Estaba tal vez a doscientos pasos de la línea de árboles.
Jutelún se giró. La retirada se había convertido en una serie de persecuciones separadas. En aquel momento ella estaba sola, con dos jinetes que subían por el barranco tras ella, jinetes cuya armadura los identificaba como hombres del kesig de Qubilay. Estaban ganando terreno.
Otra flecha se clavó en el anca de su yegua, que estuvo a punto de caer. Jutelún luchó con las riendas para evitar que cayera.
Al volver a mirar hacia atrás notó que un tercer jinete se había sumado a los otros dos.
El negro refugio de los pinos parecía estar demasiado lejos.
El caballo galopaba a toda velocidad por el terreno disparejo. Él apenas lograba mantenerse sobre la silla. Su carga a través del valle lo había llevado casi al camino de los dos kesig y en aquel momento estaba detrás de ellos, casi lo suficientemente cerca para tocarlos. Vio que el jinete más cercano a él levantaba el arco hasta el hombro y apuntaba.
Josseran balanceó la espada con violencia, un acto desesperado. La hoja de su espada azotó el anca del caballo del kesig. El caballo relinchó y se desvió con brusquedad, echando a perder la puntería del jinete. Mientras Josseran azuzaba a su semental para rebasarlo, el arquero miró por encima del hombro, con el rostro retorcido por una expresión de sorpresa y enfado.
Josseran balanceó hacia el lado la empuñadura de su espada y lo derribó del caballo.
En aquel momento sólo se encontraba a cien pasos de la línea de árboles y la negra infantería de los cipreses parecía descender de la montaña hacia ella. Jutelún sabía que allí podría despistar a sus perseguidores.
Entonces su yegua tropezó y cayó.