por un maestro del contraste. Negro azabache y gris muy oscuro.

Le gustó una barbaridad.

Había una cama enorme casi recubierta por más ondulantes y vaporosas cortinas negras. El único modo de acercarse a ella era desde los pies, donde las diáfanas cortinas eran más finas.

Parado allí en el silencio catedralicio de la enorme estancia, Damon contempló la figura menuda bajo las sábanas de seda negra, entre docenas de pequeños cojines.

Era una joya igual que el castillo. Huesos delicados. Una expresión de total inocencia mientras dormía. Un río etéreo de finos cabellos escarlata derramándose a su alrededor. Podía ver cabellos individuales perdiéndose sobre las negras sábanas. Le recordaba un poco a Bonnie.

Damon se sintió complacido.

Sacó el mismo cuchillo que había colocado sobre la garganta de Elena, y justo por un momento vaciló; pero no, no era momento para estar pensando en la dorada calidez de Elena. Todo dependía de aquella criatura de aspecto frágil que tenía delante. Acercó la punta del cuchillo al pecho, colocándolo deliberadamente bien lejos del corazón por si acaso había que derramar algo de sangre…, y tosió.

Nada sucedió. La princesa, que llevaba puesto un negligé negro que mostraba unos brazos de aspecto frágil tan delicados y pálidos como la porcelana, siguió durmiendo. Damon reparó en que las uñas de los pequeños dedos estaban pintadas del mismo tono escarlata que los cabellos.

Las dos enormes velas de columna colocadas en altos pedestales negros emitían un perfume incitante, además de ser relojes; cuanto más se consumían, más fácil era saber la hora. La iluminación era perfecta —todo era perfecto— excepto que Jessalyn seguía durmiendo.

Damon volvió a toser, sonoramente… y zarandeó la cama.

La princesa despertó, irguiéndose con un sobresalto, al mismo tiempo que extraía dos cuchillos envainados de los cabellos.

—¿Quién es? ¿Hay alguien ahí? —Miraba en todas direcciones menos en la correcta.

—Sólo yo, alteza. —Damon dio un tono bajo a la voz, pero cargado de necesidad no correspondida—. No es necesario que os asustéis —añadió, ahora que ella al menos había encontrado la dirección correcta y lo había visto.

Se arrodilló a los pies de la cama.

Lo había calculado un poco mal. La cama era tan enorme y alta que su pecho y el cuchillo quedaban muy por debajo de la línea de visión de Jessalyn.

—Aquí mismo me quitaré la vida —anunció en voz muy alta para asegurarse de que Jessalyn se mantenía al tanto del programa.

Al cabo de un momento o dos la cabeza de la princesa asomó por encima de los pies de la cama. Se mantuvo en equilibrio con las manos bien separadas y los estrechos hombros muy encogidos. A aquella distancia pudo ver que los ojos eran verdes; un verde complicado que consistía en muchos círculos distintos y motitas.

En un principio ella se limitó a sisearle y a alzar los cuchillos que sujetaba en aquellas manos cuyos dedos finalizaban en uñas color escarlata. Damon tuvo paciencia con ella. Con el tiempo ya aprendería que todo aquello no era realmente necesario; que de hecho había pasado de moda en el mundo real hacía décadas y que sólo lo mantenían con vida la literatura barata y las viejas películas.

—Aquí a vuestros pies me mataré —volvió a decir, para asegurarse de que a ella no se le escapaba una sílaba, o todo el asunto, bien mirado.

—Tú…, tú mismo… —Se mostró suspicaz—. ¿Quién eres tú? ¿Cómo has llegado aquí? ¿Por qué tendrías que hacer algo así?

—He llegado aquí a través de la calzada de mi locura. Llevado por esta locura con la que ya no puedo vivir.

—¿Qué locura? ¿Y vas a hacerlo ahora? —preguntó la princesa con interés—. Porque si no vas a hacerlo, tendré que llamar a mis guardas y… Aguarda un minuto —se interrumpió.

Le arrebató el cuchillo antes de que él pudiera detenerla y lo lamió.

—Es una hoja de metal —le dijo, arrojándoselo.

—Lo sé. —Damon dejó caer la cabeza de modo que el pelo le cayera sobre los ojos y dijo con voz dolorida—: Soy… un humano, alteza.

Observaba subrepticiamente por entre las pestañas y vio que Jessalyn se animaba.

—Pensaba que eras sólo un vampiro débil e inútil —dijo distraídamente—. Pero ahora que te miro… —Sacó una lengua rosa que era igual que un pétalo de esa flor y se lamió los labios—. No tiene sentido desperdiciar el buen material, ¿verdad?

Realmente era como Bonnie; decía justo lo que pensaba, cuando lo pensaba. Algo dentro de Damon quiso reír.

Volvió a ponerse en pie, contemplando a la muchacha de la cama con todo el fuego y la pasión de que era capaz…, y sintió que no era suficiente. Pensar en la auténtica Bonnie, sola y desdichada, era…, bueno, algo que apagaba la pasión. Pero ¿qué más podía hacer?

De repente, supo lo que podía hacer. Antes, cuando se había impedido pensar en Elena, había suprimido cualquier pasión o deseo genuinos. Pero él hacía esto por Elena tanto como por sí mismo. Elena no podía ser su princesa de la oscuridad si él no podía ser su príncipe.

Esta vez, cuando bajó la mirada hacia Madame la Princesa, lo hizo de un modo diferente. Pudo percibir cómo la atmósfera cambiaba.

—Alteza, no tengo derecho siquiera a hablaros —dijo, colocando con ostentación una bota sobre las volutas ornamentales que formaban el armazón de la cama—. Sabéis tan bien como yo que podéis matarme de un solo golpe…, digamos, aquí… —señaló un punto en la mandíbula—, pero ya me habéis matado…

Jessalyn pareció confundida, pero aguardó.

—… de amor. Me enamoré de vos en el momento en que os vi. Podríais partirme el cuello, o… como yo diría si se me permitiera tocar vuestra perfumada mano blanca…, podríais colocar esos dedos alrededor de mi garganta y estrangularme. Os suplico que lo hagáis.

Jessalyn empezaba a mostrarse perpleja pero excitada. Ruborizándose, alargó una pequeña mano hacia Damon, pero a todas luces sin ninguna intención de estrangularlo.

—Por favor, debéis hacerlo —dijo Damon con toda seriedad, sin apartar ni un momento los ojos de los de ella—. Es la única cosa que os pido: que me matéis vos misma en lugar de llamar a vuestros guardas, de modo que lo último que vea sea vuestro hermoso rostro.

—Estás enfermo —decidió Jessalyn, que seguía pareciendo aturullada—. Ha habido otras mentes desequilibradas que han conseguido franquear el primer muro de mi castillo; aunque jamás han llegado a mis aposentos. Te entregaré a los médicos para que te curen.

—Por favor —dijo Damon, que había conseguido cruzar la última de las vaporosas colgaduras negras y se alzaba ahora ante la sentada princesa—. Concededme una muerte instantánea, en lugar de dejar que muera un poco cada día. No sabéis lo que he hecho. No puedo dejar de soñar con vos. Os he seguido de tienda en tienda cuando salíais. Me muero ya mientras me cautiváis con vuestra nobleza y esplendor, sabiendo que no soy más que los adoquines sobre los que andáis. Ningún médico puede cambiar eso.

Estaba claro que Jessalyn lo estaba considerando. Era evidente que nadie le había hablado nunca de aquel modo.

Los ojos verdes se clavaron en sus labios, de los cuales el inferior seguía sangrando. Damon profirió una risita indiferente y dijo:

—Uno de vuestros guardas me atrapó y muy apropiadamente intentó matarme antes de que pudiera llegar a vos y perturbar vuestro sueño. Me temo que tuve que matarlo para llegar aquí —explicó, colocándose entre una vela de columna y la muchacha de la cama de modo que su sombra quedara proyectada sobre ella.

Los ojos de Jessalyn se abrieron aprobadores al mismo tiempo que el resto de ella parecía más frágil que nunca.

—Sigue sangrando —musitó ella—. Podría…

—Podéis hacer cualquier cosa que queráis —la animó Damon con una sonrisita irónica en los labios, pues era cierto: podía hacerlo.

—Entonces ven aquí. —Golpeó con la mano un lugar al lado del almohadón situado más cerca sobre la cama—. ¿Cómo te llamas?

—Damon —dijo él mientras se despojaba de la chaqueta y se tumbaba, con la barbilla apoyada en un codo, con el aire de alguien a quien no le vienen de nuevo tales cosas.

—¿Sólo eso? ¿Damon?

—Podéis acortarlo aún más. No soy nada excepto Vergüenza ahora —respondió, dedicando otro minuto a pensar en Elena y a sostenerle la mirada a Jessalyn hipnóticamente—. Era un vampiro…, uno poderoso y orgulloso…, en la Tierra…, pero me engañó un kitsune…

Le contó una versión tergiversada de la historia de Stefan, omitiendo a Elena o cualquier tontería sobre querer ser humano. Explicó que cuando consiguió escapar de la prisión que le había arrebatado su yo vampiro, decidió poner fin a su propia vida humana.

Pero que, en aquel momento, había visto a la princesa Jessalyn y había pensado que, sirviéndola, se sentiría feliz con su miserable existencia. Lamentablemente, dijo, ello no hizo más que alimentar sus vergonzosos sentimientos por su alteza.

—Ahora mi locura me ha empujado a acabar por abordaros en vuestros propios aposentos. Dadme un castigo ejemplar, alteza, que haga temblar a otros malhechores. Quemadme, haced que me azoten y descuarticen, poned mi cabeza en una pica para hacer que aquellos que pudieran causaros algún mal se arrojen a una hoguera primero.

Ahora estaba ya en la cama con ella, inclinándose un poco atrás para dejar al descubierto el pecho desnudo.

—No seas tonto —dijo Jessalyn, con un leve temblor en la voz—. Incluso el más despreciable de mis sirvientes quiere vivir.

—A lo mejor los que jamás os ven. Pinches de cocina, caballerizos; pero yo no puedo vivir, sabiendo que jamás os podré tener.

La princesa examinó a Damon, se sonrojó, lo miró a los ojos un momento… y a continuación le mordió.

—Haré que Stefan baje al sótano despensa —dijo Elena a Meredith, que se quitaba furiosamente las lágrimas de los ojos con los dedos.

—Sabes que no podemos hacer eso. Con la policía justo aquí en la casa…

—Entonces yo lo haré…

—¡No puedes! ¡Sabes que no puedes, Elena, o no habrías acudido a mí!

Elena miró a su amiga detenidamente.

—Meredith, has estado donando sangre todo el tiempo —susurró—. Jamás te mostraste ni siquiera levemente incomodada…

—Siempre tomó sólo un poquitín…, siempre menos de mí que de cualquier otro. Y siempre del brazo. Yo simplemente hacía como si me sacasen sangre en la consulta del médico. Ningún problema. Ni siquiera era malo con Damon allá en la Dimensión Oscura.

—Pero ahora… —Elena pestañeó—. Ahora… ¿qué?

—Ahora —respondió Meredith con una expresión distante— Stefan sabe que soy una cazadora-eliminadora. Que incluso tengo un bastón de combate. Y ahora tengo que… someterme a…

A Elena se le puso la carne de gallina. Sintió como si la distancia entre ella y Meredith en la habitación aumentara cada vez más.

—¿Una cazadora-eliminadora? —inquirió, perpleja—. ¿Y qué es un bastón de combate?

—¡No hay tiempo para explicarlo ahora! ¡Oh, Elena…!

Si el Plan A era Meredith y el Plan B era Matt, en realidad no había donde elegir. El Plan C tenía que ser la propia Elena. Su sangre era mucho más fuerte que la de ningún otro, tan llena de Poder que Stefan sólo necesitaría un…

—¡No! —musitó Meredith, consiguiendo sisear la palabra sin un solo sonido sibilante—. Están bajando la escalera. ¡Tenemos que encontrar a Stefan ahora! ¿Puedes decirle que se reúna conmigo en el dormitorio pequeño que hay detrás de la sala?

—Sí, pero…

—¡Hazlo!

«Y sigo sin saber qué es un bastón de combate —pensó Elena, permitiendo que Meredith le cogiera los brazos y la propulsara en dirección al dormitorio—. Pero sé a lo que suena "cazadora-eliminadora", y definitivamente no me gusta. Y esa arma… hace que una estaca parezca un cuchillo de picnic de plástico.» Con todo, proyectó a Stefan, que seguía a los policías escalera abajo: «Meredith te donará tanta sangre como necesites para influenciarlos. No hay tiempo para discutir. Ven aquí deprisa y por el amor de Dios adopta una expresión alegre y tranquilizadora».

Stefan no sonó cooperativo. «No puedo tomar tanto de ella como para que nuestras mentes entren en contacto. Podría…»

Elena perdió los estribos. Estaba asustada; desconfiaba de una de sus dos mejores amigas —una sensación horrible— y estaba desesperada. Necesitaba que Stefan hiciera exactamente lo que ella decía. «¡Ven aquí rápido!» fue todo lo que proyectó, pero tuvo la impresión de que le había golpeado con todos los sentimientos al máximo, porque de repente él se tornó preocupado y dócil. «Lo haré, amor», se limitó a contestar.

Mientras la agente de policía registraba la cocina y su compañero el salón, Stefan entró en el pequeño cuarto de invitados de la planta baja, donde la única cama estaba deshecha. Las lámparas estaban apagadas pero, con su visión nocturna, pudo ver perfectamente a Elena y a Meredith junto a las cortinas. Meredith se mantenía tan rígida como un saltador de puenting con acrofobia.

«Toma todo lo que puedas sin dañarla de un modo permanente… e intenta dormirla, también. Y no invadas demasiado su mente…»

«Tendré cuidado. Será mejor que salgas al pasillo, déjales que vean al menos a uno de nosotros, amor», respondió Stefan en silencio. Estaba claro que Elena se sentía a la vez asustada y a la defensiva con respecto a su amiga y había pasado a toda velocidad a modo microgestión. Si bien eso era por lo general algo bueno, si existía una cosa que Stefan sabía —aun cuando fuese la única cosa que sabía— era tomar sangre.

—Quiero pedir la paz entre nuestras familias —dijo, alargando una mano hacia Meredith.

Ella vaciló y Stefan, incluso esforzándose al máximo, no pudo evitar oír sus pensamientos, como pequeñas criaturas que correteaban en la base de su mente. ¿A qué se comprometía ella? ¿En qué sentido se refería él a la palabra familia?

«Realmente es sólo una formalidad —le dijo él, intentando ganar terreno en otro frente: que ella aceptara el contacto con sus pensamientos—. Olvídalo.»

—No —dijo Meredith—. Es importante. Quiero confiar en ti, Stefan. Sólo en ti, pero… no conseguí el bastón hasta después de que Klaus hubiera muerto.

Él pensó a toda prisa.

—Entonces no sabías lo que eras…

—Sí. Lo sabía. Pero mis padres no estuvieron nunca activos. Fue mi abuelo quien me habló del bastón.

Stefan sintió una oleada de inesperada satisfacción.

—¿Así que tu abuelo está mejor ahora?

—No…, más o menos. —Los pensamientos de Meredith eran poco claros.

«Su voz ha cambiado —pensaba ella—. Stefan parece realmente contento de que el abuelo esté mejor. Incluso a la mayoría de humanos no les importaría…, no de verdad.»

—Desde luego que me importa —dijo Stefan—. Para empezar, ayudó a salvar nuestras vidas… y la ciudad. Por otra parte, es un hombre muy valiente… Debe de haberlo sido… para sobrevivir al ataque de un Antiguo.

Súbitamente, la fría mano de Meredith le rodeaba la muñeca y las palabras brotaban de sus labios en un torrente que Stefan apenas conseguía comprender. Pero los pensamientos de la joven se alzaban luminosos y claros por encima de aquellas palabras, y a través de ellos pudo comprenderlas.

—Lo único que sé sobre lo que sucedió cuando era muy pequeña es lo que me han contado. Mis padres me contaron cosas. Ellos cambiaron el día de mi cumpleaños… Realmente cambiaron el día en que celebramos mi cumpleaños… porque un vampiro atacó a mi abuelo, y entonces mi abuelo intentó matarme. Siempre han dicho eso. Pero ¿cómo lo saben? No estaban allí; eso es parte de lo que dicen. ¿Y qué es más probable, que mi abuelo me atacara o que lo hiciera el vampiro?

Dejó de hablar, jadeando, temblando toda ella como una cierva de cola blanca atrapada en el bosque. Atrapada, y pensando que estaba perdida, e incapaz de huir.

Stefan extendió una mano que deliberadamente hizo que fuera cálida alrededor de la mano fría de la muchacha.

—No te atacaré —dijo con sencillez—. Y no perturbaré ningún viejo recuerdo. ¿Es suficiente?

Meredith asintió. Tras su catártica historia Stefan sabía que quería las menos palabras posibles.

—No tengas miedo —murmuró, del mismo modo en que había pensado e introducido la tranquilizadora frase en las mentes de muchos animales que había perseguido por el Bosque Viejo. «Todo va bien. No hay motivo para tenerme miedo.»

Ella no podía evitar sentir miedo, pero Stefan la tranquilizó como tranquilizaba a los animales de la floresta, atrayéndola a la zona más oscura de la habitación, calmándola con palabras quedas al mismo tiempo que los caninos le aullaban que mordiera. Tuvo que doblar hacia abajo un lado de la blusa para dejar al descubierto la larga columna de piel aceitunada que era su cuello, y mientras lo hacía las palabras tranquilizadoras se convirtieron en expresiones de ternura y la clase de ruiditos reconfortantes que utilizaría para consolar a un bebé.

Y por fin, cuando la respiración de Meredith se hubo tornado más lenta y uniforme y sus ojos se hubieron cerrado, usó la mayor delicadeza para deslizar los doloridos colmillos dentro de su arteria. Meredith apenas se estremeció. Todo era suavidad mientras él rozaba con soltura la superficie de su mente, también, viendo sólo lo que ya sabía sobre ella: la vida con Elena, Bonnie y Caroline. Fiestas y la escuela, planes y ambiciones. Picnics. Una alberca. Risas. Tranquilidad que se extendía como un gran estanque. La necesidad de calma, de control. Todo ello retrocediendo en el tiempo hasta donde ella era capaz de recordar…

Las zonas más profundas que podía recordar estaban allí en el centro… donde había una repentina depresión pronunciada. Stefan se había prometido que no profundizaría en la mente de Meredith, pero tiraban de él; sin que pudiera evitarlo, el remolino lo arrastraba hacia abajo. Las aguas se cerraron sobre su cabeza y fue atraído a una velocidad vertiginosa hacia lo más profundo de un segundo estanque, en el que no reinaba la tranquilidad, sino la cólera y el miedo.

Y entonces vio lo que había sucedido, lo que estaba sucediendo, lo que sucedería eternamente… allí en el tranquilo centro de Meredith.