Elena no podía haber permanecido desvanecida más que unos pocos segundos. Cuando recuperó el sentido, todo seguía igual; aunque se preguntó cómo no se había cortado letalmente la propia garganta con el cuchillo al caer.
Sabía que la bandeja con los platos y la taza habían salido volando en la oscuridad en aquel primer instante cuando no había podido evitar extender violentamente los brazos. Pero ahora reconocía el modo en que la agarraban, reconocía el aroma, y comprendía la razón para el cuchillo. Y le complació que así fuera, porque le producía tanto orgullo desmayarse como se lo habría producido a Sage. ¡Ella no era de las que se desmayaban!
Usó toda su fuerza de voluntad entonces para dejarse caer en los brazos de Damon, excepto en el lugar donde estaba el cuchillo. Para mostrarle que no era una amenaza.
—Hola, princesa —le dijo al oído una voz que era suave como el terciopelo negro.
Elena sintió un escalofrío interior; pero no de miedo. No, era más bien como si se le estuvieran derritiendo las vísceras. Pero él no varió el modo en que la sujetaba.
—Damon… —dijo ella con voz ronca—. Estoy aquí para ayudarte. Por favor, deja que lo haga. Por tu bien.
Tan súbitamente como había aparecido, la férrea sujeción fue retirada de su cintura. El cuchillo dejó de presionar contra la carne, aunque la aguda sensación punzante en la garganta era más que suficiente para recordarle que Damon lo tendría preparado. Un sustituto de los colmillos.
Sonó un clic, y de improviso la habitación resultó demasiado brillante.
Lentamente, Elena se volvió para mirar a Damon. E incluso ahora, incluso cuando estaba pálido, desgreñado y demacrado por no comer, estaba tan guapo que el corazón le dio un vuelco. Con los cabellos negros cayéndole de cualquier manera por encima de la frente; con las facciones perfectamente cinceladas; con la boca arrogante y sensual… justo ahora apretada en una línea cavilosa.
—¿Dónde está, Elena? —preguntó escuetamente.
No qué sucede, sino dónde está. Sabía que ella no era tonta, y, desde luego, sabía que los humanos de la casa de huéspedes le ocultaban la bola estrella de un modo deliberado.
—¿Es eso todo lo que tienes que decirme? —musitó Elena.
Vio la impotente modificación en sus ojos, y él dio un paso hacia ella como si no pudiera contenerse, pero al instante siguiente mostró una expresión sombría.
—Dímelo, y entonces a lo mejor tendré algo más que decirte.
—Ya… entiendo. Bien, pues, hemos creado un sistema que llevamos a cabo desde hace dos días —repuso ella con calma—. Lo echamos a suertes. Cuando alguien saca el papel con la X, coge la bola estrella del centro de la mesa de la cocina y todo el mundo se va a su habitación y se queda allí hasta que la esconde. Hoy no me ha tocado a mí, así que no sé dónde está. Pero puedes intentar… ponerme a prueba.
Elena pudo sentir cómo el cuerpo se le encogía mientras decía las últimas palabras; se sintió blanda, indefensa y fácil de lastimar.
Damon alargó el brazo y lentamente deslizó una mano por debajo de sus cabellos. Podía estrellarle la cabeza contra una pared, o arrojarla al otro lado de la habitación, o podía simplemente apretarle el cuello entre el cuchillo y la mano hasta que la cabeza cayera. Elena sabía que él estaba de un humor propicio para descargar sus emociones sobre un humano, pero no hizo nada. No dijo nada. Permaneció allí quieta y lo miró a los ojos.
Poco a poco, Damon se inclinó hacia ella y pasó los labios —con mucha suavidad— por encima de los suyos. Los ojos de Elena desviaron la mirada y se cerraron. Pero al momento siguiente Damon se estremeció y volvió a deslizar la mano fuera de sus cabellos.
Fue entonces cuando Elena volvió a pensar en qué debía de haberle ocurrido a la comida que le llevaba. El café casi hirviendo parecía haberle salpicado la mano y el brazo y empapado los vaqueros sobre un muslo. La taza y el platillo yacían hechos pedazos en el suelo. La bandeja y las galletitas habían rebotado tras una silla. El plato con el bistec tártaro, sin embargo, había aterrizado milagrosamente sobre el sofá, justo boca arriba. Había una variedad de cubiertos caídos por todas partes.
Elena notó cómo la cabeza y los hombros se le hundían debido al miedo y el dolor. Aquél era su universo inmediato en aquellos precisos instantes: miedo y dolor. Abrumándola. Por lo general no era llorona, pero no pudo evitar las lágrimas que le inundaron los ojos.
«¡Maldita sea!», pensó Damon.
Era ella. Elena. Había estado tan seguro de que un adversario lo espiaba, que uno de sus muchos enemigos lo había localizado y le estaba tendiendo una trampa…, alguien que había descubierto que en aquellos momentos era tan débil como un niño.
Ni siquiera se le había ocurrido que podría ser ella, hasta que estuvo sujetando su cuerpo suave con un brazo, y oliendo el perfume de su pelo mientras sostenía un cuchillo resbaladizo como el hielo contra su garganta con la otra mano.
Y entonces había encendido una luz de golpe y había visto lo que ya había adivinado. ¡Increíble! Lo cierto era que no la había reconocido. Se encontraba fuera en el jardín cuando había visto la puerta del trastero abierta y supo que había un intruso. Pero con los sentidos degradados como estaban, no había sido capaz de saber quién estaba dentro.
Ninguna excusa podía encubrir los hechos. Había lastimado y aterrorizado a Elena. El la había lastimado. Y en lugar de disculparse había intentado sacarle la verdad en provecho de sus propios deseos egoístas.
Y ahora, la garganta de Elena…
Sus ojos fueron atraídos hacia la fina línea de gotitas rojas de la garganta de Elena, allí donde el cuchillo la había herido cuando el terror le había provocado una violenta sacudida antes de desplomarse directamente sobre el arma. ¿Se había desmayado? Podría haber muerto en aquel momento, en sus brazos, si él no hubiera sido lo bastante rápido para retirar a toda prisa el cuchillo.
No hacía más que decirse que no había sentido miedo de ella. Que tan sólo sostenía el cuchillo distraídamente. No estaba convencido.
—Estaba fuera. ¿Sabes el modo ese en que nosotros los humanos no podemos ver? —dijo, sabiendo que sonaba indiferente, nada contrito—. Es como estar envueltos en algodón todo el tiempo, Elena: no podemos ver, no podemos oler, no podemos oír. Mis reflejos son como los de una tortuga, y me muero de hambre.
—Entonces ¿por qué no pruebas mi sangre? —preguntó Elena, sonando inesperadamente calmada.
—No puedo —respondió él, intentando no mirar el delicado collar color rubí que fluía por la delgada garganta blanca de la joven.
—Ya me he cortado —dijo Elena, y Damon pensó: «¿Que se ha cortado? Por los dioses, esta chica no tiene precio. Lo dice como si hubiese tenido un pequeño accidente doméstico».
—Así podríamos averiguar de paso qué sabor le encuentras a la sangre humana ahora —siguió Elena.
—No.
—Sabes que vas a hacerlo. Sé que lo sabes. Pero no tenemos mucho tiempo. Mi sangre no manará eternamente. ¡Oh, Damon! Después de todo… justo la semana pasada…
El sabía que llevaba mirándola demasiado rato. No tan sólo la sangre. Miraba la soberbia belleza rubia que era, como si el hijo de un rayo de sol y de un rayo de luna hubiese entrado en su habitación y lo bañase inocentemente con su luz.
Con un siseo, entrecerrando los ojos, Damon agarró los brazos de Elena. Esperó un paso atrás instintivo como el que había efectuado cuando la había agarrado por detrás. Pero no hubo ningún movimiento hacia atrás, sino que en su lugar hubo algo parecido al salto de una llama ansiosa en aquellos enormes ojos color malaquita. Los labios de Elena se abrieron involuntariamente.
Supo que era involuntario. Había dispuesto de muchísimos años para estudiar las respuestas de las jóvenes. Supo lo que significaba cuando la mirada fue primero a sus labios antes de alzarse hasta sus ojos.
«No puedo volver a besarla. No puedo. Es una debilidad humana, el modo en que ella me afecta. No se da cuenta de lo que es ser tan joven y tan increíblemente hermosa. Algún día lo aprenderá. De hecho, yo podría enseñárselo ahora accidentalmente.»
Como si pudiera oírlo, Elena cerró los ojos. Dejó caer la cabeza atrás y de improviso Damon se encontró sosteniendo en parte su peso. Estaba dejando de pensar en sí misma, y le mostraba que a pesar de todo confiaba en él, todavía…
… todavía le amaba.
Ni siquiera el propio Damon sabía qué iba a hacer mientras se inclinaba hacia ella. Estaba muerto de hambre. El hambre lo desgarraba igual que las zarpas de un lobo. Le hacía sentir aturdido, mareado y fuera de control. Medio milenio de vida lo había dejado con la creencia de que lo único que aliviaría la inanición era el surtidor color carmesí de una arteria seccionada. Alguna voz siniestra que podría haber surgido de la Corte Infernal misma susurró que podía hacer lo que hacían algunos vampiros, desgarrar una garganta como si fuera un hombre lobo. La carne cálida podría aliviar el hambre de un humano. ¿Qué haría él, tan cerca de los labios de Elena, tan cerca de su garganta sangrante?
Dos lágrimas resbalaron por debajo de las oscuras pestañas y se deslizaron un corto trecho por el rostro de la muchacha antes de caer en el dorado cabello. Damon descubrió que paladeaba una sin pensar.
Todavía una doncella. Bueno, era de esperar; Stefan todavía estaba demasiado débil para mantenerse en pie. Pero por encima del cínico pensamiento llegó una imagen y sólo unas pocas palabras: un espíritu tan puro como la nieve recién caída.
Repentinamente experimentó una hambre diferente, una sed diferente. El único lugar para aplacar aquella necesidad estaba cerca. Con desesperación, apremiantemente, buscó y encontró los labios de Elena. Y entonces descubrió que perdía todo control. Lo que más necesitaba estaba allí, y Elena podría temblar, pero no lo apartaba.
Tan de cerca, se vio bañado en un aura tan dorada como los cabellos cuyas puntas tocaba con suavidad. Se sintió complacido consigo mismo cuando ella se estremeció de placer, y advirtió que podía percibir sus pensamientos. Ella proyectaba con mucha fuerza, y la telepatía era el único Poder que le quedaba a él. No tenía ni idea de por qué seguía poseyéndolo, pero así era. Y justo en aquellos momentos quería sintonizar con Elena.
¡Vaya con la muchacha! ¡Ni siquiera estaba pensando! Elena había estado ofreciendo su garganta, entregándose de verdad, abandonando todo pensamiento aparte de que quería ayudarlo, de que sus deseos eran los suyos. Y ahora estaba demasiado profundamente enredada en el beso para efectuar planes siquiera; lo que resultaba extraordinario en ella.
«Está enamorada de ti», dijo la diminuta parte de él que todavía era capaz de pensar.
«¡Ella jamás ha dicho eso! ¡Está enamorada de Stefan!», respondió algo visceral.
«No necesita decirlo. Lo está demostrando. ¡No finjas que no lo has visto antes!»
«Pero ¡Stefan…!»
«¿Acaso piensa lo más mínimo en Stefan en este instante? Ha abierto los brazos a tu hambre de lobo. Esto es una postura de un día, no es una comida rápida, ni siquiera un donante regular. Es Elena en persona.»
«En ese caso me he aprovechado de ella. Si está enamorada, no puede protegerse. Sigue siendo una niña. Tengo que hacer algo.»
Los besos habían llegado ya al punto en que incluso la diminuta voz de la razón se desvanecía. Elena había perdido la capacidad de mantenerse en pie, y él tenía que tumbarla en alguna parte o darle una oportunidad de echarse atrás.
«¡Elena! ¡Elena! Maldita sea, sé que puedes oírme. ¡Contesta!»
«¿Damon?… —le llegó débilmente—. Oh, Damon, ¿ahora lo comprendes?…»
«Demasiado bien, princesa mía. Te influencié, así que debería saberlo.»
«¿Tú…? ¡No, estás mintiendo!»
«¿Por qué tendría que mentir? Por algún motivo mi telepatía es tan fuerte como siempre. Todavía quiero lo que quiero. Pero tú podrías querer recapacitar por un instante, doncella mía. No necesito beber tu sangre. Soy humano y justo ahora tengo un apetito voraz. Pero no me apetece ese revoltijo de hamburguesa sangrante que me has traído.»
Elena se separó de él. Damon la dejó ir.
—Creo que mientes —dijo ella, trabando la mirada directamente con él, con la boca inflamada por los besos.
Damon encerró la visión de la joven dentro del peñasco lleno de secretos que arrastraba con él a todas partes. Le dedicó la mejor mirada impenetrable de sus ojos negros como el ébano.
—¿Por qué tendría que mentir? —repitió—. Sólo pensé que merecías tener una oportunidad de efectuar tu propia elección. ¿O ya has decidido abandonar al hermanito pequeño mientras está fuera de servicio?
La mano de Elena se alzó veloz como un rayo, pero luego la dejó caer.
—Me has influenciado —dijo con amargura—. No soy yo misma. Jamás abandonaría a Stefan… En especial, cuando me necesita.
Ahí estaba, el fuego esencial de lo más profundo de su ser, y la llameante verdad dorada. Ahora podía sentarse y dejar que la amargura le corroyera, mientras aquel espíritu puro seguía el dictado de su conciencia.
Pensaba aquello, sintiendo ya la pérdida de la deslumbrante luz de Elena que se alejaba, cuando advirtió que ya no tenía el cuchillo. Al cabo de un instante, con una sensación de horror activándose justo al mismo tiempo que la mano, se lo quitaba a ella de la garganta. El estallido telepático fue totalmente reflejo.
«¿Qué diablos haces? ¿Matarte por lo que he dicho? ¡Esta hoja está afilada como una cuchilla!»
—Sólo estaba haciendo un corte de nada… —titubeó Elena.
—¡Casi te haces un corte de nada que lanzaría un chorro a un metro ochenta de altura!
Al menos era capaz de volver a hablar, a pesar de la opresión que notaba en la garganta.
Elena volvía a estar en terreno estable, también.
—Ya te he dicho que sabía que tendrías que probar mi sangre antes de intentar comer. Tengo la impresión de que me corre por el cuello otra vez. Esta vez, no la malgastemos.
No hacía más que decir la verdad. Al menos no se había hecho una herida grave. Podía ver la sangre fresca fluyendo del nuevo corte que se había hecho tan temerariamente, y malgastarla sería una estupidez.
Con una objetividad total ahora, Damon volvió a cogerla por los hombros y le ladeó la cabeza para contemplar la blanda y redondeada garganta. Manaba sangre copiosamente de varios cortes nuevos, rojos como los rubíes.
Medio milenio de instinto dijo a Damon que justo allí había néctar y ambrosía. Justo allí había sustento, descanso y euforia, justo allí donde tenía puestos los labios mientras se inclinaba hacia ella por segunda vez… y sólo tenía que probarla; beber…
Damon se irguió violentamente hacia atrás, intentando obligarse a tragar, decidido a no escupir. No era…, no era totalmente repugnante. Podía darse cuenta de cómo los humanos, con sus sentidos degradados, podían hacer uso de las variedades animales; pero esa cosa que se coagulaba y tenía un sabor mineral no era sangre… no tenía nada del aroma perfumado, la embriagadora suculencia, los inefables atributos dulces, aterciopelados, provocadores y vivificadores de la sangre.
Era como una especie de chiste malo. Sintió la tentación de morder a Elena, sólo rozar con un colmillo la carótida común, efectuar un arañazo diminuto, para poder saborear el pequeño estallido que explotaría en su paladar, para comparar, para asegurarse de que la mercancía auténtica no estaba allí dentro de algún modo. De hecho era más que una tentación; lo estaba haciendo. Pero no salía sangre.
Su mente se detuvo en mitad del pensamiento. Había efectuado un arañazo, de eso no cabía la menor duda; un arañazo que era como una leve raspadura. Ni siquiera había rasgado la capa exterior de la piel de Elena.
Dientes romos.
Damon se encontró presionando la lengua sobre un colmillo, deseando que se extendiera, deseando con toda su alma coartada y frustrada que se afilase.
Y… nada. Nada en absoluto. Pero por otra parte, había dedicado todo el día a lo mismo. Abatido, dejó que la cabeza de Elena volviera a su posición.
—¿Ya está? —preguntó ella con voz temblorosa.
¡Intentaba con tanto ahínco ser valiente con él! Pobre alma pura condenada con su amante diabólico.
—Damon, puedes volver a probar —le dijo—. Intenta morder con más fuerza.
—No funciona —le espetó él—. No sirves…
Elena estuvo a punto de resbalar al suelo, pero él la mantuvo erguida mientras le gruñía al oído.
—Ya sabes a lo que me refería con eso. ¿O preferirías ser mi cena en lugar de mi princesa?
Elena simplemente asintió con la cabeza sin decir nada. Se recostó en el círculo de sus brazos, con la cabeza apoyada en su hombro. No era nada extraño que necesitase descansar tras todo por lo que la había hecho pasar. Pero en cuanto a cómo hallaba consuelo en su hombro… bueno, eso no lo comprendía.
«¡Sage!» Damon envió el furioso pensamiento al exterior en todas las frecuencias a las que tenía acceso, tal y como llevaba haciendo todo el día. Si al menos consiguiera encontrar a Sage, todos sus problemas estarían resueltos. «Sage —exigió—, ¿dónde estás?»
No hubo respuesta. Por lo que Damon sabía, Sage había conseguido hacer funcionar el Portal que llevaba a la Dimensión Oscura que en ese mismo momento estaba inactivo e inútil en el jardín de la señora Flowers. Dejando tirado a Damon allí. Sage siempre era igual de fenomenalmente rápido cuando se largaba.
¿Y por qué se había largado?
¿Un Requerimiento Imperial? En ocasiones Sage los recibía. Del Ángel Caído, que vivía en la Corte Infernal, en la más inferior de las Dimensiones Oscuras. Y cuando Sage los recibía, se esperaba de él que se presentase en aquella dimensión al instante, en mitad de una palabra, en mitad de una caricia, en mitad… de lo que fuera. Hasta el momento Sage había llegado siempre dentro del plazo previsto, Damon lo sabía. Lo sabía porque Sage seguía vivo.
La tarde de la catastrófica investigación del ramo de flores llevada a cabo por Damon, Sage había dejado una educada nota en la repisa de la chimenea agradeciendo a la señora Flowers su hospitalidad, y dejando incluso a su gigantesco perro, Sable, y a su halcón, Garra, para la protección de la casa; una nota indudablemente preparada de antemano. Se había ido del modo en que siempre lo hacía, de un modo tan imprevisible como el viento, y sin despedirse. Sin duda había pensado que Damon hallaría fácilmente el modo de solucionar el problema. Había varios vampiros en Fell's Church. Siempre los había. Las líneas de energía de Poder puro del suelo los atraían incluso en épocas normales.
El problema era que justo ahora todos aquellos vampiros estaban infestados de malachs: parásitos controlados por los malvados espíritus zorro. No podían estar más abajo en la jerarquía de los vampiros.
Y desde luego Stefan era totalmente inviable. Aun cuando no hubiese estado tan débil, intentar cambiar a Damon en un vampiro lo habría matado; aun cuando se pudiese mitigar su cólera respecto al «robo de su humanidad» por parte de Damon, sencillamente jamás habría accedido, debido a su opinión de que el vampirismo era una maldición.
Los humanos no tenían ni idea sobre cosas como la jerarquía entre vampiros, debido a que tales individuos no eran de su incumbencia; hasta que, de improviso, sí lo eran, por lo general debido a que acababan de ser transformados ellos mismos en vampiros. La jerarquía de los vampiros era estricta, desde los inútiles e innobles hasta la aristocracia con colmillos. Los Antiguos encajaban en esa categoría, pero también otros que eran particularmente ilustres o poderosos.
Lo que Damon quería era que lo convirtiera en vampiro la clase de mujeres que Sage conocía, y estaba decidido a conseguir que Sage le encontrara una dama vampiro de categoría, una que fuese realmente digna de él.
Otras cosas atormentaban a Damon, que había pasado dos noches en blanco cavilando sobre ellas. ¿Era posible que el kitsune blanco que había dado el ramo a Stefan hubiese diseñado una rosa que convirtiera a la primera persona que la oliera en humana permanentemente? Ése habría sido el mayor sueño de Stefan.
El zorro blanco había escuchado las digresiones de Stefan durante días y días, ¿no era cierto? Había visto a Elena llorando por Stefan. Había visto juntos a los dos tortolitos, con Elena alimentando manualmente con su sangre a un Stefan moribundo a través de un alambre de cuchillas. Sólo la diosa Fortuna sabía qué ideas le habían pasado por la peluda cabeza blanca cuando había preparado la rosa que había «curado» a Damon de su «maldición». Si resultaba ser una «cura» irreversible…
Si Sage resultaba estar ilocalizable…
De improviso se abrió paso en los pensamientos de Damon que Elena sentía frío. Era extraño, ya que la noche era cálida, pero tiritaba violentamente. Necesitaba que le prestase la chaqueta o…
«No tiene frío —dijo la vocecita que había en algún lugar muy recóndito de su persona—. Y no está tiritando. Tiembla debido a todo por lo que la has hecho pasar.»
«¿Elena?»
«Te habías olvidado totalmente de mí. Me abrazabas, pero te habías olvidado por completo de mi existencia…»
«Si pudiera —pensó él con amargura—. Estás grabada a fuego en mi alma.»
Damon se sintió repentinamente furioso, pero era distinto de su ira hacia el kitsune y Sage y el mundo. Era la clase de ira que le atascaba la garganta y le provocaba una opresión excesiva en el pecho.
Era una ira que le hizo tomar la mano escaldada de Elena, que empezaba rápidamente a tornarse escarlata en algunas zonas, y examinarla. Sabía lo que habría hecho como vampiro: acariciar las quemaduras con una sedosa lengua fría, generando sustancias químicas para acelerar la cicatrización. Pero ahora… no había nada que pudiera hacer al respecto.
—No duele —dijo Elena, que ya podía mantenerse en pie.
—Mientes, princesa —repuso él—. La parte interior de las cejas está alzada. Eso es dolor. Eso es dolor. Y tienes el pulso acelerado…
—¿Puedes percibir eso sin tocarme?
—Puedo verlo en tus sienes. Los vampiros —con un malicioso énfasis en lo que él todavía era, en esencia— advierten cosas así. Hice que te lastimaras. Y no puedo hacer nada para ayudarte. Además —encogió los hombros—, eres una hermosa embustera. Sobre lo de la bola estrella, quiero decir.
—¿Siempre eres capaz de percibir cuándo miento?
—Ángel —dijo él en tono cansino—, es fácil. O bien eres la afortunada poseedora de la bola estrella hoy…, o sabes quién lo es.
Una vez más, Elena dejó caer la cabeza con consternación.
—O si no —dijo Damon en tono superficial—, toda la historia sobre echarlo a suertes era una mentira.
—Piensa lo que quieras —replicó Elena, con al menos algo de su ardor habitual—. Y de paso limpia todo este revoltijo.
Justo cuando se volvía para marcharse, Damon tuvo una revelación.
—¡La señora Flowers! —exclamó.
—Incorrecto —replicó ella con brusquedad.
«Elena, no hablaba de la bola estrella. Te doy mi palabra sobre ello. Ya sabes lo difícil que es mentir telepáticamente…»
«Sí, y sé, por lo tanto, que si hay una cosa en el mundo para la que… te entrenarías… es…»
No pudo terminar. No pudo llevar a cabo el discurso. Elena sabía lo mucho que significaba para Damon dar su palabra.
«Jamás te diré dónde está —le transmitió telepáticamente—. Y te juro que la señora Flowers tampoco lo hará.»
—Te creo, pero de todas formas vamos a ir a verla.
Tomó en brazos a Elena con facilidad y pasó por encima de la taza y el platillo hechos añicos. Elena se agarró automáticamente a su cuello con ambas manos para mantener el equilibrio.
—Cariño, ¿qué haces…? —exclamó Elena, luego calló, con los ojos muy abiertos a la vez que se llevaba dos dedos escaldados a los labios.
De pie en la puerta, ni a dos metros de distancia de ellos, estaba la menuda Bonnie McCullough, con una botella de vino Magia Negra, no alcohólico pero místicamente estimulante, sujeta en alto en la mano. Pero al mismo tiempo que Elena la observaba, la expresión de Bonnie cambió en un instante. Había sido de júbilo triunfante; pero ahora era de consternación. Era de una incredulidad incontenible. Elena sabía lo que pensaba. Toda la casa se había consagrado a hacer que Damon estuviera cómodo… mientras Damon robaba lo que en justicia le pertenecía a Stefan: Elena. Encima, él había mentido sobre lo de no ser ya un vampiro. Y Elena ni siquiera lo rechazaba. ¡Le llamaba «cariño»!
Bonnie soltó la botella, dio media vuelta y echó a correr.